miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Maria de Jorge Isaacs XV



Hube de reunir todo el resto de mi valor para llamar a la puerta de la casa. Un paje abrió. Apeándome boté las bridas en sus manos y recorrí precipitadamente el zaguán y parte del corredor que me separaba de la entrada al salón: estaba oscuro. Me había adelan­tado pocos pasos en él cuando oí un grito y me sentí abrazado.
—¡María! ¡Mi María! —exclamé estrechando contra mi corazón aque­lla cabeza entregada a mis caricias.
—¡Ay!, ¡No, no, Dios mío! —interrumpióme sollozando.
Y desprendiéndose de mi cuello cayó sobre el sofá inmediato: era Emma. Vestía de negro, y la luna acababa de bañar su rostro lívido y regado de lágrimas.
Se abrió la puerta del aposento de mi madre en ese instante. Ella, balbuciente y palpándome con sus besos, me arrastró en los brazos al asiento donde Emma estaba muda e inmóvil.
—¿Dónde está, pues, donde está? —grité poniéndome en pie.
—¡Hijo de mi alma! —exclamó mi madre con el más hondo acento de ternura y volviendo a estrecharme contra su seno—: en el cielo.
Algo como la hoja fría de un puñal penetró en mi cerebro: faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte que me hería... Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir?...

LXI
Me fue imposible darme cuenta de lo que por mí había pasado, una noche que desperté en un lecho rodeado de personas y objetos que casi no podía distinguir. Una lámpara velada, cuya luz hacían más opaca las cortinas de la cama, difundía por la silenciosa habita­ción una claridad indecisa. Intenté en vano incorporarme: llamé, y sentí que estrechaban una de mis manos; torné a llamar, y el nombre que débilmente pronunciaba tuvo por respuesta un sollozo. Volvíme hacia el lado de donde éste había salido y reconocí a mi madre, cuya mirada anhelosa y llena de lágrimas estaba fija en mi rostro. Me hizo casi en secreto y con su más suave voz, muchas preguntas para cerciorarse de si estaba aliviado.
—¿Conque es verdad? —le dije cuando el recuerdo aún confuso de la última vez en que la había visto, vino a mi memoria.
Sin responderme, reclinó la frente en el almohadón, uniendo así nuestras cabezas.
Después de unos momentos tuve la crueldad de decirle:
—¡Así me engañaron!... ¿A qué he venido?
¿Y yo? me interrumpió humedeciendo mi cuello con sus lágrimas.
Mas su dolor y su ternura no conseguían que algunas corriesen de mis ojos.
Se trataba, sin duda, de evitarme toda fuerte emoción, pues poco rato después se acercó silencioso mi padre, y me estrechó una mano, mientras se enjugaba los ojos sombreados por el insomnio.
Mi madre, Eloísa y Emma se turnaron aquella noche para velar cerca de mi lecho, luego que el doctor se retiró prometiendo una lenta pero positiva reposición. Inútilmente agotaron ellas sus más dulces cuidados para hacerme conciliar el sueño. Así que mi madre se durmió rendida por el cansancio, supe que hacía algo más de veinticuatro horas que me hallaba en casa.
Emma sabía lo único que me faltaba saber: la historia de sus últimos días... sus últimos momentos y sus últimas palabras. Sentía que para oír esas confidencias terribles, me faltaba valor, pero no pude dominar mi sed de dolorosos pormenores, y le hice muchas preguntas. Ella sólo me respondía con el acento de una madre que hace dormir a su hijo en la cuna:
—Mañana.
Y acariciaba mi frente con sus manos o jugaba con mis cabellos.

LXII
Tres semanas habían corrido desde mi regreso, durante las cuales me retuvieron a su lado Emma y mi madre, aconsejadas por el médico y disculpando su tenacidad con el mal estado de mi salud.
Los días y las noches de dos meses habían pasado sobre su tumba y mis labios no hablan murmurado una oración sobre ella. Sentíame aún sin la fuerza necesaria para visitar la abandonada mansión de nuestros amores, para mirar ese sepulcro que a mis ojos la escon­día y la negaba a mis brazos. Pero en aquellos sitios debía esperarme ella: allí estaban los tristes presentes de su despedi­da para mí, que no había volado a recibir su último adiós y su primer beso antes que la muerte helara sus labios.
Emma fue exprimiendo lentamente en mi corazón toda la amargura de las postreras confidencias de María para mí. Así, recomendada para romper el dique de mis lágrimas, no tuvo más tarde cómo enjugarlas, y mezclando las suyas a las mías pasaron esas horas dolorosas y lentas.
En la mañana que siguió a la tarde en que María me escribió su última carta, Emma, después de haberla buscado inútilmente en su alcoba, la halló sentada en el banco de piedra del jardín: dábase ver lo que había llorado: sus ojos fijos en la corriente y agrandados por la sombra que los circundaba, humedecían aún con algunas lágrimas despaciosas aquellas mejillas pálidas y enfla­quecidas, antes tan llenas de gracia y lozanía: exhalaba sollozos ya débiles, ecos de otros en que su dolor se había desahogado.
—¿Por qué has venido sola hoy? —le preguntó Emma abrazándola—: yo quería acompañarte como ayer.
—Sí —le respondió—; lo sabía; pero deseaba venir sola; creí que tendría fuerzas. Ayúdame a andar.
Se apoyó en el brazo de Emma y se dirigió al rosal de enfrente a mi ventana. Luego que estuvieron cerca de él, María lo contempló casi sonriente, y quitándole las dos rosas más frescas, dijo:
—Tal vez serán las últimas. Mira cuántos botones tiene: tú le pondrás a la Virgen los más hermosos que vayan abriendo.
Acercando a su mejilla la rama más florecida, añadió:
—¡Adiós, rosal mío, emblema querido de su constancia! Tú le dirás que lo cuidé mientras pude —dijo volviéndose a Emma, que lloraba con ella.
Mi hermana quiso sacarla del jardín diciéndole:
—¿Por qué te entristeces así? ¿No ha convenido papá en demorar nuestro viaje? Volveremos todos los días. ¿No es verdad que te sientes mejor?
—Estémonos todavía aquí —le respondió acercándose lentamente a la ventana de mi cuarto: la estuvo mirando olvidada de Emma, y se inclinó después a desprender todas las azucenas de su mata predi­lecta, diciendo a mi hermana—: Dile que nunca dejó de florecer. Ahora sí vámonos.
Volvió a detenerse en la orilla del arroyo, y mirando en torno suyo apoyó la frente en el seno de Emma murmurando:
—¡Yo no quiero morirme sin volver a verlo aquí!
Durante el día se la vio más triste y silenciosa que de costum­bre. Por la tarde estuvo en mi cuarto y dejó en el florero, unidas con algunas hebras de sus cabellos, las azucenas que había cogido por la mañana; y allí fue Emma a buscarla cuando ya había oscurecido. Estaba de codos en la ventana; y los bucles desorde­nados de la cabellera casi le ocultaban el rostro.
—María —le dijo Emma después de haberla mirado en silencio unos momentos— ¿no te hará mal este viento de la noche?
Ella, sorprendida al principio, le respondió tomándole una mano, atrayéndola a sí y haciendo que se sentase a su lado en el sofá:
—Ya nada puede hacerme mal.
—¿No quieres que vayamos al oratorio?
—Ahora no: deseo estarme aquí todavía; tengo que decirte tantas cosas...
—¿No hay tiempo para que me las digas en otra parte? Tú, tan obediente a las prescripciones del doctor, vas así a hacer in­fructuosos todos sus cuidados y los nuestros: hace dos días que no eres ya dócil como antes.
—Es que no saben que voy a morirme —respondió abrazando a Emma y sollozando contra su pecho.
—¡Morirte! ¿Morirte cuando Efraín va a llegar?...
—Sin verlo otra vez, sin decirle... morirme sin poderlo esperar. Esto es espantoso —agregó estremeciéndose después de una pausa—; pero es cierto: nunca los síntomas del acceso han sido como los que estoy sintiendo. Yo necesito que lo sepas todo antes que me sea imposible decírtelo. Oye: quiero dejarle cuanto yo poseo y le ha sido amable. Pondrás en el cofrecito en que tengo sus cartas y las flores secas, este guardapelo donde están sus cabellos y los de mi madre; esta sortija que me puso en vísperas de su viaje; y en mi delantal azul envolverás mis trenzas... No te aflijas así —continuó acercando su mejilla fría a la de mi hermana—; yo no podría ya ser su esposa... Dios quiere librarlo del dolor de hallarme como estoy, del trance de verme expirar. ¡Ay!, yo podría morirme conforme, dándole mi último adiós. Estréchalo por mí en tus brazos y dile que en vano luché por no aban­donarlo... que me espantaba más su soledad que la muerte misma, y...
María dejó de hablar y temblaba en los brazos de Emma; cubrióla ésta de besos y sus labios la hallaron yerta; llamóla y no res­pondió; dio voces y corrieron en su auxilio.
Todos los esfuerzos del médico fueron infructuosos para volverla del acceso, y en la mañana del siguiente día se declaró impotente para salvarla.
El anciano cura de la parroquia ocurrió a las doce al llamamiento que se le hizo.
Frente al lecho de María se colocó en una mesa adornada con las más bellas flores del jardín, el crucifijo del oratorio, y lo alumbraban dos cirios benditos. De rodillas ante aquel altar humilde y perfumado, oró el sacerdote durante una hora; y al levantarse, le entregó uno de los cirios a mi padre y otro a Mayn para acercarse con ellos al lecho de la moribunda. Mi madre y mis hermanas, Luisa, sus hijas y algunas esclavas se arrodillaron para presenciar la ceremonia. El ministro pronunció estas pala­bras al oído de María:
—Hija mía, Dios viene a visitarte: ¿quieres recibirlo?
Ella continuó muda e inmóvil como si durmiese profundamente. El sacerdote miró a Mayn, quien, comprendiendo al instante esa mirada, tomó el pulso a María, diciendo en seguida en voz baja:
—Cuatro horas lo menos.
El sacerdote la bendijo y la ungió. Los sollozos de mi madre, mis hermanas y las hijas del montañés acompañaron la oración.
Una hora después de la ceremonia, Juan se había acercado al lecho y se empinaba para alcanzar a ver a María, llorando porque no lo subían. Tomólo mi madre en sus brazos y lo sentó en el lecho.
—¿Está dormida, no? —preguntó el inocente reclinando la cabeza en el mismo almohadón en que descansaba la de María, y tomándole en sus manitas una de las trenzas como lo acostumbraba para dor­mirse.
Mi padre interrumpió esa escena que agotaba las fuerzas de mi madre y que los asistentes presenciaban contristados.
A las cinco de la tarde, Mayn, que permanecía a la cabecera pulsando constantemente a María, se puso en pie, y sus ojos humedecidos dejaron comprender a mi padre que había terminado la agonía. Sus sollozos hicieron que Emma y mi madre se precipitasen sobre el lecho. Estaba como dormida; pero dormida para siempre... ¡muerta!, ¡sin que mis labios hubiesen aspirado su postrer alien­to, sin que mis oídos hubiesen escuchado su último adiós, sin que algunas de tantas lágrimas vertidas por mí después sobre su sepulcro, hubiesen caído sobre su frente!
Cuando mi madre se convenció de que María había muerto, ante su cadáver, bañado de la luz de los arreboles de la tarde que pene­traba en la estancia por una ventana que acababa de abrir, excla­mó con voz enronquecida por el llanto, besando una de esas manos ya fría e insensible:
—¡María!... ¡Hija de mi corazón!... ¿Por qué nos dejas así?... ¡Ay!, ya nunca más podrás oírme... ¿Qué responderé a mi hijo cuando me pregunte por ti? ¡Qué hará, Dios mío!... ¡Muerta!, ¡muerta sin haber exhalado una queja!
Ya en el oratorio, sobre una mesa enlutada, vestida de gro blanco y recostada en el ataúd, mostraba en su rostro algo de sublime resignación. La luz de los cirios brillando en su frente tersa y sobre sus anchos párpados, proyectaba la sombra de las pestañas sobre las mejillas: aquellos labios pálidos parecían haberse he­lado cuando intentaban sonreír; podía creerse que alentaba aún. Sombreábanle la garganta las trenzas medio envueltas en una toca de gasa blanca, y entre las manos, descansándole sobre el pecho, sostenía un crucifijo.
Así la vio Emma a las tres de la madrugada, al acercarse a cum­plir el más terrible encargo de María.
El sacerdote estaba orando de rodillas al pie del ataúd. La brisa de la noche, perfumada de rosas y azahares, agitaba las llamas de los cirios, gastados ya.
“Creí —decía Emma— que al cortar la primera trenza iba a mirar­me tan dulcemente como solía si reclinada la cabeza en mi falda le peinaba yo los cabellos. Púselas al pie de la imagen de la Virgen y por última vez le besé las mejillas... Cuando desperté dos horas después... ¡ya no estaba allí!”.
Braulio, José y cuatro peones más condujeron al pueblo el cadáver, cruzando esas llanuras y descansando bajo aquellos bosques por donde en una mañana feliz pasó María a mi lado amante y amada el día del matrimonio de Tránsito. Mi padre y el cura seguían paso ante paso el humilde convoy... ¡ay de mí!, ¡humilde y silencioso como el de Nay!
Mi padre regresó al medio día lentamente y ya solo. Al apearse hizo esfuerzos inútiles para sofocar los sollozos que lo ahoga­ban. Sentado en el salón, en medio de Emma y mi madre y rodeado de los niños que aguardaban en vano sus caricias, dio rienda a su dolor, haciéndose necesario que mi madre procurase darle una conformidad que ella misma no podía tener.
“Yo —decía él— yo autor de ese viaje maldecido, ¡la he muerto! Si Salomón pudiera venir a pedirme su hija, ¿qué habría yo de decir­le?... Y Efraín... y Efraín...
¡Ah! ¿Para qué lo he llamado? ¿Así le cumpliré mis promesas?”.
Aquella tarde dejaron la hacienda de la sierra para ir a pernoc­tar en la del valle, de donde debían emprender al día siguiente viaje a la ciudad.
Braulio y Tránsito convinieron en habitar la casa para cuidar de ella durante la ausencia de la familia.

LXIII
Dos meses después de la muerte de María, el diez de septiembre, oía yo a Emma el final de aquella relación que ella retardó el mayor tiempo que le fue posible. Era de noche ya y Juan dormía sobre mis rodillas, costumbre que había contraído desde mi regre­so, porque acaso adivinaba instintivamente que yo procuraba reemplazarle en parte el amor y los maternales cuidados de María.
Emma me entregó la llave del armario en que estaban guardados, en la casa de la sierra, los vestidos de María y todo aquello que más especialmente había ella recomendado se guardara para mí.
A la madrugada del día que siguió a esa noche me puse en camino para Santa R... en donde hacía dos semanas que permanecía mi padre, después de haber dejado prevenido todo lo necesario para mi regreso a Europa, el cual debía emprender el diez y ocho de aquel mes.
El doce a las cuatro de la tarde me despedí de mi padre, a quien había hecho creer que deseaba pasar la noche en la hacienda de Carlos, para de esa manera estar más temprano en Cali al día siguiente. Cuando abracé a mi padre, tenía él en las manos un paquete sellado, y entregándomelo me dijo:
—A Kingston: contiene la última voluntad de Salomón y la dote de su hija. Si mi interés por ti —agregó con voz que la emoción hacía trémula— me hizo alejarte de ella y precipitar tal vez su muerte... tú sabrás disculparme... ¿Quién debe hacerlo si no eres tú?
Oído que hubo la respuesta que profundamente conmovido di a esa excusa paternal tan tierna como humildemente dada, me estrechó de nuevo entre sus brazos. ¡Aún persiste en mi oído su acento al pronunciar aquel adiós!
Saliendo a la llanura de... después de haber vadeado el Amaime, esperé a Juan Angel para indicarle que tomase el camino de la sierra. Miróme como asustado con la orden que recibía; pero viéndome doblar sobre la derecha, me siguió tan de cerca como le fue posible, y poco después lo perdí de vista.
Ya empezaba a oír el ruido de las corrientes del Zabaletas; divisaba la copa de los sauces. Detúveme en la asomada de la colina. Dos años antes, en una tarde como aquella, que entonces armonizaba con mi felicidad y ahora era indiferente a mi dolor, había divisado desde allí mismo las luces de ese hogar donde con amorosa ansiedad era esperado. María estaba allí... Ya esa casa cerrada y sus contornos solitarios y silenciosos: ¡entonces el amor que nacía y ya el amor sin esperanza! Allí, a pocos pasos del sendero que la grama empezaba a borrar, veía la ancha piedra que nos sirvió de asiento tantas veces en aquellas felices tardes de lectura. Estaba, al fin, inmediato al huerto confidente de mis amores: las palomas y los tordos aleteaban piando y gimiendo en los follajes de los naranjos: el viento arrastraba hojas secas sobre el empedrado de la gradería.
Salté del caballo, abandonándolo a su voluntad, y sin fuerzas ni voz para llamar, me senté en uno de esos escalones desde donde tantas veces su voz agasajadora y sus ojos amantes me dijeron adioses.
Rato después, casi de noche ya, sentí pasos cerca de mí: era una anciana esclava que habiendo visto mi caballo suelto en el pese­bre, salía a saber quién era su dueño. Seguíale trabajosamente Mayo: la vista de ese animal, amigo de mi niñez, cariñoso compa­ñero de mis días de felicidad, arrancó gemidos a mi pecho: pre­sentándome la cabeza para recibir un agasajo, lamía el polvo de mis botas, y sentándose a mis pies aulló dolorosamente.
La esclava trajo las llaves de la casa y al mismo tiempo me avisó que Braulio y Tránsito estaban en la montaña. Entré al salón, y dando algunos pasos en él sin que mis ojos nublados pudiesen distinguir los objetos, caí en el sofá donde con ella me había sentado siempre, donde por vez primera le hablé de mi amor.
Cuando levanté el rostro, me rodeaba una completa oscuridad. Abrí la puerta del aposento de mi madre, y mis espuelas resonaron lúgubremente en aquel recinto frío y oloroso a tumba. Entonces una fuerza nueva en mi dolor me hizo precipitar al oratorio. Iba a pedírsela a Dios... ¡ni El podía querer ya devolvérmela en la tierra! Iba a buscarla allí donde mis brazos la habían estrecha­do, donde por vez primera mis labios descansaran sobre su frente... La luz de la luna que se levantaba, penetrando por la celosía entreabierta, me dejó ver lo único que debía encontrar: el paño fúnebre medio rodado de la mesa donde su ataúd descansó: los restos de los cirios que habían alumbrado el túmulo... ¡el silencio sordo a mis gemidos, la eternidad muda ante mi dolor!
Vi luz en el aposento de mi madre: era que Juan Angel acababa de poner una bujía en una de las mesas: la tomé, mandándole con un ademán que me dejase solo, y me dirigí a la alcoba de María. Algo de sus perfumes había allí... velando las últimas prendas de su amor, su espíritu debía estarme esperando. El crucifijo aún sobre la mesa: las flores marchitas sobre su pena: el lecho donde había muerto, desmantelado ya: teñidas todavía algunas copas con las últimas pociones que le habían dado. Abrí el arma­rio: todos los aromas de los días de nuestro amor se exhalaron combinados de él. Mis manos y mis labios palparon aquellos vesti­dos tan conocidos para mí. Halé el cajón que Emma me había indi­cado; el cofre precioso estaba allí. Un grito escapó de mi pecho, y una sombra me cubrió los ojos al desenrollarse entre mis manos aquellas trenzas que parecían sensibles a mis besos.
Una hora después... ¡Dios mío!, tú lo sabes. Yo había recorrido el huerto llamándola, pidiéndosela a los follajes que nos habían dado sombra, y al desierto que en sus ecos solamente me devolvía su nombre. A la orilla del abismo cubierto por los rosales, en cuyo fondo informe y oscuro blanqueaban las nieblas y tronaba el río, un pensamiento criminal estancó por un instante mis lágrimas y enfrió mi frente...
Una persona de quien me ocultaban los rosales, pronunció mi nombre cerca de mí: era Tránsito. Al aproximárseme debió produ­cirle espanto mi rostro, pues por unos momentos permaneció asom­brada. La respuesta que di a la súplica que me hizo para que dejase aquel sitio, le reveló quizá con su amargura todo el desprecio que en tales instantes tenía yo por la vida. La pobre muchacha se puso a llorar sin insistir por el momento; pero reanimada, balbució con la voz doliente de una esclava quejosa:
—¿Tampoco quiere ver a Braulio ni a mi hijo?
—No llores, Tránsito, y perdóname —le dije. ¿Dónde están?
Ella estrechó una de mis manos sin haber enjugado todavía sus lágrimas, y me condujo al corredor del jardín, en donde su marido me esperaba. Después de que Braulio recibió mi abrazo, Tránsito puso en mis rodillas un precioso niño de seis meses, y arrodilla­da a mis pies sonreía a su hijo y me miraba complacida acariciar el fruto de sus inocentes amores.

LXIV
¡Inolvidable y última noche pasada en el hogar donde corrieron los años de mi niñez y los días felices de mi juventud! Como el ave impelida por el huracán a las pampas abrasadas intenta en vano sesgar su vuelo hacia el umbroso bosque nativo, y ajados ya los plumajes regresa a él después de la tormenta, y busca inútil­mente el nido de sus amores revoloteando en torno del árbol destrozado, así mi alma abatida va en las horas de mi sueño a vagar en torno del que fue hogar de mis padres. Frondosos naran­jos, gentiles y verdes sauces que conmigo crecísteis, ¡cómo os habéis envejecido! Rosas y azucenas de María, ¡quién las amará si existen! aromas del lozano huerto, ¡no volveré a aspiraros! Susurradores vientos, rumoroso río... ¡no volveré a oíros!
La media noche me halló velando en mi cuarto. Todo estaba allí como yo lo había dejado; solamente las manos de María habían removido lo indispensable, engalanando la estancia para mi regre­so: marchitas y carcomidas por los insectos permanecían en el florero las últimas azucenas que ella le puso. Ante esa mesa abrí el paquete de las cartas que me había devuelto al morir. Aquellas líneas borradas por mis lágrimas y trazadas cuando tan lejos estaba de creer que serían mis últimas palabras dirigidas a ella; aquellos pliegos ajados en su seno, fueron desplegados y leídos uno a uno; y buscando entre las cartas de María la contestación a cada una de las que yo le había escrito, compaginé ese diálogo de inmortal amor dictado por la esperanza e interrumpido por la muerte.
Teniendo entre mis manos las trenzas de María y recostado en el sofá en que Emma le había oído sus postreras confidencias, dio las dos el reloj; él había medido también las horas de aquella noche angustiosa, víspera de mi viaje; él debía medir las de la última que pasé en la morada de mis mayores.
Soñé que María era ya mi esposa: ese castísimo delirio había sido y debía continuar siendo el único deleite de mi alma: vestía un traje blanco vaporoso, y llevaba un delantal azul, azul como si hubiese sido formado de un jirón del cielo; era aquel delantal que tantas veces le ayudé a llenar de flores, y que ella sabía atar tan linda y descuidadamente a su cintura inquieta, aquel en que había yo encontrado envueltos sus cabellos: entreabrió cuida­dosamente la puerta de mi cuarto, y procurando no hacer ni el más leve ruido con sus ropajes, se arrodilló sobre la alfombra, al pie del sofá: después de mirarme medio sonreída, cual si temiera que mi sueño fuese fingido, tocó mi frente con sus labios suaves como el terciopelo de los lirios del Páez: menos temerosa ya de mi engaño, dejóme aspirar un momento su aliento tibio y fragante; pero entonces esperé inútilmente que oprimiera mis labios con los suyos: sentóse en la alfombra, y mientras leía algunas de las páginas dispersas en ella, tenía sobre la mejilla una de mis manos que pendía sobre los almohadones: sintiendo ella animada esa mano, volvió hacia mí su mirada llena de amor, sonriendo como ella sola podía sonreír; atraje sobre mi pecho su cabeza, y reclinada así, buscaba mis ojos mientras le orlaba yo la frente con sus trenzas sedosas o aspiraba con deleite su perfume de albahaca.
Un grito, grito mío, interrumpió aquel sueño: la realidad lo turbaba celosa como si aquel instante hubiese sido un siglo de dicha. La lámpara se había consumido; por la ventana penetraba el viento frío de la madrugada; mis manos estaban yertas y oprimían aquellas trenzas, único despojo de su belleza, única verdad de mi sueño.

LXV
En la tarde de ese día, durante el cual había visitado todos los sitios que me eran queridos, y que no debía volver a ver, me preparaba para emprender viaje a la ciudad, pasando por el cemen­terio de la parroquia donde estaba la tumba de María. Juan Angel y Braulio se habían adelantado a esperarme en él, y José, su mujer y sus hijas me rodeaban ya para recibir mi despedida. Invitados por mí me siguieron al oratorio, y todos de rodillas, todos llorando, oramos por el alma de aquella a quien tanto habíamos amado. José interrumpió el silencio que siguió a esa oración solemne para recitar una súplica a la protectora de los peregrinos y navegantes.
Ya en el corredor, Tránsito y Lucía, después de recibir mi adiós, sollozaban cubierto el rostro y sentadas en el pavimento; la señora Luisa había desaparecido; José, volviendo a un lado la faz para ocultarme sus lágrimas, me esperaba teniendo el caballo del cabestro al pie de la gradería; Mayo, meneando la cola y tendido en el gramal, espiaba todos mis movimientos como cuando en sus días de vigor salíamos a caza de perdices.
Faltóme la voz para decir una postrera palabra cariñosa a José y a sus hijas; ellos tampoco la habrían tenido para responderme.
A pocas cuadras de la casa me detuve antes de emprender la bajada a ver una vez más aquella mansión querida y sus contornos. De las horas de felicidad que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el recuerdo; de María, los dones que me había dejado al borde de su tumba.
Llegó Mayo entonces, y fatigado se detuvo a la orilla del torren­te que nos separaba: dos veces intentó vadearlo y en ambas hubo de retroceder: sentóse sobre el césped y aulló tan lastimosamente como si sus alaridos tuviesen algo de humano, como si con ellos quisiera recordarme cuánto me había amado, y reconvenirme porque lo abandonaba en su vejez.
A la hora y media me desmontaba a la portada de una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque, que era el cementerio de la aldea. Braulio, recibiendo el caballo y partici­pando de la emoción que descubría en mi rostro, empujó una hoja de la puerta y no dio un paso más. Atravesé por en medio de las malezas y de las cruces de leño y de guadua que se levantaban sobre ellas. El Sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarza­les y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acerquéme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: “María”...
A aquel monólogo terrible del alma ante la muerte, del alma que la interroga, que la maldice... que le ruega, que la llama... demasiado elocuente respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis brazos oprimían y mis lágrimas bañaban.
El ruido de unos pasos sobre la hojarasca me hizo levantar al frente del pedestal: Braulio se acercó a mí, y entregándome una corona de rosas y azucenas, obsequio de las hijas de José, perma­neció en el mismo sitio como para indicarme que era hora de partir.
Púseme en pie para colgarla de la cruz, y volví a abrazarme a los pies de ella para dar a María y a su sepulcro un último adiós...
Había ya montado, y Braulio estrechaba entre sus manos una de las mías, cuando el revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido siniestro y conocido para mí, interrumpió nuestra despedida: la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto.
Estremecido, partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche.

NOTAS
2. Lugar donde se toma el vado.
3. Espuelas grandes usadas en la Sabana de Bogotá.
4. Modismo que consiste en repetir en tono de mofa la última parte de la última palabra del interlocutor.

5. Provincialismo, por presumido.
6. Provincialismo, por de color de mono.
7. Cierta semilla muy negra y redonda.
8. Cuerda con que maniatan las reses para echarlas a tierra
9. Insectos así llamados por el color de sus alas.
10. Mochila de cabuya.
18. Quiere decir, defiendo.
20. Cuadra se toma por calle, y de allí ha pasado a significar cien varas.
12. Quiere decir haciendita.
13. Atraillados.
15. Maletica.
16. Maíz todavía tierno.
17. Llámanse así los hechos de una clase de tabaco que se produ­ce a inmediaciones de Pahnira, casi tan aromático como el habano
23. Música y danza popular en Antioquia.
25. Cantú, hablando de los Achantis, dice: “Son negros, pero se distinguen de las razas del mismo color, pareciéndose más a los abisinios, en razón a que tienen el pelo largo y lacio, barba, rostro ovalado, nariz aguileña, y el cuerpo biien proporcionado... El espíritu guerrero es en general entre ellos, y son soldados desde que se encuentran en edad de tomar las armas”.
26. Historiadores y geógrafos, como Cantú y Malte-Brun, dicen que los negros africanos son en extremos aficionados a la danza, cantares y música. Siendo el bambuco una música que en nada se asemeja a la de los aborígenes americanos, ni a los aires españoles, no hay ligereza en asegurar que fue traída de Africa por los primeros esclavos que los conquistadores importaron al Cauca, tanto más que el nombre que hoy tiene parece no ser otro que el de Bambuk levemente alterado.
27. Oro en polvo
28. Conchas que sirven de moneda.
29.  Ladrones.
30. Si hay quien pueda creer exageradas las desventuras de Nay y de sus compañeros de esclavitud, la lectura del Capítulo VI, Epoca XIV y del XVIII, Epoca XVII de la Historia Universal de Cantú, bastará a convencerle de que al bosquejar algunos cuadros del episodio, se han desdeñado tintas que podían servir para hacerlo espantosamente verdadero.

La cuestión judía
En un elogioso y poco conocido texto sobre María, publicado en 1937 como homenaje al centenario de Isaacs, Jorge Luis Borges afirma: "Isaacs no era más romántico que nosotros. No en vano lo sabemos criollo y judío, hijo de dos sangres incrédulas...". La opinión sobre el peculiar romanticismo del autor de María coincide con la que ya hemos expuesto y su condición de criollo es también evidente; no ocurre lo mismo con su pretendida filiación judía, por diversas razones discutible.
En realidad, el tema del judaísmo de Isaacs es algo que cae en el abuso, sostenido en parte por una crítica torpe y en parte por iniciativa del propio autor. El orgullo no justificado por todo lo judío se torna aquí chocante e incluso sospechoso, pues demostrado está que la pasión de Isaacs por el Antiguo Testamento y lo que implica es posterior a la publicación de María, libro que contrasta en todo con la misma Biblia, ya que a la edulcorada pastoral del primer texto se opone la severa reflexión sobre la condición humana del segundo, a tenor de la férula moral mosaica. ¿Qué actitud asumirán Efraín y María ante una lectura que concilia el incesto con el onanismo, el fratricidio con el adulterio, el voyeurismo con la sodomía? El contraste es aún mayor cuando el propio autor nos presenta a una pareja de enamorados que, atosigados por sentimientos aparentemente inmaculados, derraman torrentes de lágrimas al evocar a Chactas ante la tumba de Atala. ¿Qué tiene que ver la púdica María con la tremenda y perturbadora eclosión sensual de la sulamita, tal como pretenden hacerlo creer algunos exegetas del sionismo literario? Está claro que Isaacs busca sublimar a posteriori una estirpe con la que poco tiene que ver ya que su padre, que sí era de origen judío, repudió su religión y adoptó la fe cristiana para poder casarse con una mujer de hondas convicciones católicas. Ni siquiera en Saulo, pese al tono orientalista, se puede rastrear un estrato hebreo profundo, pues el poema cae pronto en el repertorio de motivos que ya en esa época (1881) había puesto en marcha el primer modernismo: joyas, perfumes, lugares y nombres míticos ("Al oírse la cítara de oro / del hijo de Juvan en el desierto, / despiertan en las vastas soledades / agrestes ruiseñores, / y en deliquios de amor lloran las flores").
Isaacs consagró tanto las presuntas virtudes de su "raza" que a nombre de una poco probable arcadia patriarcal, se erigió en el apologista a ultranza de la causa semita —"El autor estaba inserto en el tronco de Sem", afirma tan retórica como equivocadamente Luis Alberto Sánchez—, causa no tan politizada entonces como ocurrió años después, cuando en vida del escritor se desató el escándalo internacional motivado por la estafa de los banqueros judíos involucrados en el Affaire Panamá y que conllevó la ruina de cientos de pequeños inversores. Paradójicamente, el edén semita que Isaacs se empeñaba en ver en la sociedad de Antioquia es contestado por una opinión implacable recogida por el poeta mayor de esa región, Gregorio Gutiérrez González, contemporáneo de Isaacs, en su texto Felipe: "Raza de mercaderes que especula / con todo y sobre todo. Raza impía, / por cuyas venas sin calor circula / la sangre vil de la nación judía; / y pesos sobre pesos acumula / el precio de su honor, su mercancía, / y como sólo al interés se entiende, / todo se compra allí, todo se vende...".
Es muy probable que la preocupación de Isaacs por lo judío estuviera apoyada en un propósito diferenciador, aunque no de tipo antropológico sino literario: era una forma de ser distinto y esa alteridad no implicaba necesariamente una confesión de superioridad ante sus compatriotas, pese a que creyera estar más cerca de Sión que de Cali, sino de afirmación temática apoyada en los ancestros repudiados por su padre: no hay que olvidar que las mitificaciones librescas y la transformación del pasado son elementos inequívocos de la parafernalia romántica. Sin embargo, el idilio de Isaacs no puede desvincularse del todo de cierta visión del Génesis, pues incluso en El Paraíso la cuota edénica y tribal, regida por el amor y la sabiduría del patriarca en medio de una flora y una fauna que resaltan la peculiaridad del hábitat, remite al orden primigenio de convivencia donde hasta la proximidad del parentesco está despojada de culpa. Salomón el padre de María, es primo del padre de Efraín, lo que implica un cierto vínculo entre los enamorados pero que no alcanza a enturbiar la perspectiva de una boda. De todas formas, no escapa al lector la constatación de un hecho: Isaacs, que reclama para sí la identidad judía, extiende a todo lo que ama esta misma pretensión: da por sentado que él y su familia son judíos como también lo presupone para el antioqueño José, su mujer Luisa y sus hijas Lucía y Tránsito. María, la protagonista, hija de Salomón y de Sara, sí es judía étnica y culturalmente ya que sus padres lo eran y sólo tras la muerte de Sara, Salomón, seguro de que "haría desdichada a mi hija dejándola judía", ruega la conviertan al cristianismo, por lo que la niña deja de llamarse Ester y se transforma en María. ¿Sabiduría de Salomón? ¿Mero oportunismo? También el padre de Isaacs abjuró para casarse con una católica. ¿Acaso la coartada del converso no es la de refinar en la nueva fe su fanatismo primitivo?
Conscientes de la incertidumbre que conlleva la presunción de paternidad —evidente en la actitud de casi todas las culturas y consagrada en la sentencia Pater semper incertus fuit— los judíos, para salvaguardar de cualquier duda la legitimidad de su tradición y su ancestro, optaron muy sensatamente por definir como judío sólo al "hijo de mujer judía", ya que —presuponían— la madre es la única que sabe quién es el verdadero padre del hijo que da a luz. Al amparo de esta tradición, y considerando la identidad colombiana de la madre del autor, difícilmente podría argumentarse a favor de Isaacs como de "un semita de estirpe británica", consideración que sí es aplicable en todo a su padre, George Henry Isaacs. Las pretensiones de Isaacs son, en consecuencia, meras sublimaciones de un pasado que entroniza románticamente: María es la mitificación de un amor perdido como perdida es la estirpe del padre, por lo que, en una especie de compensación el escritor extiende su jurisdicción mítica a todo lo que ama.
Por otra parte, el juego simétrico que se advierte como una de las constantes de la novela permite homologar la obsesión judía y el episodio de los ashantis. Como algo inherente al panel de temas del romanticismo, tanto los judíos como los ashantis son elementos exóticos, sobre todo en el contexto colombiano, de la misma forma que exóticos son los Cantos de Ossian en Werther o los natchez en la narrativa de Chateaubriand. En María, la primera filiación de judíos y ashantis está justificada por el exotismo y la segunda obedece a su carácter de comunidades dispersas por el mundo y acuciadas por la persecución: no hay que perder de vista el hecho de que María es antes que nada un nombre sobrepuesto al original de Ester —tampoco deben olvidarse las connotaciones que la homónima heroína hebrea tuvo en épocas de cautiverio— y que ella y el hijo de Nay y Sinar —nombres de indudable resonancia bíblica—, sirven par unir las dos historias extranjeras en el pasado de la anécdota. Nay, la superviviente de un pueblo perseguido, se convierte en el aya de Ester, la superviviente de otro. Las dos mujeres se reencuentran en una tierra extraña —que bien puede ser la tierra prometida, El Paraíso— y se adaptan al nuevo medio al punto de cambiar su identidad, su nombre. Tras largas peripecias a lo largo del mundo, judíos y ashantis se reúnen en el seno de un país paradisiaco donde la leche y la miel bíblicas encuentran un sucedáneo —y no es un chiste— en la caña de azúcar. Sin embargo, las interpretaciones no deben ir más allá de lo meramente coincidencial, pues querer buscar herméticos significados de esta novela en la Cábala, como pretenden algunos, o de panteizar el Valle del Cauca, como sugiere un ex presidente colombiano, es sacar las cosas de su lugar. A todo esto, ¿a quién puede extrañar la dedicatoria "A los hermanos de Efraín"? La frase encierra un homenaje y la advertencia implícita de que no hay que olvidar la historia si se quiere sobrevivir, pues la escritura guarda todos los detalles de esa pasión que la tribu debe conocer. ¿No es ésta una de las aspiraciones de la más remota tradición judía? Perpetuarse como pueblo a través del lenguaje, sacralizar el texto, sublimar el amor por el dolor de la pérdida.
La biblioteca de El Paraíso
En una época lastrada por esa perniciosa idea de la originalidad llamada inspiración, y que el romanticismo convirtió en categoría autónoma y autosuficiente, Isaacs se manifiesta, sorprendentemente y contra todos los usos establecidos en su medio, como un escritor que nutre su literatura de literatura. Las referencias bibliográficas que se pueden encontrar en María son innumerables, no sólo las que se infieren de la lectura de la anécdota central, sino también aquellas que son comprobables a través de referencias explícitas en el argumento.
De otra parte la aparente inocencia formal de María está hábilmente salpicada por elementos propios más de un aventajado conocedor de su oficio que de un sentimental desesperado. Por eso, la naï veté con que a menudo se ha calificado esta novela obedece también a una estratagema de alguien que so pretexto de narrar una historia presuntamente desmayada y pueril se permite jugar con elementos literarios nuevos que crean un curioso conflicto entre el dinamismo formal y la capciosa estolidez de la trama. Algunos de esos elementos son el empleo de un repertorio realista —a despecho del costumbrismo vigente en el país y que tan bien cultivaban sus amigos y mentores de "El Mosaico"— para recrear el escenario de una historia insobornablemente romántica. En este sentido, ¿cómo tildar de ingenuo un estilo que da muestras de tanta destreza como el capítulo en el que Efraín, tras el ataque epiléptico de María, en medio de la tormenta, sale en busca del doctor Mayn? No hay que olvidar que la tormenta tiene aquí un estricto doble sentido, psicológico y telúrico, fiel a una de las convicciones más consultadas por el romanticismo: la de que el espacio exterior no es más que una metáfora del yo. Algo similar cabe decir de los capítulos dedicados a la cacería y a la travesía fluvial al regreso de Londres, ejemplos de una escritura eficaz no sólo por la límpida descripción sino por la sabia ordenación de las secuencias.
Otras manifestaciones de la pericia de Isaacs son la ruptura de la linealidad del discurso temporal para dar cabida en un salto anecdótico de varios capítulos a la exótica historia de Nay y Sinar, verdadero ejercicio de novela dentro de la novela; el evidente afán del autor por jugar con las posibilidades semánticas del cliché, el localismo y el neologismo; el fascinante empleo del elemento simbolista del ave negra con toda su carga de significado a lo largo de cuatro estratégicas situaciones, lo que conlleva por lo menos una triple sincronía de caracteres románticos, realistas y simbolistas. El ave de mal agüero, con todas sus implicaciones librescas —un caso significativo es el que posteriormente ofrece Altamirano en El zarco: el bandido colgado del árbol donde recurrentemente el búho cantaba una monodia trágica—, se salva del tópico fácil gracias al hábil empleo que de su concurso hace Isaacs, con lo que supera el sensus literalis de la figura y accede al sensus allegoricus. Pero no sólo Poe y Coleridge presiden el motivo del ave, sino que también Rafael Pombo, el más importante de los poetas románticos de Colombia, es un punto de referencia obligado; en su poema Melancolía Pombo escribe algo que parece magistral comentario a la situación de Efraín tras la muerte de María: "y así como ella expiró, / ignorada, humilde, pura, / muere en tu nido, ave oscura / y como tú, muera yo...".
Un último ejemplo que une en un mismo fragmento la destreza formal y la situación de los personajes es el que en el capítulo VI le sirve a Isaacs para canalizar la exaltación casi atormentada del amor de Efraín por María, para lo cual hace uso de la técnica de los dos puntos que se abren sin pausa, como el corazón y el deseo del protagonista. La fuerza de los sentimientos de Efraín consigue que el doble punto se abra en siete ocasiones como siete esclusas de significado en un breve párrafo, lo cual nos remite a la técnica que cien años después Juan Goytisolo llevara a su plenitud en la novela Reivindicación del conde don Julián, aunque en esta ocasión no es el corazón del amante quien habla sino la historia traicionada de un país. En ambos casos la inocencia queda excluida por completo.
Fue Vergara y Vergara el primero en constatar lo obvio: el marco de referencias literarias en el que se apoya la anécdota de la novela de Isaacs. El autor de Las tres tazas afirmó en una temprana reseña —que a partir de la tercera edición figuró como prólogo de María— la presencia evidente de dos piezas claves de la literatura francesa en la obra de Isaacs: Paul et Virginie, de Saint-Pierre (apreciable no sólo en los propósitos lacrimógenos de la dedicatoria, sino también en las desgracias de la joven pareja de protagonistas), y Atala, de Chateaubriand (perceptible en el clima general, en menciones expresas, y sobre todo, en la exótica historia de Nay y Sinar). A estas dos insoslayables referencias se han ido sumando otras aportadas por la crítica, aunque lo que aquí interesa es el escrutinio que conforma la biblioteca que alienta el idilio de los protagonistas.
Ya en el capítulo XII se impone la figura de Chateaubriand: Efraín lee en voz alta el Genio del Cristianismo y constata: "Entonces pude valuar toda la inteligencia de María: mis frases quedaban grabadas indeleblemente en su memoria, y su comprensión se adelantaba casi siempre con triunfo infantil a mis explicaciones". En páginas posteriores se narra la conmoción que produce en el ánimo de los enamorados la lectura de Atala y el desenlace de este libro no está exento de timbres premonitorios. Efraín coteja entonces la actitud de María con la de la heroína de Chateaubriand y descubre que su novia es "tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó". El orden temático se diversifica y aparecen a continuación referencias a Buffon, cuyas obras sobre historia natural le permiten a Efraín trazar un balance de la flora y fauna de la región. Hay también citas por alusión, como las de Telemaco (Fénelon) y Cabrion (Eugène Sue). Sin embargo, es Carlos el amigo de Efraín, quien en el capítulo XXII hace el catálogo de títulos y autores que descansan en los estantes de la biblioteca: Frayssinous, Blair, Shakespeare, Calderón (y un volumen de teatro español), Tocqueville (y su Democracia en América), Ségur y las obras Cristo ante el siglo, la Biblia, Don Quijote y una gramática inglesa. Más adelante se citan otros títulos, algunos inidentificables, como una imitación de la Virgen: sería genial que tal texto resultara apócrifo, sobre todo a tenor del carácter de María.
La heroína confiesa su gusto por la lectura sólo en presencia de Efraín y es esta la razón por la cual en su ausencia se aburre con "los cuentos de las Veladas de la Quinta" (Les veillées du château,de la condesa de Genlis) y un libro de título casi homónimo, Las tardes de la Granja (Les soirées de la chaumière, de F.G. Ducray-Duminil), cargados de consejos didácticos. Tras la enfermedad del padre de Efraín el libro elegido para amenizar su convalecencia es el Diario de Napoleón en Santa Elena, aunque el inventario más completo es el elaborado por Carlos y que Efraín considera una abierta "fiscalización" de sus gustos. Se da por sentado que el afán autobiográfico de Isaacs lo lleva a otorgarle a su héroe sus lecturas preferidas, ya que los libros citados eran propiedad del autor y, junto a otros no censados, pasaron a engrosar la Biblioteca Nacional de Bogotá, a principios de este siglo. Los escritores frecuentados por Isaacs pueden ser múltiples, aunque a la vista de ciertas coincidencias o menciones expresas o veladas cabe agregar los nombres de Goethe, Byron y Víctor Hugo. Algunos críticos añaden títulos como Graciela y Rafael, de Lamartine, e incluso Lucía de Lammermoor, de Walter Scott, pero de seguir por esta vía la lista sería infinita.
Borges afirmaba que ordenar el anaquel de una biblioteca es una forma de hacer autocrítica y tal opinión adquiere aquí toda su verdad, sobre todo si tenemos en cuenta la "vindicación" que Borges mismo hizo de María el año del centenario del nacimiento de Isaacs y que constituye un colofón elocuente de lo dicho hasta ahora y un rotundo juicio de valor: "Ayer, el día veinticuatro de abril de 1937, de dos y cuarto de la tarde a nueve menos diez de la noche, la novela María era muy legible. Si al lector no le basta mi palabra, o quiere comprobar si esa virtud no ha sido agotada por mí, puede hacer él mismo la prueba, nada voluptuosa por cierto, pero tampoco ingrata...".



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