vi asustada,
pensé al golpe: este retobo no anda en cosa buena. Salió con éstas y las otras;
pero la dejé como en misa cuando le dije: “Mire que yo soy malicioso, y si la
cojo a usté en la que anda, yo la desuello a rejo, y si no lo hago, que me
quiten el nombre”.
La
exaltación de mi compadre había llegado al colmo. Santiguándose continuó:
—¡Jesús,
creo en Dios Padre! Esa cangalla es capaz de hacerme perder, un día que se me
revista la ira mala. Es buen hacer, blanco: tener un hombre de bien su hija que
tantas pesadumbres le ha costao, y que no ha de faltar quien quiera hacerlo
abochornar a uno de lo más querido.
Mi irascible
compadre estaba próximo a un acceso de enternecimiento, y yo, a quien no
habían parecido salvas y repiques sus últimas palabras, me apresuré a decirle:
—Veamos el
remedio que usted ha encontrado para el mal, porque ya voy creyendo que es cosa
grave.
—Pues ory
verá: su mamá le propuso el otro día a mi mujer que le mandara a Salomé por una
semanas para que la muchacha aprendiera a coser en fino, que es todo lo que
Candelaria desea. Entonces no se pudo... Yo no lo conocía a usté como agora.
—¡Compadre!
—Por la
verdá murió Cristo. Ya el caso es diferente: quiero que su mamá me tenga allá
unos meses a la muchacha, que por ahí no ha de ir a buscarla ese enemigo malo:
Salomé se ajuiciará y será lo mismo que decirle al que quiera alborotármela que
se vaya a la punta de un cuerno. ¿Le parece?
—Por
supuesto. Hoy mismo le hablaré a mi madre; y ella y las muchachas se pondrán
muy contentas. Yo le prometo que todo se allanará.
—Dios se lo
pague, compadre. Entonces yo me daré formas de que usté hable hoy un rato solo
con Salomé, como quien no quiere la cosa: le propone que vaya a su casa y le
dice que su mamá le está esperando. Usté me cuenta luego lo que le saque, y así
nos saldrá todo derecho como surco. Pero si la muchacha se encapricha, sí le
juro que un día de estos la encajo en uno de mis mochos, y al beaterio de Cali
va a dar, que ahí no se me le ha de asentar una mosca, y si no sale casada,
rezando y aprendiendo a leer en libro la tengo hasta que San Juan agache el
dedo.
Pasábamos
por el rastrojo recién comprado por Custodio y éste me dijo:
—¿No ve qué
primor de tierra y cómo está el espino de mono, que es la mejor señal del buen
terreno? Lo único que lo daña es la falta de agua.
—Compadre —le respondí—, si ya puede
usted ponerle toda la que quiera.
—No embrome;
entonces no lo vendo ni por el doble.
—Mi padre
consiente en que usted tome tanta cuanta necesite de los potreros de abajo: yo
le hice ver lo que usted me recomendó; y él extrañó que no le hubiese pedido antes
el permiso.
—Pero qué
memoria la suya, compadrito: mire que aguardar a las últimas para avisármelo...
Dígamele al patrón que se lo agradezco en mi alma; que ya sabe que no soy
ningún ingrato, y que aquí me tiene con cuanto tengo para que mande. Candelaria
va a estar de pascuas: agua a mano para la huerta, para el sacatín, para la
manguita... Supóngase que la que pasa por la casa es un hilito, y eso revuelta
por los puercos de mi compañero Rudecindo, que lo que es hozar y dañarme las
quinchas, no vagan; de forma que para cuanto limpio hay que hacer en casa,
tienen que empuntar al mudo con la yegua cargada de calabazos al Amaimito
porque para tomar el agua de la Honda, mejor es tragar lejía, de la pura
caparrosa que tiene.
—Es cobre,
compadre.
—Eso será.
La noticia del
permiso que le concedía mi padre para tomar el agua refrescó al chagrero hasta
el punto de hacer que el potrón en que iba luciera la trastraba en que decía el
picador lo estaba metiendo.
—¿De quien es ese potro?, no tiene el
fierro de usted.
—¿Le gusta? Es del abuelo Somera.
—¿Cuánto vale?
—Pues para no andar con vueltas ni
regodeos, le confesaré que don Emigdio no quiso cuatro medallas; y éste es un
ranga delante del rucio–negro mío, que ya lo tengo de freno, y manotea al paso
llano, y saca la cola que es un gusto: ¡así me costó amansarlo, para una semana
entera me baldó este brazo, porque no hay otro que le gane en lo canónigo; y un
remache en el dos y dos... Engordando lo tengo, pues tras la última tambarria
que le di quedó en la espina.
Llegamos a la
casa de Custodio, y él taloneó el potro para darse trazas de abrir la puerta
del patio. Apenas dio ésta tras de nosotros el último quejido y un golpe que
hizo estremecer al caballete pajizo, me aconsejó mi compadre:
—Andele vivo y
con tiento a Salomé a ver qué le saca.
—Pierda cuidado
—le respondí haciendo llegar al corredor mi caballo, al cual espantaba la ropa
blanca colgada por allí.
Cuando traté de
apearme ya le había tapado mi compadre la cabeza al potro con el capisayo, y
estaba teniéndome el estribo y la brida. Después de amarrar las cabalgaduras
entró gritando:
—¡Candelaria!
¡Salomé!
Sólo los bimbos
contestaban.
—Pero ni los
perros —continuó mi compadre— como si a todos se los hubiera tragado la tierra.
—Allá voy
—respondió desde la cocina mi comadre.
—¡Hu turutas!,
si es que aquí está tu compadre Efraín.
—Aguárdeme una
nada, compadrito, que es porque estamos bajando una raspadura y se nos quema.
—¿Y Fermín
dónde se ha metido? —preguntó Custodio.
—Se fue con los
perros a buscar el puerco cimarrón —respondió la voz melodiosa de Salomé.
Esta se asomó
de pronto a la puerta de la cocina, mientras mi compadre se empeñaba en
ayudarme a quitar los zamarros.
Era pajiza la
casita de la chagra y de suelo apisonado, pero muy limpia y recién enjalbegada:
así rodeada de cafetos, anones, papayuelos y otros árboles frutales, no faltaba
a la vivienda sino lo que iba a tener en adelante, esperanza que tan favorablemente
había mejorado el humor de su dueño: agua corriente y cristalina. La salita
tenía por adorno algunos taburetes forrados de cuero crudo, un escaño, una
mesita cubierta por entonces con almidón sobre lienzos, y el aparador, donde
lucían platos y escudillas de varios tamaños y colores.
Cubría una alta cortina de zaraza
rosada la puerta que conducía a las alcobas, y sobre la cornisa de ésta
descansaba una deteriorada imagen de la Virgen del Rosario, completando el
altarcito dos pequeñas estatuas de San José y San Antonio, colocadas a uno y
otro lado de la lámina.
Salió a poco de
la cocina mi rolliza y reidora comadre,
sofocada con el calor del fogón y empuñando en la mano derecha una cagüinga31. Después de darme
mil quejas por mi inconstancia, terminó por decirme:
—Salomé y yo
lo estábamos esperando a comer.
—¿Y eso?
—Aquí llegó
Juan Angel por unos reales de huevos, y la señora me mandó decir que usted
venía hoy. Yo mandé llamar a Salomé al río, porque estaba lavando, y preguntóle
lo que le dije, que no me dejará mentir: “Si mi compadre no viene hoy a comer
aquí, lo voy a poner de vuelta y media”.
—Todo lo cual
significa que me tienen preparada una boda.
—No lo habré
visto yo comer con gana un sancocho hecho de mi mano; lo malo es que todavía se
tarda.
—Mejor,
porque así tendré tiempo de ir a bañarme. A ver, Salomé —dije parándome a la
puerta de la cocina, a tiempo que mis compadres se entraban a la sala
conversando bajo—: ¿qué me tienes tú?
—Jalea y esto
que le estoy haciendo —me respondió sin dejar de moler—. Si supiera que lo he
estado esperando como el pan bendito...
—Eso será
porque me tienes muchas cosas buenas.
—¡Una porcia!
Aguárdeme una nadita mientras me lavo, para darle la mano, aunque será ñanga,
porque como ya no es mi amigo...
Esto decía, sin
mirarme de lleno, y entre alegre y vergonzosa, pero dejándome ver, al sonreír
su boca de medio lado, aquellos dientes de blancura inverosímil, compañeros
inseparables de húmedos y amorosos labios: sus mejillas mostraban aquel
sonrosado que en las mestizas de cierta tez escapa por su belleza a toda
comparación. Al ir y venir de los desnudos y mórbidos brazos sobre la piedra en
que apoyaba la cintura, mostraba ésta toda su flexibilidad, le temblaba la
suelta cabellera sobre los hombros, y se estiraban los pliegues de su camisa
blanca y bordada. Sacudiendo la cabeza echada hacia atrás para volver a la
espalda los cabellos, se puso a lavarse las manos, y acabándoselas de secar
sobre los cuadriles, me dijo:
—Como que le
gusta ver moler. Si supiera —continuó más paso— lo molida que me tienen. ¿No le
digo que lo he estado esperando?
Colocada de
manera que de afuera no podían verla, continuó dándome la mano:
—Si usté no se
hubiera estado un mes sin venir, me habría hecho un bien. Vea a ver si mi taita
está por ahí.
—Ninguno está.
¿No puedo hacerte el mismo bien ahora?
—¡Ya quién
sabe!
—Pero di a ver.
¿No estás persuadida de que lo haré de mil amores?
—Si le dijera
que no, sería una mentirosa, porque desde que tomó tanto empeño para que ese
señor inglés viniera a verme cuando me dio el tabardillo y muchísimo interés
porque yo me alentara, me convencí de que sí me tenía cariño.
—Me alegro de
que lo conozcas.
—Pero es que lo
que yo tengo que contarle es tantísimo, que así de pronto no se puede, y antes
un milagro es que ya no esté mi mamá aquí... Escuche que ahí viene.
—No faltará
ocasión.
—¡Ay señor!, y
yo no me conformo con que se vaya hoy sin decírselo todo.
—Conque, ¿va
a bañarse, compadrito? —dijo entrando Candelaria—. Entonces voy a traerle una
sábana bien olorosa y orita mismo se va con Salomé y su ahijado; antes ellos
traen un viaje de agua, y ésta lava unos coladores, que con el viaje del mudo
por los plátanos y lo que ha habido que hacer para usté y para mandar a la
Parroquia, no ha quedado sino la de la tinaja.
Al oír la
propuesta de la buena mujer, me persuadí de que ella había entrado de lleno en
el plan de su marido, y Salomé me hizo al descuido una muequecita expresiva, de
modo que con labios y ojos me significó a un mismo tiempo: “ahora sí”.
Salí de la
cocina y paseándome en la sala mientras se preparaba lo necesario para el viaje
al baño, pensaba que sobrada razón tenía mi compadre en celar a su hija, pues a
cualquiera menos malicioso que él podía ocurrírsele que la cara de Salomé con
sus lunares, y aquel talle y andar, y aquel seno, parecían cosa más que cierta,
imaginada.
Interrumpió
aquellas consideraciones Salomé, que parándose a la puerta, con un sombrerito
raspón medio puesto, dijo:
—¿Nos vamos?
Y dándome a
oler la sábana que llevaba colgada de un hombro, añadió:
—¿Qué olor
tiene?
—El tuyo.
—A malvas,
señor.
—Pues a
malvas.
—Porque yo
tengo siempre siempre muchas en mi baúl. Camine y no vaya a creer que es lejos:
lo vamos a llevar por debajo del cacaotal; al salir del otro lado, no hay que
andar sino un pedacito, y ya estamos allá.
Fermín,
cargado con los calabazos y coladeras, nos precedía. Este era mi ahijado; tenía
yo trece años y él dos cuando le serví de padrino de confirmación, debido ello
al afecto que sus padres me habían dispensado siempre.
XLIX
Salíamos del patio por detrás de la cocina
cuando mi comadre nos gritaba:
—No se vayan
a demorar, que la comida está en estico.
Salomé quiso
cerrar la puertecita de trancas por donde habíamos entrado al cacaotal; pero yo
me puse a hacerlo mientras ella me decía:
—¿Qué hacemos
con Fermín, que es tan cuentero?
—Tú lo verás.
—Yo sé: deje
que estemos más allá, y yo lo engaño.
Cubríanos la
densa sombra del cacaotal, que parecía no tener límites. La belleza de los pies
de Salomé, que la falda de pancho azul dejaba visibles hasta arriba de los
tobillos, resaltaba sobre el sendero negro y la hojarasca seca. Mi ahijado iba
tras de nosotros arrojando cáscaras de mazorca y pepas de aguacate a los
cucaracheros cantores y a las nagüiblancas que gemían bajo los follajes. Al
llegar al pie de un cachimbo, se detuvo Salomé y dijo a su hermano:
—¿Si irán las
vacas a ensuciar el agua? Seguro, porque a esta hora están en el bebedero de
arriba. No hay más remedio que ir en una carrera a espantarlas: corre, mi vida
y ves que no se vayan a comer el socobe que se me quedó olvidado en la horqueta
del chiminango. Pero cuidado con ir romper los trastos o a botar algo. Ya estás
allá.
Fermín no se
dejó repetir la orden: bien es verdad que se le había dado de la manera más
dulce y comprometedora.
—¿Ya vido?
—me preguntó Salomé acortando el paso y mirando hacia las ramas con mal fingida
distracción.
Se puso luego
a mirarse los pies cual si contara sus lentos pasos; y yo interrumpí el
silencio que guardábamos diciéndole:
—A ver, qué
es lo que hay y con qué te tienen molida.
—Pues ahí
verá que me da no sé qué contarle.
—¿Por qué?
—Si es que se me hace hoy como muy
triste y... ahora tan serio.
—Es que te
parece. Empieza, porque después no se ha de poder. Yo también tengo algo muy
bueno que contarte.
—¿Sí?, usté
primero, pues.
—Por nada —le
respondí.
—¿Conque así
es la cosa? Pues oiga; pero prométame no decir nadita de lo que...
—Por
supuesto.
—Pues lo que
sucede es que Tiburcio se ha vuelto un veleta y un ingrato y que anda buscando
majaderías para darme sentimientos; ahora hace cosa de un mes que estamos de
malas sin haberle dado yo motivo.
—¿Ninguno?
¿Estás bien segura?
—Mire... se
lo juro.
—¿Y cuál te
ha dicho él que tiene para estar así después de haberte querido tanto?
—¿Tiburcio?
Lambido que es: él no me quiere a mí nada; al principio no sabía yo porqué se
ponía malmodoso cada rato, y después caí en la cuenta de que todo era porque se
figuraba que yo le hacía buena cara al primero que veía. Dígame usté, ¿eso se
puede aguantar cuando una es honrada? Primero dio en creer una bobería y usté
anduvo en la danza.
—¿Yo también?
—¡Cuándo se
iba a librar!
—¿Y qué
creía?
—Para qué es
decirle si ya se lo figurará: todo porque lo vio venir unas veces a casa y
porque yo le tengo cariño. ¿Cómo no se lo había de tener, no?
—¿Y se
convenció al fin de que pensaba un disparate?
—Así me costó
de lágrimas y buenas palabras para traerlo a razón.
—Créeme que
siento haber sido causa de eso.
—No se le dé nada, porque si no hubiera
sido con usté, no habría faltado otro de quien echar malos juicios. Oiga, que
no le he dicho lo mejor. Mi taita le amansaba potros al niño Justiniano, y él
tuvo que venir a ver unos terneros que tenía en trato: en una de las ocasiones
en que el blanco vino, lo encontró aquí Tiburcio.
—¿Aquí?
—No se haga
el bobo; en casa. Para castigo de mis pecados lo volvió a encontrar otra vez.
—Creo que
van dos, Salomé.
—Ojalá
hubiera sido eso sólo: también lo encontró un domingo en la tarde que vino a
pedir agua.
—Son tres.
—Nada más,
porque aunque ha venido otras veces, Tiburcio no lo ha visto, pero a mí se me
pone que se lo han contado.
—¿Y todo te
parece nada en dos platos?
—¿Usté
también da en lo mismo? ¡Y agora! ¿Yo tengo la culpa de que ese blanco dé en
venir? ¿Por qué mi taita no le dice que no vuelva, si es que se puede?
—Es que hay
cosas sencillas, difíciles de hacer.
—Ah, pues:
eso mismo le digo yo a Tiburcio; pero todo tiene su remedio, y de eso no me
atrevo a hablarle.
—Que se case
pronto contigo, ¿no es esto?
—Si tanto me
quiere... Pero él ya cuando... y es capaz de creer que yo soy alguna
cualquiera.
Salomé tenía
los ojos aguados, y después de dar unos pasos más, se detuvo a enjugarse las
lágrimas.
—No llores
—le dije: yo estoy cierto de que no cree tal: todo eso es obra de los celos y
nada más; verás cómo se remedia.
—No lo
piense; menos tibante había de ser. Porque le han dicho que es hijo de
caballero, ya nadie le da al tobillo en lo fachendoso, y se figura que no hay
más que él... ¡Caramba!, como si yo fuera alguna negra bozal o alguna manumisa
como él. Ahora está metido donde las provincianas, y todo por hacerme patear,
porque mucho que lo conozco: bien que me alegraría de que ñor José lo echara a
la porra.
—Es
necesario que no seas injusta. ¿Qué tiene de particular que esté jornaleando en
casa de José? Eso quiere decir que aprovecha el tiempo; peor sería que pasara
los días tunando.
—Mire que yo
sé quién es Tiburcio. Menos enamorado había de ser...
—Pero porque
le parezcas bonita tú, en lo cual maldita la gracia que hace, ¿han de parecerle
también bonitas cuantas ve?
—Por eso.
Yo me reí de
la respuesta, y ella torciendo los ojos, dijo:
—¡Velay! ¿Y
eso que cosquillas le hace?
—Pero ¿no
ves que estás haciendo lo mismo con Tiburcio, exactamente lo mismo que lo que
hace contigo?
—¡Válgame
Dios! ¿Yo que hago?
—Pues estar
celosa.
—¡Eso sí que
no!
—¿No?
—¿Y si él lo
ha querido? A mí nadie me quita de la cabeza que si ñor José lo consintiera,
ese veleidoso se casaría con Lucía, y a no ser porque Tránsito es ajena ya,
hasta con ambas, si lo dejaran.
—Pues sábete
que Lucía quiere desde que estaba chiquita a un hermano de Braulio que pronto vendrá;
y no te quepa duda, porque Tránsito me lo ha contado.
Salomé se
quedó pensativa. Llegábamos ya al fin del cacaotal, y sentándose en un tronco,
me dijo meciendo con los pies colgantes una mata de buenastardes:
—Conque
diga, ¿qué le parece bueno hacer?
—¿Me das
permiso para referirle a Tiburcio lo que hemos conversado?
—No, no. Por
lo que usté más quiera, no lo vaya a hacer.
—Si
solamente te pregunto si lo consientes.
—¿Todito?
—Las quejas
sin los agravios.
—Si es que
cada vez que me acuerdo de lo que se figura él de mí, no sé ni lo que digo...
Vea: se me pone que es mejor no contarle, porque si ya no me quiere, después
andará diciendo que me cansé de llorar por él, y que lo quise contentar.
—Entonces,
convéncete, Salomé, de que no hay modo de remediar tus penas.
—¡Ah
trabajo! —exclamó poniéndose a llorar.
—Vamos, no
seas cobarde —le dije apartándole las manos de la cara—: lágrimas de tus ojos
valen mucho para que las derrames a chorros.
—Si Tiburcio
creyera eso, no me pasaría yo las noches llorando hasta que me quedo dormida,
de verlo tan ingrato y ver que por él mi taita me ha cogido tema.
—¿Qué
quieres apostar conmigo a que mañana en la tarde viene Tiburcio a verte y a
contentarte?
—¡Ay!, le
confieso que no tendría con qué pagarle —me respondió estrechándome la mano en
las suyas, y acercándola a su mejilla—. ¿Me lo promete?
—Muy
desgraciado y tonto debo ser si no lo consigo.
—Vea que le
cojo la palabra. Pero por vida suya no vaya a contarle a Tiburcio que hemos
estado así tan solitos y... Porque vuelve a dar en lo del otro día, y eso sí
era echarlo todo a perder. Ahora —añadió empezando a subir el cerco— voltéese
para allá y no me vea saltar, o saltemos juntos.
—Escrupulosa
andas; no lo eras tanto.
—Si es que
todos los días le cojo más vergüenza. Súbase pues.
Mas como
sucedió que Salomé, para caer al otro lado, encontró dificultades que no
encontré yo, quedóse sentada encima de la cerca diciéndome:
—Miren al
niño; diga algo. Pues ahora no he de bajar si no se voltea.
—Déjame que
te ayude; ve que se hace tarde y mi comadre...
—¿Acaso ella
es como aquél?... Y asina, ¿cómo quiere que me baje? ¿No ve que si me
enredo?...
—Déjate de
monadas y apóyate aquí —le dije presentándole mi hombro.
—Haga fuerza, pues, porque yo peso
como... una pluma —concluyó saltando ágilmente—. Me voy a poner creidísima,
porque conozco muchas blancas que ya quisieran saltar así talanqueras.
—Eres una
boquirrubia.
—¿Eso es lo
mismo que piquicaliente? Porque entonces voy a entromparme con usté.
—¿Vas a qué?
—¡Adiós!... ¿Y
no entiende?, pues que voy a enojarme. ¿Qué hiciera yo para saber cómo es usté
cuando se pone bien bravo? Es antojo que tengo.
—¿Y si después
no podías contentarme?
—¡Ayayay! No
habré visto yo que se le vuelve el corazón un yuyo si me ve llorando.
—Pero eso será
porque conozco que no lo haces por coquetería.
—¿Que no lo
hago qué? ¿Cómo es el cuento?
—Co-que-te-ría.
—Y eso ¿qué
quiere decir? Dígame, que de veras no sé... sólo que sea cosa mala... Entonces
me la tiene muy guardadita, ¿ya l’oye?
—¡Buen
negocio!, mientras tú la desperdicias.
—A ver, a ver:
di’aquí no paso si no dice.
—Me iré solo
—le respondí dando unos pasos.
—¡Jesús!, era
yo capaz hasta de revolverle l’agua. ¿Y con qué sábana se secaba?... Nada,
dígame qué es lo que yo desperdicio. Ya se me va poniendo qué es.
—Di.
—Será... ¿será
amor?
—Lo mismo.
—¿Y qué remedio? ¿Porque quiero a ese
creído? Si fuera blanca, pero bien blanca; rica pero bien rica... sí que lo
querría a usté; ¿no?
—¿Te parece así? ¿Y qué hacíamos con
Tiburcio?
—¿Con Tiburcio? Por amigo de tenderle l’ala a todas, lo poníamos de mayordomo y lo
teníamos aquí —dijo cerrando la mano.
—No me
convendría el plan.
—¿Por qué?
¿No le gustaría que yo lo quisiera?
—No es eso,
sino el destino que te agrada para Tiburcio.
Salomé rió
con toda gana.
Habíamos
llegado al riecito, y ella después de poner la sábana sobre el césped que debía
servirme de asiento en la sombra, se arrodilló en una piedra y se puso a
lavarse la cara. Luego que acabó, iba a desatarse de la cintura un pañuelo para
secarse, y le presenté la sábana diciéndole:
—Eso te hará
mal si no te bañas.
—Casi... casi
que vuelvo a bañarme; y que está l’agua tan tibiecita; pero usté refrésquese un
rato; y ora que venga Fermín, mientras usté acaba, doy una zambullida yo en el
charco de abajo.
En pie ya, se
quedó mirándome, y sonreía maliciosa mientras se pasaba las manos húmedas por
los cabellos. Al fin me dijo:
—¿Me creerá
que yo me he soñado que era cierto todo lo que le venía diciendo?
—¿Que
Tiburcio no te quería ya?
—¡Malaya!,
que yo era blanca... Cuando desperté, me entró una pesadumbre tan grande, al
otro día era domingo y en la parroquia no pensé sino en el sueño mientras duró
la misa: sentada lavando ahí donde usté está, cavilé toda la semana con eso
mismo y...
Interrumpieron
las inocentes confidencias de Salomé los gritos de “¡chino, chino!”, que hacia
el lado del cacaotal daba mi compadre llamando a los cerdos. Salomé se asustó
un poco, y mirando en torno, dijo:
—Y este
Fermín que se ha vuelto humo... Báñese pronto, pues, que yo voy a buscarlo río
arriba, no sea que se largue sin esperarnos.
—Espéralo aquí, que él vendrá a
buscarte. Todo eso es porque has oído a mi compadre. ¿Te figuras que a él no le
gusta que conversemos los dos?
—Que
conversemos sí, pero... según.
Saltando con
suma agilidad sobre las grandes piedras de la orilla, desapareció tras de los
carboneros frondosos.
Los gritos
del compadre seguían y me hicieron pensar que la confianza de él en mí tenía
sus límites. Sin duda nos había seguido de lejos por entre el cacaotal, y
solamente al perdernos de vista se había resuelto a llamar la piara. Custodio
ignoraba que su recomendación estaba ya diplomáticamente cumplida, y que a los
mil encantos de su hija, alma ninguna podía ser más ciega y sorda que la mía.
Regresé a la
casa al paso de Salomé y de Fermín, que iban cargados con zumbos de calabaza:
ella había hecho un rodete de su pañuelo y colocado en la cabeza sobre él el
rústico cántaro, que sin ser sostenido por mano alguna, no impedía al donoso
cuerpo de la conductora ostentar toda su soltura y gracia de movimientos.
Luego que
saltó Salomé como la vez primera, me dio las gracias con un “Dios se lo pague”
y su más chusca sonrisa, añadiendo:
—En pago de
esto, estuve echando del lado de arriba mientras se bañaba, guabitas, flores de
carbonero y venturosas; ¿no las vio?
—Sí, pero
creí que alguna partida de monos estaría por ahí arriba.
—Lo
desentendido que es usté; y que en ainas me doy una caída por subirme al guabo.
—¿Y eres tan
boba que creas que no caí en la cuenta de que eras tú quien echaba río abajo
las flores?
—Como Juan
Angel me ha contado que en la hacienda le echan rosas a la pila cuando usté va
a bañarse, yo eché al agua lo mejor que en el monte había.
Durante la comida tuve ocasión de
admirar, entre otras cosas, la habilidad de Salomé y mi comadre para asar
pintones y quesillos, freír buñuelos, hacer pandebono y dar temple a la jalea.
En las idas y venidas de Salomé a la cocina, puse yo a mi compadre al corriente
de lo que en realidad quería la muchacha y de lo que yo pensaba hacer para
sacarlos a uno y otro de trabajos. No le cabía al pobre el gusto en el cuerpo;
y hasta algunas chanzas sobre la buena voluntad con que me servía a la mesa, le
dirigió a mi compañera de paseo, que era mucho lograr después de su enojo con
ella.
Pasadas las
horas de calor, a las cuatro de la tarde, era la casa una revuelta arca de Noé:
los patos empezaron a atravesar por orden de familias la salita; las gallinas a
amotinarse en el patio y al pie del ciruelo, donde en horquetas de guayabo
descansaba la canoíta en que estaba comiendo maíz mi caballo; los pavos
criollos se pavoneaban inflados y devolviendo los gritos de dos loras maiceras
que llamaban a una Benita, que debía ser la cocinera y los cerdos chillaban
tratando de introducir las cabezas por entre los travesaños de la puerta de
golpe. A todo lo cual hay que añadir los gritos de mi compadre al dar órdenes y
los de su mujer espantando los patos y llamando las gallinas. Fueron largas las
despedidas y las promesas que me hizo mi comadre de encomendarme mucho al
Milagroso de Buga para que me fuera bien en el viaje y volviera pronto. Al
despedirme de Salomé, me apretó mucho la mano, y mirándome tal vez más
afectuosamente, me dijo:
—Mire bien que con usté cuento. A mí no me diga adiós para su
viaje de porra... porque aunque sea arrastrándome, al camino he de salir a
verlo, si es que no llega de pasada. No me olvide... vea que si no, yo no sé
qué haga con mi taita.
Hacia el otro lado de una de las quebradas que entre las quingueadas
cintas de bosque bajan ruidosas el declivio, oí una voz sonora de hombre que
cantaba:
Al
tiempo le pido tiempo
y el tiempo tiempo
me da,
y el mismo tiempo
me dice
que él me
desengañará.
Salió del arbolado el cantor, y era
Tiburcio, que con la ruana colgada de un hombro y apoyado en el otro un bordón
de cuya punta pendía un pequeño lío, entretenía su camino contando por instinto
sus penas a la soledad. Calló y detúvose al divisarme, y después de un risueño
y respetuoso saludo me dijo luego que me acerqué:
—¡Caramba! que
sube tarde y a escape... Cuando el Retinto suda... ¿De dónde viene así
sorbiéndose los vientos?
—De hacer unas
visitas, y la última, para fortuna tuya, fue a casa de Salomé.
—Y hacía marras
que no iba.
—Mucho lo he
sentido. Y ¿cuánto hace que no vas tú?
El mozo, con la
cabeza agachada, se puso a despedazar con el bordón una matita de lulo, y al
cabo alzó a mirarme respondiendo:
—Ella tiene la
culpa. ¿Qué le ha contado?
—Que eres un
ingrato y un celoso, y que se muere por ti: nada más.
—¿Conque todo
eso le dijo? Pero entonces le guardó lo mejor.
—¿Qué es lo que
llamas mejor?
—Las fiestas
que tiene con el niño Justiniano.
—Oyeme acá:
¿crees que yo pueda estar enamorado de Salomé?
—¿Cómo lo había
de creer?
—Pues tan
enamorada está Salomé de Justiniano como yo de ella. Es necesario que estimes a
la muchacha en lo que vale, que para tu bien, es mucho. Tú la has ofendido con
los celos, y con tal que vayas a contentarla, ella te lo perdonará todo y te
querrá más que nunca.
Tiburcio se
quedó meditabundo antes de responderme con cierto acento y aire de tristeza:
—Mire, niño
Efraín, yo la quiero tantísimo, que ella no se figura las crujidas que me ha
hecho pasar en este mes. Cuando uno tiene su genio como a mí me lo dio Dios,
todo se aguanta menos que lo tengan a uno por cipote (perdonándome su mercé la
mala palabra). Yo, que le estoy diciendo que Salomé tiene la culpa, sé lo que
le digo.
—Lo que sí no
sabes es que contándome hoy tus agravios se ha desesperado y ha llorado hasta
darme lástima.
—¿De veras?
—Y yo inferido
que la causa de todo eres tú. Si la quieres como dices, ¿por qué no te casas
con ella? Una vez en tu casa, ¿quién había de verla sin que tú lo consintieras?
—Yo le confieso
que sí he pensado en casarme, pero no me resolví: lo primero porque Salomé me
tenía siempre malicioso, y el dos que yo no sé si ñor Custodio me la querría
dar.
—Pues de ella
ya sabes lo que te he dicho; y en cuanto a mi compadre, yo te respondo. Es
necesario que obres racionalmente, y que en prueba de que me crees, esta tarde
misma vayas a casa de Salomé, y sin darte por entendido de tales sentimientos,
le hagas una visita.
—¡Caray con su
afán! ¿Conque me responde de todo?
—Sé que Salomé
es la muchacha más honesta, bonita y hacendosa que puedes encontrar, y en
cuanto a los compadres, yo sé que te la darán gustosísimos.
—Pues ahí verá
que me estoy animando a ir.
—Si lo dejas
para luego y Salomé se despecha y la pierdes, de nadie tendrás que quejarte.
—Voy, patrón.
—Convenido, y
es inútil exigirte me avises cómo te va, porque estoy cierto de que me quedarás
agradecido. Y adiós, que van a ser las cinco.
—Adiós, mi
patrón, Dios se lo pague. Siempre le diré lo que suceda.
—Cuidado con ir
a entonar donde te oiga Salomé esos versos que venías cantando.
Tiburcio rio
antes de responderme.
—¿Le parecen insultos? Hasta mañana, y
cuente conmigo.
L
El reloj del salón daba las cinco. Mi madre y
Emma me esperaban paseándose en el corredor. María estaba sentada en los
primeros escalones de la gradería, vestida con aquel traje verde que tan
hermoso contraste formaba con el castaño oscuro de sus cabellos, peinados
entonces con dos trenzas con las cuales jugaba Juan medio dormido en el regazo
de ella. Se puso en pie al desmontarme yo. El niño suplicó que lo paseara un
ratico en mi caballo, y María se acercó con él en los brazos para ayudarme a
colocarlo sobre las pistoleras del galápago, diciéndome:
—Apenas son
las cinco; ¡qué exactitud! si siempre fuera así...
—¿Qué has
hecho hoy con tu Mimiya? —le pregunté a Juan luego que nos alejamos de la casa.
—Ella es la
que ha estado tonta hoy —me respondió.
—¿Cómo así?
—Pues
llorando.
—¡Ah! ¿Por
qué no la has contentado?
—No quiso,
aunque le hice cariños y le llevé flores; pero se lo conté a mamá.
—¿Y qué hizo
mamá?
—Ella sí la
contentó abrazándola, porque Mimiya quiere más a mamá que a mí. Ha estado
tonta, pero no le digas nada.
María me
recibió a Juan.
—¿Has regado
ya las matas? —le pregunté subiendo.
—No, te
estaba esperando. Conversa un rato con mamá y Emma, agregó en voz baja, y así
que sea tiempo, me iré a la huerta.
Temía ella
siempre que mi hermana y mi madre pudiesen creerla causa de que se entibiase mi
afecto hacia las dos; y procuraba recompensarles con el suyo lo que del mío les
había quitado.
María y yo acabamos de regar las
flores. Sentados en un banco de piedra, teníamos casi a nuestros pies el
arroyo, y un grupo de jazmines nos ocultaba a todas las miradas, menos a las de
Juan, que cantando a su modo, estaba alelado embarcando sobre hojas secas y
cáscaras de granadilla, cucarrones y chapules prisioneros.
Los rayos lívidos del sol, que se ocultaba tras de las montañas de
Mulaló medio embozado por nubes cenicientas fileteadas de oro, jugaban con las
luengas sombras de los sauces, cuyos verdes penachos acariciaba el viento.
Habíamos hablado de Carlos y de sus rarezas, de mi visita a la
casa de Salomé, y los labios de María sonreían tristemente, porque sus ojos no
sonreían ya.
—Mírame —le dije.
Su mirada tenía algo de la languidez que la embellecía en las
noches en que velaba al lado del lecho de mi padre.
—Juan no me ha engañado —agregué.
—¿Qué te ha dicho?
—Que has estado tonta hoy... no lo llames... que has llorado y que
no pudo contentarte; ¿es cierto?
—Sí. Cuando tú y papá íbais a montar esta mañana, se me ocurrió
por un momento que ya no volverías y que me engañaban. Fui a tu cuarto y me
convencí de que no era cierto, porque vi tantas cosas tuyas que no podías
dejar. Todo me pareció tan triste y silencioso después que desapareciste en la
bajada, que tuve más miedo que nunca a ese día que se acerca, que llega sin que
sea posible evitarlo ya... ¿Qué haré? Dime, dime qué debo hacer para que estos
años pasen. Tú durante ellos no vas a estar viendo todo esto. Dedicado al
estudio, viendo países nuevos, olvidarás muchas cosas horas enteras; y yo nada
podré olvidar... me dejas aquí, y recordando y esperando voy a morirme.
Poniendo la mano izquierda sobre mi hombro, dejó descansar por un
instante la cabeza sobre ella.
—No hables así, María —le dije con voz
ahogada y acariciando con mi mano temblorosa su frente pálida—; no hables así;
vas a destruir el último resto de mi valor.
—¡Ah! Tú
tienes valor aún, y yo hace días que lo perdí todo. He podido conformarme
—agregó ocultando el rostro con el pañuelo— he debido prestarme a llevar en mí
este afán y angustia que me atormentan, porque a tu lado se convertía eso en
algo que debía ser la felicidad... Pero te vas con ella, y me quedo sola... y
no volveré a ser ya como antes era... ¡Ay! ¿Para qué viniste?
Sus últimas
palabras me hicieron estremecer, y apoyando la frente sobre las palmas de las
manos, respeté su silencio, abrumado por su dolor.
—Efraín
—dijo con su voz más tierna después de unos momentos—; mira, ya no lloro.
—María —le
respondí levantando el rostro, en el cual debió ella ver algo extraño y
solemne, pues me miró inmóvil y fijamente— no te quejes a mí de mi regreso;
quéjate al que te hizo compañera de mi niñez; a quien quiso que te amara como
te amo; cúlpate entonces de ser como eres... quéjate a Dios. ¿Qué te he
exigido, qué me has dado que no pudiera darse y exigirse delante de El?
—¡Nada! ¡Ay,
nada! ¿Por qué me lo preguntas así?... Yo no te culpo; pero ¿culparte de qué?... Ya no me quejo...
—¿No lo
acabas de hacer de una vez por todas?
—¿No, no...
¿Qué te dije, qué? Yo soy una muchacha ignorante que no sabe lo que dice. Mírame
—continuó tomando una de mis manos—: no seas rencoroso conmigo por esa bobería.
Yo tendré ya valor... tendré todo; de nada me quejo.
Recliné de
nuevo su cabeza en mi hombro, y ella añadió:
—Yo no
volveré jamás a decirte eso... Nunca te habías enojado conmigo.
Mientras
enjugaba yo sus últimas lágrimas, besaban por primera vez mis labios las ondas
de cabellos que le orlaban la frente, para perderse después en las hermosas
trenzas que se enrollaban sobre mis rodillas. Alzó las manos entonces casi
hasta tocar mis labios para defender su frente de las caricias de ellos; pero
en vano, porque no se atrevían a tocarla.
LI
El veintiocho de enero, dos días antes del
señalado para mi viaje, subí a la montaña muy temprano. Braulio había venido a
llevarme, enviado por José y las muchachas que deseaban recibir mi despedida en
su casa. El montañés no interrumpió mi silencio durante la marcha. Cuando
llegamos, Tránsito y Lucía estaban ordeñando la vaca Mariposa en el patiecito
de la cabaña de Braulio, y se levantaron a recibirme con sus agasajos y alegría
de costumbre, convidándome a entrar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario