El muchacho
se llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia abandonada.
El techo se había derrumbado hacía mucho
tiempo y un enorme sicomoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la
sacristía.
Decidió pasar allí la noche. Hizo que todas las ovejas entrasen por la puerta en ruinas y luego colocó algunas tablas
de manera que no pudieran huir durante
la noche. No había lobos en aquella región, pero cierta vez una se había escapado por la noche
y él se había pasado todo el día siguiente buscando a la oveja prófuga.
Extendió su chaqueta en el suelo y se acostó,
usando el libro que acababa de leer como
almohada. Recordó, antes de dormir, que tenía que comenzar a leer libros más
gruesos: se tardaba más en acabarlos y
resultaban ser almohadas más confortables durante la noche.
Aún estaba
oscuro cuando se despertó. Miró hacia arriba y vio que las estrellas brillaban
a través del techo semiderruido.
«Hubiera
querido dormir un poco más», pensó. Había tenido el mismo sueño que la semana pasada y otra vez se
había despertado antes del final.
Se levantó y
tomó un trago de vino. Después cogió el cayado y empezó a despertar a las ovejas que aún dormían. Se
había dado cuenta de que, en cuanto él
se despertaba, la mayor parte de los animales también lo hacía. Como si hubiera alguna misteriosa
energía que uniera su vida a la de aquellas ovejas que desde hacía dos años
recorrían con él la tierra, en busca de agua y alimento. «Ya se han
acostumbrado tanto a mí que conocen mis
horarios», dijo en voz baja.
Reflexionó
un momento y pensó que también podía ser lo contrario: que fuera él
quien se hubiese acostumbrado al horario de las ovejas.
Algunas de
ellas, no obstante, tardaban un poco más en levantarse; el muchacho las despertó una por una con su
cayado, llamando a cada cual por su
nombre. Siempre había creído que las ovejas eran capaces de entender lo que él les decía. Por eso de vez
en cuando les leía
fragmentos
de los libros que le habían impresionado, o les hablaba de la soledad y de la alegría de un pastor en el
campo, o les comentaba las últimas novedades que veía en las ciudades por las
que solía pasar.
En los dos
últimos días, sin embargo, el asunto que le preocupaba no había sido más que uno: la hija del
comerciante que vivía en la ciudad adonde llegarían dentro de cuatro días. Sólo
había estado allí una vez, el año anterior. El comerciante era dueño de una tienda de tejidos y le gustaba presenciar siempre el esquileo
de las ovejas para evitar
falsificaciones. Un amigo le había indicado la tienda, y el pastor llevó
allí sus ovejas.
-Necesito vender lana -le dijo al comerciante.
La tienda del hombre estaba llena, y el
comerciante rogó al pastor que esperase hasta el atardecer. El muchacho se
sentó en la acera de enfrente de la tienda y sacó un libro de su zurrón.
-No sabía
que los pastores fueran capaces de leer libros -dijo una voz femenina a su
lado.
Era una
joven típica de la región de Andalucía, con sus cabellos negros y lisos y unos ojos que recordaban vagamente
a los antiguos conquistadores moros.
-Es porque
las ovejas enseñan más que los libros -respondió el muchacho.
Se quedaron
conversando durante más de dos horas. Ella le contó que era hija del comerciante y le habló de la vida en
la aldea, donde cada día era igual que el anterior. El pastor le habló de los campos de
Andalucía y sobre las últimas novedades
que había visto en las ciudades que
había visitado. Estaba contento por no tener que conversar siempre con las
ovejas.
- ¿C ó m o
aprendiste a leer? -le preguntó la moza en un momento dado.
-Como todo el mundo -repuso el chico-. Yendo a la
escuela.
-¿Y si sabes leer, por qué no eres más que un
pastor? El muchacho dio una disculpa
cualquiera para no responder a aquella
pregunta. Estaba seguro de que la muchacha jamás lo entendería.
Siguió contando sus historias de viaje, y los
ojillos moros se abrían y se cerraban de
espanto y sorpresa. A medida que transcurría el tiempo, el muchacho comenzó a desear que aquel día no se
acabase nunca, que el padre de la joven
siguiera ocupado durante mucho tiempo y
le mandase esperar tres días. Se dio cuenta de que estaba
sintiendo
algo que nunca antes había sentido: las ganas de quedarse a vivir en
una ciudad para siempre. Con la niña de
los cabellos negros, los días nunca serían iguales.
Pero el
comerciante finalmente llegó y le mandó esquilar cuatro ovejas.
Después le pagó lo estipulado y le pidió que
volviera al año siguiente.
Ahora
faltaban apenas cuatro días para llegar nuevamente a la misma aldea. Estaba excitado y al mismo tiempo se
sentía inseguro; tal vez la chica ya lo hubiera
olvidado. Por allí pasaban muchos pastores para vender lana.
-No importa
-dijo el muchacho a sus ovejas-. Yo también conozco a otras chicas en otras
ciudades.
Pero en el
fondo de su corazón, sabía que sí importaba. Y que tanto los pastores, como los marineros, como los
viajantes de comercio siempre conocían una ciudad donde había alguien
capaz de hacerles olvidar la alegría de
viajar libres por el mundo.
Comenzó a rayar
el día y el pastor colocó a las ovejas en dirección al sol. «Ellas nunca necesitan tomar una decisión -pensó-.
Quizá por eso permanecen siempre tan cerca de mí.» La única necesidad que las ovejas sentían era la del agua y la de la comida.
Mientras el muchacho conociese los
mejores pastos de Andalucía, ellas continuarían siendo sus amigas. Aunque los días fueran todos iguales,
con largas horas arrastrándose entre el
nacimiento y la puesta del sol; aunque jamás hubieran leído un solo libro en sus cortas vidas y no
conocieran la lengua de los hombres que
contaban las novedades en las aldeas, ellas estaban contentas con su alimento, y eso bastaba. A cambio,
ofrecían generosamente su lana, su compañía y -de vez en cuando- su carne.
«Si hoy me
volviera un monstruo y decidiese matarlas, una por una, ellas sólo se darían cuenta cuando casi todo
el rebaño hubiese sido exterminado
-pensó el muchacho-. Porque confían en mí y se olvidaron de confiar en su propio instinto. Sólo porque
las llevo hasta el agua y la comida.» El muchacho comenzó a extrañarse de sus propios pensamientos.
Quizá la iglesia,
con aquel sicomoro creciendo dentro, estuviese embrujada. Había hecho que soñase el mismo sueño por segunda vez,
y le estaba provocando una sensación de
rabia contra sus compañeras, siempre tan
fieles. Bebió un nuevo trago del vino que le había sobrado de la cena la noche anterior y apretó contra el
cuerpo su chaqueta.
Sabía que
dentro de unas horas, con el sol alto, el calor sería tan fuerte
que no podría conducir a las ovejas por el campo. Era la hora en que
toda España dormía en verano. El calor se prolongaba hasta la noche y durante todo ese tiempo él tenía que cargar
con la chaqueta. No obstante, cuando
pensaba en quejarse de su peso, siempre se acordaba de que gracias a ella no
había sentido frío por la mañana.
«Tenemos que
estar siempre preparados para las sorpresas del tiempo», pensaba entonces, y se sentía agradecido por
el peso de la chaqueta.
La chaqueta
tenía una finalidad, y el muchacho también. En dos años de recorrido por las planicies de Andalucía
ya se conocía de memoria todas las ciudades de la región, y ésta era la gran razón de su vida: viajar. Estaba pensando en explicar esta vez
a la chica por qué un simple pastor sabe
leer: había estado hasta los dieciséis años en un seminario.
Sus padres querían que él fuese cura, motivo de
orgullo para una simple familia
campesina que apenas trabajaba para conseguir comida y agua, como sus ovejas. Estudió latín,
español y teología. Pero desde niño
soñaba con conocer el mundo, y esto era mucho más importante que conocer a Dios
y los pecados de los hombres. Cierta t
arde, al visitar a su familia, se había
armado de valor y le había dicho a su padre que no quería ser cura. Quería
viajar.
-Hombres de
todo el mundo ya pasaron por esta aldea, hijo -dijo su padre-. Vienen en busca de
cosas nuevas, pero continúan siendo las
mismas personas. Van hasta la colina
para conocer el castillo y opinan que el
pasado era mejor que el presente. Pueden tener los cabellos rubios o la piel oscura, pero son iguales que los
hombres de nuestra aldea.
-Pero yo no
conozco los castillos de las tierras de donde ellos vienen -replicó el
muchacho.
-Esos
hombres, cuando conocen nuestros campos y nuestras mujeres, dicen que
les gustaría vivir siempre aquí
-continuó el padre.
-Quiero conocer a las mujeres y las tierras de donde ellos vinieron
-dijo el chico-, porque ellos nunca se quedan por aquí.
-Los hombres traen el bolsillo lleno de dinero
-insistió el padre-.
Entre nosotros, sólo los pastores viajan.
-Entonces seré pastor.
El padre no
dijo nada más. Al día siguiente le dio una bolsa con tres antiguas monedas de
oro españolas.
-Las encontré un día en el campo. Iban a ser tu dote para la Iglesia.
Compra tu
rebaño y recorre el mundo hasta que aprendas que nuestro castillo es el más importante y que nuestras mujeres
son las más bellas.
Y lo
bendijo. En los ojos del padre él leyó también el deseo de recorrer el mundo.
Un deseo que aún persistía, a pesar de las decenas
de años que había intentado sepultarlo
con agua, comida, y el mismo lugar para dormir todas las noches.
El horizonte se tiñó de rojo, y después apareció el
sol. El muchacho recordó la conversación
con el padre y se sintió alegre; ya había conocido muchos castillos y a muchas mujeres (aunque
ninguna como aquella que lo esperaba
dentro de dos días). Tenía una chaqueta, un
libro que podía cambiar por otro y un rebaño de ovejas. Lo más
importante, sin embargo, era que cada
día realizaba el gran sueño de su vida:
viajar. Cuando se cansara de los campos de Andalucía podía vender sus ovejas y hacerse marinero. Cuando se
cansara del mar ya habría conocido
muchas ciudades, a muchas mujeres y muchas oportunidades de ser feliz.
«No entiendo
cómo buscan a Dios en el seminario», pensó mientras miraba el sol que nacía. Siempre que le era posible
buscaba un camino diferente para recorrer.
Nunca había estado en aquella iglesia antes, a
pesar de haber pasado tantas veces por allí. El mundo era grande e inagotable,
y si él dejara que las ovejas le guiaran
apenas un poquito, iba a terminar descubriendo
más cosas interesantes. «El problema es que
ellas no se dan cuenta de que están haciendo caminos nuevos cada día. No
perciben que los pastos cambian, que las estaciones son diferentes, porque sólo están preocupadas por el agua y
la comida.
Quizá suceda lo
mismo con todos nosotros -pensó el pastor-. Hasta conmigo, que no pienso
en otras mujeres desde que conocí a la hija del comerciante.» Miró al cielo y
calculó que llegaría a Tarifa antes de la hora del almuerzo.
Allí podría cambiar su libro por otro más
voluminoso, llenar la bota de vino y
afeitarse y cortarse el pelo; tenía que estar bien para su encuentro con la chica y no quería pensar
en la posibilidad de que otro pastor
hubiera llegado antes que él, con más ovejas, para pedir su mano.
«Es
justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida
sea interesante», reflexionó mientras
miraba de nuevo el cielo y apretaba el
paso. Acababa de acordarse de que en Tarifa vivía una
vieja capaz
de interpretar los sueños. Y él había tenido un sueño repetido aquella noche.
La vieja
condujo al muchacho hasta un cuarto en el fondo de la casa, separado de la sala por una cortina hecha con
tiras de plástico de vario s colores. Dentro había una mesa, una imagen del
Sagrado Corazón de Jesús y dos sillas.
La vieja se
sentó y le pidió a él que hiciese lo mismo. Después le cogió ambas manos y
empezó a rezar en voz baja.
Parecía un
rezo gitano. El muchacho ya había encontrado a muchos gitanos por el camino; los gitanos viajaban
y, sin embargo, no cuidaban ovejas. La
gente decía que su vida se basaba en engañar a los demás; también decían que
tenían un pacto con los demonios, y que
raptaban criaturas para tenerlas como
esclavas en sus misteriosos campamentos.
De pequeño siempre había tenido mucho miedo de que
lo raptaran los gitanos, y ese temor
antiguo revivió mientras la vieja le sujetaba las manos.
«Pero tiene
la imagen del Sagrado Corazón de Jesús», pensó procurando calmarse. No quería que sus manos empezaran a temblar y la
vieja percibiese su miedo. Rezó un padrenuestro en silencio.
-Qué interesante -dijo la vieja sin apartar los ojos de la mano del
muchacho. Y volvió a guardar silencio.
El chico se
estaba poniendo nervioso. Sin poder impedirlo, sus manos empezaron a temblar, y la vieja se dio
cuenta. Él las retiró rápidamente.
-No he
venido aquí para que me lean las manos -dijo, ya arrepentido de haber entrado
en aquella casa.
Pensó por un
momento que era mejor pagar la consulta e irse de allí sin saber nada. Le estaba dando demasiada
importancia a un sueño repetido.
-Tú has
venido a saber de sueños -respondió la vieja-. Y los sueños son el lenguaje de Dios. Cuando Él habla el
lenguaje del mundo, yo puedo
interpretarlo. Pero si habla el lenguaje de tu alma, sólo tú podrás entenderlo. Y yo te voy a cobrar la consulta
de cualquier manera.
«Otro
truco», pensó el muchacho. Sin embargo, decidió arriesgarse.
Un pastor
corre siempre el riesgo de los lobos o de la sequía, y eso es lo que hace que
el oficio de pastor sea más excitante.
-Tuve el mismo sueño dos veces seguidas -explicó-.
Soñé que estaba en un prado con mis
ovejas cuando aparecía un niño y
empezaba a
jugar con los animales. No me gusta que molesten a mis ovejas, porque se asustan de los extraños. Pero los
niños siempre consiguen tocar a los
animales sin que ellos se asusten. No sé por qué.
No sé cómo pueden saber los animales la edad de los
seres humanos.
-Vuelve a tu
sueño -ordenó la vieja-. Tengo una olla en el fuego.
Además, tienes poco dinero y no puedes comprar todo
mi tiempo.
-El niño
seguía jugando con las ovejas durante algún tiempo -continuó el muchacho, un poco presionado- y de repente me cogía de
la mano y me llevaba hasta las Pirámides de Egipto.
El chico
esperó un poco para ver si la vieja sabía lo que eran las Pirámides de
Egipto. Pero la vieja continuó callada.
-Entonces, en las Pirámides de Egipto
-pronunció las tres últimas palabras
lentamente, para que la vieja pudiera
entender bien-, el niño me decía: « Si vienes hasta aquí encontrarás un tesoro escondido.» Y cuando
iba a mostrarme el lugar exacto, me desperté. Las dos veces.
La vieja
continuó en silencio durante algún tiempo. Después volvió a coger las manos del
muchacho y a estudiarlas atentamente.
-No voy a
cobrarte nada ahora -dijo la vieja-. Pero quiero una décima parte del tesoro si
lo encuentras.
El muchacho
rió feliz. ¡Iba a ahorrarse el poco dinero que tenía gracias a un sueño que
hablaba de tesoros escondidos! La vieja debía de ser realmente gitana, porque los gitanos
tenían fama de ser un poco tontos.
-Entonces interprete el sueño -le pidió.
-Antes, jura. Júrame que me vas a dar la décima
parte de tu tesoro a cambio de lo que voy a decirte.
El chico juró. La
vieja le pidió que repitiera el juramento mirando la imagen del Sagrado
Corazón de Jesús.
-Es un sueño del Lenguaje del Mundo -dijo ella-. Puedo interpretarlo, aunque es una interpretación muy difícil. Por
eso creo que merezco mi parte en tu
hallazgo. He aquí la interpretación: tienes que ir hasta las Pirámides de
Egipto. Nunca oí hablar de ellas, pero
si fue un niño el que te las mostró es
porque existen. Allí encontrarás un tesoro que te hará rico.
El muchacho
se quedó sorprendido y después irritado. No necesitaba haber buscado a la vieja para esto. Finalmente recordó que
no iba a pagar nada.
-Para esto no necesitaba haber perdido mi tiempo
-dijo.
-Por eso te
dije que tu sueño era difícil. Las cosas simples son las más extraordinarias, y sólo los sabios consiguen
verlas. Puesto que yo no soy sabia,
tengo que conocer otras artes, como la lectura de las manos.
-¿Y cómo voy a llegar hasta Egipto? -Yo sólo interpreto sueños. No sé transformarlos en
realidad. Por eso tengo que vivir de lo que mis hijas me dan.
-¿Y si no llego hasta Egipto? -Me quedo sin cobrar.
No sería la primera vez.
Y la vieja
no dijo nada más. Le pidió al muchacho que se fuera, porque ya había perdido
mucho tiempo con él.
El muchacho salió decepcionado y convencido de que no creería nunca más en
sueños. Se acordó de que tenía varias
cosas que hacer: fue al colmado a
comprar algo de comida, cambió su libro por otro más grueso y se sentó en un
banco de la plaza para saborear el nuevo vino que había comprado.
Era un día caluroso y el vino, por uno de
estos misterios insondables, conseguía
refrescar un poco su cuerpo.
Las ovejas
estaban a la entrada de la ciudad, en el establo de un nuevo amigo suyo. Conocía a mucha gente por aquellas
zonas, y por eso le gustaba viajar. Uno
siempre acaba haciendo amigos nuevos y no es necesario quedarse con ellos día tras día. Cuando vemos
siempre a las mismas personas (y esto
pasaba en el seminario) terminamos haciendo que pasen a formar parte de nuestras vidas. Y como ellas forman
parte de nuestras vidas, pasan también a
querer modificar nuestras vidas. Y si no somos como ellas esperan que seamos, se molestan. Porque
todas las personas saben exactamente cómo debemos vivir nuestra vida.
Y nunca
tienen idea de cómo deben vivir sus propias vidas. Como la mujer de los sueños,
que no sabía transformarlos en realidad.
Decidió esperar a
que el sol estuviera un poco más bajo antes de seguir con sus ovejas en dirección al campo. Dentro
de tres días estaría con la hija del comerciante.
Empezó a
leer el libro que le había proporcionado el cura de Tarifa.
Era un libro
voluminoso, que hablaba de un entierro ya desde la primera página. Además, los nombres de los personajes
eran complicadísimos.
Pensó que si algún día él escribía un libro haría
aparecer a los personajes de forma sucesiva, para que los lectores no tuviesen tanto trabajo en
recordar nombres.
Cuando
consiguió concentrarse un poco en la lectura -y era buena, porque hablaba de un entierro en la nieve, lo
que le transmitía
una sensación de frío debajo de aquel inmenso sol-, un viejo se sentó a su lado y empezó
a buscar conversación.
-¿Qué están
haciendo? -preguntó el viejo señalando a las personas en la plaza.
-Están
trabajando -repuso el muchacho secamente, y volvió a fingir que estaba concentrado en la lectura. En
realidad estaba pensando en esquilar las
ovejas delante de la hija del comerciante, para que ella viera que era capaz de
hacer cosas interesantes. Ya había imaginado esta escena una infinidad de veces: en todas ellas, la chica quedaba
deslumbrada cuando él empezaba a explicarle que las ovejas se deben esquilar desde atrás hacia adelante.
También intentaba acordarse de algunas
buenas historias para contarle mientras esquilaba las ovejas. Casi todas las historias las había leído en los libros,
pero las contaría como si las hubiera vivido personalmente. Ella nunca se daría
cuenta porque no sabía leer libros.
El viejo,
sin embargo, insistió. Explicó que estaba cansado, con sed, y le pidió un trago
de vino. El muchacho le ofreció su
botella; quizá así se callaría.
Pero el
viejo quería conversación a toda costa. Le preguntó qué libro estaba leyendo.
Él pensó en ser descortés y cambiarse de banco, pero su padre le había enseñado a respetar a los
ancianos. Entonces ofreció el libro al
viejo por dos razones: la primera, porque no sabía pronunciar el título; y la segunda, porque si el viejo
no sabía leer, sería él quien se cambiaría de banco para no sentirse humillado.
-Humm... -dijo el viejo inspeccionando el volumen
por todos los costados, como si fuese un
objeto extraño-. Es un libro importante, pero muy aburrido.
El muchacho
se quedó sorprendido. El viejo sabía leer, y además ya había leído aquel libro. Y si era aburrido, como él decía, aún
tendría tiempo de cambiarlo por otro.
-Es un libro
que habla de lo que hablan casi todos los libros -continuó el viejo-. De la incapacidad que las personas
tienen para escoger su propio destino. Y
termina haciendo que todo el mundo crea la mayor mentira del mundo.
-¿Cuál es la
mayor mentira del mundo? -indagó, sorprendido, el muchacho.
-Es ésta: en
un determinado momento de nuestra existencia, perdemos el control de nuestras vidas, y éstas pasan a ser
gobernadas por el destino. Ésta es la mayor mentira del mundo.
-Conmigo no
sucedió tal cosa -replicó el muchacho-. Querían que yo fuese cura, pero yo
decidí ser pastor.
-Así es mejor -dijo el viejo-, porque te gusta
viajar.
«Ha
adivinado mi pensamiento», reflexionó el chico. El viejo, mientras tanto, hojeaba el grueso libro sin la menor
intención de devolvérselo.
El muchacho observó que vestía una ropa extraña;
parecía un árabe, lo cual no era raro en
aquella región. África quedaba a pocas horas de
Tarifa; sólo había que cruzar el pequeño estrecho en un barco. Muchas veces aparecían árabes en la
ciudad, haciendo compras y rezando oraciones extrañas varias veces al día.
-¿De dónde es usted? -preguntó.
-De muchas partes.
-Nadie puede
ser de muchas partes -dijo el muchacho-. Yo soy un pastor y estoy en muchas partes, pero soy de un único lugar,
de una ciudad cercana a un castillo antiguo. Allí fue donde nací.
-Entonces podemos decir que yo nací en Salem.
El muchacho
no sabía dónde estaba Salem, pero no quiso preguntarlo para no sentirse humillado con la propia
ignorancia. Permaneció un rato contemplando la plaza. Las personas iban y
venían, y parecían muy ocupadas.
-¿Cómo está Salem? -preguntó buscando alguna pista.
-Como siempre.
Esto no era
ninguna pista. Pero sabía que Salem no estaba en Andalucía, si no él ya la
habría conocido -¿Y qué hace usted en Salem? -insistió.
-¿Que qué es lo que hago en Salem? -El viejo por primera vez soltó una
buena carcajada-. ¡Vamos! ¡Yo soy el rey de Salem! La gente dice muchas cosas raras, pensó el
muchacho. A veces es mejor estar con las
ovejas, que son calladas y se limitan a buscar alimento y agua. O es mejor estar con los libros, que
cuentan historias fantásticas siempre en
los momentos en que uno quiere oírlas. Pero cuando uno habla con personas,
éstas dicen ciertas cosas que nos dejan sin saber cómo continuar la conversación.
-Mi nombre
es Melquisedec -dijo el viejo-. ¿Cuántas ovejas tienes? -Las suficientes -respondió el muchacho. El viejo
empezaba a querer saber demasiado sobre su vida.
-Entonces
estamos ante un problema. No puedo ayudarte mientras tú consideres que
tienes las ovejas suficientes.
El muchacho
se irritó. No había pedido ayuda. Era el viejo quien había pedido vino,
conversación y el libro.
-Devuélvame
el libro -dijo-. Tengo que ir a buscar mis ovejas y seguir adelante.
-Dame la décima parte de tus ovejas -propuso el
viejo-, y yo te enseñaré cómo llegar hasta el tesoro escondido.
El chico
volvió a acordarse entonces del sueño y de repente lo vio todo claro. La vieja
no le había cobrado nada pero el viejo
-que quizá fuese su marido- iba a conseguir arrancarle mucho más dinero a
cambio de una información inexistente.
El viejo debía de ser gitano también.
Antes de que
el muchacho dijese nada, el viejo se inclinó, cogió una rama y comenzó a escribir en la arena de la
plaza. Cuando se inclinaba, algo se vio
brillar en su pecho, con una intensidad tal que casi cegó al muchacho. Pero en un movimiento
excesivamente rápido para alguien de su
edad, volvió a cubrir el brillo con el manto. Los ojos del muchacho recobraron su normalidad y pudo
ver lo que el viejo estaba escribiendo.
En la arena
de la plaza principal de aquella pequeña ciudad, leyó el nombre de su padre y de su madre. Leyó la historia
de su vida hasta aquel momento, los juegos
de su infancia, las noches frías del seminario.
Leyó el nombre de la hija del comerciante, que
ignoraba. Leyó cosas que jamás había
contado a nadie, como el día en que robó el arma de su padre para matar venados, o su primera
y solitaria experiencia sexual.
«Soy el rey de Salem», había dicho el viejo.
-¿Por qué un
rey conversa con un pastor? -preguntó el muchacho, avergonzado y admiradísimo.
-Existen varias razones. Pero la más importante es
que tú has sido capaz de cumplir tu
Leyenda Personal.
El muchacho no sabía qué era eso de la Leyenda Personal.
-Es aquello
que siempre deseaste hacer. Todas las personas, al comienzo de su juventud, saben cuál es su Leyenda
Personal. En ese momento de la vida todo
se ve claro, todo es posible, y ellas no tienen miedo de soñar y desear todo aquello que les
gustaría hacer en sus vidas.
No obstante, a medida que el tiempo va pasando, una
misteriosa fuerza trata de convencerlas
de que es imposible realizar la Leyenda Personal.
Lo que el viejo estaba diciendo no tenía mucho
sentido para el muchacho. Pero él quería saber qué eran esas «fuerzas
misteriosas»; la hija del comerciante se quedaría boquiabierta con esto.
-Son fuerzas
que parecen malas, pero en verdad te están enseñando cómo realizar tu Leyenda
Personal. Están preparando tu espíritu y
tu voluntad, porque existe una gran
verdad en este planeta; seas quien seas
o hagas lo que hagas, cuando deseas con firmeza alguna cosa, es
porque este deseo nació en el alma del
Universo. Es tu misión en la
Tierra.
-¿Aunque sólo
sea viajar? ¿O casarse con la hija de un comerciante de tejidos? -O buscar un tesoro. El Alma del Mundo se
alimenta con la felicidad de las
personas. O con la infelicidad, la envidia, los celos.
Cumplir su Leyenda Personal es la única obligación de los hombres.
Todo es una
sola cosa. Y cuando quieres algo, todo el Universo conspira para que realices
tu deseo.
Durante
algún tiempo permanecieron silenciosos, contemplando la plaza y la
gente. Fue el viejo quien habló primero.
-¿Por qué cuidas ovejas? -Porque me gusta viajar.
El viejo
señaló a un vendedor de palomitas de maíz que, con su carrito rojo, estaba en
un rincón de la plaza.
-Aquel
vendedor también deseó viajar cuando era niño; pero prefirió comprar un carrito para vender sus palomitas
y así juntar dinero durante años. Cuando
sea viejo, piensa pasar un mes en África.
Jamás entendió
que la gente siempre está en condiciones de realizar lo que sueña.
-Debería
haber elegido ser pastor -pensó en voz alta el muchacho.
-Lo pensó
-dijo el viejo-. Pero los vendedores de palomitas de maíz son más importantes
que los pastores.
Tienen una casa, mientras que los pastores duermen a la intemperie. Las
personas prefieren casar a sus hijas con vendedores de palomitas antes que con
pastores.
El muchacho
sintió una punzada en el corazón al recordar a la hija del comerciante. En su ciudad debía de haber
algún vendedor de palomitas.
-En fin, que lo que las personas piensan sobre
vendedores de palomitas y pastores pasa
a ser más importante para ellas que la Leyenda Personal.
El viejo
hojeó el libro y se distrajo leyendo una página. El chico esperó un poco y
lo interrumpió de la misma manera que él
lo había interrumpido.
-¿Por qué habla de todo esto conmigo? -Porque tú
intentas vivir tu Leyenda Personal. Y
estás a punto de desistir de ella.
-¿Y usted aparece siempre en estos momentos?
-No siempre de esta forma, pero jamás
dejé de aparecer. A veces aparezco bajo la forma de una buena salida, de una
buena idea. Otras veces, en un momento
crucial, hago que todo se vuelva más fácil.
Y cosas así. Pero la mayor parte de la gente no se da cuenta.
El viejo le
contó que la semana pasada había tenido que aparecer ante un garimpeiro (buscador de oro y piedras
preciosas) bajo la forma de una piedra.
El garimpeiro lo había dejado todo para partir en
busca de esmeraldas. Durante cinco años trabajó en un río, y había partido
999 999 piedras en busca de una
esmeralda. En ese momento el garimpeiro pensó en desistir, y sólo le faltaba una piedra,
solamente UNA PIEDRA, para descubrir su
esmeralda. Como era un hombre que había apostado por su Leyenda Personal,
el viejo decidió intervenir.
Se
transformó en una piedra, que rodó sobre el pie del garimpeiro. Éste,
con la rabia y la frustración de los
cinco años perdidos, arrojó la piedra lejos.
Pero la arrojó con tanta fuerza que chocó contra
otra y se rompió, mostrando la esmeralda más bella del mundo.
-Las
personas aprenden muy pronto su razón de vivir -dijo el viejo con cierta amargura en los ojos-. Quizá también
sea por eso que desisten tan pronto. Pero así es el mundo.
Entonces el muchacho se acordó de que la conversación
había empezado con el tesoro escondido.
-Los tesoros
son levantados de la tierra por los torrentes de agua, y enterrados también por ellos -prosiguió el
viejo-. Si quieres saber sobre tu tesoro, tendrás que cederme la décima parte
de tus ovejas.
-¿Y no sirve una décima parte del tesoro? El viejo
se decepcionó.
-Si empiezas
por prometer lo que aún no tienes, perderás tu voluntad para conseguirlo.
El muchacho le contó que había prometido una parte
a la gitana.
-Los gitanos
son muy listos -dijo el viejo con un suspiro-. De cualquier manera, es bueno que aprendas que todo en la
vida tiene un precio. Y esto es lo que los Guerreros de la Luz intentan enseñar.
El viejo le devolvió el libro.
-Mañana, a esta
misma hora, me traes aquí una décima parte de tus ovejas. Y yo te
enseñaré cómo conseguir el tesoro escondido. Buenas tardes.
Y desapareció por una de las esquinas de la plaza.
El muchacho intentó leer el libro, pero ya no
consiguió concentrarse.
Estaba agitado y tenso, porque sabía que el viejo decía
la verdad.
Se fue hasta
el vendedor y le compró una bolsa de palomitas, mientras meditaba si debía o no contarle lo que le había dicho
el viejo. «A veces es mejor dejar las
cosas como están», pensó el chico, y no dijo nada. Si se lo contaba, el vendedor se pasaría tres días
pensando en abandonar- lo todo, pero
estaba muy acostumbrado a su carrito. Podía evitarle ese sufrimiento.
Comenzó a caminar sin rumbo por la ciudad, y llegó
hasta el puerto. Había un pequeño
edificio, y en él una ventanilla donde la gente compraba pasajes. Egipto estaba
en África.
-¿Quieres algo? -preguntó el hombre de la
ventanilla.
-Quizá mañana -contestó el chico alejándose. Sólo
con vender una oveja podría cruzar hasta
el otro lado del estrecho. Era una idea que le espantaba.
-Otro
soñador -dijo el hombre de la ventanilla a su ayudante, mientras el
muchacho se alejaba-. No tiene dinero para viajar.
Cuando
estaba en la ventanilla el muchacho se había acordado de sus ovejas, y sintió miedo de volver junto a
ellas. Había pasado dos años
aprendiéndolo todo sobre el arte del pastoreo: sabía esquilar, cuidar a
las ovejas preñadas, protegerlas de los
lobos. Conocía todos los campos y pastos
de Andalucía. Conocía el precio justo de comprar y vender cada uno de sus
animales.
Decidió volver al
establo de su amigo por el camino más largo. La ciudad también tenía un castillo, y decidió subir la
rampa de piedra y sentarse en una de sus murallas. Desde allí arriba se podía ver África.
Alguien le
había explicado en cierta ocasión que por allí llegaron los moros que ocuparon durante tantos años casi toda
España. Y el muchacho detestaba a los
moros. Además, habían sido ellos los que trajeron a los gitanos.
Desde allí
podía ver también casi toda la ciudad, inclusive la plaza donde había
conversado con el viejo.
«Maldita sea la
hora en que encontré a ese viejo», pensó. Había ido solamente a buscar a
una mujer que interpretase sueños.
Ni la mujer
ni el viejo
concedían importancia al hecho de que él era un pastor.
Eran personas solitarias, que ya no confiaban en la vida, y no
entendían que los pastores terminaran
aficionándose a sus ovejas. Él conocía los detalles de cada una de ellas: sabía cuál cojeaba, cuál tendría cría
dentro de dos meses, y cuáles eran las
más perezosas. Sabía también cómo
esquilarlas y cómo matarlas. Si se decidiera a partir, ellas sufrirían.
Comenzó a
soplar el viento. Él conocía aquel viento: la gente lo llamaba Levante, porque con él llegaron también las
hordas de infieles.
Hasta que
conoció Tarifa nunca había imaginado que África estuviera tan cerca. Eso suponía un gran peligro: los moros podían
invadirnos nuevamente.
El Levante
comenzó a soplar más fuerte. «Estoy entre las ovejas y el tesoro», pensaba el muchacho. Tenía que decidirse
entre una cosa a la que se había
acostumbrado y una cosa que le gustaría tener. Estaba también la hija del comerciante, pero ella no era tan
importante como las ovejas, porque no
dependía de él. Hasta era posible que ni se acordara de él. Tuvo la seguridad
de que si no aparecía dentro de dos
días, la chica ni siquiera lo notaría;
para ella todos los días eran iguales y
cuando todos los días parecen iguales es porque las personas han dejado
de percibir las cosas buenas que
aparecen en sus vidas siempre que el sol cruza el cielo.
«Yo abandoné
a mi padre, a mi madre y el castillo de mi ciudad.
Ellos se
acostumbraron y yo me acostumbré. Las ovejas también se acostumbrarán a mi
ausencia», pensó el muchacho.
Desde allá
arriba contempló la plaza. El vendedor de palomitas continuaba vendiendo
sus papelinas. Una joven pareja se sentó
en el banco donde él había estado
conversando con el viejo y se dio un largo beso.
«El vendedor
de palomitas», dijo para sí sin completar la frase.
Porque el
Levante había comenzado a soplar con más fuerza y él se quedó sintiendo el
viento en el rostro. El viento traía a los moros, es verdad , pero también
traía el olor del desierto y de las mujeres cubiertas con velo. Traía el sudor y los sueños de los
hombres que un día habían partido en
busca de lo desconocido, de oro, de aventuras...
y de
pirámides. El muchacho comenzó a envidiar la libertad del viento, y percibió que podría ser como él. Nada se lo
impedía, excepto él mismo. Las ovejas,
la hija del comerciante, los campos de Andalucía no eran más que los pasos de
su Leyenda Personal.
A1 día
siguiente, el muchacho se encontró con el viejo a mediodía.
Traía seis ovejas consigo.
-Estoy
sorprendido -exclamó-. Mi amigo compró inmediatamente las ovejas. Dijo que toda su vida había soñado
con ser pastor, y que aquello era una buena señal.
-Siempre es
así -dijo el viejo-. Lo llamamos el Principio Favorable.
Si juegas a
las cartas por primera vez, verás que casi con seguridad ganas. Es la suerte
del principiante.
-¿Y por qué? -Porque la vida quiere que vivas tu
Leyenda Personal.
Después
comenzó a examinar las seis ovejas y descubrió que una de ellas cojeaba.
El muchacho le explicó que no tenía importancia porque era la más inteligente y
producía bastante lana.
-¿Dónde está el tesoro? -preguntó.
-El tesoro está en Egipto, cerca de las Pirámides.
El muchacho se asustó. La vieja le había dicho lo mismo, pero no le había
cobrado nada.
-Para llegar
hasta él tendrás que seguir las señales. Dios escribió en el mundo el camino que cada hombre debe seguir.
Sólo hay que leer lo que Él escribió para ti.
Antes de que
el muchacho dijera nada, una mariposa comenzó a revolotear entre él y el viejo. Se acordó de su abuelo:
cuando era pequeño, su abuelo le había
dicho que las mariposas son señal de buena
suerte. Como los grillos, las mariquitas, las lagartijas y los tréboles
de cuatro hojas.
-Eso es
-dijo el viejo, que era capaz de leer sus pensamientos-.
Exactamente como tu abuelo te enseñó. Éstas son las
señales.
Después el viejo abrió el manto que le cubría el pecho. El muchacho se quedó impresionado con lo que vio, y
recordó el brillo que había detectado el
día anterior. El viejo llevaba un pectoral de oro macizo, cubierto de piedras
preciosas.
Era
realmente un rey. Debía de ir disfrazado así para huir de los
asaltantes.
-Toma -dijo
el viejo sacando una piedra blanca y una piedra negra que llevaba prendidas en el centro del pectoral
de oro-. Se llaman Urim y Tumim. La
negra quiere decir «sí» y la blanca quiere decir «no».
Cuando
tengas dificultad para percibir las señales, te serán de utilidad.
Hazles
siempre una pregunta objetiva, pero en general procura tomar tú las
decisiones. El tesoro está en las
Pirámides y esto tú ya lo sabías;
pero tuviste que pagar seis ovejas porque yo te ayudé
a tomar una decisión.
El muchacho
se guardó las piedras en el zurrón. De ahora en adelante, tomaría sus propias
decisiones.
-No te
olvides de que todo es una sola cosa. Y, sobre todo, no te olvides de llegar
hasta el fin de tu Leyenda Personal.
»Antes, sin embargo, me gustaría contarte una
pequeña historia: » Cierto mercader envió a su hijo con el más sabio de todos
los hombres para que aprendiera el
Secreto de la Felicidad.
El joven anduvo
durante cuarenta días por el desierto, hasta que llegó a un hermoso
castillo, en lo alto de una montaña.
Allí vivía el sabio que buscaba.
»Sin
embargo, en vez de encontrar a un hombre santo, nuestro héroe entró en
una sala y vio una actividad inmensa;
mercaderes que entraban y salían,
personas conversando en los rincones, una pequeña orquesta que tocaba melodías suaves y una mesa repleta
de los más deliciosos manjares de
aquella región del mundo. El sabio conversaba con todos, y el joven tuvo que esperar dos horas
para que le atendiera.
»El sabio escuchó atentamente el motivo de su
visita, pero le dijo que en aquel
momento no tenía tiempo de explicarle el Secreto de la Felicidad.
Le sugirió que diese un paseo por su palacio y
volviese dos horas más tarde.
»Pero quiero
pedirte un favor- añadió el sabio entregándole una cucharilla de té en la que dejó caer dos gotas de
aceite-. Mientras camines lleva esta cucharilla y cuida de que el aceite no se
derrame.
»El joven
comenzó a subir y bajar las escalinatas del palacio manteniendo siempre los ojos fijos en la cuchara. Pasadas
las dos horas, retornó a la presencia del sabio.
»¿Qué tal?
-preguntó el sabio-. ¿Viste los tapices de Persia que hay en mi comedor? ¿Viste el jardín que el Maestro
de los Jardineros tardó diez años en
crear? ¿Reparaste en los bellos pergaminos de mi biblioteca? »El joven, avergonzado, confesó que no había
visto nada. Su única preocupación había sido no derramar las gotas de aceite
que el Sabio le había confiado.
»Pues entonces vuelve y conoce las maravillas de mi mundo -dijo el Sabio-. No
puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.
»Ya más
tranquilo, el joven cogió nuevamente la cuchara y volvió a pasear por el palacio, esta vez mirando con
atención todas las obras
de arte que adornaban el techo y las paredes. Vio
los jardines, las montañas a su alrededor,
la delicadeza de las flores, el esmero con que cada obra de arte estaba colocada en su lugar. De regreso a la
presencia del sabio, le relató detalladamente todo lo que había visto.
»¿Pero dónde
están las dos gotas de aceite que te confié? -preguntó el Sabio.
»El joven
miró la cuchara y se dio cuenta de que las había derrama- do.
»Pues éste
es el único consejo que puedo darte -le dijo el más Sabio de los Sabios-. El secreto de la felicidad está
en mirar todas las maravilla s del mundo, pero sin olvidarse nunca de las dos
gotas de aceite en la cuchara.
El muchacho guardó silencio. Había comprendido la
historia del viejo rey. A un pastor le gusta viajar, pero jamás olvida a sus
ovejas.
El viejo miró
al muchacho y con las dos manos extendidas hizo algunos gestos extraños sobre su cabeza. Después
cogió las ovejas y siguió su camino.
En lo alto
de la pequeña ciudad de Tarifa existe un viejo fuerte construido por los moros,
y quien se sienta en sus murallas
consigue ver al mismo tiempo una plaza,
un vendedor de
palomitas de maíz
y un pedazo de África.
Melquisedec, el rey de Salem, se sentó en la muralla del fuerte aquella tarde y
sintió el viento de Levante en su rostro. Las ovejas se agitaban a su lado, temerosas de su nuevo
dueño, y excitadas ante tantos cambios.
Todo lo que ellas querían era sólo comida y agua.
Melquisedec contempló el pequeño barco que estaba
zarpando del puerto.
Nunca más volvería a ver al muchacho, del mismo
modo que jamás volvió a ver a Abraham, después de haberle cobrado el diezmo.
No obstante, ésta era su obra.
Los dioses
no deben tener deseos, porque los dioses no tienen Leyenda Personal. Sin embargo, el rey de Salem deseó
íntimamente que el muchacho tuviera éxito.
«Lástima que
se olvidará en seguida de mi nombre -pensó-. Debería habérselo repetido varias
veces. Así, cuando hablase de mí, diría
que soy Melquisedec, el rey de Salem.» Después miró hacia el cielo, un poco
arrepentido.
«Sé que es
vanidad de vanidades, como Tú dijiste, Señor. Pero un viejo rey a veces
tiene que estar orgulloso de sí mismo.» «¡Qué extraña es África», pensó el
muchacho.
Estaba
sentado en una especie de bar igual que otros bares que había encontrado
en las callejuelas estrechas de la ciudad. Algunas personas fumaban una pipa gigante que se pasaban de
boca en boca. En pocas horas había visto
a hombres cogidos de la mano, mujeres con el rostro cubierto y sacerdotes que subían a altas torres y
comenzaban a cantar, mientras todos a su
alrededor se arrodillaban y golpeaban la cabeza contra el suelo.
«Cosas de
infieles», se dijo. Cuando era niño, veía siempre en la iglesia de su aldea una imagen de Santiago Matamoros
en su caballo blanco, con la espada
desenvainada y figuras como aquéllas bajo sus pies.
El muchacho se sentía mal y terriblemente solo. Los
infieles tenían una mirada siniestra.
Además de
eso, con las prisas de viajar, se había olvidado de un detalle, un único detalle que podía alejarlo de su
tesoro por mucho tiempo: en aquel país todos hablaban árabe.
El dueño del bar se aproximó y el muchacho le señaló una bebida que había servido en otra mesa. Era un té amargo.
Hubiera preferido beber vino.
Pero no debía preocuparse por eso ahora. Tenía que
pensar exclusivamente en su tesoro y en la
manera de conseguirlo. La venta de las
ovejas lo había dejado con bastante dinero en el bolsillo, y el muchacho sabía que el dinero era mágico: con él nadie
está solo jamás.
Dentro de poco, quizá unos pocos días, estaría
junto a las Pirámides.
Un viejo con
todo aquel oro en el pecho no tenía necesidad de mentir para obtener seis
ovejas.
El viejo le había hablado de señales. Mientras
atravesaba el mar, había estado pensando
en las señales. Sí, sabía a qué se refería: durante e l tiempo en que estuvo en
los campos de Andalucía se había acostumbrado
a leer en la tierra y en los cielos las condiciones del camino que debía seguir. Había aprendido que cierto
pájaro indicaba la cercanía de alguna
serpiente, y que determinado arbusto era señal de la presencia de agua a pocos kilómetros. Las
ovejas le habían enseñado todo eso.
«Si Dios
conduce tan bien a las ovejas, también conducirá al hombre», reflexionó, y se quedó más tranquilo. El té
parecía menos amargo.
-¿Quién eres? -oyó que le preguntaba una voz en
español.
El muchacho
se sintió inmensamente aliviado. Estaba pensando en señales y alguien había
aparecido.
-¿Cómo es que hablas español? -se interesó.
El recién llegado
era un hombre joven vestido a la manera de los occidentales, pero el color de su piel indicaba que debía
de ser de aquella ciudad. Tendría más o menos su misma altura y edad.
-Aquí casi
todo el mundo habla español. Estamos sólo a dos horas de España.
-Siéntate y
pide algo por mi cuenta -le ofreció el muchacho-. Y pide un vino para mí.
Detesto este té.
-No hay vino en
este país -dijo el recién llegado-. La religión no lo permite.
El muchacho
le explicó entonces que tenía que llegar a las Pirámides.
Estuvo a punto de hablarle del tesoro, pero decidió
callarse.
El árabe era capaz de querer una parte a cambio de llevarlo hasta allí.
Se acordó de
lo que el viejo le había dicho respecto a los ofrecimientos.
-Me gustaría
que me llevaras, si es posible. Puedo pagarte como guía.
-¿Tú tienes idea de cómo se llega hasta allí? El
muchacho se dio cuenta de que el dueño
del bar andaba cerca, escuchando
atentamente la conversación. Se sentía molesto por su presencia; pero
había encontrado un guía, y no podía
perder aquella oportunidad.
-Hay que
atravesar todo el desierto del Sahara -continuó el recién llegado-, y para eso se necesita dinero. Quiero saber
si tienes el dinero suficiente.
Al muchacho
le extrañó la pregunta que le había formulado el recién llegado. Pero confiaba en el viejo, y el viejo le había
dicho que cuando se quiere una cosa, el Universo siempre conspira a favor.
Sacó su
dinero del bolsillo y se lo mostró. El dueño del bar se acercó y miró también. Los dos intercambiaron
algunas palabras en árabe. El dueño del bar parecía irritado.
-¡Vámonos!
-dijo el recién llegado-. Él no quiere que nos quedemos aquí.
El muchacho
se sintió aliviado: Se levantó para pagar la cuenta, pero el dueño lo agarró y comenzó a hablarle sin
parar. Aunque era fuerte, estaba en una tierra extranjera. Fue su nuevo amigo
quien empujó al dueño hacia un lado y acompañó al chico hasta la calle.
-Quería tu dinero
-dijo-. Tánger no es igual que el resto de África.
Estamos en
un puerto, y en los puertos hay siempre muchos ladrones.
Podía
confiar en su nuevo amigo. Le había ayudado en una situación crítica.
Sacó nuevamente el dinero y lo contó.
-Podemos
llegar mañana a las Pirámides -dijo el otro cogiendo el dinero-. Pero
necesito comprar dos camellos.
Salieron
andando por las estrechas calles de Tánger. En todas las esquinas había puestos de cosas para vender. Por fin
llegaron al centro de una gran plaza,
donde funcionaba el mercado. Había millares de personas discutiendo, vendiendo, comprando; hortalizas
mezcladas con dagas, alfombras junto a
todo tipo de pipas. Pero el muchacho no apartaba los ojos de su nuevo amigo. Al fin y al cabo,
tenía todo su dinero en las manos. Pensó
en pedirle que se lo devolviera, pero temió que
lo considerara una falta de delicadeza. Él no conocía las costumbres de
las tierras extrañas que estaban pisando.
«Bastará con vigilarlo», se dijo. Era más fuerte
que el otro.
De repente,
en medio de toda aquella confusión, apareció la espada más hermosa que jamás
había visto en su vida: la vaina era plateada y la empuñadura negra, con piedras incrustadas. Se
prometió a sí mismo que cuando regresara de Egipto la compraría.
-Pregúntale
al dueño cuánto cuesta -pidió al amigo. Pero se dio cuenta de que se
había quedado dos segundos distraído mirándola.
Sintió el corazón comprimido, como si todo su pecho se hubiera encogido de repente. Tuvo miedo de mirar a su lado,
porque sabía con lo que se iba a
encontrar. Sus ojos continuaron fijos en la hermosa espada algunos momentos más hasta que se armó de
valor y se dio vuelta.
A su
alrededor, el mercado, las personas yendo y viniendo, gritando y comprando, las
alfombras mezcladas con las avellanas,
las lechugas junto a las monedas de
cobre, los hombres cogidos de la mano
por las calles, las mujeres con velo, el olor a comida extraña, pero
en ninguna parte, absoluta y definitivamente
en ninguna parte, el rostro de su compañero.
El muchacho
aún quiso pensar que se habían perdido de vista momentáneamente. Resolvió
quedarse allí mismo, esperando a que el
otro volviera. A1 poco tiempo, un
individuo subió a una de aquellas torres y comenzó a cantar; todos se
arrodillaron, golpearon la cabeza en el
suelo y cantaron también. Después, como un ejército de laboriosas hormigas, deshicieron los puestos de venta y
se marcharon.
El sol
comenzó a irse también. El muchacho lo contempló durante mucho tiempo, hasta que se escondió detrás de las
casas blancas que
rodeaban la plaza. Recordó que cuando aquel
sol había nacido por la mañana, él estaba en otro continente, era un pastor,
tenía sesenta ovejas y una cita
concertada con una chica. Por la mañana, mientras andaba por los campos,
sabía todo lo que le iba a suceder.
Sin embargo,
ahora que el sol se escondía, estaba en un país diferente, era un extraño en una tierra extraña, donde
ni siquiera podía entender el idioma que
hablaban. Ya no era un pastor y no tenía nada
más en la vida, ni siquiera dinero para volver y empezar de nuevo.
«Todo esto
entre el nacimiento y la puesta del mismo sol», pensó.
Y sintió
pena de sí mismo, porque en la vida a veces las cosas cambian en el espacio de un simple grito, antes de que
las personas puedan acostumbrarse a ellas.
Le daba
vergüenza llorar. Jamás había llorado delante de sus propias ovejas. Pero el
mercado estaba vacío y él estaba lejos de la patria.
El muchacho
lloró. Lloró porque Dios era injusto, y retribuía de esta forma a las personas
que creían en sus propios sueños.
«Cuando yo estaba con las ovejas era
feliz, e irradiaba siempre felicidad a mi alrededor. Las personas me veían llegar y me recibían bien. Pero ahora estoy
triste e infeliz. ¿Qué haré? Voy a ser
más duro y no confiaré más en las personas, porque una de ellas me traicionó.
Voy a odiar a los que encontraron tesoros escondidos, porque yo no encontré el
mío. Y siempre procuraré conservar lo
poco que tengo, porque soy demasiado pequeño para abarcar al mundo.» Abrió su zurrón para ver lo que tenía dentro; quizá
le había sobrado algo del bocadillo que
había comido en el barco. Pero sólo encontró
el libro grueso, la chaqueta y las dos piedras que le había dado el
viejo.
A1 mirar las
piedras sintió una inmensa sensación de alivio. Había cambiado seis ovejas por dos piedras preciosas,
extraídas de un pectoral de oro. Podía
vender las piedras y comprar el pasaje de regreso.
«Ahora seré más listo», pensó el chico sacando las piedras de la
bolsa para esconderlas en el bolsillo.
Aquello era un puerto y ésta era la única
verdad que el otro chico le había dicho: un puerto está siempre lleno de
ladrones.
Ahora
entendía también la desesperación del dueño del bar; estaba intentando
avisarle de que no confiara en aquel
hombre. «Soy como todas las personas:
veo el mundo tal como desearía que sucedieran las cosas, y no como realmente
suceden.»
Se quedó
mirando las piedras, y las tocó sucesivamente con cuidado, sintiendo la temperatura y la superficie
lisa. Ellas eran su tesoro.
El simple contacto de las piedras le dio más
tranquilidad. Le recordaban al viejo.
«Cuando
quieres una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a
conseguirla», le había dicho.
Le gustaría
saber cómo podía ser verdad aquello. Estaba en un mercado vacío, sin un céntimo en el bolsillo y sin ovejas para
guardar aquella noche. Pero las piedras
eran la prueba de que había encontrado un rey, un rey que sabía su historia, sabía acerca del arma de su padre y
de su primera experiencia sexual.
«Las piedras
sirven para la adivinación. Se llaman Urim y Tumim.» El muchacho colocó de nuevo las piedras dentro
del zurrón y decidió hacer la prueba. El
viejo le había dicho que formulara preguntas claras, porque las piedras sólo
servían para quien sabe lo que quiere.
El muchacho preguntó entonces si la bendición del viejo continuaba aún con él.
Sacó una de las piedras. Era «sí».
-¿Voy a encontrar mi tesoro? Metió la mano en el saco para coger una piedra cuando
ambas se escurrieron por un agujero en la tela. El muchacho nunca se había dado
cuenta de que su zurrón estuviera roto.
Se inclinó para recoger a Urim y Tumim y
colocarlas otra vez dentro. Al verlas en el suelo, sin embargo, otra frase
surgió en su cabeza.
«Aprende a
respetar y a seguir las señales» le había dicho el viejo rey.
Una señal.
El chico se rió para sus adentros. Después recogió las dos piedras del suelo y las volvió a colocar en el
zurrón. No pensaba coser el agujero: las
piedras podrían escaparse por allí siempre que quisieran.
Había
entendido que no se deben preguntar ciertas cosas para no huir del
propio destino. «Prometí tomar mis propias decisiones», se dijo.
Pero las piedras le habían dicho que el viejo seguía con él, y eso le dio más confianza. Miró nuevamente el mercado vacío y
ya no sintió la desesperación de antes.
No era un mundo extraño; era un mundo nuevo.
Y, al fin y
al cabo, todo lo que él quería era exactamente eso: conocer mundos nuevos. Incluso aunque jamás llegase
hasta las Pirámides él ya había ido
mucho más lejos que cualquier pastor que
conociese. «¡Ah, si ellos supieran que apenas a dos
horas de barco existen tantas cosas diferentes!» El mundo nuevo aparecía frente
a él bajo la forma de un mercado
vacío, pero él ya había visto aquel
mercado lleno de vida y nunca más lo
olvidaría. Se acordó de la espada: le costó muy caro contemplarla
durante unos instantes, pero tampoco
había visto nada igual en su vida.
Sintió de
repente que él podía contemplar el mundo como una pobre víctima de un ladrón o como un aventurero en
busca de un tesoro.
«Soy un
aventurero en busca de un tesoro», pensó, antes de que un inmenso cansancio le
hiciese caer dormido.
Lo despertó
un hombre que le estaba tocando con el codo. Se había dormido en medio del mercado y la vida de aquella
plaza estaba a punto de recomenzar.
Miró a su
alrededor, buscando a sus ovejas, y se dio cuenta de que estaba en otro mundo.
En vez de sentirse triste, se sintió
feliz. Ya no tenía que seguir
buscando agua y comida; ahora podía seguir en busca de un tesoro. No tenía un céntimo en el
bolsillo, pero tenía fe en la vida. La noche anterior había escogido ser un aventurero, igual que los personajes
de los libros que solía leer.
Comenzó a
deambular sin prisa por la plaza. Los comerciantes levantaban sus paradas;
ayudó a un pastelero a montar la suya.
Había una sonrisa diferente en el rostro
de aquel pastelero: estaba alegre, despierto ante la vida, listo para empezar
un buen día de trabajo. Era una sonrisa
que le recordaba algo al viejo, aquel
viejo y misterioso rey que había conocido.
«Este
pastelero no hace dulces porque quiera viajar, o porque se quiera casar con la hija de un comerciante. Este
pastelero hace dulces porque le gusta
hacerlos», pensó el muchacho, y notó que podía hacer lo mismo que el
viejo: saber si una persona está próxima
o distante de su Leyenda Personal sólo
con mirarla. «Es fácil, yo nunca me había dado cuenta de esto.» Cuando acabaron de montar el tenderete, el pastelero
le ofreció el primer dulce que había
hecho. El muchacho se lo comió, le dio las gracias y siguió su camino. Cuando
ya se había alejado un poco se acordó de
que se había montado el puesto entre una persona que hablaba árabe y la otra, español. Y se habían
entendido perfectamente.
«Existe un lenguaje que va más allá de las palabras
-pensó el muchacho-.
Ya lo experimenté con mis ovejas, y ahora lo
practico con los hombres.» Estaba
aprendiendo varias cosas nuevas. Cosas que él ya había experimentado y
que, sin embargo, eran nuevas porque habían pasado por él sin notarlas. Y no las había notado porque
estaba acostumbrado a ellas. «Si aprendo
a descifrar este lenguaje sin palabras, conseguiré descifrar el mundo.» «Todo
es una sola cosa», había dicho el viejo.
Decidió
caminar sin prisas y sin ansiedad por las callejuelas de Tánger; sólo así conseguiría percibir las señales.
Exigía mucha paciencia, pero ésta es la primera virtud que un pastor aprende.
Nuevamente
se dio cuenta de que estaba aplicando a aquel mundo extraño las mismas
lecciones que le habían enseñado sus ovejas.
«Todo es una sola cosa», había dicho el viejo.
El Mercader
de Cristales vio nacer el día y sintió la misma angustia que experimentaba todas las mañanas. Llevaba casi
treinta años en aquel mismo lugar, una
tienda en lo alto de una ladera, donde raramente pasaba un comprador. Ahora era
tarde para cambiar las cosas: lo único
que sabía hacer en la vida era comprar y vender cristal.
Hubo un tiempo en que mucha gente conocía su
tienda: mercaderes árabes, geólogos franceses
e ingleses, soldados alemanes, siempre con dinero en el bolsillo. En aquella época era una gran
aventura vender cristales y él pensaba
que se haría rico y que tendría hermosas mujeres en su vejez.
Pero el
tiempo fue pasando y la ciudad se transformó. Ceuta creció más que Tánger y el comercio cambió de rumbo. Los
vecinos se mudaron, y en la ladera
quedaron muy pocas tiendas. Y nadie subía la ladera por unas pocas tiendas.
Pero el
Mercader de Cristales no tenía elección. Había pasado treinta años de su vida comprando y vendiendo piezas
de cristal, y ahora era demasiado tarde para cambiar de rumbo.
Durante toda
la mañana estuvo mirando el movimiento de la calle.
Hacía
aquello desde años atrás, y ya conocía el horario de cada persona.
Cuando faltaban algunos minutos para el almuerzo,
un muchacho extranjero se detuvo delante
de su escaparate. No iba mal vestido,
pero los ojos experimentados del Mercader de Cristales adivinaron que el muchacho no tenía dinero. Aun así
decidió esperar un momento, hasta que el muchacho se fuera.
Había un
cartel en la puerta en el que ponía que allí se hablaban varias lenguas. El muchacho vio aparecer a un hombre
tras el mostrador.
-Puedo limpiar estos jarros si usted quiere -dijo
el chico-. Tal como están ahora, nadie va a querer comprarlos.
El hombre lo miró sin decir nada.
-A cambio, usted me paga un plato de comida.
El hombre
continuó en silencio, y el chico sintió que debía tomar una decisión. Dentro de su zurrón tenía la
chaqueta, que no iba a necesitar en el desierto. La sacó y comenzó a limpiar
los jarros.
Durante
media hora limpió todos los jarros del escaparate; en ese intervalo entraron dos clientes y compraron algunas
piezas al dueño.
Cuando acabó
de limpiarlo todo, pidió al hombre un plato de comida.
-Vamos a comer -le dijo el Mercader de Cristales.
Colgó un cartel en la puerta y fueron hasta un
minúsculo bar, situado en lo alto de la
ladera. En cuanto se sentaron a la única mesa existente, el Mercader de
Cristales sonrió.
-No era necesario limpiar nada -aseguró-. La ley
del Corán obliga a dar de comer a quien
tiene hambre.
-¿Entonces por qué dejó que lo hiciera? -preguntó
el muchacho.
-Porque los
cristales estaban sucios. Y tanto tú como yo necesitábamos apartar los malos
pensamientos de nuestras cabezas.
Cuando acabaron de comer, el Mercader se dirigió al
muchacho: -Me gustaría que trabajases en
mi tienda. Hoy entraron dos clientes mientras limpiabas los jarros, y eso es
buena señal.
«Las
personas hablan mucho de señales -pensó el pastor-, pero no se dan cuenta de lo que están diciendo. De la
misma manera que yo no me daba cuenta de que desde hacía muchos años hablaba
con mis ovejas un lenguaje sin palabras.» -¿Quieres trabajar para mí? -insistió
el Mercader.
-Puedo
trabajar el resto del día -repuso el muchacho. Limpiaré hasta la madrugada todos los cristales de la
tienda. A cambio, necesito dinero para estar mañana en Egipto.
El hombre rió.
-Aunque
limpiases mis cristales durante un año entero, aunque ganases una buena comisión de venta en cada uno de
ellos, aún tendrías que conseguir dinero prestado para ir a Egipto. Hay
miles de kilómetros de desierto entre
Tánger y las Pirámides.
Hubo un momento de silencio tan grande que la ciudad pareció haberse dormido.
Ya no existían los bazares, las discusiones de los mercaderes, los hombres que subían a los alminares y
cantaban, las bellas espadas con sus
empuñaduras con piedras incrustadas. Ya se habían terminado la esperanza y la aventura, los
viejos reyes y las Leyendas Personales,
el tesoro y las Pirámides. Era como si todo el mundo permaneciese inmóvil, porque el alma del
muchacho estaba en silencio.
No había ni dolor, ni sufrimiento, ni decepción;
sólo una mirada vacía a través de la
pequeña puerta del bar, y unas tremendas ganas de morir, de que todo se acabase para siempre en aquel instante.
El Mercader,
asustado, miró al muchacho. Era como si toda la alegría que había visto en él aquella mañana hubiese
desaparecido de repente.
-Puedo darte dinero para que vuelvas a tu tierra,
hijo mío -le ofreció.
El muchacho
continuó en silencio. Después se levantó, se arregló la ropa y cogió el zurrón.
-Trabajaré
con usted -dijo. Y después de otro largo silencio, añadió-: Necesito
dinero para comprar algunas ovejas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario