miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Maria de Jorge Isaacs XIII



—Acabemos antes de ordeñar la novillona —les dije recostando mi escopeta en el palenque—; pero Lucía y yo solos, porque quiero conseguir así que se acuerde de mí todas las mañanas.
Tomé el socobe, en cuyo fondo blanqueaban ya nevadas espumas, y poniéndolo bajo la ubre de la Mariposa, logré al fin que Lucía, toda avergonzada, lo acabase de llenar. Mien­tras esto hacía, le dije mirándola por debajo de la vaca:
—Como no se han acabado los sobrinos de José, pues yo sé que Braulio tiene un hermano más buen mozo que él, y que te quiere desde que estabas como una muñeca...
—Como otro a otra —me interrumpió.
—Lo mismo. Voy a decirle a la señora Luisa que se empeñe con su marido para que el sobrinito venga a ayudarle; y así, cuando yo vuelva, no te pondrás colorada de todo.
—¡Eh, eh! —dijo dejando de ordeñar.
—¿No acabas?
—Pero, ¿cómo quiere que acabe, si usté está tan zorral?... Ya no tiene más.
—¿Y esas dos tetas llenas? Ordéñalas.
—Ello no; si esas son las del ternero.
—¿Conque le digo a Luisa?
Dejó de oprimir con los dientes el inferior de sus voluptuosos labios para hacer con ellos un gestito que en lenguaje de Lucía significaba “a ver y cómo no”, y en el mío “haga lo que quiera”.
El becerro, que desesperaba porque le quitaran el bozal, hecho con una extremidad de la manea, y que lo ataba a una mano de la vaca, quedó a sus anchas con solo halar la ordeñadora una punta de la cuerda; y Lucía, viéndolo abalanzarse a la ubre, dijo:
—Eso era lo que te querías; cabezón más fastidioso...
Después de lo cual entró a la casa llevando sobre la cabeza el socobe y mirándome pícaramente de soslayo.
Yo desalojé de una orilla del arroyo una familia de gansos que dormitaban sobre el césped, y me puse a hacer mi tocado de mañana conversando al mismo tiempo con Tránsito y Braulio, quienes tenían las piezas de vestido de que me había despojado.
—¡Lucía! —gritó Tránsito—; tráete el paño bordado que está en el baulito pastuso.
—No creas que viene —le dije a mi ahijada; y les conté en seguida lo que había conversado con Lucía.
Ellos reían a tiempo que Lucía se presentó corriendo con lo que se le había pedido, contra todo lo que esperábamos; y como adivi­naba de qué habíamos tratado, y que de ella reían sus hermanos, me entregó el paño volviendo a un lado la cara para que no se la viese ni verme ella, y se dirigió a Tránsito para hacerle la siguiente observación:
—Ven a ver tu café, porque se me va a quemar, y déjate de estar ahí riéndote a carcajadas.
—¿Ya está? —preguntó Tránsito.
—¡Ih! hace tiempos.
—¿Qué es eso de café? —pregunté.
—Pues que yo le dije a la señorita, el último día que estuve allá, que me lo enseñara a hacer, porque se me pone que a usté no le gusta la gamuza; y por eso fue que nos encontró afanadas ordeñando.
Esto decía colgando el paño, que ya le había devuelto yo, en una de las hojas de la palma de helecho pintorescamente colocada, en el centro del patio.
En la casa llamaban la atención a un mismo tiempo la sencillez, la limpieza y el orden: todo olía a cedro, madera de que estaban hechos los rústicos muebles, y florecían bajo los aleros macetas de claveles y narcisos con que la señora Luisa había embellecido la cabañita de su hija: en los pilares había testas de venados, y las patas disecadas de los mismos servían de garabatos en la sala y la alcoba.
Tránsito me presentó, entre ufana y temerosa, la taza de café con leche, primer ensayo de las lecciones que había recibido de María; pero felicísimo ensayo, pues desde que lo probé conocí que rivalizaba con aquel que tan primorosamente sabía preparar Juan Angel.
Braulio y yo fuimos a llamar a José y a la señora Luisa, para que almorzasen con nosotros. El viejo estaba acomodando en jigras las arracachas y verduras que debía mandar al mercado el día siguiente, y ella acabando de sacar del horno el pan de yuca que iba a servirnos para el almuerzo. La hornada había sido feliz como lo demostraban no solamente el color dorado de los esponja­dos panes, sino la fragancia tentadora que despedían.
Almorzábamos todos en la cocina: Tránsito desempeñaba lista y risueña su papel de dueña de casa. Lucía me amenazaba con los ojos cada vez que le mostraba con los míos a su padre. Los campe­sinos, con una delicadeza instintiva, desechaban toda alusión a mi viaje, como para no amargar esas últimas horas que pasábamos juntos.
Eran ya las once. José, Braulio y yo habíamos visitado el plata­nal nuevo, el desmonte que estaban haciendo y el maizal en filo­te. Reunidos nuevamente en la salita de la casa de Braulio, y sentados en banquitos alrededor de una atarraya, le poníamos las últimas plomadas; y la señora Luisa desgranaba con las muchachas maíz para pilar. Ellas y ellos sentían como yo, que se acercaba el momento temible de nuestra despedida. Todos guardábamos silen­cio. Debía de haber en mi rostro algo que los conmovía, pues esquivaban mirarme. Al fin, haciendo una resolución, me levanté, después de haber visto mi reloj. Tomé mi escopeta y sus arreos, y al colgarlos en uno de los garabatos de la salita, le dije a Braulio:
—Siempre que aciertes un tiro bueno con ella, acuérdate de mí.
El montañés no tuvo voz para darme las gracias.
La señora Luisa, sentada aún, seguía desgranando la mazorca que tenía en las manos, sin cuidarse de ocultar su lloro. Tránsito y Lucía, en pie y recostadas a un lado y otro de la puerta, me daban la espalda. Braulio estaba pálido. José fingía buscar algo en el rincón de las herramientas.
—Bueno, señora Luisa —le dije a la anciana inclinándome para abrazarla— rece usted mucho por mí.
Ella se puso a sollozar sin responderme.
En pie sobre el quicio de la puerta, junté en un solo abrazo sobre mi pecho las cabezas de las muchachas, quienes sollozaban mientras mis lágrimas rodaban por sus cabelleras. Cuando separán­dome de ellas me volví para buscar a Braulio y José, ninguno de los dos estaba en la salita; me esperaban en el corredor.
—Yo voy mañana —me dijo José tendiéndome la mano.
Bien sabíamos él y yo que no iría. Luego que me soltó de sus brazos Braulio, su tío me estrechó en los suyos, y enjugándose los ojos con la manga de la camisa, tomó el camino de la roza al mismo tiempo que empezaba yo a andar por el opuesto, seguido de Mayo, y haciendo una señal a Braulio para que no me acompañase.
LII
Descendía lentamente hasta el fondo de la cañada: sólo el canto lejano de las gurríes y el rumor del río turbaban el silencio de las selvas. Mi corazón iba diciendo un adiós a cada uno de esos sitios, a cada árbol del sendero, a cada arroyo que cruzaba.
Sentado en la orilla del río veía rodar sus corrientes a mis pies, pensando en las buenas gentes a quienes mi despedida acaba­ba de hacer derramar tantas lágrimas; y dejaba gotear las mías sobre las ondas que huían de mí como los días felices de aquellos seis meses.
Media hora después llegué a la casa y entré al costurero de mi madre, en donde estaban solamente ella y Emma. Aun cuando haya pasado nuestra infancia, no por eso nos niega sus mimos una tierna madre: nos faltan sus besos; nuestra frente, marchita de­masiado pronto quizá, no descansa en su regazo; su voz no nos aduerme; pero nuestra alma recibe las caricias amorosas de la suya.
Más de una hora había pasado allí, y extrañado de no ver a María pregunté por ella.
—Estuvimos con ella en el oratorio —me respondió Emma— ahora quiere que recemos cada rato; después se fue a la repostería: no sabrá que has vuelto.
Nunca me había sucedido regresar a la casa sin ver a María pocos momentos después; y mucho temí que hubiese vuelto a caer en aquel abatimiento que tanto me desanimaba, y para vencer el cual la había visto haciendo en los últimos ocho días constantes esfuer­zos.
Pasada una hora, durante la cual estuve en mi cuarto, llamó Juan a la puerta para que fuera a comer.
Al salir encontré a María apoyada en la reja del costurero que caía al corredor.
—Mamá no te ha llamado —me dijo el niño riendo.
—¿Y quién te ha enseñado a decir mentiras? —le respondí—: María no te perdonará ésta.
—Ella fue la que me mandó —contestó Juan señalándola.
Volvíme hacia María para averiguarle la verdad, pero no fue preciso, porque ella misma se acusaba con su sonrisa. Sus ojos brillantes tenían la apacible alegría que nuestro amor les había quitado; sus mejillas, el vivo sonrosado que las hermoseaba durante nuestros retozos infantiles. Llevaba un traje blanco, sobre cuya graciosa falda ondulaban las trenzas al más leve movi­miento de su cintura o de sus pies, que jugaban con la alfombra.
—¿Por qué estás triste y encerrado? —me dijo—: yo no he estado así hoy.
—Tal vez sí —le respondí por tener pretexto para examinarla de cerca aproximándome a la reja que nos separaba.
Ella bajó los ojos fingiendo anudar de nuevo los largos cordones de su delantal de gro azul; y cruzando luego las manos por detrás del talle, se recostó contra una hoja de la ventana diciéndome:
—¿No es verdad?
—Lo dudaba, porque como acabas de engañarme...
—¡Vea qué engaño! ¿Y puede ser bueno estarte así encerrado para salir después hecho una noche?
—Me gusta verte tan valiente. ¿Y será bueno dejarte ver dos horas después de que he llegado?
—¿Y las doce son horas de venir de la montaña? También es que yo he estado muy ocupada. Pero te vi cuando venías bajando. Por más señas no traías escopeta, y Mayo se había quedado muy atrás.
—Conque ¿muchas ocupaciones?, ¿qué has hecho?
—De todo: algo bueno y algo malo.
—A ver.
—He rezado mucho.
—Ya me decía Emma que a todas horas quieres que te acompañe a rezar.
—Porque siempre que le cuento a la Virgen que estoy triste, ella me oye.
—¿En qué lo conoces?
—En que se me quita un poco esta tristeza y me da menos miedo pensar en tu viaje. Te llevarás tu Dolorosita, ¿no?
—Sí.
—Acompáñanos esta noche al oratorio y verás cómo es cierto lo que te digo.
—¿Qué es lo otro que has hecho?
—¿Lo malo?
—Sí, lo malo.
—¿Rezas esta noche conmigo y te cuento?
—Sí.
—Pero no se lo dirás a mamá, porque se enojaría.
—Prometo no decírselo.
—He estado aplanchando.
—¿Tú?
—Pues yo.
—Pero, ¿cómo haces eso?
—A escondidas de mamá.
—Haces bien en ocultarte de ella.
—Si lo hago muy rara vez.
—Pero, ¿qué necesidad hay de estropear tus manos tan...?
—¿Tan qué?... ¡Ah!, sí; ya sé. Fue que quise que llevaras tus más bonitas camisas aplanchadas por mí. ¿No te gusta? Sí me lo agradeces, ¿no?
—¿Y quién te ha enseñado a aplanchar? ¿Cómo se te ha ocurrido hacerlo?
—Un día que Juan Angel devolvió unas camisas a la criada encar­gada de eso, porque dizque a su amito no le parecían buenas, me fijé yo en ellas y le dije a Marcelina que yo iba a ayudarle para que te parecieran mejor. Ella creía que no tenían defecto, pero estimulada por mí, le quedaron ya siempre intachables, pues no volvió a suceder que las devolvieras, aunque yo no las hubiese tocado.
—Yo te agradezco muchísimo todos esos cuidados; pero no me imaginé que tuvieras fuerzas ni manos para manejar una plancha.
—Si es una muy chiquita, y envolviéndole bien el asa en un pañuelo, no puede lastimar las manos.
—A ver cómo las tienes.
—Buenecitas, pues.
—Muéstramelas.
—Si están como siempre.
—Quién sabe.
—Míralas.
Las tomé en las mías y les acaricié las palmas, suaves como el raso.
—¿Tienen algo? —me preguntó.
—Como las mías pueden estar ásperas...
—No las siento yo así. ¿Qué hiciste tú en la montaña?
—Sufrir mucho. Nunca creí que se afligirían tanto con mi despe­dida, ni que me causara tanto pesar decirles adiós, particular­mente a Braulio y a las muchachas.
—¿Qué te dijeron ellas?
—¡Pobres! Nada, porque las ahogaban sus lágrimas: demasiado decían las que no pudieron ocultarme... Pero no te pongas triste. He hecho mal en hablarte de esto. Que al recordar yo las últimas horas que pasemos juntos, te pueda ver como hoy, resignada, casi feliz.
—Sí —dijo volviéndose para enjugarse los ojos—; yo quiero estar así... ¡Mañana, ya solamente mañana!... Pero como es domin­go, estaremos todo el día juntos: leeremos algo de lo que nos leías cuando estabas recién venido; y debieras decirme cómo te agrada más verme, para vestirme de ese modo.
—Como estás en este momento.
—Bueno. Ya vienen a llamarte a comer... Ahora, hasta la tarde —agregó desapareciendo.
Así solía despedirse de mí, aunque en seguida hubiésemos de estar juntos, porque lo mismo que a mí, le parecía que estando rodeados de la familia, nos hallábamos separados el uno del otro.
LIII
A las once de la noche del veintinueve me separé de la familia y de María en el salón. Velé en mi cuarto hasta que oí al reloj dar la una de la mañana, primera hora de aquel día tanto tiempo temido y que al fin llegaba; no quería que sus primeros instantes me encontrasen dormido.
Con el mismo traje que tenía me recosté en la cama cuando dieron las dos. El pañuelo de María, fragante aún con el perfume que siempre usaba ella, ajado por sus manos y humedecido con sus lágrimas, recibía sobre la almohada las que rodaban de mis ojos como de una fuente que jamás debía agotarse.
Si las que derramo aún, al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir para mojar esta pluma al historiarlos; si fuera posible a mi mente tan sólo una vez, por un instante siquiera, sorprender a mi corazón todo lo doloroso de su secreto para revelarlo, las líneas que voy a trazar serían bellas para los que mucho han llorado, pero acaso funestas para mí. No nos es dable deleitarnos por siempre con un pesar amado: como las del dolor, las horas de placer se van. Si alguna vez nos fuese conce­dido detenerlas, María hubiera logrado hacer más lentas las que antecedieron a nuestra despedida. Pero, ¡ay!, todas, sordas a sus sollozos, ciegas ante sus lágrimas, volaron, y volaban prometien­do volver.
Un estremecimiento nervioso me despertó dos o tres veces en que el sueño vino a aliviarme. Entonces mis miradas recorrían ese cuarto ya desmantelado y en desorden por los preparativos de viaje, cuarto donde esperé tantas veces las alboradas de días venturosos. Y procuraba conciliar de nuevo el sueño interrumpido, porque así volvía a verla tan bella y ruborosa como en las prime­ras tardes de nuestros paseos después de mi regreso; pensativa y callada como solía quedarse cuando le hacía mis primeras confi­dencias, en las cuales casi nada se habían dicho nuestros labios y tanto nuestras miradas y sonrisas; confiándome con voz queda y temblorosa los secretos infantiles de su castísimo amor; menos tímidos al fin sus ojos ante los míos, para dejarme ver en ellos su alma a trueque de que le mostrase la mía... El ruido de un sollozo volvía a estremecerme; el de aquel que mal ahogado había salido de su pecho esa noche al separarnos.
No eran las cinco todavía cuando después de haberme esmerado en ocultar las huellas de tan doloroso insomnio, me paseaba en el corredor, oscuro aún. Muy pronto vi brillar luz en las rendijas del aposento de María, y luego oí la voz de Juan que la llamaba.
Los primeros rayos del Sol al levantarse, trataban en vano de desgarrar la densa neblina que como un velo inmenso y vaporoso pendía desde las crestas de las montañas, extendiéndose flotante hasta las llanuras lejanas. Sobre los montes occidentales, lim­pios y azules, amarillearon luego los templos de Cali, y al pie de las faldas blanqueaban cual rebaños agrupados los pueblecillos de Yumbo y Vijes.
Juan Angel, después de haberme traído el café y ensillado mi caballo negro, que impaciente ennegrecía con sus pisadas el gramal del pie del naranjo a que estaba atado, me esperaba lloro­so, recostado contra la puerta de mi cuarto, con las polainas y los espolines en las manos: al calzármelos, su lloro caía en gruesas gotas sobre mis pies.
—No llores —le dije, dando trabajosamente seguridad a mi voz—: cuando yo regrese, ya serás hombre, y no te volverás a separar de mí. Mientras tanto, todos te querrán mucho en casa.
Era llegado el momento de reunir todas mis fuerzas. Mis espuelas resonaron en el salón, que estaba solo. Empujé la puerta entorna­da del costurero de mi madre, quien se lanzó del asiento en que estaba a mis brazos. Ella conocía que las demostraciones de su dolor podían hacer flaquear mi ánimo, y entre sollozo y sollozo trataba de hablarme de María y de hacerme tiernas promesas.
Todos habían humedecido mi pecho con su lloro. Emma, que había sido la última, conociendo qué buscaba yo a mi alrededor al desasirme de sus brazos, me señaló la puerta del oratorio, y entré a él. Sobre el altar irradiaban su resplandor amarillento dos luces: María, sentada en la alfombra, sobre la cual resaltaba el blanco de su ropaje, dio un débil grito al sentirme, volviendo a dejar caer la cabeza destrenzada sobre el asiento en que la tenía reclinada cuando entré. Ocultándome así el rostro, alzó la mano derecha para que yo la tomase: medio arrodillado, la bañé en lágrimas y la cubrí de caricias; mas al ponerme en pie, como temerosa de que me alejase ya, se levantó de súbito para asirse sollozante de mi cuello. Mi corazón había guardado para aquel momento casi todas sus lágrimas.
Mis labios descansaron sobre su frente... María, sacudiendo estremecida la cabeza, hizo ondular los bucles de su cabellera, y escondiendo en mi pecho la faz, extendió uno de los brazos para señalarme el altar. Emma, que acababa de entrar, la recibió inanimada en su regazo, pidiéndome con ademán suplicante que me alejase. Y obedecí.
LIV
Hacía dos semanas que estaba yo en Londres, y una noche recibí cartas de la familia. Rompí con mano trémula el paquete, cerrado con el sello de mi padre.
Había una carta de María. Antes de desdoblarla, busqué en ella aquel perfume demasiado conocido para mí de la mano que lo había escrito: aún lo conservaba; en sus pliegues iba un pedacito de cáliz de azucena. Mis ojos nublados quisieron inútilmente leer las primeras líneas. Abrí uno de los balcones de mi cuarto, porque parecía no serme suficiente el aire que había en él... ¡Rosales del huerto de mis amores!... ¡montañas americanas, montañas mías...! ¡noches azules! La inmensa ciudad, rumorosa aún y medio embozada en su ropaje de humo, semejaba dormir bajo los densos cortinajes de un cielo plomizo. Una ráfaga de cierzo azotó mi rostro penetrando en la habitación. Aterrado junté las hojas del balcón; y solo con mi dolor, al menos solo, lloré largo tiempo rodeado de oscuridad.
He aquí algunos fragmentos de la carta de María:
“Mientras están de sobremesa en el comedor, después de la cena, me he venido a tu cuarto para escribirte. Aquí es donde puedo llorar sin que nadie venga a consolarme; aquí donde me figuro que puedo verte y hablar contigo. Todo está como lo dejaste, porque mamá y yo hemos querido que esté así: las últimas flores que puse en tu mesa han ido cayendo marchitas ya al fondo del florero: ya no se ve una sola; los asientos en los mismos sitios; los libros como estaban y abierto sobre la mesa el último en que leíste; tu traje de caza, donde lo colgaste al volver de la montaña la última vez; el almanaque del estante mostrando siempre ese 30 de enero ¡ay, tan temido, tan espantoso y ya pasado! Ahora mismo las ramas florecidas de los rosales de tu ventana entran como a buscarte y tiemblan al abrazarlas yo diciéndoles que volverás.
”¿Dónde estarás? ¿Qué harás en este momento? De nada me sirve haberte exigido tantas veces me mostraras en el mapa cómo ibas a hacer el viaje, porque no puedo figurarme nada. Me da miedo pensar en ese mar que todos admiran, y para mi tormento te veo siempre en medio de él. Pero después de tu llegada a Londres vas a contármelo todo: me dirás cómo es el paisaje que rodea la casa en que vives; me describirás minuciosamente tu habitación, sus muebles, sus adornos; me dirás qué haces todos los días, cómo pasas las noches, a qué horas estudias, en cuáles descansas, cómo son tus paseos, y en qué ratos piensas más en tu María. Vuélveme a decir qué horas de aquí corresponden a las de allá, pues se me ha olvidado.
”José y su familia han venido tres veces desde que te fuiste. Tránsito y Lucía no te nombran sin que se les llenen los ojos de lágrimas; y son tan dulces y cariñosas conmigo, tan finas si me hablan de ti, que apenas es creíble. Ellas me han preguntado si a donde estás tú llegan cartas que se te escriban, y alegres al saber que sí, me han encargado te diga en su nombre mil cosas.
”Ni Mayo te olvida. Al día siguiente de tu marcha recorría desesperado la casa y el huerto buscándote. Se fue a la montaña, y a la oración, cuando volvió, se puso a aullar sentado en el cerrito de la subida. Lo vi después acostado a la puerta de tu cuarto: se la abrí, y entró lleno de gusto; pero no encontrándote después de haber husmeado por todas partes, se me acercó otra vez triste, y parecía preguntarme por ti con los ojos, a los que sólo les faltaba llorar; y al nombrarte yo, levantó la cabeza como si fuera a verte entrar. ¡Pobre! Se figura que te escondes de él como lo hacías algunas veces para impacientarlo, y entra a todos los cuartos andando paso a paso y sin hacer el menor ruido, esperando sorprenderte.
”Anoche no concluí esta carta porque mamá y Emma vinieron a buscarme; ellas creen que me hace daño estar aquí, cuando si me impidieran estar en tu cuarto, no sé qué haría.
”Juan se despertó esta mañana preguntándome si habías vuelto, porque dormida me oye nombrarte.
”Nuestra mata de azucenas ha dado la primera, y dentro de esta carta va un pedacito. ¿No es verdad que estás seguro de que nunca dejará de florecer? Así necesito creer, así creo que la de rosas dará las más lindas del jardín”.

LV

Durante un año tuve dos veces cada mes cartas de María. Las últimas estaban llenas de melancolía tan profunda, que comparadas con ellas, las primeras que recibí parecían escritas en nuestros días de felicidad.
En vano había tratado de reanimarla diciéndole que esa tristeza destruiría su salud, por más que hasta entonces hubiese sido tan buena como me lo decía; en vano. “Yo sé que no puede faltar mucho para que yo te vea —me había contestado—; desde ese día ya no podré estar triste; estaré siempre a tu lado... No, no; nadie podrá volver a separarnos”.
La carta que contenía esas palabras fue la única de ella que recibí en dos meses.
En los últimos días de junio, una tarde se me presentó el señor A..., que acababa de llegar de París y a quien no había visto desde el pasado invierno.
—Le traigo a usted cartas de su casa —me dijo después de haber­nos abrazado.
—¿De tres correos?
—De uno solo. Debemos hablar algunas palabras antes —me observó reteniendo el paquete.
Noté en su semblante algo siniestro que me turbó.
—He venido —añadió después de haberse paseado silencioso algu­nos instantes por el cuarto— a ayudarle a usted a disponer su regreso a América.
—¡Al Cauca! —exclamé, olvidado por un momento de todo, menos de María y de mi país.
—Sí —me respondió— pero ya habrá usted adivinado la causa.
—¡Mi madre! —prorrumpí desconcertado.
—Está buena —respondió.
—¿Quién, pues? —grité asiendo el paquete que sus manos rete­nían.
—Nadie ha muerto.
—¡María! ¡María! —exclamé, como si ella pudiera acudir a mis voces, y caí sin fuerzas sobre el asiento.
—Vamos —dijo procurando hacerse oír el señor A...—; para esto fue necesaria mi venida. Ella vivirá si usted llega a tiempo. Lea usted las cartas, que ahí debe venir una de ella.
“Vente —me decía— ven pronto, o me moriré sin decirte adiós. Al fin me consienten que te confiese la verdad: hace un año que me mata hora por hora esta enfermedad de que la dicha me curó por unos días. Si no hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti.
”Si vienes... sí, vendrás, porque yo tendré fuerzas para resis­tir hasta que te vea; si vienes hallarás solamente una sombra de tu María; pero esa sombra necesita abrazarte antes de desapare­cer. Si no te espero, si una fuerza más poderosa que mi voluntad me arrastra sin que tú me animes, sin que cierres mis ojos, a Emma le dejaré para que te lo guarde, todo lo que yo sé te será amable: las trenzas de mis cabellos, el guardapelo en donde están los tuyos y los de mi madre, la sortija que pusiste en mi mano en vísperas de irte, y todas tus cartas.
”Pero, ¿a qué afligirte diciéndote todo esto? Si vienes, yo me alentaré; si vuelvo a oír tu voz, si tus ojos me dicen un solo instante lo que ellos solo sabían decirme, yo viviré y volveré a ser como antes era. Yo no quiero morirme; yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre”.
—Acabe usted —me dijo el señor A... recogiendo la carta de mi padre caída a mis pies—. Usted mismo conocerá que no podemos perder tiempo.
Mi padre decía lo que yo había sabido ya demasiado cruelmente. Quedábales a los médicos sólo una esperanza de salvar a María: la que les hacía conservar mi regreso. Ante esa necesidad mi padre no vaciló; ordenábame regresar con la mayor precipitud posible, y se disculpaba por no haberlo dispuesto así antes.
Dos horas después salí de Londres.

LVI
Hundíase en los confines nebulosos del Pacífico el Sol del vein­ticinco de julio, llenando el horizonte de resplandores de oro y rubí; persiguiendo con sus rayos horizontales hasta las olas azuladas que iban como fugitivas a ocultarse bajo las selvas sombrías de la costa. La Emilia López, a bordo de la cual venía yo de Panamá, fondeó en la bahía de Buenaventura después de haber jugueteado sobre la alfombra marina acariciada por las brisas del litoral.
Reclinado sobre el barandaje de cubierta, contemplé esas monta­ñas a vista de las cuales sentía renacer tan dulces esperanzas. Diez y siete meses antes rodando a sus pies, impulsado por las corrientes tumultuosas del Dagua, mi corazón había dicho un adiós a cada una de ellas, y su soledad y silencio habían armonizado con mi dolor.
Estremecida por las brisas, temblaba en mis manos una carta de María que había recibido en Panamá, la cual volví a leer a la luz del moribundo crepúsculo. Acaban de recorrerla mis ojos... Amari­llenta ya, aún parece húmeda con mis lágrimas de aquellos días.
“La noticia de tu regreso ha bastado a volverme las fuerzas. Ya puedo contar los días, porque cada uno que pasa acerca más aquel en que he de volver a verte.
”Hoy ha estado muy hermosa la mañana, tan hermosa como esas que no has olvidado. Hice que Emma me llevara al huerto; estuve en los sitios que me son más queridos en él; y me sentí casi buena bajo esos árboles, rodeada de todas esas flores, viendo correr el arroyo, sentada en el banco de piedra de la orilla. Si esto me sucede ahora, ¿cómo no he de mejorarme cuando vuelva a recorrerlo acompañada por ti?
”Acabo de poner azucenas y rosas de las nuestras al cuadro de la Virgen, y me ha parecido que ella me miraba más dulcemente que de costumbre y que iba a sonreír.
”Pero quieren que vayamos a la ciudad, porque dicen que allá podrán asistirme mejor los médicos: yo no necesito otro remedio que verte a mi lado para siempre. Yo quiero esperarte aquí: no quiero abandonar todo esto que amabas, porque se me figura que a mí me lo dejaste recomendado y que me amarías menos en otra parte. Suplicaré para que papá demore nuestro viaje, y mientras tanto llegarás, adiós”.
Los últimos renglones eran casi ilegibles.
El bote de la aduana, que al echar ancla la goleta, había salido de la playa, estaba ya inmediato.
—¡Lorenzo! —exclamé al reconocer a un amigo querido en el ga­llardo mulato que venía de pie en medio del Administrador y del jefe del resguardo.
—¡Allá voy! —contestó.
Y subiendo precipitadamente la escala, me estrechó en sus bra­zos.
—No lloremos —dijo enjugándose los ojos con una de las puntas de su manta y esforzándose por sonreír: nos están viendo y esos marineros tienen corazón de piedra.
Ya en medias palabras me había dicho lo que con mayor ansiedad deseaba yo saber: María estaba mejor cuando él salió de casa. Aunque hacía dos semanas que me esperaba en Buenaventura, no habían venido cartas para mí sino las que él trajo, seguramente porque la familia me aguardaba de un momento a otro.
Lorenzo no era esclavo. Compañero fiel de mi padre en los viajes frecuentes que éste hizo durante su vida comercial, era amado por toda la familia, y gozaba en casa fueros de mayordomo y conside­raciones de amigo. En la fisonomía y talante mostraba su vigor y franco carácter: alto y fornido, tenía la frente espaciosa y con entradas; hermosos ojos sombreados por cejas crespas y negras; recta y elástica nariz; bella dentadura, cariñosas sonrisas y barba enérgica.
Verificada la visita de ceremonia del Administrador al buque, la cual había precipitado suponiendo encontrarme en él, se puso mi equipaje en el bote, y yo salté a éste con los que regresaban, después de haberme despedido del capitán y de algunos de mis com­pañeros de viaje. Cuando nos acercábamos a la ribera, el horizon­te se había ya entenebrecido: olas negras, tersas y silenciosas pasaban meciéndonos para perderse de nuevo en la oscuridad: luciérnagas sinnúmero revoloteaban sobre el crespón rumoroso de las selvas de las orillas.
El Administrador, sujeto de alguna edad, obeso y rubicundo, era amigo de mi padre. Luego que estuvimos en tierra, me condujo a su casa y me instaló él mismo en el cuarto que tenía preparado para mí. Después de colgar una hamaca corozaleña, amplia y perfumada, salió, diciéndome antes:
—Voy a dar disposiciones para el despacho de tu equipaje, y otras más importantes y urgentes al cocinero, porque supongo que las bodegas y repostería de la Emilia no vendrían muy recargadas: me ha parecido hoy muy retozona.
Aunque el Administrador era padre de una bella e interesante familia establecida en el interior del Cauca, al hacerse cargo del destino que desempeñaba, no se había resuelto traerla al puerto, por mil razones que me tenía dadas y que yo, a pesar de mi inexperiencia, hallé incontestables. Las gentes porteñas le parecían cada día más alegres, comunicativas y despreocupadas; pero no encontraría grave mal en ello, puesto que después de algunos meses de permanencia en la costa, el mismo Administrador se había contagiado más que medianamente de aquella despreocupa­ción.
Después de un cuarto de hora que yo empleé en cambiar por otro mi traje de a bordo, el Administrador volvió a buscarme: traía ya en lugar de su vestido de ceremonia, pantalones y chaqueta de intachable blancura; su chaleco y corbata habían empezado una nueva temporada de oscuridad y abandono.
—Descansarás un par de días aquí antes de seguir tu viaje —dijo llenando dos copas con brandy que tomó de una hermosa frasquera.
—Pero es que yo no necesito ni puedo descansar —le observé.
—Toma el brandy; es un excelente Martell; o ¿prefieres otra cosa?
—Yo creí que Lorenzo tenía preparados bogas y canoas para madrugar mañana.
—Ya veremos. Conque ¿prefieres ginebra o ajenjo?
—Lo que usted guste.
—Salud, pues —dijo convidándome.
Y después de vaciar de un trago la copa:
—¿No es superior? —preguntó guiñando entrambos ojos; y produ­ciendo con la lengua y el paladar un ruido semejante al de un beso sonoro, añadió—: ya se ve que habrás saboreado el más añejo de Inglaterra.
—En todas partes abrasa el paladar. ¿Conque podré madrugar?
—Si todo es broma mía —respondió acostándose descuidadamente en la hamaca, limpiándose el sudor de la garganta y de la frente con un gran pañuelo de seda de India, fragante como el de una novia—. Conque abrasa ¿eh? Pues el agua y él son los únicos médicos que tenemos aquí, salvo mordedura de víbora.
—Hablemos de veras: ¿Qué es lo que usted llama su broma?
—La propuesta de que descanses, hombre. ¿Se te figura que tu padre se ha dormido para recomendarme tuviera todo preparado para tu marcha? Va para quince días que llegó Lorenzo, y hace ocho que están listos los bogas y ranchada la canoa. Lo cierto es que he debido ser menos puntual, y habría logrado de esa manera que te dejaras ajonjear por mí dos días.
—¡Cuánto le agradezco su puntualidad!
Rióse ruidosamente impulsando la hamaca para darse aire, dicién­dome al fin:
—¡Malagradecido!
—No es eso: usted sabe que no puedo, que no debo demorarme ni una hora más de lo indispensable; que es urgente que llegue yo a casa muy pronto...
—Sí, sí; es verdad; sería un egoísmo de mi parte —dijo ya serio.
—¿Qué sabe usted?
—La enfermedad de una de las señoritas... Pero recibirías las cartas que te envié a Panamá.
—Sí, gracias, a tiempo de embarcarme.
—¿No te dicen que está mejor?:
—Eso dicen.
—¿Y Lorenzo?
—Dice lo mismo.
Pasado un momento en que ambos guardábamos silencio, el Adminis­trador gritó incorporándose en la hamaca:
—¡Marcos, la comida!
Un criado entró luego a anunciarnos que la mesa estaba servida.
—Vamos —dijo mi huésped poniéndose en pie— hace hambre; si hubieras tomado el brandy tendrías un buen apetito. ¡Hola! —agregó a tiempo que entrábamos al comedor y dirigiéndose a un paje—: si vienen a buscarnos, di que no estamos en casa. Es necesario que te acuestes temprano para poder madrugar —me observó señalándome el asiento de la cabecera.
El y Lorenzo se colocaron a uno y otro lado mío.
—¡Diantre! —exclamó el Administrador cuando la luz de la hermosa lámpara de la mesa bañó mi rostro—: ¡qué bozo has traído!, si no fueras moreno se podría jurar que no sabes dar los buenos días en castellano. Se me figura que estoy viendo a tu padre cuando él tenía veinte años; pero me parece que eres más alto que él: sin esa seriedad, heredada sin duda de tu madre, creería estar con el judío la noche que por primera vez desembarcó en Quibdó. ¿No te parece Lorenzo?
—Idéntico —respondió éste.
—Si hubieras visto —continuó mi huésped dirigiéndose a él— el afán de nuestro inglesito luego que le dije que tendría que permanecer conmigo dos días... Se impacientó hasta decirme que mi brandy abrasaba no sé qué. ¡Caracoles!, temí que me regañara. Vamos a ver si te parece lo mismo este tinto, y si logramos que te haga sonreír. ¿Qué tal? —añadió después que probé el vino.
—Es muy bueno.
—Temblando estaba de que me le hicieras gesto porque es lo mejor que he podido conseguir para que tomes en el río.
La jovialidad del Administrador no flaqueó un instante durante dos horas. A las nueve permitió que me retirase, prometiéndome estar en pie a las cuatro de la mañana para acompañarme al embar­cadero. A darme las buenas noches, agregó:
—Espero que no te quejarás mañana de las ratas como la otra vez: una mala noche que te hicieron pasar les ha costado carísi­mo: les he hecho desde entonces guerra a muerte.

LVII
A las cuatro llamó el buen amigo a mi puerta, y hacía una hora que lo esperaba yo, listo ya para marchar. El, Lorenzo y yo nos desayunamos con brandy y café mientras los bogas conducían a las canoas mi equipaje, y poco después estábamos todos en la playa.
La Luna, grande y en su plenitud, descendía ya al ocaso, y al aparecer bajo las negras nubes que la habían ocultado, bañó las selvas distantes, los manglares de las riberas y la mar tersa y callada con resplandores trémulos y rojizos, como los que espar­cen los blandones de un féretro sobre el pavimento de mármol y los muros de una sala mortuoria.
—¿Y ahora hasta cuándo? —me dijo el Administrador correspon­diendo a mi abrazo de despedida con otro apretado.
—Quizá volveré muy pronto —le respondí.
—¿Regresas, pues, a Europa?
—Tal vez.
Aquel hombre tan festivo me pareció melancólico en ese momento.
Al alejarse de la orilla la canoa ranchada, en la cual íbamos Lorenzo y yo, grito:
—¡Muy buen viaje!
Y dirigiéndose a los dos bogas:
—¡Cortico! ¡Laureán!... cuidármelo mucho, cuidármelo como cosa mía.
—Sí, mi amo —contestaron a dúo los dos negros. A dos cuadras estaríamos de la playa, y creí distinguir el bulto blanco del Administrador, inmóvil en el mismo sitio en que acababa de abrazarme.
Los resplandores amarillentos de la luna, velados a veces, fúnebres siempre, nos acompañaron hasta después de haber entrado a la embocadura del Dagua.

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