—Acabemos
antes de ordeñar la novillona —les dije recostando mi escopeta en el palenque—;
pero Lucía y yo solos, porque quiero conseguir así que se acuerde de mí todas
las mañanas.
Tomé el
socobe, en cuyo fondo blanqueaban ya nevadas espumas, y poniéndolo bajo la ubre
de la Mariposa, logré al fin que Lucía, toda avergonzada, lo acabase de llenar.
Mientras esto hacía, le dije mirándola por debajo de la vaca:
—Como no se
han acabado los sobrinos de José, pues yo sé que Braulio tiene un hermano más
buen mozo que él, y que te quiere desde que estabas como una muñeca...
—Como otro a
otra —me interrumpió.
—Lo mismo.
Voy a decirle a la señora Luisa que se empeñe con su marido para que el sobrinito
venga a ayudarle; y así, cuando yo vuelva, no te pondrás colorada de todo.
—¡Eh, eh!
—dijo dejando de ordeñar.
—¿No acabas?
—Pero, ¿cómo
quiere que acabe, si usté está tan zorral?... Ya no tiene más.
—¿Y esas dos
tetas llenas? Ordéñalas.
—Ello no; si
esas son las del ternero.
—¿Conque le
digo a Luisa?
Dejó de oprimir con los dientes el
inferior de sus voluptuosos labios para hacer con ellos un gestito que en
lenguaje de Lucía significaba “a ver y cómo no”, y en el mío “haga lo que
quiera”.
El becerro, que desesperaba porque le quitaran el bozal, hecho con
una extremidad de la manea, y que lo ataba a una mano de la vaca, quedó a sus
anchas con solo halar la ordeñadora una punta de la cuerda; y Lucía, viéndolo
abalanzarse a la ubre, dijo:
—Eso era lo que te querías; cabezón más fastidioso...
Después de lo cual entró a la casa llevando sobre la cabeza el
socobe y mirándome pícaramente de soslayo.
Yo desalojé
de una orilla del arroyo una familia de gansos que dormitaban sobre el césped,
y me puse a hacer mi tocado de mañana conversando al mismo tiempo con Tránsito
y Braulio, quienes tenían las piezas de vestido de que me había despojado.
—¡Lucía!
—gritó Tránsito—; tráete el paño bordado que está en el baulito pastuso.
—No creas que
viene —le dije a mi ahijada; y les conté en seguida lo que había conversado con
Lucía.
Ellos reían a tiempo que Lucía se presentó corriendo con lo que se
le había pedido, contra todo lo que esperábamos; y como adivinaba de qué
habíamos tratado, y que de ella reían sus hermanos, me entregó el paño
volviendo a un lado la cara para que no se la viese ni verme ella, y se dirigió
a Tránsito para hacerle la siguiente observación:
—Ven a ver tu café, porque se me va a quemar, y déjate de estar
ahí riéndote a carcajadas.
—¿Ya está? —preguntó Tránsito.
—¡Ih! hace
tiempos.
—¿Qué es eso
de café? —pregunté.
—Pues que yo
le dije a la señorita, el último día que estuve allá, que me lo enseñara a
hacer, porque se me pone que a usté no le gusta la gamuza; y por eso fue que
nos encontró afanadas ordeñando.
Esto decía colgando el paño, que ya le
había devuelto yo, en una de las hojas de la palma de helecho pintorescamente colocada, en el centro del patio.
En la casa
llamaban la atención a un mismo tiempo la sencillez, la limpieza y el orden:
todo olía a cedro, madera de que estaban hechos los rústicos muebles, y
florecían bajo los aleros macetas de claveles y narcisos con que la señora
Luisa había embellecido la cabañita de su hija: en los pilares había testas de
venados, y las patas disecadas de los mismos servían de garabatos en la sala y
la alcoba.
Tránsito me
presentó, entre ufana y temerosa, la taza de café con leche, primer ensayo de
las lecciones que había recibido de María; pero felicísimo ensayo, pues desde
que lo probé conocí que rivalizaba con aquel que tan primorosamente sabía
preparar Juan Angel.
Braulio y yo
fuimos a llamar a José y a la señora Luisa, para que almorzasen con nosotros.
El viejo estaba acomodando en jigras las arracachas y verduras que debía mandar
al mercado el día siguiente, y ella acabando de sacar del horno el pan de yuca
que iba a servirnos para el almuerzo. La hornada había sido feliz como lo
demostraban no solamente el color dorado de los esponjados panes, sino la
fragancia tentadora que despedían.
Almorzábamos
todos en la cocina: Tránsito desempeñaba lista y risueña su papel de dueña de
casa. Lucía me amenazaba con los ojos cada vez que le mostraba con los míos a
su padre. Los campesinos, con una delicadeza instintiva, desechaban toda
alusión a mi viaje, como para no amargar esas últimas horas que pasábamos
juntos.
Eran ya las
once. José, Braulio y yo habíamos visitado el platanal nuevo, el desmonte que
estaban haciendo y el maizal en filote. Reunidos nuevamente en la salita de la
casa de Braulio, y sentados en banquitos alrededor de una atarraya, le poníamos
las últimas plomadas; y la señora Luisa desgranaba con las muchachas maíz para
pilar. Ellas y ellos sentían como yo, que se acercaba el momento temible de
nuestra despedida. Todos guardábamos silencio. Debía de haber en mi rostro
algo que los conmovía, pues esquivaban mirarme. Al fin, haciendo una
resolución, me levanté, después de haber visto mi reloj. Tomé mi escopeta y sus
arreos, y al colgarlos en uno de los garabatos de la salita, le dije a Braulio:
—Siempre que
aciertes un tiro bueno con ella, acuérdate de mí.
El montañés
no tuvo voz para darme las gracias.
La señora
Luisa, sentada aún, seguía desgranando la mazorca que tenía en las manos, sin
cuidarse de ocultar su lloro. Tránsito y Lucía, en pie y recostadas a un lado y
otro de la puerta, me daban la espalda. Braulio estaba pálido. José fingía
buscar algo en el rincón de las herramientas.
—Bueno,
señora Luisa —le dije a la anciana inclinándome para abrazarla— rece usted
mucho por mí.
Ella se puso
a sollozar sin responderme.
En pie sobre
el quicio de la puerta, junté en un solo abrazo sobre mi pecho las cabezas de
las muchachas, quienes sollozaban mientras mis lágrimas rodaban por sus
cabelleras. Cuando separándome de ellas me volví para buscar a Braulio y José,
ninguno de los dos estaba en la salita; me esperaban en el corredor.
—Yo voy
mañana —me dijo José tendiéndome la mano.
Bien sabíamos
él y yo que no iría. Luego que me soltó de sus brazos Braulio, su tío me
estrechó en los suyos, y enjugándose los ojos con la manga de la camisa, tomó
el camino de la roza al mismo tiempo que empezaba yo a andar por el opuesto,
seguido de Mayo, y haciendo una señal a Braulio para que no me acompañase.
LII
Descendía lentamente hasta el fondo de la
cañada: sólo el canto lejano de las gurríes y el rumor del río turbaban el
silencio de las selvas. Mi corazón iba diciendo un adiós a cada uno de esos
sitios, a cada árbol del sendero, a cada arroyo que cruzaba.
Sentado en la orilla del río veía rodar
sus corrientes a mis pies, pensando en las buenas gentes a quienes mi despedida
acababa de hacer derramar tantas lágrimas; y dejaba gotear las mías sobre las
ondas que huían de mí como los días felices de aquellos seis meses.
Media hora después llegué a la casa y entré al costurero de mi
madre, en donde estaban solamente ella y Emma. Aun cuando haya pasado nuestra
infancia, no por eso nos niega sus mimos una tierna madre: nos faltan sus
besos; nuestra frente, marchita demasiado pronto quizá, no descansa en su
regazo; su voz no nos aduerme; pero nuestra alma recibe las caricias amorosas
de la suya.
Más de una hora había pasado allí, y extrañado de no ver a María
pregunté por ella.
—Estuvimos con ella en el oratorio —me respondió Emma— ahora
quiere que recemos cada rato; después se fue a la repostería: no sabrá que has
vuelto.
Nunca me había sucedido regresar a la casa sin ver a María pocos
momentos después; y mucho temí que hubiese vuelto a caer en aquel abatimiento
que tanto me desanimaba, y para vencer el cual la había visto haciendo en los
últimos ocho días constantes esfuerzos.
Pasada una
hora, durante la cual estuve en mi cuarto, llamó Juan a la puerta para que
fuera a comer.
Al salir
encontré a María apoyada en la reja del costurero que caía al corredor.
—Mamá no te
ha llamado —me dijo el niño riendo.
—¿Y quién te
ha enseñado a decir mentiras? —le respondí—: María no te perdonará ésta.
—Ella fue la
que me mandó —contestó Juan señalándola.
Volvíme hacia
María para averiguarle la verdad, pero no fue preciso, porque ella misma se acusaba
con su sonrisa. Sus ojos brillantes tenían la apacible alegría que nuestro amor
les había quitado; sus mejillas, el vivo sonrosado que las hermoseaba durante
nuestros retozos infantiles. Llevaba un traje blanco, sobre cuya graciosa falda
ondulaban las trenzas al más leve movimiento de su cintura o de sus pies, que
jugaban con la alfombra.
—¿Por qué estás triste y encerrado? —me
dijo—: yo no he estado así hoy.
—Tal vez sí —le respondí por tener
pretexto para examinarla de cerca aproximándome a la reja que nos separaba.
Ella bajó los ojos fingiendo anudar de
nuevo los largos cordones de su delantal de gro azul; y cruzando luego las
manos por detrás del talle, se recostó contra una hoja de la ventana
diciéndome:
—¿No es verdad?
—Lo dudaba,
porque como acabas de engañarme...
—¡Vea qué
engaño! ¿Y puede ser bueno estarte así encerrado para salir después hecho una
noche?
—Me gusta verte
tan valiente. ¿Y será bueno dejarte ver dos horas después de que he llegado?
—¿Y las doce
son horas de venir de la montaña? También es que yo he estado muy ocupada. Pero
te vi cuando venías bajando. Por más señas no traías escopeta, y Mayo se había
quedado muy atrás.
—Conque ¿muchas
ocupaciones?, ¿qué has hecho?
—De todo: algo
bueno y algo malo.
—A ver.
—He rezado
mucho.
—Ya me decía
Emma que a todas horas quieres que te acompañe a rezar.
—Porque siempre
que le cuento a la Virgen que estoy triste, ella me oye.
—¿En qué lo
conoces?
—En que se me
quita un poco esta tristeza y me da menos miedo pensar en tu viaje. Te llevarás
tu Dolorosita, ¿no?
—Sí.
—Acompáñanos
esta noche al oratorio y verás cómo es cierto lo que te digo.
—¿Qué es lo
otro que has hecho?
—¿Lo malo?
—Sí, lo
malo.
—¿Rezas esta
noche conmigo y te cuento?
—Sí.
—Pero no se
lo dirás a mamá, porque se enojaría.
—Prometo no
decírselo.
—He estado
aplanchando.
—¿Tú?
—Pues yo.
—Pero, ¿cómo
haces eso?
—A
escondidas de mamá.
—Haces bien
en ocultarte de ella.
—Si lo hago
muy rara vez.
—Pero, ¿qué
necesidad hay de estropear tus manos tan...?
—¿Tan
qué?... ¡Ah!, sí; ya sé. Fue que quise que llevaras tus más bonitas camisas
aplanchadas por mí. ¿No te gusta? Sí me lo agradeces, ¿no?
—¿Y quién te
ha enseñado a aplanchar? ¿Cómo se te ha ocurrido hacerlo?
—Un día que
Juan Angel devolvió unas camisas a la criada encargada de eso, porque dizque a
su amito no le parecían buenas, me fijé yo en ellas y le dije a Marcelina que
yo iba a ayudarle para que te parecieran mejor. Ella creía que no tenían
defecto, pero estimulada por mí, le quedaron ya siempre intachables, pues no
volvió a suceder que las devolvieras, aunque yo no las hubiese tocado.
—Yo te
agradezco muchísimo todos esos cuidados; pero no me imaginé que tuvieras
fuerzas ni manos para manejar una plancha.
—Si es una
muy chiquita, y envolviéndole bien el asa en un pañuelo, no puede lastimar las
manos.
—A ver cómo las tienes.
—Buenecitas, pues.
—Muéstramelas.
—Si están como siempre.
—Quién sabe.
—Míralas.
Las tomé en las mías y les acaricié las
palmas, suaves como el raso.
—¿Tienen algo? —me preguntó.
—Como las mías pueden estar ásperas...
—No las siento yo así. ¿Qué hiciste tú
en la montaña?
—Sufrir mucho. Nunca creí que se
afligirían tanto con mi despedida, ni que me causara tanto pesar decirles
adiós, particularmente a Braulio y a las muchachas.
—¿Qué te dijeron ellas?
—¡Pobres! Nada, porque las ahogaban sus
lágrimas: demasiado decían las que no pudieron ocultarme... Pero no te pongas
triste. He hecho mal en hablarte de esto. Que al recordar yo las últimas horas
que pasemos juntos, te pueda ver como hoy, resignada, casi feliz.
—Sí —dijo volviéndose para enjugarse
los ojos—; yo quiero estar así... ¡Mañana, ya solamente mañana!... Pero como es
domingo, estaremos todo el día juntos:
leeremos algo de lo que nos leías cuando estabas recién venido; y debieras
decirme cómo te agrada más verme, para vestirme de ese modo.
—Como estás en este momento.
—Bueno. Ya vienen a llamarte a comer...
Ahora, hasta la tarde —agregó desapareciendo.
Así solía despedirse de mí, aunque en
seguida hubiésemos de estar juntos, porque lo mismo que a mí, le parecía que
estando rodeados de la familia, nos hallábamos separados el uno del otro.
LIII
A las once de la noche del veintinueve me
separé de la familia y de María en el salón. Velé en mi cuarto hasta que oí al
reloj dar la una de la mañana, primera hora de aquel día tanto tiempo temido y
que al fin llegaba; no quería que sus primeros instantes me encontrasen
dormido.
Con el mismo
traje que tenía me recosté en la cama cuando dieron las dos. El pañuelo de
María, fragante aún con el perfume que siempre usaba ella, ajado por sus manos
y humedecido con sus lágrimas, recibía sobre la almohada las que rodaban de mis
ojos como de una fuente que jamás debía agotarse.
Si las que
derramo aún, al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir
para mojar esta pluma al historiarlos; si fuera posible a mi mente tan sólo una
vez, por un instante siquiera, sorprender a mi corazón todo lo doloroso de su
secreto para revelarlo, las líneas que voy a trazar serían bellas para los que
mucho han llorado, pero acaso funestas para mí. No nos es dable deleitarnos por
siempre con un pesar amado: como las del dolor, las horas de placer se van. Si
alguna vez nos fuese concedido detenerlas, María hubiera logrado hacer más
lentas las que antecedieron a nuestra despedida. Pero, ¡ay!, todas, sordas a
sus sollozos, ciegas ante sus lágrimas, volaron, y volaban prometiendo volver.
Un
estremecimiento nervioso me despertó dos o tres veces en que el sueño vino a
aliviarme. Entonces mis miradas recorrían ese cuarto ya desmantelado y en desorden
por los preparativos de viaje, cuarto donde esperé tantas veces las alboradas
de días venturosos. Y procuraba conciliar de nuevo el sueño interrumpido,
porque así volvía a verla tan bella y ruborosa como en las primeras tardes de
nuestros paseos después de mi regreso; pensativa y callada como solía quedarse
cuando le hacía mis primeras confidencias, en las cuales casi nada se habían
dicho nuestros labios y tanto nuestras miradas y sonrisas; confiándome con voz
queda y temblorosa los secretos infantiles de su castísimo amor; menos tímidos
al fin sus ojos ante los míos, para dejarme ver en ellos su alma a trueque de
que le mostrase la mía... El ruido de un sollozo volvía a estremecerme; el de
aquel que mal ahogado había salido de su pecho esa noche al separarnos.
No eran las cinco todavía cuando
después de haberme esmerado en ocultar las huellas de tan doloroso insomnio, me
paseaba en el corredor, oscuro aún. Muy pronto vi brillar luz en las rendijas
del aposento de María, y luego oí la voz de Juan que la llamaba.
Los primeros
rayos del Sol al levantarse, trataban en vano de desgarrar la densa neblina que
como un velo inmenso y vaporoso pendía desde las crestas de las montañas,
extendiéndose flotante hasta las llanuras lejanas. Sobre los montes occidentales,
limpios y azules, amarillearon luego los templos de Cali, y al pie de las
faldas blanqueaban cual rebaños agrupados los pueblecillos de Yumbo y Vijes.
Juan Angel,
después de haberme traído el café y ensillado mi caballo negro, que impaciente
ennegrecía con sus pisadas el gramal del pie del naranjo a que estaba atado, me
esperaba lloroso, recostado contra la puerta de mi cuarto, con las polainas y
los espolines en las manos: al calzármelos, su lloro caía en gruesas gotas
sobre mis pies.
—No llores —le
dije, dando trabajosamente seguridad a mi voz—: cuando yo regrese, ya serás
hombre, y no te volverás a separar de mí. Mientras tanto, todos te querrán
mucho en casa.
Era llegado
el momento de reunir todas mis fuerzas. Mis espuelas resonaron en el salón, que
estaba solo. Empujé la puerta entornada del costurero de mi madre, quien se
lanzó del asiento en que estaba a mis brazos. Ella conocía que las
demostraciones de su dolor podían hacer flaquear mi ánimo, y entre sollozo y
sollozo trataba de hablarme de María y de hacerme tiernas promesas.
Todos habían
humedecido mi pecho con su lloro. Emma, que había sido la última, conociendo
qué buscaba yo a mi alrededor al desasirme de sus brazos, me señaló la puerta
del oratorio, y entré a él. Sobre el altar irradiaban su resplandor amarillento
dos luces: María, sentada en la alfombra, sobre la cual resaltaba el blanco de
su ropaje, dio un débil grito al sentirme, volviendo a dejar caer la cabeza
destrenzada sobre el asiento en que la tenía reclinada cuando entré. Ocultándome
así el rostro, alzó la mano derecha para que yo la tomase: medio arrodillado,
la bañé en lágrimas y la cubrí de caricias; mas al ponerme en pie, como
temerosa de que me alejase ya, se levantó de súbito para asirse sollozante de
mi cuello. Mi corazón había guardado para aquel momento casi todas sus
lágrimas.
Mis labios descansaron sobre su
frente... María, sacudiendo estremecida la cabeza, hizo ondular los bucles de
su cabellera, y escondiendo en mi pecho la faz, extendió uno de los brazos para
señalarme el altar. Emma, que acababa de entrar, la recibió inanimada en su
regazo, pidiéndome con ademán suplicante que me alejase. Y obedecí.
LIV
Hacía dos semanas que estaba yo en Londres, y
una noche recibí cartas de la familia. Rompí con mano trémula el paquete,
cerrado con el sello de mi padre.
Había una carta
de María. Antes de desdoblarla, busqué en ella aquel perfume demasiado conocido
para mí de la mano que lo había escrito: aún lo conservaba; en sus pliegues iba
un pedacito de cáliz de azucena. Mis ojos nublados quisieron inútilmente leer
las primeras líneas. Abrí uno de los balcones de mi cuarto, porque parecía no
serme suficiente el aire que había en él... ¡Rosales del huerto de mis
amores!... ¡montañas americanas, montañas mías...! ¡noches azules! La inmensa
ciudad, rumorosa aún y medio embozada en su ropaje de humo, semejaba dormir
bajo los densos cortinajes de un cielo plomizo. Una ráfaga de cierzo azotó mi
rostro penetrando en la habitación. Aterrado junté las hojas del balcón; y solo
con mi dolor, al menos solo, lloré largo tiempo rodeado de oscuridad.
He aquí algunos
fragmentos de la carta de María:
“Mientras están
de sobremesa en el comedor, después de la cena, me he venido a tu cuarto para
escribirte. Aquí es donde puedo llorar sin que nadie venga a consolarme; aquí
donde me figuro que puedo verte y hablar contigo. Todo está como lo dejaste,
porque mamá y yo hemos querido que esté así: las últimas flores que puse en tu
mesa han ido cayendo marchitas ya al fondo del florero: ya no se ve una sola;
los asientos en los mismos sitios; los libros como estaban y abierto sobre la
mesa el último en que leíste; tu traje de caza, donde lo colgaste al volver de
la montaña la última vez; el almanaque del estante mostrando siempre ese 30 de
enero ¡ay, tan temido, tan espantoso y ya pasado! Ahora mismo las ramas
florecidas de los rosales de tu ventana entran como a buscarte y tiemblan al
abrazarlas yo diciéndoles que volverás.
”¿Dónde
estarás? ¿Qué harás en este momento? De nada me sirve haberte exigido tantas veces
me mostraras en el mapa cómo ibas a hacer el viaje, porque no puedo figurarme
nada. Me da miedo pensar en ese mar que todos admiran, y para mi tormento te
veo siempre en medio de él. Pero después de tu llegada a Londres vas a
contármelo todo: me dirás cómo es el paisaje que rodea la casa en que vives; me
describirás minuciosamente tu habitación, sus muebles, sus adornos; me dirás
qué haces todos los días, cómo pasas las noches, a qué horas estudias, en
cuáles descansas, cómo son tus paseos, y en qué ratos piensas más en tu María.
Vuélveme a decir qué horas de aquí corresponden a las de allá, pues se me ha
olvidado.
”José y su
familia han venido tres veces desde que te fuiste. Tránsito y Lucía no te
nombran sin que se les llenen los ojos de lágrimas; y son tan dulces y
cariñosas conmigo, tan finas si me hablan de ti, que apenas es creíble. Ellas
me han preguntado si a donde estás tú llegan cartas que se te escriban, y
alegres al saber que sí, me han encargado te diga en su nombre mil cosas.
”Ni Mayo te olvida.
Al día siguiente de tu marcha recorría desesperado la casa y el huerto
buscándote. Se fue a la montaña, y a la oración, cuando volvió, se puso a
aullar sentado en el cerrito de la subida. Lo vi después acostado a la puerta
de tu cuarto: se la abrí, y entró lleno de gusto; pero no encontrándote después
de haber husmeado por todas partes, se me acercó otra vez triste, y parecía
preguntarme por ti con los ojos, a los que sólo les faltaba llorar; y al
nombrarte yo, levantó la cabeza como si fuera a verte entrar. ¡Pobre! Se figura
que te escondes de él como lo hacías algunas veces para impacientarlo, y entra
a todos los cuartos andando paso a paso y sin hacer el menor ruido, esperando
sorprenderte.
”Anoche no concluí esta carta porque
mamá y Emma vinieron a buscarme; ellas creen que me hace daño estar aquí,
cuando si me impidieran estar en tu cuarto, no sé qué haría.
”Juan se despertó esta mañana
preguntándome si habías vuelto, porque dormida me oye nombrarte.
”Nuestra mata de azucenas ha dado la primera,
y dentro de esta carta va un pedacito. ¿No es verdad que estás seguro de que
nunca dejará de florecer? Así necesito creer, así creo que la de rosas dará las
más lindas del jardín”.
LV
Durante un año tuve dos veces cada mes cartas de
María. Las últimas estaban llenas de melancolía tan profunda, que comparadas
con ellas, las primeras que recibí parecían escritas en nuestros días de
felicidad.
En vano había tratado de reanimarla diciéndole
que esa tristeza destruiría su salud, por más que hasta entonces hubiese sido
tan buena como me lo decía; en vano. “Yo sé que no puede faltar mucho para que
yo te vea —me había contestado—; desde ese día ya no podré estar triste; estaré
siempre a tu lado... No, no; nadie podrá volver a separarnos”.
La carta que contenía esas palabras fue la
única de ella que recibí en dos meses.
En los últimos días de junio, una tarde se me
presentó el señor A..., que acababa de llegar de París y a quien no había visto
desde el pasado invierno.
—Le traigo a usted cartas de su casa —me dijo
después de habernos abrazado.
—¿De tres correos?
—De uno solo. Debemos hablar algunas palabras
antes —me observó reteniendo el paquete.
Noté en su semblante algo siniestro que me
turbó.
—He venido —añadió después de haberse paseado
silencioso algunos instantes por el cuarto— a ayudarle a usted a disponer su
regreso a América.
—¡Al Cauca! —exclamé, olvidado por un momento
de todo, menos de María y de mi país.
—Sí —me respondió— pero ya habrá usted
adivinado la causa.
—¡Mi madre! —prorrumpí desconcertado.
—Está buena —respondió.
—¿Quién, pues? —grité asiendo el paquete que
sus manos retenían.
—Nadie ha muerto.
—¡María! ¡María! —exclamé, como si ella
pudiera acudir a mis voces, y caí sin fuerzas sobre el asiento.
—Vamos —dijo procurando hacerse oír el señor
A...—; para esto fue necesaria mi venida. Ella vivirá si usted llega a tiempo.
Lea usted las cartas, que ahí debe venir una de ella.
“Vente —me decía— ven pronto, o me moriré sin
decirte adiós. Al fin me consienten que te confiese la verdad: hace un año que me
mata hora por hora esta enfermedad de que la dicha me curó por unos días. Si no
hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti.
”Si vienes... sí, vendrás, porque yo tendré
fuerzas para resistir hasta que te vea; si vienes hallarás solamente una
sombra de tu María; pero esa sombra necesita abrazarte antes de desaparecer.
Si no te espero, si una fuerza más poderosa que mi voluntad me arrastra sin que
tú me animes, sin que cierres mis ojos, a Emma le dejaré para que te lo guarde,
todo lo que yo sé te será amable: las trenzas de mis cabellos, el guardapelo en
donde están los tuyos y los de mi madre, la sortija que pusiste en mi mano en
vísperas de irte, y todas tus cartas.
”Pero, ¿a qué afligirte diciéndote todo esto?
Si vienes, yo me alentaré; si vuelvo a oír tu voz, si tus ojos me dicen un solo
instante lo que ellos solo sabían decirme, yo viviré y volveré a ser como antes
era. Yo no quiero morirme; yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre”.
—Acabe usted —me dijo el señor A... recogiendo
la carta de mi padre caída a mis pies—. Usted mismo conocerá que no podemos
perder tiempo.
Mi padre decía lo que yo había sabido ya
demasiado cruelmente. Quedábales a los médicos sólo una esperanza de salvar a
María: la que les hacía conservar mi regreso. Ante esa necesidad mi padre no
vaciló; ordenábame regresar con la mayor precipitud posible, y se disculpaba
por no haberlo dispuesto así antes.
Dos horas después salí de Londres.
LVI
Hundíase en los confines nebulosos del Pacífico el
Sol del veinticinco de julio, llenando el horizonte de resplandores de oro y
rubí; persiguiendo con sus rayos horizontales hasta las olas azuladas que iban
como fugitivas a ocultarse bajo las selvas sombrías de la costa. La Emilia López, a bordo de la cual venía
yo de Panamá, fondeó en la bahía de Buenaventura después de haber jugueteado
sobre la alfombra marina acariciada por las brisas del litoral.
Reclinado sobre el barandaje de cubierta,
contemplé esas montañas a vista de las cuales sentía renacer tan dulces
esperanzas. Diez y siete meses antes rodando a sus pies, impulsado por las
corrientes tumultuosas del Dagua, mi corazón había dicho un adiós a cada una de
ellas, y su soledad y silencio habían armonizado con mi dolor.
Estremecida por las brisas, temblaba en mis
manos una carta de María que había recibido en Panamá, la cual volví a leer a
la luz del moribundo crepúsculo. Acaban de recorrerla mis ojos... Amarillenta
ya, aún parece húmeda con mis lágrimas de aquellos días.
“La noticia de tu regreso ha bastado a volverme
las fuerzas. Ya puedo contar los días, porque cada uno que pasa acerca más
aquel en que he de volver a verte.
”Hoy ha estado muy hermosa la mañana, tan
hermosa como esas que no has olvidado. Hice que Emma me llevara al huerto;
estuve en los sitios que me son más queridos en él; y me sentí casi buena bajo
esos árboles, rodeada de todas esas flores, viendo correr el arroyo, sentada en
el banco de piedra de la orilla. Si esto me sucede ahora, ¿cómo no he de
mejorarme cuando vuelva a recorrerlo acompañada por ti?
”Acabo de poner azucenas y rosas de las
nuestras al cuadro de la Virgen, y me ha parecido que ella me miraba más
dulcemente que de costumbre y que iba a sonreír.
”Pero quieren que vayamos a la ciudad, porque
dicen que allá podrán asistirme mejor los médicos: yo no necesito otro remedio
que verte a mi lado para siempre. Yo quiero esperarte aquí: no quiero abandonar
todo esto que amabas, porque se me figura que a mí me lo dejaste recomendado y
que me amarías menos en otra parte. Suplicaré para que papá demore nuestro
viaje, y mientras tanto llegarás, adiós”.
Los últimos renglones eran casi ilegibles.
El bote de la aduana, que al echar ancla la
goleta, había salido de la playa, estaba ya inmediato.
—¡Lorenzo! —exclamé al reconocer a un amigo
querido en el gallardo mulato que venía de pie en medio del Administrador y
del jefe del resguardo.
—¡Allá voy! —contestó.
Y subiendo precipitadamente la escala, me
estrechó en sus brazos.
—No lloremos —dijo enjugándose los ojos con
una de las puntas de su manta y esforzándose por sonreír: nos están viendo y
esos marineros tienen corazón de piedra.
Ya en medias palabras me había dicho lo que
con mayor ansiedad deseaba yo saber: María estaba mejor cuando él salió de
casa. Aunque hacía dos semanas que me esperaba en Buenaventura, no habían
venido cartas para mí sino las que él trajo, seguramente porque la familia me
aguardaba de un momento a otro.
Lorenzo no era esclavo. Compañero fiel de mi
padre en los viajes frecuentes que éste hizo durante su vida comercial, era
amado por toda la familia, y gozaba en casa fueros de mayordomo y consideraciones
de amigo. En la fisonomía y talante mostraba su vigor y franco carácter: alto y
fornido, tenía la frente espaciosa y con entradas; hermosos ojos sombreados por
cejas crespas y negras; recta y elástica nariz; bella dentadura, cariñosas
sonrisas y barba enérgica.
Verificada la visita de ceremonia del
Administrador al buque, la cual había precipitado suponiendo encontrarme en él,
se puso mi equipaje en el bote, y yo salté a éste con los que regresaban,
después de haberme despedido del capitán y de algunos de mis compañeros de
viaje. Cuando nos acercábamos a la ribera, el horizonte se había ya
entenebrecido: olas negras, tersas y silenciosas pasaban meciéndonos para
perderse de nuevo en la oscuridad: luciérnagas sinnúmero revoloteaban sobre el
crespón rumoroso de las selvas de las orillas.
El Administrador, sujeto de alguna edad, obeso
y rubicundo, era amigo de mi padre. Luego que estuvimos en tierra, me condujo a
su casa y me instaló él mismo en el cuarto que tenía preparado para mí. Después
de colgar una hamaca corozaleña, amplia y perfumada, salió, diciéndome antes:
—Voy a dar disposiciones para el despacho de
tu equipaje, y otras más importantes y urgentes al cocinero, porque supongo que
las bodegas y repostería de la Emilia no
vendrían muy recargadas: me ha parecido hoy muy retozona.
Aunque el Administrador era padre de una bella
e interesante familia establecida en el interior del Cauca, al hacerse cargo
del destino que desempeñaba, no se había resuelto traerla al puerto, por mil
razones que me tenía dadas y que yo, a pesar de mi inexperiencia, hallé
incontestables. Las gentes porteñas le parecían cada día más alegres,
comunicativas y despreocupadas; pero no encontraría grave mal en ello, puesto
que después de algunos meses de permanencia en la costa, el mismo Administrador
se había contagiado más que medianamente de aquella despreocupación.
Después de un cuarto de hora que yo empleé en
cambiar por otro mi traje de a bordo, el Administrador volvió a buscarme: traía
ya en lugar de su vestido de ceremonia, pantalones y chaqueta de intachable
blancura; su chaleco y corbata habían empezado una nueva temporada de oscuridad
y abandono.
—Descansarás un par de días aquí antes de
seguir tu viaje —dijo llenando dos copas con brandy que tomó de una hermosa
frasquera.
—Pero es que yo no necesito ni puedo descansar
—le observé.
—Toma el brandy; es un excelente Martell; o
¿prefieres otra cosa?
—Yo creí que Lorenzo tenía preparados bogas y
canoas para madrugar mañana.
—Ya veremos. Conque ¿prefieres ginebra o
ajenjo?
—Lo que usted guste.
—Salud, pues —dijo convidándome.
Y después de vaciar de un trago la copa:
—¿No es superior? —preguntó guiñando entrambos
ojos; y produciendo con la lengua y el paladar un ruido semejante al de un
beso sonoro, añadió—: ya se ve que habrás saboreado el más añejo de Inglaterra.
—En todas partes abrasa el paladar. ¿Conque
podré madrugar?
—Si todo es broma mía —respondió acostándose
descuidadamente en la hamaca, limpiándose el sudor de la garganta y de la
frente con un gran pañuelo de seda de India, fragante como el de una novia—.
Conque abrasa ¿eh? Pues el agua y él son los únicos médicos que tenemos aquí,
salvo mordedura de víbora.
—Hablemos de veras: ¿Qué es lo que usted llama
su broma?
—La propuesta de que descanses, hombre. ¿Se te
figura que tu padre se ha dormido para recomendarme tuviera todo preparado para
tu marcha? Va para quince días que llegó Lorenzo, y hace ocho que están listos
los bogas y ranchada la canoa. Lo cierto es que he debido ser menos puntual, y
habría logrado de esa manera que te dejaras ajonjear por mí dos días.
—¡Cuánto le agradezco su puntualidad!
Rióse ruidosamente impulsando la hamaca para
darse aire, diciéndome al fin:
—¡Malagradecido!
—No es eso: usted sabe que no puedo, que no
debo demorarme ni una hora más de lo indispensable; que es urgente que llegue
yo a casa muy pronto...
—Sí, sí; es verdad; sería un egoísmo de mi
parte —dijo ya serio.
—¿Qué sabe usted?
—La enfermedad de una de las señoritas... Pero
recibirías las cartas que te envié a Panamá.
—Sí, gracias, a tiempo de embarcarme.
—¿No te dicen que está mejor?:
—Eso dicen.
—¿Y Lorenzo?
—Dice lo mismo.
Pasado un momento en que ambos guardábamos
silencio, el Administrador gritó incorporándose en la hamaca:
—¡Marcos, la comida!
Un criado entró luego a anunciarnos que la
mesa estaba servida.
—Vamos —dijo mi huésped poniéndose en pie—
hace hambre; si hubieras tomado el brandy tendrías un buen apetito. ¡Hola!
—agregó a tiempo que entrábamos al comedor y dirigiéndose a un paje—: si vienen
a buscarnos, di que no estamos en casa. Es necesario que te acuestes temprano
para poder madrugar —me observó señalándome el asiento de la cabecera.
El y Lorenzo se colocaron a uno y otro lado
mío.
—¡Diantre! —exclamó el Administrador cuando la
luz de la hermosa lámpara de la mesa bañó mi rostro—: ¡qué bozo has traído!, si
no fueras moreno se podría jurar que no sabes dar los buenos días en
castellano. Se me figura que estoy viendo a tu padre cuando él tenía veinte
años; pero me parece que eres más alto que él: sin esa seriedad, heredada sin
duda de tu madre, creería estar con el judío la noche que por primera vez
desembarcó en Quibdó. ¿No te parece Lorenzo?
—Idéntico —respondió éste.
—Si hubieras visto —continuó mi huésped
dirigiéndose a él— el afán de nuestro inglesito luego que le dije que tendría
que permanecer conmigo dos días... Se impacientó hasta decirme que mi brandy
abrasaba no sé qué. ¡Caracoles!, temí que me regañara. Vamos a ver si te parece
lo mismo este tinto, y si logramos que te haga sonreír. ¿Qué tal? —añadió
después que probé el vino.
—Es muy bueno.
—Temblando estaba de que me le hicieras gesto
porque es lo mejor que he podido conseguir para que tomes en el río.
La jovialidad del Administrador no flaqueó un
instante durante dos horas. A las nueve permitió que me retirase, prometiéndome
estar en pie a las cuatro de la mañana para acompañarme al embarcadero. A
darme las buenas noches, agregó:
—Espero que no te quejarás mañana de las ratas
como la otra vez: una mala noche que te hicieron pasar les ha costado carísimo:
les he hecho desde entonces guerra a muerte.
LVII
A las cuatro llamó el buen amigo a mi puerta, y
hacía una hora que lo esperaba yo, listo ya para marchar. El, Lorenzo y yo nos
desayunamos con brandy y café mientras los bogas conducían a las canoas mi
equipaje, y poco después estábamos todos en la playa.
La Luna, grande y en su plenitud, descendía ya
al ocaso, y al aparecer bajo las negras nubes que la habían ocultado, bañó las
selvas distantes, los manglares de las riberas y la mar tersa y callada con
resplandores trémulos y rojizos, como los que esparcen los blandones de un
féretro sobre el pavimento de mármol y los muros de una sala mortuoria.
—¿Y ahora hasta cuándo? —me dijo el Administrador
correspondiendo a mi abrazo de despedida con otro apretado.
—Quizá volveré muy pronto —le respondí.
—¿Regresas, pues, a Europa?
—Tal vez.
Aquel hombre tan festivo me pareció
melancólico en ese momento.
Al alejarse de la orilla la canoa ranchada, en
la cual íbamos Lorenzo y yo, grito:
—¡Muy buen viaje!
Y dirigiéndose a los dos bogas:
—¡Cortico! ¡Laureán!... cuidármelo mucho,
cuidármelo como cosa mía.
—Sí, mi amo —contestaron a dúo los dos negros.
A dos cuadras estaríamos de la playa, y creí distinguir el bulto blanco del
Administrador, inmóvil en el mismo sitio en que acababa de abrazarme.
Los resplandores amarillentos de la luna,
velados a veces, fúnebres siempre, nos acompañaron hasta después de haber
entrado a la embocadura del Dagua.
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