miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Maria de Jorge Isaacs IX



—Esa bebida es narcótica —le indiqué por tranquilizarla.
—Pero el delirio no es tan constante ya. ¿Qué te ha dicho el doctor?
—Que es necesario esperar un poco para hacer remedios más enérgicos.
—Vete a acostar, que con nosotras hay ya; oye, son la tres y media. Yo despertaré a Emma para que me acompañe, y tú consegui­rás que mamá descanse también un rato.
—Te has puesto pálida; esto va a hacerte muchísimo daño.
Ella estaba frente al espejo del tocador de mi madre, y se miró en él pasándose las manos por las sienes para medio arreglarse los cabellos al responderle:
—No tanto: verás cómo nada se me nota.
—Si descansas un rato ahora, puede ser; te haré llamar cuando sea de día.
Conseguí que las tres me dejaran solo, y me senté a la cabecera.
El sueño del enfermo continuó intranquilo, y a veces se le percibían palabras mal articuladas del delirio.
Durante una hora desfilaron en mi imaginación todos los cuadros horrorosos que vendrían en pos de una desgracia, en la cual no podía detenerme a pensar sin que se contrajera mi corazón doloro­samente.
Empezaba a amanecer; algunas líneas luminosas entraban por las rendijas de las puertas y ventanas; la luz de la lámpara fue haciéndose más y más pálida; se oían ya los cantos de los coclíes y los de las aves domésticas.
Entró el doctor.
—¿Lo han llamado a usted? —le pregunté.
—No; es que necesito estar aquí ahora. ¿Cómo ha continuado?
Le indiqué lo que había yo observado; tomó el pulso, mirando al mismo tiempo su reloj.
—Absolutamente nada —dijo como para sí—. ¿La bebida? —añadió.
—La ha tomado una vez más.
—Démosle otra toma; y para no incomodarlo de nuevo, le pondre­mos ahora los cáusticos.
Hicímoslo todo ayudados por Emma.
El médico estaba visiblemente preocupado.
XXXVII
Después de tres días, la fiebre resistía aún a todos los esfuerzos del médico para combatirla: los síntomas eran tan alarmantes, que ni a él mismo le era posible ocultar en ciertos momentos la angustia que le domi­naba.
Eran las doce de la noche. El doctor me llamó disimu-ladamente al salón para decirme:
—Usted no desconoce el peligro en que se halla su padre: no me queda ya otra esperanza que la que tengo en los efectos de una copiosa sangría que voy a darle, para lo cual está preparado convenientemente.
Si ella y los medicamentos que ha tomado esta tarde no producen de aquí al amanecer una excitación y un delirio crecientes, es difícil conseguir ya una crisis. Es tiempo de manifestar a usted —continuó después de alguna pausa— que si al venir el día no se hubiere presentado esa crisis, nada me resta por hacer. Por ahora, haga usted que la señora se retire, porque, suceda o no lo que deseo, ella no debe estar en la habitación: es más de medianoche, y ése es un buen pretexto para suplicarle tome algún descanso. Si usted lo juzga conveniente, ruegue también a las señoritas que nos dejen solos.
Le observé que estaba seguro de que ellas se resistirían y que dado que se consiguiera, aquello podía desconsolar más a mi madre.
—Veo que usted se hace cargo de lo que está pasando, sin perder el valor que el caso requiere —me dijo examinando escrupulosamente, a la luz de la bujía inmediata, las lancetas de su estuche de bolsillo—. No hay que desesperar todavía.
Salimos del salón para ir a poner por obra lo que él estimaba como último recurso.
Mi padre estaba dominado por el mismo sopor: durante el día y lo corrido de la noche no había cesado el delirio. Su inmovilidad tenía algo de la que produce el agotamiento de las últimas fuerzas: casi sordo a todo llama­miento, solamente los ojos, que abría con dificultad algunas veces, dejaban conocer que oía; y su respiración era anhelosa.
Mi madre sollozaba sentada a la cabecera de la cama, apoyada la frente en los almohadones y teniendo entre las manos una de las de mi padre. Emma y María, ayudadas por Luisa, que aquella noche había venido a reemplazar a sus hijas, preparaban los útiles para el baño en que se iba a dar la sangría.
Mayn pidió la luz; María la acercó a la cama: por el rostro le rodaban como a su pesar algunas lágrimas mientras el médico estuvo haciendo el examen que deseaba.
A la hora, terminado ya todo lo que el doctor estimaba como extremo recurso, nos dijo:
—Cuando el reloj dé las dos y media, debo estar aquí; pero si me vence el sueño, que me llamen.
Señalando en seguida al enfermo, añadió:
—Se le debe dejar en completa calma.
Y se retiró después de haber dicho casi risueño alguna chanza a las muchachas sobre la necesidad que tienen los viejos de dormir a tiempo: jovialidad digna de agradecérsele, pues que no tenía más objeto que tranquilizarlas.
Mi madre volvió a ver si lo que durante una hora se había estado haciendo producía algún efecto consolador; pero logramos conven­cerla de que el doctor estaba lleno de esperanzas para el día siguiente; y abrumada por el cansancio, se durmió en el departa­mento de Emma, donde quedó Luisa haciéndole compañía.
Dio las dos el reloj.
María y Emma sabían ya que el doctor deseaba la manifestación de ciertos síntomas, y espiaron largo tiempo con anhelosa curiosidad el sueño de mi padre.
El enfermo parecía más tranquilo, y había pedido una vez agua, aunque con voz muy débil, bastante inteligible, lo cual les hizo concebir esperanza de que la sangría produjera buenos resultados.
Emma, después de inútiles esfuerzos para evitarlo, se durmió en la poltrona que estaba a la cabecera de la cama. María, reclinada al principio en uno de los brazos del pequeño sofá que ocupába­mos, había dejado caer sobre éste, rendida al fin, la cabeza, cuyo perfil resaltaba en el damasco color de púrpura de los almohadones; habiéndosele desembozado el pañolón de seda que llevaba, negreaba rodado sobre el nevado linón de la falda, que con los boleros ajados parecía, a favor de la sombra, formada de espumas. En medio del silencio que nos rodeaba se percibía su respiración, suave como la de un niño que se ha dormido en nues­tros brazos.
Sonaron las tres. El ruido del reloj hizo hacer un ligero movi­miento a María como para incorporarse; pero fue más poderoso otra vez el sueño que su voluntad. Hundida la cintura en el ropaje que de ella descendía a la alfombra, quedaba visible un pie casi infantil, calzado con una chinela roja salpicada de lentejuelas.
Yo la contemplaba con indecible ternura, y mis ojos, vueltos algunas veces hacia el lecho de mi padre, tornaban a buscarla, porque mi alma estaba allí, acariciando esa frente, escuchando los latidos de ese corazón, esperando oír a cada instante alguna palabra que me revelase alguno de sus sueños, porque sus labios como que intentaban balbucirla.
Un quejido doloroso del enfermo interrumpió aquel enajenamiento aliviador de mi espíritu; y la realidad reapareció tan espantosa como era.
Acerquéme al lecho: mi padre, que se apoyaba en uno de sus bra­zos, me miró con tenaz fuerza, diciéndome al cabo:
—Acércame la ropa, que es muy tarde ya.
—Es de noche, señor —le respondí.
—¿Cómo de noche? Quiero levantarme.
—Es imposible —le observé suavemente—. ¿No ve usted que le causaría mucho daño?
Dejó caer otra vez la cabeza en los almohadones, y pronunciaba en voz baja palabras que no entendí, mientras movía las manos pálidas y enflaquecidas, cual si estuviese haciendo una cuenta. Viéndole buscar alguna cosa a su lado, le presenté mi pañuelo.
—Gracias —me dijo, cual si hablase con un extraño; y después de enjugarse los labios con él, buscó sobre la colcha que lo cubría, un bolsillo para guardarlo.
Volvió a quedarse dormido algunos momentos. Me acercaba a la mesa para saber la hora en que el delirio había empezado, cuando él, sentado en la cama y descorriendo las cortinas que le oculta­ban la luz, dejó ver la cabeza lívida y de asombrado mirar, diciéndome:
—¿Quién está ahí?... ¡Hola! ¡Hola!
Sobrecogido de cierto espanto invencible, a pesar de lo que prometía aquel delirio tan semejante a la locura, procuré redu­cirlo a que se acostara. Clavando él en mí una mirada casi terri­ble, preguntó:
—¿No estuvo él aquí? En este momento se ha levantado de esa silla.
—¿Quién?
Pronunció el nombre que yo me temía.
Pasado un cuarto de hora, incorporóse otra vez diciéndome con voz más vigorosa ya:
—No le permita que entre; que me espere. A ver la ropa.
Le supliqué que no insistiera en levantarse, pero en tono impe­rativo replicó:
—¡Oh! ¡Qué necedad!... ¡La ropa!
Se me ocurrió que María, que había ejercido sobre él en momentos semejantes tan poderosa influencia, podría ayudarme; mas no me resolví a separarme del lecho, temeroso de que mi padre se levan­tase. El estado de debilidad real en que se hallaba le impedía permanecer mucho tiempo sentado; y volvió a reclinarse aparente­mente tranquilo. Entonces me acerqué a María, y tomándole la mano que le pendía sobre la falda, la llamé muy quedo. Ella, sin apartar la mano de la mía, se incorporó sin abrir los ojos; mas luego que me vio se apresuró a cubrirse los hombros con el paño­lón, y poniéndose en pie me dijo:
—¿Qué se necesita, ah?
—Es —le respondí— que el delirio ha empezado, y deseo que me acompañes por si el acceso es muy fuerte.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Va para una hora.
Se acercó al lecho casi contenta por la buena noticia que yo le daba, y alejándose en puntillas de él, vino a decirme:
—Pero está dormido otra vez.
—Ya verás que eso dura poco.
—¿Y por qué no me habías despertado antes?
—Dormías tan profundamente, que me dio pena hacerlo.
—¿Y Emma también? Ella tiene la culpa de que me haya dormido yo.
Se acercó a Emma y me dijo:
—Mira qué linda está. ¡Pobre! ¿La llamamos?
—Ya ves —le contesté— que da lástima despertar a quien duerme así.
Le tomó el labio inferior a mi hermana, y cogiéndole después con ambas manos la cabeza, la llamó inclinándose hasta que se tocaron sus frentes. Emma despertó casi asustada, pero sonriendo al punto, tomó en las suyas las manos con que María le acariciaba las sienes.
Mi padre acababa de sentarse con más facilidad de la que hasta entonces había tenido. Permaneció unos momentos silencioso y como espiando los ángulos oscuros del aposento. Las muchachas lo miraban aterradas.
—¡Voy allá! —prorrumpió él al fin—; ¡voy en este instante!
Buscó algo sobre la cama, y dirigiéndose de nuevo a quien creía lo esperaba, añadió:
—Perdone usted que lo haga esperar un instante.
Y dirigiéndose a mí:
—¡Mi ropa!... ¿Qué es esto? ¡La ropa!
María y Emma permanecían inmóviles.
—Es que no está aquí —le respondí— han ido a traerla.
—¿Para qué se la han llevado?
—La habrán ido a cambiar por otra.
—Pero ¿qué demora es ésta? —dijo enjugándose el sudor de la frente—. ¿Los caballos están listos? —continuó.
—Sí, señor.
—Vaya y diga a Efraín que lo espero para que montemos antes de que se haga tarde. ¡Muévase, hombre! Juan Angel, el café. ¡No, no... esto es intolerable!
Y se acercaba al borde de la cama para saltar al suelo. María aproximóse a él diciéndole:
—No, papá, no haga eso.
—¿Que no qué? —le respondió con aspereza.
—Que si se levanta se impacientará el doctor, porque le hará a usted mal.
—¿Qué doctor?
—Pues el médico que ha venido a verlo, porque usted está enfer­mo.
—Yo estoy bueno, ¿oyes? ¡Bueno!, y quiero levantarme. ¿Ese niño dónde está, que no aparece?
—Es necesario que yo llame a Mayn, dije al oído a María.
—No, no —me contestó, deteniéndome de una mano y ocultándole con su cuerpo aquel ademán a mi padre.
—Pero si es indispensable.
—Es que no debes dejarnos solas. Dile a Emma que vaya a desper­tar a Luisa para que lo llame.
Lo hice así, y Emma salió.
Mi padre insistía, irritado ya, en levantarse. Hube de alcanzar­le la ropa que pedía y me resolví a ayudarle a vestirse, cerrando antes las cortinas. Saltó de la cama inmediatamente que se creyó vestido. Estaba lívido, contraído el ceño; agitábale los labios un temblor constante cual si estuviese poseído de ira, y sus ojos tenían un brillo siniestro al girar en las órbitas buscando algo por todas partes. El pie sangrado le impedía andar bien a pesar de que había aceptado mi brazo para apoyarse. María, en pie, las manos cruzadas sobre la falda y dejando conocer en su rostro el afán y el dolor que la angustiaba, no se atrevía a dar un paso hacia nosotros.
—Abra esa puerta —dijo mi padre acercándose a la que conducía al oratorio.
Le obedecí. El oratorio estaba sin luz. María se apresuró a precedernos con una, y colocándola cerca de aquella bella imagen de la Virgen que tanto se le parecía, pronunció palabras que no oí, y sus ojos suplicantes se fijaron arrasados de lágrimas en el rostro de la imagen. Mi padre se detuvo en el umbral. Su mirada se hizo menos intranquila, y se apoyó con mayor fuerza en mi brazo.
—¿Desea usted sentarse? —le pregunté.
—Sí... bueno... Vamos —respondió con voz casi suave.
Lo había vuelto yo a acomodar en la cama cuando entró el doctor: se le refirió lo que había pasado y se mostró contento, después de pulsarlo.
A la media hora, se acercó Mayn otra vez a examinar al enfermo, que dormía profundamente: preparó una poción y entregándosela a María, le dijo:
—Usted va a darle esto, instándole para que lo tome con esa dulzurita que tenemos.
Ella tomó la copa con cierto temor, y nos acercamos a la cama llevando yo la luz. El doctor se ocultó tras de las cortinas para observar al enfermo sin ser visto.
María llamó a mi padre con su más suave acento. El, luego que despertó, se llevó la mano al costado, quejándose al mismo tiem­po; fijóse en María, que le instaba para que tomase la poción, y le dijo:
—Por cucharadas; no puedo levantarme.
Ella empezó a darle así la bebida.
—¿Está dulce? —le preguntó.
—Sí, pero basta con eso ya.
—¿Tiene mucho sueño?
—Sí. ¿Qué hora es?
—Va a amanecer.
—¿Tu mamá?
—Descansando un rato. Tome unas cucharadas más de esto y dormi­rá muy bien después.
El significó con la cabeza que no. María buscó los ojos del médico para consultarle, y él le hizo seña para que le diera más de la bebida. El enfermo se resistía y ella le dijo, haciendo ademán de que probara el contenido de la copa:
—Si es muy agradable. Otra cucharada, otra, y no más.
Los labios de mi padre se contrajeron intentando sonreír, y recibieron el líquido. María se los enjugó con su pañuelo, di­ciéndole con la misma ternura con que solía despedirse de Juan después de dejarlo acostado.
—Bueno, pues: ahora a dormir mucho.
Y cerró las cortinas.
—Con una enfermera como usted —le observó el doctor a tiempo que ella colocaba la luz sobre la mesa— no se moriría ninguno de mis enfermos...
—¿Es decir que ya?... —le interrumpió ella.
—Respondo de todo.
XXXVIII
Pasados diez días, mi padre estaba convaleciente, y la alegría había vuelto a nuestra casa. Cuando una enfermedad nos ha hecho temer la pérdida de una persona amada, aquel temor aviva nuestros más dulces afectos hacia ella, y hay en los cuidados que le prodigamos, alejado ya el peligro, una ternura capaz de desarmar a la muerte misma.
Había recomendado el médico que se procurase al espíritu del enfermo la mayor tranquilidad posible. Se evitaba cuidadosamente hablarle de negocios. Luego que pudo levantarse, le instamos que eligiera un libro para leer en algunos ratos y escogió el Diario de Napoleón en Santa Elena, lectura que siempre lo conmovía hondamente.
Reunidos en el costurero de mi madre, nos turnábamos para leerle Emma, María y yo, y si lo notábamos alguna vez dominado por la tristeza, Emma tocaba la guitarra para distraerlo. Otras veces solía él hablarnos de los días de su niñez, de sus padres y hermanos, o nos refería con entusiasmo los viajes que había hecho en su primera juventud. En ocasiones se chanceaba con mi madre criticando las costumbres del Chocó, por reír al oírla hacer la defensa de su tierra natal.
—¿Cuántos años tenía yo cuando nos casamos? —le preguntó una vez, después de haber hablado de los primeros días de su matrimo­nio y de un incendio que los dejó completamente arruinados a los dos meses de verificado aquél.
—Veintiuno —respondió ella.
—No, hija; tenía veinte. Yo engañé a la señora (así llamaba a su suegra) temeroso de que me creyese muy muchacho. Como las mujeres, cuando sus maridos empiezan a envejecer, nunca recuerdan bien los años que ellos tienen, fácil me ha sido luego rectificar la cuenta.
—¿Veinte años no más? —preguntó Emma admirada.
—Ya lo oyes —respondió mi madre.
—Y usted, ¿cuántos, mamá? —preguntó María.
—Yo tenía dieciséis: un año más de los que tienes tú.
—Pero dile que te cuente —dijo mi padre— la importancia que se daba para conmigo desde que tuvo quince, que fue entonces cuando yo resolví casarme con ella y hacerme cristiano.
—A ver, mamá —dijo María.
—Pregúntale a él primero —respondió mi madre— a qué se resolvió por eso que él llama la importancia que para con él me daba.
Todos nos volvimos hacia mi padre, y él dijo:
—A casarme.
Interrumpió aquella conversación la llegada de Juan Angel, que venía del pueblo trayendo la correspondencia. Entregó algunos periódicos y dos cartas, ambas firmadas por el señor A..., y una de ellas de fecha bastante atrasada.
Luego que vi las firmas, se las pasé a mi padre.
—¡Ah!, sí —dijo devolviéndomelas—; esperaba cartas de él.
La primera se reducía a anunciar que no podría emprender su viaje a Europa sino pasados cuatro meses, lo cual avisaba para que no se precipitasen los preparativos del mío. No me atreví a dirigir una sola mirada a María, temeroso de provocar una emoción mayor que la que me dominaba; pero vino en mi ayuda la reflexión que hice instantáneamente de que si mi viaje no se frustraba, me queda­ban aún más de tres meses de felicidad. María estaba pálida, y pretextaba buscar algo en su cajita de costura, que tenía sobre las rodillas. Mi padre, completamente tranquilo, esperó a que yo concluyese la lectura de la primera carta para decir:
—Qué se va a hacer: veamos la otra.
Leí los primeros renglones, y comprendiendo que iba a serme imposible disimular mi turbación, me acerqué a la ventana como para ver mejor, y poder dar así la espalda a los que oían. La carta decía literalmente esto, en su parte sustancial:
“Hace quince días que escribí a usted avisándole que me veía precisado a retardar por cuatro meses más mi viaje; pero habiéndose allanado cuando y como yo no lo esperaba, los inconvenientes que se me habían presentado, me apresuro a dirigirle esta carta con el objeto de anunciarle que el 30 del próximo enero estaré en Cali, donde espero encontrar a Efraín para que nos pongamos en marcha hacia el puerto el dos de febrero.
”Aunque tuve el pesar de saber que una grave enfermedad lo había tenido a usted en cama, poco después recibí la agradable noticia de que estaba ya fuera de peligro. Doy a usted y a su familia la enhorabuena por el pronto restablecimiento de su salud.
”Espero, pues, que no habrá inconveniente alguno para que usted me proporcione el placer de llevar la grata compañía de Efraín, por quien, como usted sabe, he tenido siempre tan particular cariño. Sírvase mostrarle esta parte de mi carta”.
Cuando volví a buscar mi asiento, encontré las miradas de mi padre fijas en mí. María y mi hermana salían en aquel momento al salón, y ocupé la butaca que la primera acababa de dejar, por estar este asiento más a la sombra.
—¿Cuántos tenemos hoy? —preguntó mi padre.
—Veintiséis —le respondí.
—Nos queda solamente un mes; es necesario no dormirse.
Había en el acento con que pronunció aquellas palabras, y en su semblante, toda la tranquilidad que revela una resolución inmutable.
Un paje entró a avisarme que estaba listo el caballo que una hora antes le había mandado preparar.
—Cuando vuelvas de tu paseo —díjome mi padre— contestaremos esa carta, y la llevarás tú mismo al pueblo, puesto que mañana debías de todos modos dar una vuelta a las haciendas.
—No me demoraré —dije saliendo.
Necesitaba disimular lo que sufría; llamar en la soledad aquella dulce esperanza que me había halagado para dejarme luego solo ante la realidad del temido viaje; necesitaba llorar a solas, para que María no viera mis lágrimas... ¡Ah!, si ella hubiese podido saber cuántas brotaban de mi corazón en aquel instante, tampoco habría esperado ya.
Descendí a las anchas vegas del río, donde acercándose a las llanuras es menos impetuoso: formando majestuosas curvas, pasa al principio por en medio de colinas pulcramente alfombradas, de las que ruedan a unírsele torrentes espumosos, y sigue luego acariciando los follajes de los carboneros y guayabales de la orilla; se oculta después bajo las últimas cintas monta­ñosas donde parece darle en murmullos sus últimos adioses a la soledad, y al fin piérdese a lo lejos, muy lejos en la pampa azul, donde en aquel momento el Sol al esconderse tornasolaba de lila y oro su raudal.
Cuando regresé ascendiendo por los tortuosos senderos de la ribera, la noche estaba engalanada ya con todos los esplendo­res del estío. Las albas espumas del río pasaban resplande­cientes, y las ondas mecían los cañaverales como diciendo secretos a las auras que venían a peinarles los plumajes. Los no sombreados remansos reflejaban en su fondo temblorosas las estrellas; y donde los ramajes de la selva de una y otra orilla se enlazaban formando pabellones misteriosos, brillaba la luz fosfórica de las luciérnagas errantes. Sólo el grillar de los insectos nocturnos turbaba aquel silencio de los bos­ques; pero de tiempo en tiempo el bujío, guardián de las negras espesuras, revoloteaba a mi alrededor haciéndome oír su silbido siniestro.
La casa, aunque iluminada ya, estaba silenciosa cuando entre­gué en la gradería el caballo a Juan Angel.
Me esperaba mi padre paseándose en el salón: la familia se hallaba reunida en el oratorio.
—Has tardado —me dijo mi padre—: ¿quieres que escribamos esas cartas?
—Quisiera que antes habláramos algo sobre mi viaje.
—A ver —me contestó sentándose en un sofá.
Yo permanecí en pie cerca de una mesa y dando la espalda a la bujía que nos alumbraba.
—Después de la desgracia ocurrida —le dije— después de esa pérdida, cuyo valor puedo valuar, estimo indispensable mani­festar a usted que no lo creo obligado a hacer el sacrificio que le exige la conclusión de mis estudios. Antes de que los intereses de la casa sufrieran este desfalco indiqué a usted que me sería muy satisfactorio en adelante ayudarle en sus trabajos; y a su negativa de entonces nada pude replicar. Hoy las circunstancias son muy distintas: todo me hace esperar que usted aceptará mi ofrecimiento; y yo renuncio gustoso al bien que usted quiere hacerme enviándome a concluir mi carrera, porque es un deber mío relevar a usted de esa especie de compromiso que para conmigo tiene contraído.
—Todo eso —me respondió— está hasta cierto punto juiciosa­mente pensado. Aunque haya motivos para que hoy más que antes te sea temible ese viaje, no puedo dejar de conocer, a pesar de todo, que te dominan al hablar así nobles sentimientos. Pero debo advertirte que mi resolución es irrevocable. Los gastos que el resto de tu educación me cause en nada empeora­rán mi situación, y una vez concluida tu carrera, la familia cosechará abundante fruto de la semilla que voy a sembrar. Por lo demás —añadió después de una corta pausa, durante la cual volvió a pasearse por el salón— creo que tienes el noble orgullo necesario para no pretender cortar lastimosamente lo que tan bien has empezado.
—Haré cuanto esté a mi alcance —le contesté completamente desesperanzado ya—; haré cuanto pueda para corresponder a lo que usted espera de mí.
—Así debe ser. Vete tranquilo. Estoy seguro de que a tu regreso ya habré conseguido llevar a cabo con fortuna los proyectos que tengo para pagar lo que debo. Tu posición será, pues, muy buena dentro de cuatro años, y María será entonces tu esposa.
Permaneció silencioso otra vez por algunos momentos, y dete­niéndose al fin delante de mí, dijo:
—Vamos pues a escribir; trae aquí lo necesario, no sea que me haga mal salir al escritorio.
Había acabado de dictarme una larga y afectuosa carta para el señor A..., y quiso que mi madre, que se presentó en ese momento en el salón, la oyera leer. Esto era en el fondo lo que leía yo a tiempo que María entró trayendo el servicio de té para mi padre, ayudada por Estéfana:
“Efraín estará listo para marchar a Cali el treinta de enero; lo encontrará usted allí y podrán seguir para Buenaventura el dos de febrero, como usted lo desea”.
Seguían las fórmulas de estilo.
María, a quien daba yo la espalda, puso sobre la mesa y al alcance de mi padre el plato y taza que llevaba. Quedó al hacerlo iluminada de lleno por la luz de la mesa; estaba casi lívida: al recibir la tetera que le presentaba Estéfana, se apoyó con la mano izquierda en el espaldar de la silla que yo ocupaba, y tuvo que sentarse en el sofá inmediato mientras mi padre se servía el azúcar. El le presentó la taza y ella se puso en pie para llenarla, pero le temblaba la mano de tal manera, que viendo mi padre que el té se derramaba, miró a María diciéndole:
—Basta... basta, hija.
No se le ocultaba a él la causa de aquella turbación. Si­guiendo a María con la mirada mientras ella se dirigía apresu­radamente al comedor, y fijándola después en mi madre, le hizo esta pregunta que sus labios no tenían necesidad de pronun­ciar:
—¿Ves esto?
Todos quedamos en silencio; y a poco salí yo con pretexto de llevar al escritorio los útiles que había traído.


XXXIX
A las ocho sonó la campanilla del comedor; pero no me conside­ré con la serenidad necesaria para estar cerca de María des­pués de lo ocurrido.
Mi madre llamó a la puerta de mi cuarto.
—¿Es posible —me dijo cuando hubo entrado— que te dejes dominar así por este pesar? ¿No podrás, pues, hacerte tan fuerte como otras veces has podido? Así ha de ser, no sólo porque tu padre se disgustará, sino porque eres el llamado a darle ánimo a María.
En su voz había, al hablarme así, un dulce acento de recon­vención hermanado con el más musical de la ternura.
Continuó haciéndome la relación de todas las ventajas que iba a reportarme aquel viaje, sin disimularme los dolores por los cuales tendría que pasar; y terminó diciéndome:
—Yo, en estos cuatro años que no estarás a mi lado, veré en María no solamente a una hija querida sino a la mujer destina­da a hacerte feliz y que tanto ha sabido merecer el amor que le tienes: le hablaré constantemente de ti y procuraré hacerle esperar tu regreso como premio de tu obediencia y de la suya.
Levanté entonces la cabeza, que sostenían mis manos sobre la mesa, y nuestros ojos arrasados de lágrimas se buscaron y se prometieron lo que los labios no saben decir.
—Ve, pues, al comedor —me dijo antes de salir— y disimula cuanto te sea posible. Tu padre y yo hemos estado hablando mucho respecto de ti, y es muy probable que se resuelva a hacer lo que puede servirte ya de mayor consuelo.
Solamente Emma y María estaban en el comedor. Siempre que mi padre dejaba de ir a la mesa, yo ocupaba la cabecera. Sentadas a uno y otro lado de ella, me esperaban las dos. Se pasó algún espacio sin que hablásemos. Sus fisonomías, ambas tan bellas, denunciaban mayor pena que hubieran podido expresar; pero estaba menos pálida la de mi hermana, y sus miradas no tenían aquella brillante languidez de ojos hermosos que han llorado. Esta me dijo:
—¿Vas por fin mañana a la hacienda?
—Sí, pero no me estaré allí sino dos días.
—Llevarás a Juan Angel para que vea a su madre; tal vez se haya ella empeorado.
—Lo llevaré. Higinio escribe que Feliciana está peor y que el doctor Mayn, que la había estado recetando, ha dejado de hacerlo desde ayer, por haber seguido a Cali, donde se le llamaba con urgencia.
—Dile a Feliciana muchas cosas afectuosas en nuestro nombre —me dijo María—: que si sigue enferma, le suplicaremos a mamá que nos lleve a verla.
Emma volvió a interrumpir el silencio que había seguido al diálogo anterior para decirme:
—Tránsito, Lucía y Braulio estuvieron aquí esta tarde y sintieron mucho no encontrarte: te dejaron muchas saludes. Nosotras habíamos pensado ir a verlos el domingo próximo: se han manejado tan finamente durante la enfermedad de papá.
—Iremos el lunes, que ya estaré yo aquí —le repuse.
—Si hubieras visto lo que se entristecieron cuando les hablé de tu viaje a Europa...
María me ocultó el rostro volviéndose como a buscar algo en la mesa inmediata, mas ya había yo visto brillar las lágrimas que ella intentaba ocultarnos.
Estéfana vino en aquel momento a decirle que mi madre la llamaba.
Paseábame en el comedor con la esperanza de poder hablar a María antes de que se retirase. Emma me dirigía algunas veces la palabra como para distraerme de las penosas reflexiones que conocía me estaban atormentando.
La noche continuaba serena: los rosales estaban inmóviles; en las copas de los árboles cercanos no se percibía un susurro; y solamente los sollozos del río turbaban aquella calma y silen­cio imponentes. Sobre los ropajes turquíes de las montañas blanqueaban algunas nubes desgarradas, como chales de gasa nívea que el viento hiciese ondear sobre la falda azul de una odalisca; y la bóveda diáfana del cielo se arqueaba sobre aquellas cumbres sin nombre, semejante a una urna convexa de cristal azulado incrustada de diamantes.
María tardaba ya. Mi madre se acercó a indicarme que pasara al salón: me supuse que deseaba aliviarme con sus dulces promesas.
Sentado mi padre en un sofá, tenía a su lado a María, cuyos ojos no se levantaron para verme. El me señaló un lugar des­ocupado cerca de ella. Mi madre se colocó en una butaca inme­diata a la que ocupaba mi padre.
—Bien, mi hija —dijo éste a María, la cual, con los ojos bajos aún, jugaba con una de las peinetitas de sus cabellos—; ¿quieres que repita la pregunta que te hice cuando tu mamá salió, para que me la respondas delante de Efraín?
Mi padre sonreía y ella meneó lentamente la cabeza en señal de negativa.
—Y entonces, ¿cómo haremos? —insistió él.
María se atrevió a mirarme un instante; y esa mirada me lo reveló todo: ¡aún no habían pasado todos nuestros días de felicidad!
—¿No es cierto —volvió a preguntarle mi padre— que prometes a Efraín ser su esposa cuando él regrese de Europa?
Ella volvió, después de unos momentos de silencio, a buscar mis ojos con los suyos, y ocultándome de nuevo sus miradas negras y pudorosas, respondió:
—Si él lo quiere así...
—¿No sabes si lo quiere? —le replicó casi riendo mi padre.
María calló sonrojada, y las vivas tintas que en sus mejillas mostró ese rubor, no desaparecieron de ellas aquella noche. Mirábala mi madre de la manera más tierna que ojos de madre pueden mirar. Creí por un instante que estaba gozando de alguno de esos sueños en que María me hablaba con aquel acento que le acababa de oír, y en que sus miradas tenían la brillan­te humedad que estaba yo espiando en ellas.
—¿Tú sabes que lo quiero así?, ¿no es cierto? —le dije.
—Sí, lo sé —contestó con voz apagada.
—Di a Efraín ahora —le dijo mi padre sin sonreírse ya— las condiciones con que tú y yo le hacemos esa promesa.
—Con la condición —dijo María— de que se vaya contento... cuanto es posible.
—¿Cuál otra, hija?
—La otra es que estudie mucho para volver pronto... ¿no es así?
—Sí —contestó mi padre, besándole la frente— y para merecer­te. Las demás condiciones las pondrás tú. ¿Conque te gustan? —añadió volviéndose a mí y poniéndose en pie.
Yo no tuve palabras qué responderle; y estreché fuertemente entre las mías la mano que él me tendía al decirme:
—Hasta el lunes, pues; fíjate bien en mis instrucciones y lee muchas veces el pliego.
Mi madre se acercó a nosotros y abrazó nuestras cabezas juntándolas de modo que involuntariamente tocaron mis labios la mejilla de María; y salió dejándonos solos en el salón.
Largo tiempo debió correr desde que mi mano asió en el sofá la de María y nuestros ojos se encontraron para no dejar de mirarse hasta que sus labios pronunciaron estas palabras:
—¡Qué bueno es papá! ¿No es verdad?
Le signifiqué que sí, sin que mis labios pudieran balbucir una sílaba.
—¿Por qué no hablas? ¿Te parecen buenas las condiciones que pone?
—Sí, María. ¿Y cuáles son las tuyas en pago de tanto bien?
—Una sola.
—Dila.
—Tú la sabes.
—Sí, sí; pero hoy sí debes decirla.
—Que me ames siempre así —respondió, y su mano se enlazó más estrechamente con la mía.
XL
Cuando llegué a las haciendas en la mañana del día siguiente, encontré en la casa de habitación al médico que reemplazaba a Mayn en la asistencia de Feliciana. El, por su porte y fisono­mía, parecía más un capitán retirado que lo que aseguraba ser. Me hizo saber que había perdido toda esperanza de salvar a la enferma, pues que estaba atacada de una hepatitis que en su último período resistía ya a toda clase de aplicaciones; y concluyó manifestándome ser de opinión que se llamara un sacerdote.
Entré al aposento donde se hallaba Feliciana. Ya estaba Juan Angel allí, y se admiraba de que su madre no le respondiera el alabarle a Dios. El encontrar a Feliciana en tan desesperante estado no podía menos de conmoverme.
Di orden para que se aumentase el número de esclavas que le servían; hice colocarla en una pieza más cómoda, a lo cual ella se había opuesto humildemente, y se mandó por el sacerdo­te al pueblo.
Aquella mujer que iba a morir lejos de su patria; aquella mujer que tan dulce afecto me había tenido desde que fue a nuestra casa; en cuyos brazos se durmió tantas veces María siendo niña... Pero he aquí su historia, que referida por Feliciana con rústico y patético lenguaje, entretuvo algunas veladas de mi infancia.
Magmahú había sido desde su adolescencia uno de los jefes más distinguidos de los ejércitos de Achanti25, nación poderosa del Africa occidental. El denuedo y pericia que había mostrado en las frecuentes guerras que el rey Say Tuto Kuamina sostuvo con los Achimis hasta la muerte de Orsué, caudillo de éstos; la completa victoria que alcanzó sobre las tribus del litoral sublevadas contra el rey por Carlos Macharty, a quien Magmahú mismo dio muerte en el campo de batalla, hicieron que el monarca lo colmara de honores y riquezas, confiándole al propio tiempo el mando de todas sus tropas, a despecho de los émulos del afortunado guerrero, los cuales no le perdonaron nunca el haber merecido tamaño favor.
Pasada la corta paz conseguida con el vencimiento de Ma­charty, pues los ingleses, con ejército propio ya, amenazaban a los Achantis, todas las fuerzas del reino salieron a campa­ña.
Empeñóse la batalla, y pocas horas bastaron a convencer a los ingleses de la insuficiencia de sus mortíferas armas contra el valor de los africanos. Indecisa aún la victoria, Magmahú, resplandeciente de oro, y terrible en su furor, recorría las huestes animándolas con su intrepidez, y su voz dominaba el estruendo de las baterías enemigas. Pero en vano envió repeti­das órdenes a los jefes de las reservas para que entrasen en combate atacando el flanco más debilitado de los invasores. La noche interrumpió la lucha; y cuando a la primera luz del siguiente día pasó revista Magmahú a sus tropas, diezmadas por la muerte y la deserción y acobardadas por los jefes que impidieron la victo­ria, comprendió que iba a ser vencido, y se preparó para luchar y morir. El rey, que llegó en tales terribles momentos al campo de sus huestes, las vio, y pidió la paz. Los ingleses la concedieron y celebraron tratados con Say Tuto Kuamina. Desde aquel día perdió Magmahú el favor de su rey.
Irritado el valiente jefe con la injusta conducta del monar­ca, y no queriendo dar a su émulos el placer de verle humilla­do, resolvió expatriarse. Antes de partir determinó arrojar a la corrientes del Tando la sangre y las cabezas de sus más hermosos esclavos, como ofrenda a su Dios. Sinar era entre ellos el más joven y apuesto. Hijo éste de Orsué, el desdicha­do caudillo de los Achimis, cayó prisionero lidiando valeroso en la sangrienta jornada en que su padre fue vencido y muerto; mas temiendo Sinar y sus compatriotas esclavos la saña impla­cable de los Achantis, les habían ocultado la noble estirpe

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