—Esa bebida es
narcótica —le indiqué por tranquilizarla.
—Pero el
delirio no es tan constante ya. ¿Qué te ha dicho el doctor?
—Que es
necesario esperar un poco para hacer remedios más enérgicos.
—Vete a
acostar, que con nosotras hay ya; oye, son la tres y media. Yo despertaré a
Emma para que me acompañe, y tú conseguirás que mamá descanse también un rato.
—Te has puesto
pálida; esto va a hacerte muchísimo daño.
Ella estaba frente al espejo del
tocador de mi madre, y se miró en él pasándose las manos por las sienes para
medio arreglarse los cabellos al responderle:
—No tanto: verás cómo nada se me nota.
—Si descansas un rato ahora, puede ser;
te haré llamar cuando sea de día.
Conseguí que las tres me dejaran solo,
y me senté a la cabecera.
El sueño del enfermo continuó
intranquilo, y a veces se le percibían palabras mal articuladas del delirio.
Durante una
hora desfilaron en mi imaginación todos los cuadros horrorosos que vendrían en
pos de una desgracia, en la cual no podía detenerme a pensar sin que se
contrajera mi corazón dolorosamente.
Empezaba a
amanecer; algunas líneas luminosas entraban por las rendijas de las puertas y
ventanas; la luz de la lámpara fue haciéndose más y más pálida; se oían ya los
cantos de los coclíes y los de las aves domésticas.
Entró el
doctor.
—¿Lo han
llamado a usted? —le pregunté.
—No; es que
necesito estar aquí ahora. ¿Cómo ha continuado?
Le indiqué lo
que había yo observado; tomó el pulso, mirando al mismo tiempo su reloj.
—Absolutamente
nada —dijo como para sí—. ¿La bebida? —añadió.
—La ha tomado
una vez más.
—Démosle otra
toma; y para no incomodarlo de nuevo, le pondremos ahora los cáusticos.
Hicímoslo todo
ayudados por Emma.
El médico
estaba visiblemente preocupado.
XXXVII
Después
de tres días, la fiebre resistía aún a todos los esfuerzos del médico para
combatirla: los síntomas eran tan alarmantes, que ni a él mismo le era posible
ocultar en ciertos momentos la angustia que le dominaba.
Eran las doce
de la noche. El doctor me llamó disimu-ladamente al salón para decirme:
—Usted no
desconoce el peligro en que se halla su padre: no me queda ya otra esperanza
que la que tengo en los efectos de una copiosa sangría que voy a darle, para lo
cual está preparado convenientemente.
Si ella y
los medicamentos que ha tomado esta tarde no producen de aquí al amanecer una
excitación y un delirio crecientes, es difícil conseguir ya una crisis. Es
tiempo de manifestar a usted —continuó después de alguna pausa— que si al venir
el día no se hubiere presentado esa crisis, nada me resta por hacer. Por ahora,
haga usted que la señora se retire, porque, suceda o no lo que deseo, ella no
debe estar en la habitación: es más de medianoche, y ése es un buen pretexto
para suplicarle tome algún descanso. Si usted lo juzga conveniente, ruegue
también a las señoritas que nos dejen solos.
Le observé
que estaba seguro de que ellas se resistirían y que dado que se consiguiera,
aquello podía desconsolar más a mi madre.
—Veo que
usted se hace cargo de lo que está pasando, sin perder el valor que el caso
requiere —me dijo examinando escrupulosamente, a la luz de la bujía inmediata,
las lancetas de su estuche de bolsillo—. No hay que desesperar todavía.
Salimos del
salón para ir a poner por obra lo que él estimaba como último recurso.
Mi padre
estaba dominado por el mismo sopor: durante el día y lo corrido de la noche no
había cesado el delirio. Su inmovilidad tenía algo de la que produce el
agotamiento de las últimas fuerzas: casi sordo a todo llamamiento, solamente
los ojos, que abría con dificultad algunas veces, dejaban conocer que oía; y su
respiración era anhelosa.
Mi madre
sollozaba sentada a la cabecera de la cama, apoyada la frente en los
almohadones y teniendo entre las manos una de las de mi padre. Emma y María,
ayudadas por Luisa, que aquella noche había venido a reemplazar a sus hijas,
preparaban los útiles para el baño en que se iba a dar la sangría.
Mayn pidió
la luz; María la acercó a la cama: por el rostro le rodaban como a su pesar
algunas lágrimas mientras el médico estuvo haciendo el examen que deseaba.
A la hora, terminado ya todo lo que el
doctor estimaba como extremo recurso, nos dijo:
—Cuando el
reloj dé las dos y media, debo estar aquí; pero si me vence el sueño, que me
llamen.
Señalando en
seguida al enfermo, añadió:
—Se le debe
dejar en completa calma.
Y se retiró
después de haber dicho casi risueño alguna chanza a las muchachas sobre la
necesidad que tienen los viejos de dormir a tiempo: jovialidad digna de
agradecérsele, pues que no tenía más objeto que tranquilizarlas.
Mi madre volvió
a ver si lo que durante una hora se había estado haciendo producía algún efecto
consolador; pero logramos convencerla de que el doctor estaba lleno de
esperanzas para el día siguiente; y abrumada por el cansancio, se durmió en el
departamento de Emma, donde quedó Luisa haciéndole compañía.
Dio las dos el
reloj.
María y Emma
sabían ya que el doctor deseaba la manifestación de ciertos síntomas, y
espiaron largo tiempo con anhelosa curiosidad el sueño de mi padre.
El enfermo
parecía más tranquilo, y había pedido una vez agua, aunque con voz muy débil,
bastante inteligible, lo cual les hizo concebir esperanza de que la sangría
produjera buenos resultados.
Emma, después
de inútiles esfuerzos para evitarlo, se durmió en la poltrona que estaba a la
cabecera de la cama. María, reclinada al principio en uno de los brazos del
pequeño sofá que ocupábamos, había dejado caer sobre éste, rendida al fin, la
cabeza, cuyo perfil resaltaba en el damasco color de púrpura de los
almohadones; habiéndosele desembozado el pañolón de seda que llevaba, negreaba
rodado sobre el nevado linón de la falda, que con los boleros ajados parecía, a
favor de la sombra, formada de espumas. En medio del silencio que nos rodeaba
se percibía su respiración, suave como la de un niño que se ha dormido en nuestros
brazos.
Sonaron las
tres. El ruido del reloj hizo hacer un ligero movimiento a María como para
incorporarse; pero fue más poderoso otra vez el sueño que su voluntad. Hundida
la cintura en el ropaje que de ella descendía a la alfombra, quedaba visible un
pie casi infantil, calzado con una chinela roja salpicada de lentejuelas.
Yo la contemplaba
con indecible ternura, y mis ojos, vueltos algunas veces hacia el lecho de mi
padre, tornaban a buscarla, porque mi alma estaba allí, acariciando esa frente,
escuchando los latidos de ese corazón, esperando oír a cada instante alguna
palabra que me revelase alguno de sus sueños, porque sus labios como que
intentaban balbucirla.
Un quejido
doloroso del enfermo interrumpió aquel enajenamiento aliviador de mi espíritu;
y la realidad reapareció tan espantosa como era.
Acerquéme al
lecho: mi padre, que se apoyaba en uno de sus brazos, me miró con tenaz
fuerza, diciéndome al cabo:
—Acércame la
ropa, que es muy tarde ya.
—Es de
noche, señor —le respondí.
—¿Cómo de
noche? Quiero levantarme.
—Es
imposible —le observé suavemente—. ¿No ve usted que le causaría mucho daño?
Dejó caer
otra vez la cabeza en los almohadones, y pronunciaba en voz baja palabras que
no entendí, mientras movía las manos pálidas y enflaquecidas, cual si estuviese
haciendo una cuenta. Viéndole buscar alguna cosa a su lado, le presenté mi pañuelo.
—Gracias —me
dijo, cual si hablase con un extraño; y después de enjugarse los labios con él,
buscó sobre la colcha que lo cubría, un bolsillo para guardarlo.
Volvió a
quedarse dormido algunos momentos. Me acercaba a la mesa para saber la hora en
que el delirio había empezado, cuando él, sentado en la cama y descorriendo las
cortinas que le ocultaban la luz, dejó ver la cabeza lívida y de asombrado
mirar, diciéndome:
—¿Quién está ahí?... ¡Hola! ¡Hola!
Sobrecogido de cierto espanto
invencible, a pesar de lo que prometía aquel delirio tan semejante a la locura,
procuré reducirlo a que se acostara. Clavando él en mí una mirada casi terrible,
preguntó:
—¿No estuvo él aquí? En este momento se
ha levantado de esa silla.
—¿Quién?
Pronunció el
nombre que yo me temía.
Pasado un
cuarto de hora, incorporóse otra vez diciéndome con voz más vigorosa ya:
—No le permita
que entre; que me espere. A ver la ropa.
Le supliqué que
no insistiera en levantarse, pero en tono imperativo replicó:
—¡Oh! ¡Qué
necedad!... ¡La ropa!
Se me ocurrió
que María, que había ejercido sobre él en momentos semejantes tan poderosa
influencia, podría ayudarme; mas no me resolví a separarme del lecho, temeroso
de que mi padre se levantase. El estado de debilidad real en que se hallaba le
impedía permanecer mucho tiempo sentado; y volvió a reclinarse aparentemente
tranquilo. Entonces me acerqué a María, y tomándole la mano que le pendía sobre
la falda, la llamé muy quedo. Ella, sin apartar la mano de la mía, se incorporó
sin abrir los ojos; mas luego que me vio se apresuró a cubrirse los hombros con
el pañolón, y poniéndose en pie me dijo:
—¿Qué se
necesita, ah?
—Es —le
respondí— que el delirio ha empezado, y deseo que me acompañes por si el acceso
es muy fuerte.
—¿Cuánto tiempo
hace?
—Va para una
hora.
Se acercó al
lecho casi contenta por la buena noticia que yo le daba, y alejándose en
puntillas de él, vino a decirme:
—Pero está
dormido otra vez.
—Ya verás que eso dura poco.
—¿Y por qué no me habías despertado
antes?
—Dormías tan
profundamente, que me dio pena hacerlo.
—¿Y Emma
también? Ella tiene la culpa de que me haya dormido yo.
Se acercó a
Emma y me dijo:
—Mira qué linda
está. ¡Pobre! ¿La llamamos?
—Ya ves —le
contesté— que da lástima despertar a quien duerme así.
Le tomó el
labio inferior a mi hermana, y cogiéndole después con ambas manos la cabeza, la
llamó inclinándose hasta que se tocaron sus frentes. Emma despertó casi
asustada, pero sonriendo al punto, tomó en las suyas las manos con que María le
acariciaba las sienes.
Mi padre acababa
de sentarse con más facilidad de la que hasta entonces había tenido. Permaneció
unos momentos silencioso y como espiando los ángulos oscuros del aposento. Las
muchachas lo miraban aterradas.
—¡Voy allá!
—prorrumpió él al fin—; ¡voy en este instante!
Buscó algo
sobre la cama, y dirigiéndose de nuevo a quien creía lo esperaba, añadió:
—Perdone
usted que lo haga esperar un instante.
Y
dirigiéndose a mí:
—¡Mi ropa!...
¿Qué es esto? ¡La ropa!
María y Emma
permanecían inmóviles.
—Es que no
está aquí —le respondí— han ido a traerla.
—¿Para qué se
la han llevado?
—La habrán
ido a cambiar por otra.
—Pero ¿qué
demora es ésta? —dijo enjugándose el sudor de la frente—. ¿Los caballos están
listos? —continuó.
—Sí, señor.
—Vaya y diga a
Efraín que lo espero para que montemos antes de que se haga tarde. ¡Muévase,
hombre! Juan Angel, el café. ¡No, no... esto es intolerable!
Y se acercaba al borde de la cama para
saltar al suelo. María aproximóse a él diciéndole:
—No, papá, no haga eso.
—¿Que no qué?
—le respondió con aspereza.
—Que si se
levanta se impacientará el doctor, porque le hará a usted mal.
—¿Qué doctor?
—Pues el médico
que ha venido a verlo, porque usted está enfermo.
—Yo estoy
bueno, ¿oyes? ¡Bueno!, y quiero levantarme. ¿Ese niño dónde está, que no
aparece?
—Es necesario
que yo llame a Mayn, dije al oído a María.
—No, no —me
contestó, deteniéndome de una mano y ocultándole con su cuerpo aquel ademán a
mi padre.
—Pero si es
indispensable.
—Es que no
debes dejarnos solas. Dile a Emma que vaya a despertar a Luisa para que lo
llame.
Lo hice así, y
Emma salió.
Mi padre
insistía, irritado ya, en levantarse. Hube de alcanzarle la ropa que pedía y
me resolví a ayudarle a vestirse, cerrando antes las cortinas. Saltó de la cama
inmediatamente que se creyó vestido. Estaba lívido, contraído el ceño;
agitábale los labios un temblor constante cual si estuviese poseído de ira, y
sus ojos tenían un brillo siniestro al girar en las órbitas buscando algo por
todas partes. El pie sangrado le impedía andar bien a pesar de que había
aceptado mi brazo para apoyarse. María, en pie, las manos cruzadas sobre la
falda y dejando conocer en su rostro el afán y el dolor que la angustiaba, no
se atrevía a dar un paso hacia nosotros.
—Abra esa
puerta —dijo mi padre acercándose a la que conducía al oratorio.
Le obedecí. El
oratorio estaba sin luz. María se apresuró a precedernos con una, y colocándola
cerca de aquella bella imagen de la Virgen que tanto se le parecía, pronunció
palabras que no oí, y sus ojos suplicantes se fijaron arrasados de lágrimas en
el rostro de la imagen. Mi padre se detuvo en el umbral. Su mirada se hizo
menos intranquila, y se apoyó con mayor fuerza en mi brazo.
—¿Desea usted sentarse? —le pregunté.
—Sí... bueno... Vamos —respondió con
voz casi suave.
Lo había vuelto
yo a acomodar en la cama cuando entró el doctor: se le refirió lo que había
pasado y se mostró contento, después de pulsarlo.
A la media
hora, se acercó Mayn otra vez a examinar al enfermo, que dormía profundamente:
preparó una poción y entregándosela a María, le dijo:
—Usted va a
darle esto, instándole para que lo tome con esa dulzurita que tenemos.
Ella tomó la
copa con cierto temor, y nos acercamos a la cama llevando yo la luz. El doctor
se ocultó tras de las cortinas para observar al enfermo sin ser visto.
María llamó a
mi padre con su más suave acento. El, luego que despertó, se llevó la mano al
costado, quejándose al mismo tiempo; fijóse en María, que le instaba para que
tomase la poción, y le dijo:
—Por
cucharadas; no puedo levantarme.
Ella empezó a darle
así la bebida.
—¿Está dulce?
—le preguntó.
—Sí, pero basta
con eso ya.
—¿Tiene mucho
sueño?
—Sí. ¿Qué hora
es?
—Va a amanecer.
—¿Tu mamá?
—Descansando un
rato. Tome unas cucharadas más de esto y dormirá muy bien después.
El significó
con la cabeza que no. María buscó los ojos del médico para consultarle, y él le
hizo seña para que le diera más de la bebida. El enfermo se resistía y ella le
dijo, haciendo ademán de que probara el contenido de la copa:
—Si es muy agradable. Otra cucharada,
otra, y no más.
Los labios de mi padre se contrajeron
intentando sonreír, y recibieron el líquido. María se los enjugó con su
pañuelo, diciéndole con la misma ternura con que solía despedirse de Juan
después de dejarlo acostado.
—Bueno, pues:
ahora a dormir mucho.
Y cerró las
cortinas.
—Con una
enfermera como usted —le observó el doctor a tiempo que ella colocaba la luz
sobre la mesa— no se moriría ninguno de mis enfermos...
—¿Es decir
que ya?... —le interrumpió ella.
—Respondo de
todo.
XXXVIII
Pasados diez días, mi padre estaba
convaleciente, y la alegría había vuelto a nuestra casa. Cuando una enfermedad
nos ha hecho temer la pérdida de una persona amada, aquel temor aviva nuestros
más dulces afectos hacia ella, y hay en los cuidados que le prodigamos, alejado
ya el peligro, una ternura capaz de desarmar a la muerte misma.
Había
recomendado el médico que se procurase al espíritu del enfermo la mayor
tranquilidad posible. Se evitaba cuidadosamente hablarle de negocios. Luego que
pudo levantarse, le instamos que eligiera un libro para leer en algunos ratos y
escogió el Diario de
Napoleón en Santa Elena, lectura que siempre lo conmovía hondamente.
Reunidos en
el costurero de mi madre, nos turnábamos para leerle Emma, María y yo, y si lo
notábamos alguna vez dominado por la tristeza, Emma tocaba la guitarra para
distraerlo. Otras veces solía él hablarnos de los días de su niñez, de sus
padres y hermanos, o nos refería con entusiasmo los viajes que había hecho en
su primera juventud. En ocasiones se chanceaba con mi madre criticando las
costumbres del Chocó, por reír al oírla hacer la defensa de su tierra natal.
—¿Cuántos años tenía yo cuando nos
casamos? —le preguntó una vez, después de haber hablado de los primeros días de
su matrimonio y de un incendio que los dejó completamente arruinados a los dos
meses de verificado aquél.
—Veintiuno —respondió ella.
—No, hija;
tenía veinte. Yo engañé a la señora (así llamaba a su suegra) temeroso de que
me creyese muy muchacho. Como las mujeres, cuando sus maridos empiezan a
envejecer, nunca recuerdan bien los años que ellos tienen, fácil me ha sido
luego rectificar la cuenta.
—¿Veinte años
no más? —preguntó Emma admirada.
—Ya lo oyes
—respondió mi madre.
—Y usted,
¿cuántos, mamá? —preguntó María.
—Yo tenía
dieciséis: un año más de los que tienes tú.
—Pero dile que
te cuente —dijo mi padre— la importancia que se daba para conmigo desde que
tuvo quince, que fue entonces cuando yo resolví casarme con ella y hacerme
cristiano.
—A ver, mamá
—dijo María.
—Pregúntale a
él primero —respondió mi madre— a qué se resolvió por eso que él llama la
importancia que para con él me daba.
Todos nos volvimos hacia mi padre, y él
dijo:
—A casarme.
Interrumpió aquella conversación la
llegada de Juan Angel, que venía del pueblo trayendo la correspondencia. Entregó
algunos periódicos y dos cartas, ambas firmadas por el señor A..., y una de
ellas de fecha bastante atrasada.
Luego que vi
las firmas, se las pasé a mi padre.
—¡Ah!, sí —dijo
devolviéndomelas—; esperaba cartas de él.
La primera se
reducía a anunciar que no podría emprender su viaje a Europa sino pasados
cuatro meses, lo cual avisaba para que no se precipitasen los preparativos del
mío. No me atreví a dirigir una sola mirada a María, temeroso de provocar una
emoción mayor que la que me dominaba; pero vino en mi ayuda la reflexión que
hice instantáneamente de que si mi viaje no se frustraba, me quedaban aún más
de tres meses de felicidad. María estaba pálida, y pretextaba buscar algo en su
cajita de costura, que tenía sobre las rodillas. Mi padre, completamente
tranquilo, esperó a que yo concluyese la lectura de la primera carta para
decir:
—Qué se va a
hacer: veamos la otra.
Leí los
primeros renglones, y comprendiendo que iba a serme imposible disimular mi
turbación, me acerqué a la ventana como para ver mejor, y poder dar así la
espalda a los que oían. La carta decía literalmente esto, en su parte
sustancial:
“Hace quince
días que escribí a usted avisándole que me veía precisado a retardar por cuatro
meses más mi viaje; pero habiéndose allanado cuando y como yo no lo esperaba,
los inconvenientes que se me habían presentado, me apresuro a dirigirle esta
carta con el objeto de anunciarle que el 30 del próximo enero estaré en Cali,
donde espero encontrar a Efraín para que nos pongamos en marcha hacia el puerto
el dos de febrero.
”Aunque tuve el
pesar de saber que una grave enfermedad lo había tenido a usted en cama, poco
después recibí la agradable noticia de que estaba ya fuera de peligro. Doy a
usted y a su familia la enhorabuena por el pronto restablecimiento de su salud.
”Espero, pues,
que no habrá inconveniente alguno para que usted me proporcione el placer de
llevar la grata compañía de Efraín, por quien, como usted sabe, he tenido
siempre tan particular cariño. Sírvase mostrarle esta parte de mi carta”.
Cuando volví a
buscar mi asiento, encontré las miradas de mi padre fijas en mí. María y mi
hermana salían en aquel momento al salón, y ocupé la butaca que la primera
acababa de dejar, por estar este asiento más a la sombra.
—¿Cuántos
tenemos hoy? —preguntó mi padre.
—Veintiséis —le
respondí.
—Nos queda solamente un mes; es
necesario no dormirse.
Había en el acento con que pronunció
aquellas palabras, y en su semblante, toda la tranquilidad que revela una
resolución inmutable.
Un paje entró a
avisarme que estaba listo el caballo que una hora antes le había mandado
preparar.
—Cuando
vuelvas de tu paseo —díjome mi padre— contestaremos esa carta, y la llevarás tú
mismo al pueblo, puesto que mañana debías de todos modos dar una vuelta a las
haciendas.
—No me demoraré
—dije saliendo.
Necesitaba
disimular lo que sufría; llamar en la soledad aquella dulce esperanza que me
había halagado para dejarme luego solo ante la realidad del temido viaje;
necesitaba llorar a solas, para que María no viera mis lágrimas... ¡Ah!, si
ella hubiese podido saber cuántas brotaban de mi corazón en aquel instante,
tampoco habría esperado ya.
Descendí a
las anchas vegas del río, donde acercándose a las llanuras es menos impetuoso:
formando majestuosas curvas, pasa al principio por en medio de colinas
pulcramente alfombradas, de las que ruedan a unírsele torrentes espumosos, y
sigue luego acariciando los follajes de los carboneros y guayabales de la
orilla; se oculta después bajo las últimas cintas montañosas donde parece
darle en murmullos sus últimos adioses a la soledad, y al fin piérdese a lo
lejos, muy lejos en la pampa azul, donde en aquel momento el Sol al esconderse
tornasolaba de lila y oro su raudal.
Cuando
regresé ascendiendo por los tortuosos senderos de la ribera, la noche estaba
engalanada ya con todos los esplendores del estío. Las albas espumas del río
pasaban resplandecientes, y las ondas mecían los cañaverales como diciendo
secretos a las auras que venían a peinarles los plumajes. Los no sombreados
remansos reflejaban en su fondo temblorosas las estrellas; y donde los ramajes
de la selva de una y otra orilla se enlazaban formando pabellones misteriosos,
brillaba la luz fosfórica de las luciérnagas errantes. Sólo el grillar de los
insectos nocturnos turbaba aquel silencio de los bosques; pero de tiempo en
tiempo el bujío, guardián de las negras espesuras, revoloteaba a mi alrededor
haciéndome oír su silbido siniestro.
La casa, aunque iluminada ya, estaba
silenciosa cuando entregué en la gradería el caballo a Juan Angel.
Me esperaba mi
padre paseándose en el salón: la familia se hallaba reunida en el oratorio.
—Has tardado
—me dijo mi padre—: ¿quieres que escribamos esas cartas?
—Quisiera que
antes habláramos algo sobre mi viaje.
—A ver —me
contestó sentándose en un sofá.
Yo permanecí en
pie cerca de una mesa y dando la espalda a la bujía que nos alumbraba.
—Después de la
desgracia ocurrida —le dije— después de esa pérdida, cuyo valor puedo valuar,
estimo indispensable manifestar a usted que no lo creo obligado a hacer el sacrificio
que le exige la conclusión de mis estudios. Antes de que los intereses de la
casa sufrieran este desfalco indiqué a usted que me sería muy satisfactorio en
adelante ayudarle en sus trabajos; y a su negativa de entonces nada pude
replicar. Hoy las circunstancias son muy distintas: todo me hace esperar que
usted aceptará mi ofrecimiento; y yo renuncio gustoso al bien que usted quiere
hacerme enviándome a concluir mi carrera, porque es un deber mío relevar a
usted de esa especie de compromiso que para conmigo tiene contraído.
—Todo eso —me
respondió— está hasta cierto punto juiciosamente pensado. Aunque haya motivos
para que hoy más que antes te sea temible ese viaje, no puedo dejar de conocer,
a pesar de todo, que te dominan al hablar así nobles sentimientos. Pero debo
advertirte que mi resolución es irrevocable. Los gastos que el resto de tu
educación me cause en nada empeorarán mi situación, y una vez concluida tu
carrera, la familia cosechará abundante fruto de la semilla que voy a sembrar.
Por lo demás —añadió después de una corta pausa, durante la cual volvió a
pasearse por el salón— creo que tienes el noble orgullo necesario para no
pretender cortar lastimosamente lo que tan bien has empezado.
—Haré cuanto
esté a mi alcance —le contesté completamente desesperanzado ya—; haré cuanto
pueda para corresponder a lo que usted espera de mí.
—Así debe ser.
Vete tranquilo. Estoy seguro de que a tu regreso ya habré conseguido llevar a
cabo con fortuna los proyectos que tengo para pagar lo que debo. Tu posición
será, pues, muy buena dentro de cuatro años, y María será entonces tu esposa.
Permaneció
silencioso otra vez por algunos momentos, y deteniéndose al fin delante de mí,
dijo:
—Vamos pues a
escribir; trae aquí lo necesario, no sea que me haga mal salir al escritorio.
Había acabado
de dictarme una larga y afectuosa carta para el señor A..., y quiso que mi
madre, que se presentó en ese momento en el salón, la oyera leer. Esto era en
el fondo lo que leía yo a tiempo que María entró trayendo el servicio de té
para mi padre, ayudada por Estéfana:
“Efraín estará
listo para marchar a Cali el treinta de enero; lo encontrará usted allí y
podrán seguir para Buenaventura el dos de febrero, como usted lo desea”.
Seguían las
fórmulas de estilo.
María, a quien
daba yo la espalda, puso sobre la mesa y al alcance de mi padre el plato y taza
que llevaba. Quedó al hacerlo iluminada de lleno por la luz de la mesa; estaba
casi lívida: al recibir la tetera que le presentaba Estéfana, se apoyó con la
mano izquierda en el espaldar de la silla que yo ocupaba, y tuvo que sentarse
en el sofá inmediato mientras mi padre se servía el azúcar. El le presentó la
taza y ella se puso en pie para llenarla, pero le temblaba la mano de tal
manera, que viendo mi padre que el té se derramaba, miró a María diciéndole:
—Basta...
basta, hija.
No se le
ocultaba a él la causa de aquella turbación. Siguiendo a María con la mirada
mientras ella se dirigía apresuradamente al comedor, y fijándola después en mi
madre, le hizo esta pregunta que sus labios no tenían necesidad de pronunciar:
—¿Ves esto?
Todos quedamos
en silencio; y a poco salí yo con pretexto de llevar al escritorio los útiles
que había traído.
XXXIX
A
las ocho sonó la campanilla del comedor; pero no me consideré con la serenidad
necesaria para estar cerca de María después de lo ocurrido.
Mi madre
llamó a la puerta de mi cuarto.
—¿Es posible
—me dijo cuando hubo entrado— que te dejes dominar así por este pesar? ¿No
podrás, pues, hacerte tan fuerte como otras veces has podido? Así ha de ser, no
sólo porque tu padre se disgustará, sino porque eres el llamado a darle ánimo a
María.
En su voz
había, al hablarme así, un dulce acento de reconvención hermanado con el más
musical de la ternura.
Continuó
haciéndome la relación de todas las ventajas que iba a reportarme aquel viaje,
sin disimularme los dolores por los cuales tendría que pasar; y terminó
diciéndome:
—Yo, en estos
cuatro años que no estarás a mi lado, veré en María no solamente a una hija
querida sino a la mujer destinada a hacerte feliz y que tanto ha sabido
merecer el amor que le tienes: le hablaré constantemente de ti y procuraré
hacerle esperar tu regreso como premio de tu obediencia y de la suya.
Levanté
entonces la cabeza, que sostenían mis manos sobre la mesa, y nuestros ojos
arrasados de lágrimas se buscaron y se prometieron lo que los labios no saben
decir.
—Ve, pues, al
comedor —me dijo antes de salir— y disimula cuanto te sea posible. Tu padre y
yo hemos estado hablando mucho respecto de ti, y es muy probable que se resuelva
a hacer lo que puede servirte ya de mayor consuelo.
Solamente
Emma y María estaban en el comedor. Siempre que mi padre dejaba de ir a la
mesa, yo ocupaba la cabecera. Sentadas a uno y otro lado de ella, me esperaban
las dos. Se pasó algún espacio sin que hablásemos. Sus fisonomías, ambas tan
bellas, denunciaban mayor pena que hubieran podido expresar; pero estaba menos
pálida la de mi hermana, y sus miradas no tenían aquella brillante languidez de
ojos hermosos que han llorado. Esta me dijo:
—¿Vas por fin mañana a la hacienda?
—Sí, pero no me estaré allí sino dos días.
—Llevarás a Juan Angel para que vea a su madre; tal vez se haya
ella empeorado.
—Lo llevaré. Higinio escribe que Feliciana está peor y que el
doctor Mayn, que la había estado recetando, ha dejado de hacerlo desde ayer,
por haber seguido a Cali, donde se le llamaba con urgencia.
—Dile a
Feliciana muchas cosas afectuosas en nuestro nombre —me dijo María—: que si
sigue enferma, le suplicaremos a mamá que nos lleve a verla.
Emma volvió a
interrumpir el silencio que había seguido al diálogo anterior para decirme:
—Tránsito,
Lucía y Braulio estuvieron aquí esta tarde y sintieron mucho no encontrarte: te
dejaron muchas saludes. Nosotras habíamos pensado ir a verlos el domingo
próximo: se han manejado tan finamente durante la enfermedad de papá.
—Iremos el
lunes, que ya estaré yo aquí —le repuse.
—Si hubieras
visto lo que se entristecieron cuando les hablé de tu viaje a Europa...
María me
ocultó el rostro volviéndose como a buscar algo en la mesa inmediata, mas ya
había yo visto brillar las lágrimas que ella intentaba ocultarnos.
Estéfana vino
en aquel momento a decirle que mi madre la llamaba.
Paseábame en
el comedor con la esperanza de poder hablar a María antes de que se retirase.
Emma me dirigía algunas veces la palabra como para distraerme de las penosas
reflexiones que conocía me estaban atormentando.
La noche
continuaba serena: los rosales estaban inmóviles; en las copas de los árboles
cercanos no se percibía un susurro; y solamente los sollozos del río turbaban
aquella calma y silencio imponentes. Sobre los ropajes turquíes de las
montañas blanqueaban algunas nubes desgarradas, como chales de gasa nívea que
el viento hiciese ondear sobre la falda azul de una odalisca; y la bóveda
diáfana del cielo se arqueaba sobre aquellas cumbres sin nombre, semejante a
una urna convexa de cristal azulado incrustada de diamantes.
María
tardaba ya. Mi madre se acercó a indicarme que pasara al salón: me supuse que
deseaba aliviarme con sus dulces promesas.
Sentado mi
padre en un sofá, tenía a su lado a María, cuyos ojos no se levantaron para
verme. El me señaló un lugar desocupado cerca de ella. Mi madre se colocó en
una butaca inmediata a la que ocupaba mi padre.
—Bien, mi
hija —dijo éste a María, la cual, con los ojos bajos aún, jugaba con una de las
peinetitas de sus cabellos—; ¿quieres que repita la pregunta que te hice cuando
tu mamá salió, para que me la respondas delante de Efraín?
Mi padre
sonreía y ella meneó lentamente la cabeza en señal de negativa.
—Y entonces,
¿cómo haremos? —insistió él.
María se
atrevió a mirarme un instante; y esa mirada me lo reveló todo: ¡aún no habían
pasado todos nuestros días de felicidad!
—¿No es
cierto —volvió a preguntarle mi padre— que prometes a Efraín ser su esposa cuando
él regrese de Europa?
Ella volvió,
después de unos momentos de silencio, a buscar mis ojos con los suyos, y
ocultándome de nuevo sus miradas negras y pudorosas, respondió:
—Si él lo quiere así...
—¿No sabes si lo quiere? —le replicó
casi riendo mi padre.
María calló sonrojada, y las vivas
tintas que en sus mejillas mostró ese rubor, no desaparecieron de ellas aquella
noche. Mirábala mi madre de la manera más tierna que ojos de madre pueden
mirar. Creí por un instante que estaba gozando de alguno de esos sueños en que
María me hablaba con aquel acento que le acababa de oír, y en que sus miradas
tenían la brillante humedad que estaba yo espiando en ellas.
—¿Tú sabes que
lo quiero así?, ¿no es cierto? —le dije.
—Sí, lo sé
—contestó con voz apagada.
—Di a Efraín
ahora —le dijo mi padre sin sonreírse ya— las condiciones con que tú y yo le
hacemos esa promesa.
—Con la
condición —dijo María— de que se vaya contento... cuanto es posible.
—¿Cuál otra,
hija?
—La otra es que
estudie mucho para volver pronto... ¿no es así?
—Sí —contestó
mi padre, besándole la frente— y para merecerte. Las demás condiciones las
pondrás tú. ¿Conque te gustan? —añadió volviéndose a mí y poniéndose en pie.
Yo no tuve
palabras qué responderle; y estreché fuertemente entre las mías la mano que él
me tendía al decirme:
—Hasta el
lunes, pues; fíjate bien en mis instrucciones y lee muchas veces el pliego.
Mi madre se
acercó a nosotros y abrazó nuestras cabezas juntándolas de modo que
involuntariamente tocaron mis labios la mejilla de María; y salió dejándonos
solos en el salón.
Largo tiempo
debió correr desde que mi mano asió en el sofá la de María y nuestros ojos se
encontraron para no dejar de mirarse hasta que sus labios pronunciaron estas
palabras:
—¡Qué bueno es
papá! ¿No es verdad?
Le signifiqué
que sí, sin que mis labios pudieran balbucir una sílaba.
—¿Por qué no hablas? ¿Te parecen buenas
las condiciones que pone?
—Sí, María. ¿Y cuáles son las tuyas en pago de tanto bien?
—Una sola.
—Dila.
—Tú la sabes.
—Sí, sí; pero hoy sí debes decirla.
—Que me ames siempre así —respondió, y su mano se enlazó más
estrechamente con la mía.
XL
Cuando
llegué a las haciendas en la mañana del día siguiente, encontré en la casa de
habitación al médico que reemplazaba a Mayn en la asistencia de Feliciana. El,
por su porte y fisonomía, parecía más un capitán retirado que lo que aseguraba
ser. Me hizo saber que había perdido toda esperanza de salvar a la enferma,
pues que estaba atacada de una hepatitis que en su último período resistía ya a
toda clase de aplicaciones; y concluyó manifestándome ser de opinión que se
llamara un sacerdote.
Entré al aposento donde se hallaba Feliciana. Ya estaba Juan Angel
allí, y se admiraba de que su madre no le respondiera el alabarle a Dios. El
encontrar a Feliciana en tan desesperante estado no podía menos de conmoverme.
Di orden para que se aumentase el número de esclavas que le
servían; hice colocarla en una pieza más cómoda, a lo cual ella se había
opuesto humildemente, y se mandó por el sacerdote al pueblo.
Aquella mujer que iba a morir lejos de su patria; aquella mujer
que tan dulce afecto me había tenido desde que fue a nuestra casa; en cuyos
brazos se durmió tantas veces María siendo niña... Pero he aquí su historia,
que referida por Feliciana con rústico y patético lenguaje, entretuvo algunas
veladas de mi infancia.
Magmahú había sido desde su
adolescencia uno de los jefes más distinguidos de los ejércitos de Achanti25, nación poderosa
del Africa occidental. El denuedo y pericia que había mostrado en las
frecuentes guerras que el rey Say Tuto Kuamina sostuvo con los Achimis hasta la
muerte de Orsué, caudillo de éstos; la completa victoria que alcanzó sobre las
tribus del litoral sublevadas contra el rey por Carlos Macharty, a quien
Magmahú mismo dio muerte en el campo de batalla, hicieron que el monarca lo
colmara de honores y riquezas, confiándole al propio tiempo el mando de todas
sus tropas, a despecho de los émulos del afortunado guerrero, los cuales no le
perdonaron nunca el haber merecido tamaño favor.
Pasada la
corta paz conseguida con el vencimiento de Macharty, pues los ingleses, con
ejército propio ya, amenazaban a los Achantis, todas las fuerzas del reino
salieron a campaña.
Empeñóse la
batalla, y pocas horas bastaron a convencer a los ingleses de la insuficiencia
de sus mortíferas armas contra el valor de los africanos. Indecisa aún la
victoria, Magmahú, resplandeciente de oro, y terrible en su furor, recorría las
huestes animándolas con su intrepidez, y su voz dominaba el estruendo de las
baterías enemigas. Pero en vano envió repetidas órdenes a los jefes de las
reservas para que entrasen en combate atacando el flanco más debilitado de los
invasores. La noche interrumpió la lucha; y cuando a la primera luz del
siguiente día pasó revista Magmahú a sus tropas, diezmadas por la muerte y la
deserción y acobardadas por los jefes que impidieron la victoria, comprendió
que iba a ser vencido, y se preparó para luchar y morir. El rey, que llegó en
tales terribles momentos al campo de sus huestes, las vio, y pidió la paz. Los
ingleses la concedieron y celebraron tratados con Say Tuto Kuamina. Desde aquel
día perdió Magmahú el favor de su rey.
Irritado el valiente jefe
con la injusta conducta del monarca, y no queriendo dar a su émulos el placer
de verle humillado, resolvió expatriarse. Antes de partir determinó arrojar a
la corrientes del Tando la sangre y las cabezas de sus más hermosos esclavos,
como ofrenda a su Dios. Sinar era entre ellos el más joven y apuesto. Hijo éste
de Orsué, el desdichado caudillo de los Achimis, cayó prisionero lidiando
valeroso en la sangrienta jornada en que su padre fue vencido y muerto; mas
temiendo Sinar y sus compatriotas esclavos la saña implacable de los Achantis,
les habían ocultado la noble estirpe
No hay comentarios:
Publicar un comentario