miércoles, 6 de noviembre de 2013

El Alquimista de Paulo Coelho EPILOGO



El  muchacho se llamaba Santiago. Llegó a la pequeña iglesia abandonada  cuando ya estaba casi anocheciendo. El sicomoro aún continuaba  en la sacristía, y aún se podían ver las estrellas a través del techo  semiderruido. Recordó que una vez había estado allí con sus ovejas  y que había pasado una noche tranquila, aunque tuvo aquel sueño.
Ahora ya  no tenía el rebaño. En cambio, llevaba una pala consigo.
Permaneció mucho tiempo  contemplando el cielo. Después sacó del  zurrón una botella de vino y bebió. Se acordó de la noche en el desierto,  cuando también había mirado las estrellas y bebido vino con el  Alquimista. Pensó en los numerosos caminos que había recorrido y en la extraña manera que tenía Dios de mostrarle el tesoro. Si no hubiera  creído en los sueños repetidos, no habría encontrado a la gitana, ni al rey, ni  al ladrón, ni... «bueno, la lista es muy larga. Pero el camino  estaba escrito por las señales, y yo no podía equivocarme», dijo para sus adentros.
Se  durmió sin darse cuenta y cuando despertó, el sol ya estaba alto.
Entonces comenzó a cavar en la raíz del sicomoro.
«Viejo  brujo -pensaba el muchacho-, lo sabías todo. Incluso guardaste  aquel poco de oro para que yo pudiera volver hasta esta iglesia.
El monje se rió cuando me vio regresar con la ropa hecha jirones. ¿No podías haberme ahorrado eso?» «No -escuchó que  respondía el viento. Si te lo hubiese dicho, no habrías visto las Pirámides. Son muy bonitas, ¿no crees?» Era  la voz del Alquimista. El muchacho sonrió y continuó cavando.
Media hora después, la pala golpeó algo sólido. Una hora después  tenía ante sí un baúl lleno de viejas monedas de oro españolas.
También había pedrería, máscaras de oro con plumas blancas y  rojas, ídolos de piedra con brillantes  incrustados. Piezas de una conquista que  el país ya había olvidado mucho tiempo atrás, y que el conquistador olvidó contar a sus hijos.

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