miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Maria de Jorge Isaacs VIII



No todas las personas que nos aguardaban estaban en el corredor: no descubrí entre ellas a María. Algunas cuadras antes de llegar a la puerta del patio, a nuestra izquierda y sobre una de las grandes piedras desde donde se domina mejor el valle, estaba ella de pie, y Emma la animaba para que bajase. Nos les acercamos. La cabellera de María, suelta en largos y lucientes rizos, negreaba sobre la muselina de su traje color verde mortiño: sentóse para evitar que el viento le agitase la falda, diciendo a mi hermana, que se reía de su afán:
—¿No ves que no puedo?
—Niña —le dijo mi padre entre sorprendido y risueño— ¿cómo has logrado subirte ahí?
Ella, avergonzada de la travesura, acababa de corresponder a nuestro saludo y contestó:
Como estábamos solas...
—Es decir —le interrumpió mi padre— que debemos irnos para que puedas bajar. ¿Y cómo bajó Emma?
—Qué gracia, si yo le ayudé.
—Era que yo no tenía susto.
—Vámonos, pues —concluyó mi padre dirigiéndose a mí— pero cuidado...
Bien sabía él que yo me quedaría. María acababa de decirme con los ojos: “No te vayas”. Mi padre volvió a montar y se dirigió a la casa: mi caballo siguió poco a poco el mismo camino.
—Por aquí fue por donde subimos —me dijo María mostrándome unas grietas y hoyuelos en la roca.
Al acabar yo mi maniobra de ascenso, me extendió la mano, demasiado trémula para ayudarme, pero muy deseada para que no me apresurase a estrecharla entre las mías. Sentéme a sus pies y ella me dijo:
—¿No ves qué trabajo? ¿Qué habrá dicho papá?. Creerá que estamos locas.
Yo la miraba sin contestarle: la luz de sus ojos, cobardes ante los míos, y la suave palidez de sus mejillas, me decían, como en otros momentos, que en aquél era ella tan feliz como yo.
—Me voy sola —repitió Emma, a quien habíamos oído mal su prime­ra amenaza; y se alejó algunos pasos para hacernos creer que iba a cumplirla.
—No, no; espéranos un instante no más —le suplicó María po­niéndose en pie.
Viendo que yo no me movía, me dijo:
—¿Qué es?
—Es que aquí estamos bien.
—Sí; pero Emma quiere irse y mamá estará esperándote: ayúdame a bajar, que ahora no tengo miedo. A ver tu pañuelo.
Lo retorció agregando:
—Lo tienes de esta punta, y cuando ya no me alcances a dar la mano, me cojo yo de él.
Persuadida de que podía arriesgarse a bajar sin ser vista, lo hizo como lo había proyectado, diciéndome ya al pie del peñasco:
—¿Y tú ahora?
Buscando la parte menos alta de la piedra salté al gramal, y le ofrecí el brazo para que nos dirigiésemos a la casa.
—Si no hubiera llegado, ¿qué habrías hecho para bajar?, loqui­lla.
—Pues habría bajado sola: iba a bajar cuando llegaste; pero temí caerme porque hacía mucho viento. Ayer también subimos ahí, y yo bajé bien.
—¿Por qué se han demorado tanto?
—Por dejar concluidos algunos negocios que no podían arreglarse desde aquí. ¿Qué has hecho en estos días?
—Desear que pasaran.
—¿Nada más?
—Coser y pensar mucho.
—¿En qué?
—En muchas cosas que se piensan y no se dicen.
—¿Ni a mí?
—A ti menos.
—Está bien.
—Porque tú las sabes.
—¿No has leído?
—No, porque me da tristeza leer sola, y ya no me gustan los cuentos de las Veladas de la Quinta, ni las Tardes de la Granja. Iba a volver a leer Atala, pero como has dicho que tiene un pasaje no sé cómo...
Y dirigiéndose a mi hermana que nos precedía algunos pasos:
—Oye, Emma... ¿Qué afán de ir tan aprisa?
Emma se detuvo, sonrió y siguió andando.
—¿Qué estabas haciendo antenoche a las diez?
—¿Antenoche? ¡Ah! —repuso deteniéndose— ¿por qué me lo pregun­tas?
—A esa hora estaba yo muy triste pensando en esas cosas que se piensan y no se dicen.
—No, no; tú sí.
—¿Sí qué?
—Sí puedes decirlas.
—Cuéntame lo que tú hacías, y te las diré.
—Me da miedo.
—¿Miedo?
—Tal vez es una bobería. Estaba sentada con mamá en el corredor de este lado, haciéndole compañía, porque me dijo que no tenía sueño: oímos como que sonaban las hojas de la ventana de tu cuarto, y temerosa yo de que la hubiesen dejado abierta, tomé una luz del salón para ir a ver qué había... ¡Qué tontería: vuelve a darme susto cuando me acuerdo de lo que sucedió!
—Acaba, pues.
—Abrimos la puerta, y vimos posada sobre una de las hojas de la ventana, que agitaba el viento, un ave negra y de tamaño como el de una paloma muy grande: dio un chillido que yo no había oído nunca; pareció encandilarse un momento con la luz que yo tenía en la mano, y la apagó pasando sobre nuestras cabezas a tiempo que íbamos a huir espantadas. Esa noche me soñé... Pero ¿por qué te has quedado así?
—¿Cómo? —le respondí, disimulando la impresión que aquel relato me causaba.
Lo que ella me contaba había pasado a la hora misma en que mi padre y yo leíamos aquella carta malhadada; y el ave negra era la misma que me había azotado las sienes durante la tempestad de la noche en que a María le repitió el acceso; la misma que, sobreco­gido, había oído zumbar ya algunas veces sobre mi cabeza al ocultarse el sol.
—¿Cómo? —me replicó María— veo que he hecho mal en referirte eso.
—¿Y te figuras tal?
—Si no es que me lo figuro.
—¿Qué te soñaste?
—No debo decírtelo.
—¿Ni más tarde?
—¡Ay!, tal vez nunca.
Emma abría ya la puerta del patio.
—Espéranos —le dijo María— oye, que ahora sí es de veras.
Nos reunimos a ella, y las dos anduvieron asidas de las manos lo que nos faltaba para llegar al corredor. Sentíame dominado por un pavor indefinible; tenía miedo de algo, aunque no me era posible adivinar de qué; pero cumpliendo la advertencia de mi padre, traté de dominarme, y estuve lo más tranquilo que me fue dable, hasta que me retiré a mi cuarto con el pretexto de cambiarme el traje de camino.
XXXV
El día siguiente, doce de diciembre, debía verificarse el matri­monio de Tránsito. Después de nuestra llegada se mandó decir a José que estaríamos entre siete y ocho en la parroquia. Habíase resuelto que mi madre, María, Felipe y yo seríamos los del paseo, porque mi hermana debía quedarse arreglando no sé qué regalos que debían enviarse muy de mañana a la montaña, para que los encon­trasen allí los novios a su regreso.
Aquella noche, pasada la cena, mi hermana tocaba guitarra senta­da en uno de los sofás del corredor de mi cuarto, y María y yo conversábamos reclinados en el barandaje.
—Tienes —me decía— algo que te molesta, y no puedo adivinar.
—Pero, ¿qué puede ser? ¿No me has visto contento? ¿No he estado como esperabas que estaría al volver a tu lado?
—No; has hecho esfuerzos para mostrarte así; y sin embargo yo he descubierto lo que nunca en ti: que fingías.
—¿Pero contigo?
—Sí.
—Tienes razón; me veo precisado a vivir fingiendo.
—No, señor, yo no digo que siempre, sino que esta noche.
—Siempre.
—No; ha sido hoy.
—Va para cuatro meses que vivo engañando...
—¿A mí también?... ¿A mí? ¡Engañarme tú a mí!
Y trataba de verme los ojos para confirmar por ellos lo que temía; mas como yo me riese de su afán, dijo como avergonzada de él:
—Explícame eso.
—Si no tiene explicación.
—Por Dios, por... por lo que más quieras, explícamelo.
—Todo es cierto.
—¡No es!
—Pero déjame concluir: para vengarme de lo que acabas de pen­sar, no te lo diré si no me lo ruegas por lo que sabes tú que yo más quiero.
—Yo no sé qué será.
—Pues entonces convéncete de que te he engañado.
—No, no; ya voy a decirte; pero ¿cómo te lo puedo decir?
—Piensa.
—Ya pensé —dijo María después de un momento de pausa.
—Di pues.
—Por lo que quieras más, después de Dios y de tu... que yo deseo que sea a mí.
—No; así no es.
—¿Y cómo entonces? ¡Ah! Es que lo que dices es cierto.
—Di de otro modo.
—Voy a ver; mas si no quieres esta vez...
—¿Qué?
—Nada; oye: no me mires.
—No te miro.
Entonces se resolvió a decir en voz muy baja.
—Por María que te...
—Ama tanto —concluí yo, tomando entre mis manos las suyas que con su ademán confirmaban su inocente súplica.
—Dime ya —insistió.
—He estado engañándote; porque no me he atrevido a confesarte cuánto te amo en realidad.
—¡Más todavía! ¿Y por qué no me lo has dicho? —Porque he tenido temor...
—¿Temor de qué?
—De que tú me ames menos, menos que yo.
—¿Por eso? Entonces el engañado eres tú.
—Si yo te lo hubiera dicho...
—¿Y los ojos no dicen esas cosas sin que uno quiera?
—¿Lo crees así?
—Porque los tuyos me lo han enseñado. Dime ahora la causa por que has estado así esta noche. ¿Has visto al doctor en estos días?
—Sí.
—¿Qué te ha dicho de mí?
—Lo mismo que antes: que no volverás a tener novedad; no hables de eso.
—Una palabra y no más: ¿qué otra cosa ha dicho? El cree que mi enfermedad es la misma de mi madre... y acaso tenga razón.
—¡Oh!, no: nunca lo ha dicho. ¿Y no estás, pues, buena ya?
—Sí; y a pesar de ello muchas veces... muchas veces he pensado con horror en ese mal. Pero tengo fe en que Dios me ha oído: le he pedido con tanto fervor que no me vuelva a dar...
—Quizá no con tanto como yo.
—Pídele siempre.
—Siempre, María. Mira: sí es cierto que hay una causa para que te haya parecido que me esforzaba esta noche por estar sereno; pero ya ves que me la has hecho olvidar hace largo rato.
Le referí la noticia que habíamos recibido hacía dos días.
—¡Y esa ave negra! —dijo luego que concluí; y volvía con terror la vista hacia mi cuarto.
—¿Cómo puedes preocuparte tanto con una casualidad?
—Lo que soñé esa noche es lo que me preocupa.
—¿Persistes en no contarme?
—Hoy no; algún día. Conversemos un rato con Emma antes de irte: es tan buena con nosotros...
A la media hora nos separamos prometiéndonos madrugar mucho para emprender nuestro viaje a la parroquia.
Antes de las cinco llamó Juan Angel a mi puerta. Felipe y él hicieron tal ruido en el corredor previniendo arreos de montar y asegurando caballos, que antes de lo que esperaban acudí en su ayuda.
Preparado todo, abrió María la puerta del salón: presentándome una taza de café, de dos que llevaba Estéfana, me dio los buenos días, y llamó en seguida a Felipe para que recibiese la otra.
—Hoy sí —dijo éste sonriendo maliciosamente—. Lo que es el miedo; y el Retinto está furioso.
Ella estaba tan hechicera como mis ojos debieron de decírselo: un gracioso sombrero de terciopelo negro, adornado con cintas escocesas y abrochado bajo la barba con otras iguales, que en el ala dejaba ver, medio oculta por el velillo azul, una rosa salpi­cada aún de rocío, descansaba sobre las gruesas y lucientes tren­zas cuyas extremidades ocultaba: arrezagaba con una de la manos la falda negra, que ceñía bajo un corpiño del mismo color, un cinturón azul con broche de brillantes, y una ancha capa se le desprendía de los hombros en numerosos pliegues.
—¿En cuál caballo quieres ir? —le pregunté.
—En el Retinto.
—¡Pero eso no puede ser! —respondí sorprendido.
—¿Por qué? ¿Temes que me bote?
—Por supuesto
—Si yo he montado otra vez en él. ¿Acaso soy yo como antes? Pregúntale a Emma si no es verdad que yo soy más guapa que ella. Verás qué mansito es el Retinto conmigo.
—Pero si no permite que se le toque; y haciendo tanto tiempo que no lo montas, puede espantarse con la falda.
—Prometo no mostrarle siquiera el fuete.
Felipe, caballero ya en el Chivo, que tal era el nombre de su caballito castaño, lo atosigaba con sus espolines nuevos, reco­rriendo el patio.
Mi madre estaba también apercibida para partir: la coloqué en su rosillo predilecto, único que, según ella, no era una fiera. No estaba yo muy tranquilo cuando hice montar en el Retinto a María: ella, antes de saltar de la gradilla al galápago, le acarició el cuello al caballo, inquieto hasta entonces: éste se quedó inmóvil esperando su carga, y mordía el freno, atento hasta al más leve ruido del ropaje.
—¿Ves? —me dijo María ya sobre el animal—; él me conoce: cuando papá lo compró para ti, tenía enferma esta mano, y yo hacía que Juan Angel lo curara bien todas las tardes.
El caballo estornudaba desasosegado otra vez, porque seguramente conocía aquella voz acariciadora.
Partimos, y Juan Angel nos siguió conduciendo sobre la cabeza de la silla el lío que contenía los vestidos que necesitaban en el pueblo las señoras.
La cabalgadura de María, ufana con su peso, parecía querer lucir el paso más blando y airoso: sus crines de azabache temblaban sobre el cuello arqueado, y cayendo por medio de las orejas breves e inquietas, le velaban importunas los brillantes ojos. María iba en él con el mismo aire de natural abandono que cuando descansaba sobre una mullida poltrona.
Después de haber andado algunas cuadras, pareció haberle perdido completamente el miedo al caballo; y notando que yo iba intran­quilo por el brío del animal, me decía de modo que mi madre no alcanzase a oírla:
—Voy a darle un fuetazo, uno solo.
—Cuidado con hacerlo.
—Es uno solamente, para que veas que nada hace. Tú eres ingrato con el Retinto, pues quieres más a ese rucio en que vas.
—¡Ahora que ése te conoce tanto, no será así!
—En éste ibas la noche que fuiste a llamar al doctor.
—¡Ah!, sí; es un excelente animal.
—Y después de todo, no lo estimas en lo que merece.
—Tú menos, pues quieres mortificarlo inútilmente.
—Vas a ver que no hace nada.
—¡Cuidado, cuidado, María! Hazme el favor de darme el fuete.
—Lo dejaremos para después, cuando lleguemos a los llanos.
Y se reía de la zozobra en que con tal amenaza me ponía.
—¿Qué es? —preguntó mi madre, que iba ya a nuestro lado, pues yo había acortado el paso con tal fin.
—Nada, señora —respondió María—: que Efraín va persuadido de que el caballo me va a botar.
—Pero si tú... empecé a contestarle, y ella, poniéndose disimu­ladamente el mango del fuetecito sobre los labios en ademán de que callase, me lo entregó en seguida.
—¡Y por qué vas tan valiente hoy! —le preguntó mi madre—. La otra vez que montaste en ese caballo le tuviste miedo.
—Y hubo que cambiártelo —agregó Felipe.
—Ustedes me están haciendo quedar malísimamente —contestó María mirándome sonrojada—: el señor estaba convencido ya de que yo era guapísima.
—¿Conque no tienes miedo hoy? —insistió mi madre.
—Sí tengo  —respondióle—; pero no tanto, porque el caballo se ha amansado; y como hay quien lo regañe si se alborota...
Cuando llegamos a las pampas, el sol, rasgadas ya las nieblas que entoldaban las montañas a nuestra espalda, envolvía en res­plandores metálicos los bosques que en fajas tortuosas o en grupos aislados interrumpían a distancia la llanura: las linfas de los riachuelos que vadeábamos, abrillantadas por aquella luz corrían a perderse en las sombras, y las lejanas revueltas del Zabaletas parecían de plata líquida y orladas por florestas azules.
María dejó entonces caer el velillo sobre su rostro, y al través de la inquieta gasa de color de cielo, buscaba algunas veces mis ojos con los suyos, ante los cuales todo el esplendor de la naturaleza que nos rodeaba me era casi indiferente.
Al internarnos en los grandes bosques, atravesada la llanura, hacía largo rato que María y yo guardábamos silencio; solamente Felipe no había interrumpido su charla haciendo mil preguntas a mi madre sobre cuanto veía.
En un momento en que María estuvo cerca de mí, me dijo:
—¿En qué piensas tanto? Vuelves a estar como anoche, y hace un rato que no era así. ¿Es pues tan grande esa desgracia que ha sucedido?
—No pensaba en ella; tú me haces olvidarla.
—¿Es tan irremediable esa pérdida?
—Tal vez no. En lo que he estado pensando es en la felicidad de Braulio.
—¿En la de él solamente?
—Me es más fácil imaginarme la de Braulio. El va a ser desde hoy completamente dichoso; y yo voy a ausentarme, yo voy a dejarte por muchos años.
Ella me había escuchado sin mirarme, y levantando al fin los ojos, en los cuales no se había apagado el brillo de felicidad que en aquella mañana los iluminaba, respondió alzando el veli­llo:
—¿Esa pérdida no es pues muy grande?
—¿Y por qué insistes en hablar de ella?
—¿No lo adivinas? Solamente yo he pensado así, y esto me con­vence de que no debo confiarte mi pensamiento. Prefiero que no estés contento por haberme visto alegre hoy después de lo que me contaste anoche.
—¿Y esa noticia te causó alegría?
—Tristeza cuando me la diste; pero más tarde...
—Más tarde ¿qué?
—Pensé de otro modo.
—Lo cual te hizo pasar de la tristeza a la alegría.
—No tanto, pero...
—Estar como estás hoy.
—¿No digo? Yo sabía que no te podía gustar verme así, y no quiero que me creas capaz de una tontería.
—¿A ti? ¿Y te imaginas que eso puede llegar a suceder?
—¿Por qué no? Yo soy una muchacha capaz, como cualquiera otra, de no ver las cosas serias como deben verse.
—No; tú no eres así.
—Sí, señor, sí; por lo menos hasta que me disculpe. Pero hable­mos un rato con mamá, no sea que extrañe que converses mucho conmigo y mientras tanto yo me resolveré a contártelo todo.
Así lo hicimos; mas después de un cuarto de hora, mi caballo y el de María volvieron a aparearse. Salimos de nuevo a la campaña y veíamos blanquear la torrecilla de la parroquia y colorear los techos de las casas en medio de los follajes de los huertos.
—Di, María —le dije entonces.
—Ya ves que estás deseoso tú mismo de disculparme. ¿Y si el motivo que te voy a decir no es suficiente? Mejor hubiera sido no estar contenta; pero como no has querido enseñarme a fingir...
—¿Cómo enseñarte lo que no sé?
—¡Qué buena memoria! ¿Has olvidado lo que me decías anoche? Voy a aprovecharme de esa lección.
—¿Desde hoy?
—Desde ahora no —respondió sonriéndose de la misma gravedad que trataba de aparentar—. Oye, pues yo no he podido prescindir de estar contenta hoy, porque luego que nos separamos anoche, pensé que de esa pérdida sufrida por papá, puede resultar... Y ¿qué pensaría él de mí si supiera esto?
—Explícate, y yo te diré qué pensaría.
—Si esa suma que se ha perdido es tanta —se resolvió a decirme entonces, peinando las crines del caballo con el mango del fuete, que ya le había devuelto— papá necesitará más de ti..., él con­sentirá en que le ayudes desde ahora...
—Sí, sí —le respondí dominado por su mirada tímida y anhelosa al confesarme lo que tanto recelaba la pudiera mostrar culpable.
—¿Conque es verdad que sí?
—Relevaré a mi padre de la promesa que me tiene hecha de en­viarme a Europa a terminar mis estudios; le prometeré luchar a su lado hasta el fin por salvar su crédito; y él consentirá; debe consentir... Así no nos separaremos tú y yo nunca... no nos separarán. Y entonces pronto...
Sin levantar los ojos me significó que sí; y al través de su velillo, con el cual jugaba la brisa, su pudor era el pudor de un ángel.
Cuando hubimos llegado al pueblo, vino Braulio a saludarnos y a decirnos que el cura nos estaba esperando. Mi madre y María se habían cambiado los vestidos, y salimos.
El anciano cura, al vernos acercar a su casita situada al lado de la iglesia, nos salió al encuentro, invitándonos a almorzar con él, de lo cual nos excusamos cuan finamente pudimos.
Al empezarse la ceremonia, el rostro de Braulio, aunque algún tanto pálido, denunciaba su felicidad. Tránsito miraba tenazmente al suelo, y contestó con voz alterada al llegarle el turno; José, colocado al lado del cura, empuñaba con mano poco firme uno de los cirios; y sus ojos, que pasaban constantemente del rostro del sacerdote al de su hija, si no se podía decir que estaban lloro­sos, sí que habían llorado.
Al tiempo que el ministro bendecía las manos enlazadas de los novios, Tránsito se atrevió a mirar a su marido: en aquella mirada había amor, humildad e inocencia; era la promesa única que podía hacer al hombre que amaba, después de la que acababa de pronunciar ante Dios.
Oímos todos la misa, y al salir de la iglesia nos dijo Braulio que mientras montábamos saldrían ellos del pueblo; pero que no los alcanzaríamos muy lejos.
A la media hora dimos alcance a la linda pareja y a José, quien llevaba por delante la vieja mula rucia en que había conducido con los regalos para el cura, legumbres para el mercado y la ropa de gala de los muchachos. Tránsito iba ya solamente con su vesti­do de domingo, y el de novia no le sentaba mejor: sombrerito de jipijapa, por debajo del cual caían las trenzas sobre el pañolón negro de guardilla morada: la falda de zaraza rosada con muchos boleros y ligeramente recogida para librarla del rocío de los gramales, dejaba ver a veces sus lindos pies, y el embozo, al descubrirse, la camisa blanca bordada de seda negra y roja.
Acortamos el paso para ir con ellos un rato y esperar a mi madre. Tránsito iba al lado de María, quitándole del faldón las pelusas que había recogido en los pajonales: hablaba poco, y en su porte y rostro se descubría un conjunto tal de modestia, reconocimiento y placer, que es difícil imaginar.
Al despedirnos de ellos prometiéndoles ir aquella tarde a la montaña, Tránsito sonrió a María con una dulzura casi hermanal: ésta retuvo entre las suyas la mano que le ofrecía tímidamente su ahijada, diciéndole:
—Me da mucha pena el pensar que vas a hacer todo el camino a pie.
—¿Por qué, señorita?
—¿Señorita?
—Madrina, ¿no?
—Sí, sí.
—Bueno. Nos iremos poco a poco; ¿verdad? —dijo dirigiéndose a los montañeses.
—Sí —respondió Braulio—; y si no te avergüenzas hoy también de apoyarte en mí para subir los repechos, no llegarás tan cansada.
Mi madre, que con Felipe nos dio alcance en ese momento, instó a José para que al día siguiente llevase la familia a comer con nosotros, y él quedó comprometido a empeñarse para que así fuese.
La conversación se hizo general durante el regreso, lo que María y yo procuramos para que se distrajese mi madre, quien se quejaba de cansancio, como siempre que andaba a caballo. Solamente al acercarnos a la casa me dijo María en voz que sólo yo podía oír:
—¿Vas a decir eso hoy a papá?
—Sí.
—No se lo digas hoy.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Cuándo quieres que se lo diga?
—Si pasados estos ochos días no te habla nada de viaje, busca ocasión para decírselo. ¿Y sabes cuál será la mejor? Un día después de que hayáis trabajado mucho juntos: se le conoce enton­ces a él que está muy agradecido por lo que le ayudas.
—Pero mientras tanto no podré soportar la impaciencia en que me tendrá el no saber si acepta.
—¿Y si él no conviene?
—¿Lo temes?
—Sí.
—¿Y qué haremos entonces?
—Tú, obedecerle.
—¿Y tú?
—¡Ay!, quién sabe.
—Debes creer que aceptará, María.
—No, no; porque si me engañara, sé que ese engaño me haría un mal muy grande. Pero hazlo como te digo: así puede ser que todo salga bien.
XXXVI
Habíamos llegado. Extrañé ver cerradas las ventanas del aposento de mi madre. Le había ayudado a ella a apearse y estaba haciendo lo mismo con María a tiempo que Eloísa salió a recibirnos, insi­nuándonos por señas que no hiciésemos ruido.
—Papá —dijo— se ha vuelto a acostar, porque está enfermo.
Solamente María y yo podíamos suponer la causa, y nuestras miradas se encontraron para decírsela. Ella y mi madre entraron al instante a ver a mi padre; yo las seguí. Como él conoció que nos habíamos preocupado, nos dijo en voz balbuciente por el escalofrío:
—No es nada; tal vez me levanté sin precaución, y me he res­friado.
Tenía las manos y los pies yertos, y calenturienta la frente.
A la media hora, María y mi madre se hallaban ya en traje de casa. Se sirvió el almuerzo, pero ellas no asistieron al comedor. Al levantarme de la mesa, llegó Emma a decirme que mi padre me llamaba.
La fiebre había tomado incremento. María estaba en pie y recos­tada contra una de las columnas de la cama: Emma a su lado y mi madre a la cabecera.
—Apaguen algunas de esas luces —decía mi padre a tiempo que yo entraba.
Sólo una había, y estaba en la mesa que le ocultaban las corti­nas.
—Aquí está ya Efraín —le dijo mi madre.
Nos pareció que no había oído. Pasado un momento, dijo como para sí:
—Esto no tiene sino un remedio. ¿Por qué no viene Efraín para despachar de una vez todo?
Le hice notar que estaba presente.
—Bueno —continuó— tráelas para firmarlas.
Mi madre apoyaba la frente sobre una de las manos. María y Emma trataban de saber, mirándome, si existían realmente tales cartas.
—Así que usted esté más reposado se despachará todo mejor.
—¡Qué hombre!, ¡qué hombre! —murmuró; y se quedó en seguida aletargado.
Llamóme mi madre al salón y me dijo:
—Me parece que debemos llamar al doctor: ¿qué dices?
—Creo que debe llamársele; porque aunque la fiebre pase, nada se pierde con hacer que venga, y si...
—No, no —interrumpió ella—: siempre que alguna enfermedad le empieza así, es grave.
Luego que despaché un paje en busca del médico, volví al lado de mi padre, quien me llamaba otra vez.
—¿A qué hora volvieron? —me preguntó.
—Hace más de una hora.
—¿Dónde está tu madre?
—Voy a llamarla.
—Que no sepa nada.
—Sí, señor, esté usted tranquilo.
—¿Pusiste esa posdata a la carta?
—Sí, señor.
—¿Sacaste del armario aquella correspondencia y los recibos?
Lo dominaba, de seguro, la idea de remediar la pérdida que había sufrido. Había oído mi madre este último diálogo, y como él pareciese quedarse dormido, me preguntó:
—¿Ha tenido tu padre alguna molestia en estos días? ¿Ha recibido alguna mala noticia? ¿Qué es lo que no quiere que yo sepa?
—Nada ha sucedido, nada que se le oculte a usted —le respondí fingiendo la mayor naturalidad que me fue posible.
—Entonces, ¿qué significa ese delirio? ¿Quién es el hombre de quien parece quejarse?... ¿De qué cartas habla tanto?
—No puedo adivinarlo, señora.
Ella no quedó satisfecha de mis contestaciones; pero yo no debía darle otras.
A las cuatro de la tarde llegó el médico. La fiebre no había cedido, y el enfermo continuaba delirando en unos ratos, aletar­gado en otros. Todos los remedios caseros que para el supuesto resfriado se le aplicaron habían sido hasta entonces ineficaces.
Habiendo el doctor dispuesto que se preparase un baño de tina y lo necesario para aplicarle a mi padre unas ventosas, fue conmigo a mi cuarto. Mientras confeccionaba una poción, traté de saber su concepto sobre la enfermedad.
—Es, probablemente, una fiebre cerebral —me dijo.
—¿Y ese dolor de que se queja en la región del hígado?
—No tiene que ver con lo otro, pero no es despreciable.
—¿Le parece a usted muy grave el mal?
—Así suelen empezar estas fiebres, pero si se atacan en tiempo, se logra muchas veces vencerlas. ¿Se ha fatigado mucho su padre en estos días?
—Sí, señor; estuvimos hasta ayer en las haciendas de abajo y tuvo mucho que hacer.
—¿Ha tenido alguna contrariedad, algún disgusto serio?
—Creo que debo hablar a usted con la franqueza que exigen las circunstancias. Hace tres días recibió la noticia de que un negocio suyo con cuyo buen éxito necesitaba contar, se había desgraciado.
—¿Y le hizo aquello mucha impresión? Discúlpeme usted si le hablo de esta manera; creo indispensable hacerlo. Ocasiones tendrá usted durante sus estudios, y más frecuentemente en la práctica, para convencerse de que existen enfermedades que provi­niendo de sufrimientos del ánimo se disfrazan con los síntomas de otras, o se complican con las más conocidas por la ciencia.
—Puede usted estar casi seguro de que esa desgracia de que le he hablado ha sido la causa principal de la enfermedad. Es sí indispensable advertir a usted que mi madre ignora lo ocurrido, porque mi padre así lo ha querido para evitarle el pesar que era consiguiente.
—Está bien: ha hecho usted perfectamente en hablarme de ese modo: esté cierto de que yo sabré aprovecharme prudentemente del secreto. ¡Cuánto siento todo eso! Ahora iremos por camino más conocido. Vamos —agregó poniéndose en pie, y tomando la copa en que había mezclado las drogas—: creo que esto hará muy buen efecto.
Eran ya las dos de la mañana. La fiebre no había cedido un punto.
El doctor, después de velar hasta esa hora, se retiró suplicando lo llamásemos si se presentaba algún síntoma alarmante.
La estancia, alumbrada escasamente, estaba en profundo silencio.
Permanecía mi madre en una butaca cerca de la cabecera: por el movimiento de sus labios y por la dirección de sus miradas, fijas en un eccehomo, colgado sobre la puerta que daba entrada del salón al aposento, podía conocerse que oraba. Ya, por las pala­bras que del delirio de mi padre había anudado, nada de lo ocu­rrido se le ocultaba. A los pies de la cama, arrodillada sobre un sofá, y medio oculta por las cortinas, procuraba María volver el calor a los pies del enfermo, que se había quejado nuevamente de frío. Acerquéme a ella para decirle muy quedo:
—Retírate a descansar un rato.
—¿Por qué? —me respondió levantando la cabeza, que tenía apoya­da en uno de los brazos: cabeza tan bella en el desaliño de la velada como cuando estaba adornada primorosamente en el paseo de la mañana anterior.
—Porque te va a hacer mal pasar toda la noche en vela.
—No lo creas; ¿qué hora es?
—Van a ser las tres.
—Yo no estoy cansada: pronto amanecerá: duerme tú mientras tanto, y si fuere necesario te haré llamar.
—¿Cómo están los pies?
—¡Ay!, muy fríos.
—Deja que te reemplace ahí algún rato, y después me retiraré.
—Está bien —respondió levantándose con tiento para no hacer el menor ruido.
Me entregó el cepillo, sonriendo al enseñarme cómo debía tomarlo para frotar las plantas. Luego que hube tomado su puesto, me dijo:
—No es sino por un momento, mientras voy a ver qué tiene Juan y vuelvo.
El chiquito había despertado y la llamaba, extrañando no verla cerca. Se oyó después la voz callada de María, que decía ternezas a Juan, para lograr que no se levantase, y el ruido de los besos con que lo acariciaba. No tardó el reloj en dar las tres: María tornó a recla­marme su asiento.
—¿Es tiempo de la bebida? —le pregunté.
—Creo que sí.
—Pregúntale a mi madre.
Llevando ésta la poción y yo la luz, nos acercamos al lecho. A nuestros llamamientos abrió mi padre los ojos, notablemente inyectados, y procuró hacerles sombra con una mano, molestado por la luz. Se le instó para que tomase la bebida. Incorporóse vol­viendo a quejarse de dolor en el costado derecho: y después de examinar con mirada incierta cuanto le rodeaba, dijo algunas palabras en las cuales se oyó “sed”.
—Esto la calmará —le observó mi madre presentándole el vaso.
El se dejó caer sobre las almohadas, diciendo al llevarse entrambas manos al cerebro:
—¡Aquí!
Logramos de nuevo que hiciera un esfuerzo para levantarse; pero inútilmen­te.
El semblante de mi madre dejaba conocer lo que aquella postra­ción la acobardaba.
Sentándose María al borde de la cama y apoyada en las almohadas, dijo al enfermo con su voz más cariñosa:
—Papá, procure levantarse para tomar esto; yo voy a ayudarle.
—Veamos, hija —contestó con voz débil.
Ella consiguió recostarlo en su pecho, mientras lo sostenía por la espalda con el brazo izquierdo. Las negras trenzas de María sombrearon aquella cabeza cana y venerable a que tan tiernamente ofrecía ella su seno por cojín.
Una vez tomada la poción, mi madre me entregó el vaso y María volvió a colocar suavemente a mi padre sobre las almohadas.
—¡Ay! ¡Jesús! ¡Cómo se ha postrado! —me dijo ésta en voz muy baja, luego que estuvimos cerca de la mesa donde colocaba ella la luz.

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