No todas las personas que nos aguardaban
estaban en el corredor: no descubrí entre ellas a María. Algunas cuadras antes
de llegar a la puerta del patio, a nuestra izquierda y sobre una de las grandes
piedras desde donde se domina mejor el valle, estaba ella de pie, y Emma la
animaba para que bajase. Nos les acercamos. La cabellera de María, suelta en
largos y lucientes rizos, negreaba sobre la muselina de su traje color verde
mortiño: sentóse para evitar que el viento le agitase la falda, diciendo a mi
hermana, que se reía de su afán:
—¿No ves que no puedo?
—Niña —le dijo mi padre entre
sorprendido y risueño— ¿cómo has logrado subirte ahí?
Ella,
avergonzada de la travesura, acababa de corresponder a nuestro saludo y
contestó:
Como estábamos
solas...
—Es decir —le
interrumpió mi padre— que debemos irnos para que puedas bajar. ¿Y cómo bajó
Emma?
—Qué gracia, si
yo le ayudé.
—Era que yo no
tenía susto.
—Vámonos, pues
—concluyó mi padre dirigiéndose a mí— pero cuidado...
Bien sabía él
que yo me quedaría. María acababa de decirme con los ojos: “No te vayas”. Mi
padre volvió a montar y se dirigió a la casa: mi caballo siguió poco a poco el
mismo camino.
—Por aquí fue
por donde subimos —me dijo María mostrándome unas grietas y hoyuelos en la
roca.
Al acabar yo mi
maniobra de ascenso, me extendió la mano, demasiado trémula para ayudarme, pero
muy deseada para que no me apresurase a estrecharla entre las mías. Sentéme a
sus pies y ella me dijo:
—¿No ves qué
trabajo? ¿Qué habrá dicho papá?. Creerá que estamos locas.
Yo la miraba
sin contestarle: la luz de sus ojos, cobardes ante los míos, y la suave palidez
de sus mejillas, me decían, como en otros momentos, que en aquél era ella tan
feliz como yo.
—Me voy sola —repitió Emma, a quien
habíamos oído mal su primera amenaza; y se alejó algunos pasos para hacernos
creer que iba a cumplirla.
—No, no; espéranos un instante no más
—le suplicó María poniéndose en pie.
Viendo que yo no me movía, me dijo:
—¿Qué es?
—Es que aquí estamos bien.
—Sí; pero
Emma quiere irse y mamá estará esperándote: ayúdame a bajar, que ahora no tengo
miedo. A ver tu pañuelo.
Lo retorció
agregando:
—Lo tienes
de esta punta, y cuando ya no me alcances a dar la mano, me cojo yo de él.
Persuadida
de que podía arriesgarse a bajar sin ser vista, lo hizo como lo había
proyectado, diciéndome ya al pie del peñasco:
—¿Y tú
ahora?
Buscando la
parte menos alta de la piedra salté al gramal, y le ofrecí el brazo para que
nos dirigiésemos a la casa.
—Si no
hubiera llegado, ¿qué habrías hecho para bajar?, loquilla.
—Pues habría
bajado sola: iba a bajar cuando llegaste; pero temí caerme porque hacía mucho
viento. Ayer también subimos ahí, y yo bajé bien.
—¿Por qué se
han demorado tanto?
—Por dejar
concluidos algunos negocios que no podían arreglarse desde aquí. ¿Qué has hecho
en estos días?
—Desear que
pasaran.
—¿Nada más?
—Coser y
pensar mucho.
—¿En qué?
—En muchas
cosas que se piensan y no se dicen.
—¿Ni a mí?
—A ti menos.
—Está bien.
—Porque tú
las sabes.
—¿No has
leído?
—No, porque
me da tristeza leer sola, y ya no me gustan los cuentos de las Veladas de la Quinta, ni las Tardes de la Granja. Iba a volver a leer
Atala, pero como has dicho que tiene
un pasaje no sé cómo...
Y
dirigiéndose a mi hermana que nos precedía algunos pasos:
—Oye, Emma... ¿Qué afán de ir tan
aprisa?
Emma se detuvo, sonrió y siguió
andando.
—¿Qué estabas
haciendo antenoche a las diez?
—¿Antenoche?
¡Ah! —repuso deteniéndose— ¿por qué me lo preguntas?
—A esa hora
estaba yo muy triste pensando en esas cosas que se piensan y no se dicen.
—No, no; tú sí.
—¿Sí qué?
—Sí puedes
decirlas.
—Cuéntame lo
que tú hacías, y te las diré.
—Me da miedo.
—¿Miedo?
—Tal vez es una
bobería. Estaba sentada con mamá en el corredor de este lado, haciéndole compañía,
porque me dijo que no tenía sueño: oímos como que sonaban las hojas de la
ventana de tu cuarto, y temerosa yo de que la hubiesen dejado abierta, tomé una
luz del salón para ir a ver qué había... ¡Qué tontería: vuelve a darme susto
cuando me acuerdo de lo que sucedió!
—Acaba, pues.
—Abrimos la
puerta, y vimos posada sobre una de las hojas de la ventana, que agitaba el
viento, un ave negra y de tamaño como el de una paloma muy grande: dio un
chillido que yo no había oído nunca; pareció encandilarse un momento con la luz
que yo tenía en la mano, y la apagó pasando sobre nuestras cabezas a tiempo que
íbamos a huir espantadas. Esa noche me soñé... Pero ¿por qué te has quedado
así?
—¿Cómo? —le
respondí, disimulando la impresión que aquel relato me causaba.
Lo que ella me
contaba había pasado a la hora misma en que mi padre y yo leíamos aquella carta
malhadada; y el ave negra era la misma que me había azotado las sienes durante
la tempestad de la noche en que a María le repitió el acceso; la misma que, sobrecogido,
había oído zumbar ya algunas veces sobre mi cabeza al ocultarse el sol.
—¿Cómo? —me replicó María— veo que he
hecho mal en referirte eso.
—¿Y te figuras
tal?
—Si no es que
me lo figuro.
—¿Qué te
soñaste?
—No debo
decírtelo.
—¿Ni más tarde?
—¡Ay!, tal vez
nunca.
Emma abría ya
la puerta del patio.
—Espéranos —le
dijo María— oye, que ahora sí es de veras.
Nos reunimos a
ella, y las dos anduvieron asidas de las manos lo que nos faltaba para llegar
al corredor. Sentíame dominado por un pavor indefinible; tenía miedo de algo,
aunque no me era posible adivinar de qué; pero cumpliendo la advertencia de mi
padre, traté de dominarme, y estuve lo más tranquilo que me fue dable, hasta
que me retiré a mi cuarto con el pretexto de cambiarme el traje de camino.
XXXV
El día siguiente, doce de diciembre, debía
verificarse el matrimonio de Tránsito. Después de nuestra llegada se mandó
decir a José que estaríamos entre siete y ocho en la parroquia. Habíase
resuelto que mi madre, María, Felipe y yo seríamos los del paseo, porque mi
hermana debía quedarse arreglando no sé qué regalos que debían enviarse muy de
mañana a la montaña, para que los encontrasen allí los novios a su regreso.
Aquella
noche, pasada la cena, mi hermana tocaba guitarra sentada en uno de los sofás
del corredor de mi cuarto, y María y yo conversábamos reclinados en el
barandaje.
—Tienes —me
decía— algo que te molesta, y no puedo adivinar.
—Pero, ¿qué
puede ser? ¿No me has visto contento? ¿No he estado como esperabas que estaría
al volver a tu lado?
—No; has hecho esfuerzos para mostrarte
así; y sin embargo yo he descubierto lo que nunca en ti: que fingías.
—¿Pero contigo?
—Sí.
—Tienes razón; me veo precisado a vivir
fingiendo.
—No, señor, yo no digo que siempre,
sino que esta noche.
—Siempre.
—No; ha sido hoy.
—Va para cuatro meses que vivo
engañando...
—¿A mí también?... ¿A mí? ¡Engañarme tú
a mí!
Y trataba de verme los ojos para
confirmar por ellos lo que temía; mas como yo me riese de su afán, dijo como
avergonzada de él:
—Explícame eso.
—Si no tiene explicación.
—Por Dios, por... por lo que más
quieras, explícamelo.
—Todo es cierto.
—¡No es!
—Pero déjame concluir: para vengarme de
lo que acabas de pensar, no te lo diré si no me lo ruegas por lo que sabes tú
que yo más quiero.
—Yo no sé qué será.
—Pues entonces convéncete de que te he
engañado.
—No, no; ya voy a decirte; pero ¿cómo
te lo puedo decir?
—Piensa.
—Ya pensé —dijo
María después de un momento de pausa.
—Di pues.
—Por lo que
quieras más, después de Dios y de tu... que yo deseo que sea a mí.
—No; así no es.
—¿Y cómo
entonces? ¡Ah! Es que lo que dices es cierto.
—Di de otro
modo.
—Voy a ver; mas si no quieres esta
vez...
—¿Qué?
—Nada; oye: no me mires.
—No te miro.
Entonces se
resolvió a decir en voz muy baja.
—Por María que
te...
—Ama tanto
—concluí yo, tomando entre mis manos las suyas que con su ademán confirmaban su
inocente súplica.
—Dime ya
—insistió.
—He estado
engañándote; porque no me he atrevido a confesarte cuánto te amo en realidad.
—¡Más todavía!
¿Y por qué no me lo has dicho? —Porque he tenido temor...
—¿Temor de qué?
—De que tú me
ames menos, menos que yo.
—¿Por eso?
Entonces el engañado eres tú.
—Si yo te lo
hubiera dicho...
—¿Y los ojos no
dicen esas cosas sin que uno quiera?
—¿Lo crees así?
—Porque los
tuyos me lo han enseñado. Dime ahora la causa por que has estado así esta
noche. ¿Has visto al doctor en estos días?
—Sí.
—¿Qué te ha
dicho de mí?
—Lo mismo que
antes: que no volverás a tener novedad; no hables de eso.
—Una palabra y
no más: ¿qué otra cosa ha dicho? El cree que mi enfermedad es la misma de mi
madre... y acaso tenga razón.
—¡Oh!, no:
nunca lo ha dicho. ¿Y no estás, pues, buena ya?
—Sí; y a pesar
de ello muchas veces... muchas veces he pensado con horror en ese mal. Pero
tengo fe en que Dios me ha oído: le he pedido con tanto fervor que no me vuelva
a dar...
—Quizá no con
tanto como yo.
—Pídele
siempre.
—Siempre, María. Mira: sí es cierto que
hay una causa para que te haya parecido que me esforzaba esta noche por estar
sereno; pero ya ves que me la has hecho olvidar hace largo rato.
Le referí la
noticia que habíamos recibido hacía dos días.
—¡Y esa ave
negra! —dijo luego que concluí; y volvía con terror la vista hacia mi cuarto.
—¿Cómo puedes
preocuparte tanto con una casualidad?
—Lo que soñé
esa noche es lo que me preocupa.
—¿Persistes en
no contarme?
—Hoy no; algún
día. Conversemos un rato con Emma antes de irte: es tan buena con nosotros...
A la media hora
nos separamos prometiéndonos madrugar mucho para emprender nuestro viaje a la
parroquia.
Antes de las
cinco llamó Juan Angel a mi puerta. Felipe y él hicieron tal ruido en el
corredor previniendo arreos de montar y asegurando caballos, que antes de lo
que esperaban acudí en su ayuda.
Preparado todo,
abrió María la puerta del salón: presentándome una taza de café, de dos que
llevaba Estéfana, me dio los buenos días, y llamó en seguida a Felipe para que
recibiese la otra.
—Hoy sí —dijo
éste sonriendo maliciosamente—. Lo que es el miedo; y el Retinto está furioso.
Ella estaba tan
hechicera como mis ojos debieron de decírselo: un gracioso sombrero de
terciopelo negro, adornado con cintas escocesas y abrochado bajo la barba con
otras iguales, que en el ala dejaba ver, medio oculta por el velillo azul, una
rosa salpicada aún de rocío, descansaba sobre las gruesas y lucientes trenzas
cuyas extremidades ocultaba: arrezagaba con una de la manos la falda negra, que
ceñía bajo un corpiño del mismo color, un cinturón azul con broche de
brillantes, y una ancha capa se le desprendía de los hombros en numerosos
pliegues.
—¿En cuál caballo quieres ir? —le
pregunté.
—En el Retinto.
—¡Pero eso no puede ser! —respondí
sorprendido.
—¿Por qué? ¿Temes que me bote?
—Por supuesto
—Si yo he montado otra vez en él.
¿Acaso soy yo como antes? Pregúntale a Emma si no es verdad que yo soy más guapa
que ella. Verás qué mansito es el Retinto conmigo.
—Pero si no permite que se le toque; y
haciendo tanto tiempo que no lo montas, puede espantarse con la falda.
—Prometo no
mostrarle siquiera el fuete.
Felipe,
caballero ya en el Chivo, que tal era el nombre de su caballito castaño, lo
atosigaba con sus espolines nuevos, recorriendo el patio.
Mi madre estaba
también apercibida para partir: la coloqué en su rosillo predilecto, único que,
según ella, no era una fiera. No estaba yo muy tranquilo cuando hice montar en
el Retinto a María: ella, antes de saltar de la gradilla al galápago, le
acarició el cuello al caballo, inquieto hasta entonces: éste se quedó inmóvil
esperando su carga, y mordía el freno, atento hasta al más leve ruido del
ropaje.
—¿Ves? —me dijo
María ya sobre el animal—; él me conoce: cuando papá lo compró para ti, tenía
enferma esta mano, y yo hacía que Juan Angel lo curara bien todas las tardes.
El caballo
estornudaba desasosegado otra vez, porque seguramente conocía aquella voz
acariciadora.
Partimos, y
Juan Angel nos siguió conduciendo sobre la cabeza de la silla el lío que
contenía los vestidos que necesitaban en el pueblo las señoras.
La cabalgadura
de María, ufana con su peso, parecía querer lucir el paso más blando y airoso:
sus crines de azabache temblaban sobre el cuello arqueado, y cayendo por medio
de las orejas breves e inquietas, le velaban importunas los brillantes ojos.
María iba en él con el mismo aire de natural abandono que cuando descansaba
sobre una mullida poltrona.
Después de haber andado algunas
cuadras, pareció haberle perdido completamente el miedo al caballo; y notando
que yo iba intranquilo por el brío del animal, me decía de modo que mi madre
no alcanzase a oírla:
—Voy a darle un fuetazo, uno solo.
—Cuidado con hacerlo.
—Es uno solamente, para que veas que nada hace. Tú eres ingrato
con el Retinto, pues quieres más a ese rucio en que vas.
—¡Ahora que ése te conoce tanto, no será así!
—En éste ibas la noche que fuiste a llamar al doctor.
—¡Ah!, sí; es un excelente animal.
—Y después de todo, no lo estimas en lo que merece.
—Tú menos, pues quieres mortificarlo inútilmente.
—Vas a ver que no hace nada.
—¡Cuidado, cuidado, María! Hazme el favor de darme el fuete.
—Lo dejaremos para después, cuando lleguemos a los llanos.
Y se reía de la zozobra en que con tal amenaza me ponía.
—¿Qué es? —preguntó mi madre, que iba ya a nuestro lado, pues yo
había acortado el paso con tal fin.
—Nada, señora —respondió María—: que Efraín va persuadido de que
el caballo me va a botar.
—Pero si tú... empecé a contestarle, y ella, poniéndose disimuladamente
el mango del fuetecito sobre los labios en ademán de que callase, me lo entregó
en seguida.
—¡Y por qué vas tan valiente hoy! —le preguntó mi madre—. La otra
vez que montaste en ese caballo le tuviste miedo.
—Y hubo que cambiártelo —agregó Felipe.
—Ustedes me están haciendo quedar malísimamente —contestó María
mirándome sonrojada—: el señor estaba convencido ya de que yo era guapísima.
—¿Conque no tienes miedo hoy? —insistió mi madre.
—Sí tengo —respondióle—;
pero no tanto, porque el caballo se ha amansado; y como hay quien lo regañe si
se alborota...
Cuando llegamos a las pampas, el sol,
rasgadas ya las nieblas que entoldaban las montañas a nuestra espalda, envolvía
en resplandores metálicos los bosques que en fajas tortuosas o en grupos
aislados interrumpían a distancia la llanura: las linfas de los riachuelos que
vadeábamos, abrillantadas por aquella luz corrían a perderse en las sombras, y
las lejanas revueltas del Zabaletas parecían de plata líquida y orladas por
florestas azules.
María dejó entonces caer el velillo
sobre su rostro, y al través de la inquieta gasa de color de cielo, buscaba
algunas veces mis ojos con los suyos, ante los cuales todo el esplendor de la
naturaleza que nos rodeaba me era casi indiferente.
Al internarnos en los grandes bosques,
atravesada la llanura, hacía largo rato que María y yo guardábamos silencio;
solamente Felipe no había interrumpido su charla haciendo mil preguntas a mi
madre sobre cuanto veía.
En un momento
en que María estuvo cerca de mí, me dijo:
—¿En qué
piensas tanto? Vuelves a estar como anoche, y hace un rato que no era así. ¿Es
pues tan grande esa desgracia que ha sucedido?
—No pensaba en
ella; tú me haces olvidarla.
—¿Es tan
irremediable esa pérdida?
—Tal vez no. En
lo que he estado pensando es en la felicidad de Braulio.
—¿En la de él
solamente?
—Me es más
fácil imaginarme la de Braulio. El va a ser desde hoy completamente dichoso; y
yo voy a ausentarme, yo voy a dejarte por muchos años.
Ella me había
escuchado sin mirarme, y levantando al fin los ojos, en los cuales no se había
apagado el brillo de felicidad que en aquella mañana los iluminaba, respondió
alzando el velillo:
—¿Esa pérdida
no es pues muy grande?
—¿Y por qué
insistes en hablar de ella?
—¿No lo
adivinas? Solamente yo he pensado así, y esto me convence de que no debo
confiarte mi pensamiento. Prefiero que no estés contento por haberme visto
alegre hoy después de lo que me contaste anoche.
—¿Y esa noticia te causó alegría?
—Tristeza
cuando me la diste; pero más tarde...
—Más tarde
¿qué?
—Pensé de otro
modo.
—Lo cual te
hizo pasar de la tristeza a la alegría.
—No tanto,
pero...
—Estar como
estás hoy.
—¿No digo? Yo
sabía que no te podía gustar verme así, y no quiero que me creas capaz de una
tontería.
—¿A ti? ¿Y te
imaginas que eso puede llegar a suceder?
—¿Por qué no?
Yo soy una muchacha capaz, como cualquiera otra, de no ver las cosas serias
como deben verse.
—No; tú no eres
así.
—Sí, señor, sí;
por lo menos hasta que me disculpe. Pero hablemos un rato con mamá, no sea que
extrañe que converses mucho conmigo y mientras tanto yo me resolveré a
contártelo todo.
Así lo hicimos;
mas después de un cuarto de hora, mi caballo y el de María volvieron a
aparearse. Salimos de nuevo a la campaña y veíamos blanquear la torrecilla de
la parroquia y colorear los techos de las casas en medio de los follajes de los
huertos.
—Di, María —le
dije entonces.
—Ya ves que
estás deseoso tú mismo de disculparme. ¿Y si el motivo que te voy a decir no es
suficiente? Mejor hubiera sido no estar contenta; pero como no has querido
enseñarme a fingir...
—¿Cómo
enseñarte lo que no sé?
—¡Qué buena
memoria! ¿Has olvidado lo que me decías anoche? Voy a aprovecharme de esa
lección.
—¿Desde hoy?
—Desde ahora no
—respondió sonriéndose de la misma gravedad que trataba de aparentar—. Oye,
pues yo no he podido prescindir de estar contenta hoy, porque luego que nos
separamos anoche, pensé que de esa pérdida sufrida por papá, puede resultar...
Y ¿qué pensaría él de mí si supiera esto?
—Explícate, y
yo te diré qué pensaría.
—Si esa suma que se ha perdido es tanta —se resolvió a decirme
entonces, peinando las crines del caballo con el mango del fuete, que ya le
había devuelto— papá necesitará más de ti..., él consentirá en que le ayudes
desde ahora...
—Sí, sí —le respondí dominado por su mirada tímida y anhelosa al
confesarme lo que tanto recelaba la pudiera mostrar culpable.
—¿Conque es verdad que sí?
—Relevaré a mi padre de la promesa que me tiene hecha de enviarme
a Europa a terminar mis estudios; le prometeré luchar a su lado hasta el fin
por salvar su crédito; y él consentirá; debe consentir... Así no nos
separaremos tú y yo nunca... no nos separarán. Y entonces pronto...
Sin levantar los ojos me significó que sí; y al través de su
velillo, con el cual jugaba la brisa, su pudor era el pudor de un ángel.
Cuando hubimos llegado al pueblo, vino Braulio a saludarnos y a
decirnos que el cura nos estaba esperando. Mi madre y María se habían cambiado
los vestidos, y salimos.
El anciano cura, al vernos acercar a su casita situada al lado de
la iglesia, nos salió al encuentro, invitándonos a almorzar con él, de lo cual
nos excusamos cuan finamente pudimos.
Al empezarse la ceremonia, el rostro de Braulio, aunque algún
tanto pálido, denunciaba su felicidad. Tránsito miraba tenazmente al suelo, y
contestó con voz alterada al llegarle el turno; José, colocado al lado del
cura, empuñaba con mano poco firme uno de los cirios; y sus ojos, que pasaban
constantemente del rostro del sacerdote al de su hija, si no se podía decir que
estaban llorosos, sí que habían llorado.
Al tiempo
que el ministro bendecía las manos enlazadas de los novios, Tránsito se atrevió
a mirar a su marido: en aquella mirada había amor, humildad e inocencia; era la
promesa única que podía hacer al hombre que amaba, después de la que acababa de
pronunciar ante Dios.
Oímos todos
la misa, y al salir de la iglesia nos dijo Braulio que mientras montábamos
saldrían ellos del pueblo; pero que no los alcanzaríamos muy lejos.
A la media
hora dimos alcance a la linda pareja y a José, quien llevaba por delante la
vieja mula rucia en que había conducido con los regalos para el cura, legumbres
para el mercado y la ropa de gala de los muchachos. Tránsito iba ya solamente
con su vestido de domingo, y el de novia no le sentaba mejor: sombrerito de
jipijapa, por debajo del cual caían las trenzas sobre el pañolón negro de
guardilla morada: la falda de zaraza rosada con muchos boleros y ligeramente
recogida para librarla del rocío de los gramales, dejaba ver a veces sus lindos
pies, y el embozo, al descubrirse, la camisa blanca bordada de seda negra y
roja.
Acortamos el
paso para ir con ellos un rato y esperar a mi madre. Tránsito iba al lado de
María, quitándole del faldón las pelusas que había recogido en los pajonales:
hablaba poco, y en su porte y rostro se descubría un conjunto tal de modestia,
reconocimiento y placer, que es difícil imaginar.
Al
despedirnos de ellos prometiéndoles ir aquella tarde a la montaña, Tránsito
sonrió a María con una dulzura casi hermanal: ésta retuvo entre las suyas la
mano que le ofrecía tímidamente su ahijada, diciéndole:
—Me da mucha
pena el pensar que vas a hacer todo el camino a pie.
—¿Por qué,
señorita?
—¿Señorita?
—Madrina,
¿no?
—Sí, sí.
—Bueno. Nos iremos poco a poco;
¿verdad? —dijo dirigiéndose a los montañeses.
—Sí —respondió Braulio—; y si no te
avergüenzas hoy también de apoyarte en mí para subir los repechos, no llegarás
tan cansada.
Mi madre,
que con Felipe nos dio alcance en ese momento, instó a José para que al día
siguiente llevase la familia a comer con nosotros, y él quedó comprometido a
empeñarse para que así fuese.
La
conversación se hizo general durante el regreso, lo que María y yo procuramos
para que se distrajese mi madre, quien se quejaba de cansancio, como siempre
que andaba a caballo. Solamente al acercarnos a la casa me dijo María en voz
que sólo yo podía oír:
—¿Vas a
decir eso hoy a papá?
—Sí.
—No se lo
digas hoy.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Cuándo
quieres que se lo diga?
—Si pasados
estos ochos días no te habla nada de viaje, busca ocasión para decírselo. ¿Y
sabes cuál será la mejor? Un día después de que hayáis trabajado mucho juntos:
se le conoce entonces a él que está muy agradecido por lo que le ayudas.
—Pero
mientras tanto no podré soportar la impaciencia en que me tendrá el no saber si
acepta.
—¿Y si él no
conviene?
—¿Lo temes?
—Sí.
—¿Y qué
haremos entonces?
—Tú,
obedecerle.
—¿Y tú?
—¡Ay!, quién
sabe.
—Debes creer
que aceptará, María.
—No, no;
porque si me engañara, sé que ese engaño me haría un mal muy grande. Pero hazlo
como te digo: así puede ser que todo salga bien.
XXXVI
Habíamos llegado. Extrañé ver cerradas las
ventanas del aposento de mi madre. Le había ayudado a ella a apearse y estaba
haciendo lo mismo con María a tiempo que Eloísa salió a recibirnos, insinuándonos
por señas que no hiciésemos ruido.
—Papá —dijo—
se ha vuelto a acostar, porque está enfermo.
Solamente
María y yo podíamos suponer la causa, y nuestras miradas se encontraron para
decírsela. Ella y mi madre entraron al instante a ver a mi padre; yo las seguí.
Como él conoció que nos habíamos preocupado, nos dijo en voz balbuciente por el
escalofrío:
—No es nada;
tal vez me levanté sin precaución, y me he resfriado.
Tenía las
manos y los pies yertos, y calenturienta la frente.
A la media
hora, María y mi madre se hallaban ya en traje de casa. Se sirvió el almuerzo,
pero ellas no asistieron al comedor. Al levantarme de la mesa, llegó Emma a
decirme que mi padre me llamaba.
La fiebre
había tomado incremento. María estaba en pie y recostada contra una de las
columnas de la cama: Emma a su lado y mi madre a la cabecera.
—Apaguen
algunas de esas luces —decía mi padre a tiempo que yo entraba.
Sólo una
había, y estaba en la mesa que le ocultaban las cortinas.
—Aquí está ya
Efraín —le dijo mi madre.
Nos pareció
que no había oído. Pasado un momento, dijo como para sí:
—Esto no
tiene sino un remedio. ¿Por qué no viene Efraín para despachar de una vez todo?
Le hice notar
que estaba presente.
—Bueno
—continuó— tráelas para firmarlas.
Mi madre apoyaba la frente sobre una de
las manos. María y Emma trataban de saber, mirándome, si existían realmente
tales cartas.
—Así que
usted esté más reposado se despachará todo mejor.
—¡Qué
hombre!, ¡qué hombre! —murmuró; y se quedó en seguida aletargado.
Llamóme mi
madre al salón y me dijo:
—Me parece
que debemos llamar al doctor: ¿qué dices?
—Creo que
debe llamársele; porque aunque la fiebre pase, nada se pierde con hacer que
venga, y si...
—No, no
—interrumpió ella—: siempre que alguna enfermedad le empieza así, es grave.
Luego que
despaché un paje en busca del médico, volví al lado de mi padre, quien me
llamaba otra vez.
—¿A qué hora
volvieron? —me preguntó.
—Hace más de
una hora.
—¿Dónde está
tu madre?
—Voy a
llamarla.
—Que no sepa
nada.
—Sí, señor,
esté usted tranquilo.
—¿Pusiste esa
posdata a la carta?
—Sí, señor.
—¿Sacaste del
armario aquella correspondencia y los recibos?
Lo dominaba,
de seguro, la idea de remediar la pérdida que había sufrido. Había oído mi
madre este último diálogo, y como él pareciese quedarse dormido, me preguntó:
—¿Ha tenido
tu padre alguna molestia en estos días? ¿Ha recibido alguna mala noticia? ¿Qué
es lo que no quiere que yo sepa?
—Nada ha
sucedido, nada que se le oculte a usted —le respondí fingiendo la mayor naturalidad
que me fue posible.
—Entonces, ¿qué significa ese delirio?
¿Quién es el hombre de quien parece quejarse?... ¿De qué cartas habla tanto?
—No puedo adivinarlo, señora.
Ella no quedó satisfecha de mis
contestaciones; pero yo no debía darle otras.
A las cuatro de
la tarde llegó el médico. La fiebre no había cedido, y el enfermo continuaba
delirando en unos ratos, aletargado en otros. Todos los remedios caseros que
para el supuesto resfriado se le aplicaron habían sido hasta entonces
ineficaces.
Habiendo el
doctor dispuesto que se preparase un baño de tina y lo necesario para aplicarle
a mi padre unas ventosas, fue conmigo a mi cuarto. Mientras confeccionaba una
poción, traté de saber su concepto sobre la enfermedad.
—Es,
probablemente, una fiebre cerebral —me dijo.
—¿Y ese dolor
de que se queja en la región del hígado?
—No tiene que
ver con lo otro, pero no es despreciable.
—¿Le parece a
usted muy grave el mal?
—Así suelen
empezar estas fiebres, pero si se atacan en tiempo, se logra muchas veces
vencerlas. ¿Se ha fatigado mucho su padre en estos días?
—Sí, señor;
estuvimos hasta ayer en las haciendas de abajo y tuvo mucho que hacer.
—¿Ha tenido
alguna contrariedad, algún disgusto serio?
—Creo que debo
hablar a usted con la franqueza que exigen las circunstancias. Hace tres días
recibió la noticia de que un negocio suyo con cuyo buen éxito necesitaba
contar, se había desgraciado.
—¿Y le hizo
aquello mucha impresión? Discúlpeme usted si le hablo de esta manera; creo
indispensable hacerlo. Ocasiones tendrá usted durante sus estudios, y más
frecuentemente en la práctica, para convencerse de que existen enfermedades que
proviniendo de sufrimientos del ánimo se disfrazan con los síntomas de otras,
o se complican con las más conocidas por la ciencia.
—Puede usted estar casi seguro de que
esa desgracia de que le he hablado ha sido la causa principal de la enfermedad.
Es sí indispensable advertir a usted que mi madre ignora lo ocurrido, porque mi
padre así lo ha querido para evitarle el pesar que era consiguiente.
—Está bien: ha
hecho usted perfectamente en hablarme de ese modo: esté cierto de que yo sabré
aprovecharme prudentemente del secreto. ¡Cuánto siento todo eso! Ahora iremos
por camino más conocido. Vamos —agregó poniéndose en pie, y tomando la copa en
que había mezclado las drogas—: creo que esto hará muy buen efecto.
Eran ya las dos
de la mañana. La fiebre no había cedido un punto.
El doctor,
después de velar hasta esa hora, se retiró suplicando lo llamásemos si se
presentaba algún síntoma alarmante.
La estancia,
alumbrada escasamente, estaba en profundo silencio.
Permanecía mi
madre en una butaca cerca de la cabecera: por el movimiento de sus labios y por
la dirección de sus miradas, fijas en un eccehomo,
colgado sobre la puerta que daba entrada del salón al aposento, podía conocerse
que oraba. Ya, por las palabras que del delirio de mi padre había anudado,
nada de lo ocurrido se le ocultaba. A los pies de la cama, arrodillada sobre
un sofá, y medio oculta por las cortinas, procuraba María volver el calor a los
pies del enfermo, que se había quejado nuevamente de frío. Acerquéme a ella
para decirle muy quedo:
—Retírate a
descansar un rato.
—¿Por qué? —me
respondió levantando la cabeza, que tenía apoyada en uno de los brazos: cabeza
tan bella en el desaliño de la velada como cuando estaba adornada
primorosamente en el paseo de la mañana anterior.
—Porque te va a
hacer mal pasar toda la noche en vela.
—No lo creas;
¿qué hora es?
—Van a ser las tres.
—Yo no estoy cansada: pronto amanecerá:
duerme tú mientras tanto, y si fuere necesario te haré llamar.
—¿Cómo están los pies?
—¡Ay!, muy
fríos.
—Deja que te
reemplace ahí algún rato, y después me retiraré.
—Está bien
—respondió levantándose con tiento para no hacer el menor ruido.
Me entregó
el cepillo, sonriendo al enseñarme cómo debía tomarlo para frotar las plantas.
Luego que hube tomado su puesto, me dijo:
—No es sino
por un momento, mientras voy a ver qué tiene Juan y vuelvo.
El chiquito
había despertado y la llamaba, extrañando no verla cerca. Se oyó después la voz
callada de María, que decía ternezas a Juan, para lograr que no se levantase, y
el ruido de los besos con que lo acariciaba. No tardó el reloj en dar las tres:
María tornó a reclamarme su asiento.
—¿Es tiempo
de la bebida? —le pregunté.
—Creo que
sí.
—Pregúntale
a mi madre.
Llevando
ésta la poción y yo la luz, nos acercamos al lecho. A nuestros llamamientos
abrió mi padre los ojos, notablemente inyectados, y procuró hacerles sombra con
una mano, molestado por la luz. Se le instó para que tomase la bebida.
Incorporóse volviendo a quejarse de dolor en el costado derecho: y después de
examinar con mirada incierta cuanto le rodeaba, dijo algunas palabras en las
cuales se oyó “sed”.
—Esto la
calmará —le observó mi madre presentándole el vaso.
El se dejó
caer sobre las almohadas, diciendo al llevarse entrambas manos al cerebro:
—¡Aquí!
Logramos de
nuevo que hiciera un esfuerzo para levantarse; pero inútilmente.
El semblante de mi madre dejaba conocer
lo que aquella postración la acobardaba.
Sentándose María al borde de la cama y
apoyada en las almohadas, dijo al enfermo con su voz más cariñosa:
—Papá, procure levantarse para tomar
esto; yo voy a ayudarle.
—Veamos, hija —contestó con voz débil.
Ella consiguió
recostarlo en su pecho, mientras lo sostenía por la espalda con el brazo
izquierdo. Las negras trenzas de María sombrearon aquella cabeza cana y
venerable a que tan tiernamente ofrecía ella su seno por cojín.
Una vez tomada
la poción, mi madre me entregó el vaso y María volvió a colocar suavemente a mi
padre sobre las almohadas.
—¡Ay! ¡Jesús!
¡Cómo se ha postrado! —me dijo ésta en voz muy baja, luego que estuvimos cerca
de la mesa donde colocaba ella la luz.
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