—¡Allí!— gritó
señalando hacia el arbolado de las peñas cuyos filos nos era imposible divisar;
y bajando a saltos a la ribera, añadió:
—¡La cuerda
firme, los perros más arriba!
Los perros
parecían estar al corriente de lo que había sucedido: no bien los soltamos,
cumpliendo la orden de Braulio, mientras José le ayudaba a pasar el río,
desaparecieron a nuestra derecha por entre los cañaverales.
—¡Quietos!—
volvió a gritar Braulio, ganando ya la ribera; y mientras cargaba precipitadamente
la escopeta, divisándome a mí, agregó:
—Usted aquí, patrón.
Los perros perseguían de cerca la presa, que no debía de tener
fácil salida, puesto que los ladridos venían de un mismo punto de la falda.
Braulio tomó una lanza de manos de José, diciéndonos a los dos:
—Ustedes más abajo y más altos, para cuidar este paso, porque el
tigre volverá sobre su rastro si se nos escapa de donde está. Tiburcio con
ustedes— agregó.
Y dirigiéndose a Lucas:
—Los dos a costear el peñón por arriba.
Luego, con su sonrisa dulce de siempre, terminó al colocar con
pulso firme un pistón en la chimenea de la escopeta:
—Es un
gatico, y está ya herido.
En diciendo las últimas palabras nos dispersamos.
José, Tiburcio y yo subimos a una roca convenientemente situada.
Tiburcio miraba y remiraba la ceba de su escopeta. José era todo ojos. Desde
allí veíamos lo que pasaba en el peñón y podíamos guardar el paso recomendado;
porque los árboles de la falda, aunque corpulentos, eran raros.
De los seis perros, dos estaban ya fuera de combate: uno de ellos
destripado a los pies de la fiera; el otro dejando ver las entrañas por entre
uno de los costillares, desgarrado, había venido a buscarnos y expiraba dando
quejidos lastimeros junto a la piedra que ocupábamos.
De espaldas contra un grupo de robles, haciendo serpentear la
cola, erizando el dorso, los ojos llameantes y la dentadura descubierta, el
tigre lanzaba bufidos roncos, y al sacudir la enorme cabeza, las orejas hacían
un ruido semejante al de las castañuelas de madera. Al revolver, hostigado por
los perros, no escarmentados aunque no muy sanos, se veía que de su ijar izquierdo
chorreaba sangre, la que a veces intentaba lamer inútilmente, porque entonces
lo acosaba la jauría con ventaja.
Braulio y Lucas se presentaron saliendo del cañaveral sobre el
peñón, pero un poco más distantes de la fiera que nosotros. Lucas estaba
lívido, y las manchas de carate de sus pómulos, de azul turquí.
Formábamos así un triángulo los cazadores y la pieza, pudiendo
ambos grupos disparar a un tiempo sobre ella sin ofendernos mutuamente.
—¡Fuego todos
a un tiempo!— gritó José.
—¡No, no; los
perros! —respondió Braulio—; y dejando solo a su compañero, desapareció.
Comprendí que
un disparo general podía terminarlo todo; pero era cierto que algunos perros
sucumbirían; y no muriendo el tigre, le era fácil hacer una diablura
encontrándonos sin armas cargadas.
La cabeza de Braulio, con la boca entreabierta y jadeante, los
ojos desplegados y la cabellera revuelta, asomó por entre el cañaveral, un poco
atrás de los árboles que defendían la espalda de la fiera: en el brazo derecho
llevaba enristrada la lanza, y con el izquierdo desviaba los bejucos que le
impedían ver bien.
Todos quedamos mudos; los perros mismos parecían interesados en el
fin de la partida.
José gritó al
fin:
—¡Hubi!
¡Mataleón! ¡Hubi! ¡Pícalo! ¡Truncho!
No convenía
dar tregua a la fiera, y se evitaba así riesgo mayor a Braulio.
Los perros volvieron al ataque simultáneamente. Otro de ellos
quedó muerto sin dar un quejido.
El tigre lanzó un maullido horroroso.
Braulio apareció tras el grupo de robles, hacia nuestro lado,
empuñando el asta de la lanza sin la hoja.
La fiera dio
sobre sí misma la vuelta en su busca; y él gritó:
“¡Fuego!
¡fuego!”, volviendo a quedar de un brinco en el mismo punto donde había
asestado la lanzada.
El tigre lo buscaba. Lucas había
desaparecido. Tiburcio estaba de color de aceituna. Apuntó y sólo se quemó la
ceba.
José disparó:
el tigre rugió de nuevo tratando como de morderse el lomo, y de un salto volvió
instantáneamente sobre Braulio. Este, dando una nueva vuelta tras de los
robles, lanzóse hacia nosotros a recoger la lanza que le arrojaba José.
Entonces la
fiera nos dio frente. Sólo mi escopeta estaba disponible: disparé; el tigre se
sentó sobre la cola, tambaleó y cayó.
Braulio miró
atrás instintivamente para saber el efecto del último tiro. José, Tiburcio y yo
nos hallábamos ya cerca de él, y todos dimos a un tiempo un grito de triunfo.
La fiera
arrojaba sanguaza espumosa por la boca: tenía los ojos empañados e inmóviles, y
en el último paroxismo de muerte estiraba las piernas temblorosas y removía la
hojarasca al enrollar y desenrollar la hermosa cola.
—¡Valiente
tiro!... ¡Qué tiro! —exclamó Braulio poniéndole un pie al animal sobre el
cogote—: ¡En la frente! ¡Ese sí es un pulso firme!
José, con voz
no muy segura todavía (el pobre amaba tanto a su hija), dijo limpiándose con la
manga de la camisa el sudor de la frente:
—No, no... ¡Si
es mecha! ¡Santísimo Patriarca! ¡Qué animal tan bien criado! ¡Hij’, un demonio!
¡Si te toca ni se sabe!...
Miró
tristemente los cadáveres de los tres perros diciendo:
—¡Pobre
Campanilla!, es la que más siento... ¡Tan guapa mi perra!
Acarició luego
a los otros tres, que con tamaña lengua afuera jadeaban acostados y
desentendidos, como si solamente se hubiera tratado de acorralar un becerro
arisco.
José,
tendiéndome su ruana en lo limpio, me dijo:
—Siéntese,
niño; vamos a sacar bien el cuero, porque es de usted: —y en seguida gritó—:
¡Lucas!
Braulio soltó
una carcajada, concluyéndola por decir:
—Ya ése estará metido en el gallinero
de casa.
—¡Lucas!—
volvió a gritar José, sin atender a lo que su sobrino decía; mas viéndonos a
todos reír, preguntó:
—¡Eh! ¡Eh!
¿Pues qué es?
—Tío, si el
valluno zafó desde que erré la lanzada.
José nos miraba
como si fuese imposible entendernos.
—¡Timanejo
pícaro!
Y acercándose
al río, gritó de forma que las montañas repitieron su voz.
—¡Lucas del
demonio!
—Aquí tengo yo
un buen cuchillo para desollar, le advirtió Tiburcio.
No, hombre, si
es que ese caratoso traía el jotico15 del
fiambre, y este blanco querrá comer algo y... yo también, porque aquí no hay
esperanzas de mazamorra.
Pero la mochila
deseada estaba señalando precisamente el punto abandonado por el neivano. José,
lleno de regocijo, la trajo al sitio donde nos hallábamos y procedió a abrirla,
después de mandar a Tiburcio a llenar nuestros cocos de agua del río.
Las provisiones
eran blandas y moradas masas de choclo16, queso fresco y carne asada
con primor: todo ello fue puesto sobre hojas de platanillo. Sacó en seguida de
entre una servilleta una botella de vino tinto, pan, ciruelas e higos pasos,
diciendo:
—Esta es cuenta
aparte.
Las navajas
machetonas salieron de los bolsillos. José nos dividió la carne, que acompañada
con las masas de choclo, era un bocado regio. Agotamos el tinto, despreciamos
el pan, y los higos y ciruelas les gustaron más a mis compañeros que a mí. No
faltó la panela, dulce compañera del viajero, del cazador y del pobre. El agua
estaba helada. Mis cigarros de olor17 humearon después de aquel rústico banquete.
José estaba de excelente humor, y
Braulio se había atrevido a llamarme padrino.
Con
imponderable destreza, Tiburcio desolló el tigre, sacándole el sebo, que dizque
servía para qué sé yo qué.
Acomodadas
en las mochilas la piel, cabeza y patas del tigre, nos pusimos en camino para
la posesión de José, el cual, tomando mi escopeta, la colocó en un mismo hombro
con la suya, precediéndonos en la marcha y llamando a los perros. Deteníase de
vez en cuando para recalcar sobre alguno de los lances de la partida o para
echarle alguna nueva maldición a Lucas.
Conocíase
que las mujeres nos contaban y recontaban desde que nos alcanzaron a ver; y
cuando nos acercamos a la casa estaban aún indecisas entre el susto y la
alegría pues por nuestra demora y los disparos que habían oído suponían que
habíamos corrido peligros.
Fue Tránsito quien se adelantó a
recibirnos, notablemente pálida.
—¿Lo mataron?— nos gritó.
—Sí, hija— le respondió su padre.
Todas nos rodearon, entrando en la
cuenta hasta la vieja Marta, que llevaba en las manos un capón a medio pelar.
Lucía se acercó a preguntarme por mi escopeta, y como yo se la mostrase, añadió
en voz baja:
—Nada le ha sucedido, ¿no?
—Nada— le respondí cariñosamente,
pasándole por los labios una ramita.
—Ya yo pensaba...
—¿No ha bajado ese fantasioso de Lucas
por aquí? —preguntó José.
—El no— respondió Marta.
José masculló
una maldición.
—¿Pero dónde
está lo que mataron?— dijo al fin, haciéndose oír, la señora Luisa.
—Aquí, tía
—contestó Braulio—; y ayudado por su novia, se puso a desfruncir la mochila,
diciéndole a la muchacha algo que no alcancé a oír. Ella me miró de una manera
particular, y sacó de la sala un banquito para que me sentase en el empedrado,
desde el cual dominaba yo la escena.
Extendida en el
patio la grande y aterciopelada piel, las mujeres intentaron exhalar un grito;
mas al rodar la cabeza sobre la grama, no pudieron contenerse.
—¿Pero cómo lo
mataron? ¡Cuenten! —decía la señora Luisa—: todos están como tristes.
—Cuéntennos—
añadió Lucía.
Entonces José,
tomando la cabeza del tigre entre las dos manos, dijo:
—El tigre iba a
matar a Braulio cuando el señor (señalándome) le dio este balazo.
Mostró el
foramen que en la frente tenía la cabeza. Todos se volvieron a mirarme, y en
cada una de esas miradas había recompensa de sobra para una acción que la
mereciera.
José siguió
refiriendo con pormenores la historia de la expedición, mientras hacía
remedios a los perros heridos, lamentando la pérdida de los otros tres.
Braulio
estacaba la piel ayudado por Tiburcio.
Las mujeres
habían vuelto a sus faenas, y yo dormitaba sobre uno de los poyos de la salita
en que Tránsito y Lucía me habían improvisado un colchón de ruanas. Servíame de
arrullo el rumor del río, los graznidos de los gansos, el balido del rebaño que
pacía en las colinas cercanas y los cantos de las muchachas que lavaban ropa en
el arroyo. La naturaleza es la más amorosa de las madres cuando el dolor se ha
adueñado de nuestra alma; y si la felicidad nos acaricia, ella nos sonríe.
XXII
Las instancias de los montañeses me hicieron
permanecer con ellos hasta las cuatro de la tarde, hora en que, después de
larguísimas despedidas, me puse en camino con Braulio, que se empeñó en
acompañarme. Habíame aliviado del peso de la escopeta y colgado de uno de sus
hombros una guambía.
Durante la marcha le hablé de su
próximo matrimonio y de la felicidad que le esperaba, amándolo Tránsito como lo
dejaba ver. Me escuchaba en silencio, pero sonriendo de manera que estaba por
demás hacerlo hablar.
Habíamos pasado
el río y salido de la última ceja de monte para empezar a descender por las
quiebras de la falda limpia, cuando Juan Angel, apareciéndose por entre unas
moreras, se nos interpuso en el sendero, diciéndome con las manos unidas en
ademán de súplica:
—Yo vine, mi
amo... yo iba... pero no me haga nada sumercé... yo no vuelvo a tener miedo.
—¿Qué has
hecho? ¿qué es? —le interrumpí—. ¿Te han enviado de casa?
—Sí, mi amo,
sí, la niña; y como me dijo sumercé que volviera...
No me acordaba
de la orden que le había dado.
—¿Conque no
volviste de miedo? —le preguntó Braulio riendo—.
—Eso fue, sí,
eso fue... Pero como Mayo pasó por aquí asustao, y luego ñor Lucas me encontró
pasando el río y me dijo que el tigre había matao a ñor Braulio...
Este dio rienda
suelta a una estrepitosa risotada, diciéndole al fin al negrito aterrado:
—¡Y te
estuviste todo el día metido entre estos matorrales como un conejo!
—Como ñor José
me gritó que volviera pronto, porque no debía andar solo por allá arriba...
—respondió Juan Angel viéndose las uñas de las manos.
—¡Vaya! yo te mezquino18 —repuso Braulio;
pero es con la condición de que en otra cacería has de ir pie con pie conmigo.
El negrito lo miró con ojos
desconfiados, antes de resolverse a aceptar así el perdón.
—¿Convienes? —le pregunté distraído.
—Sí, mi amo.
—Pues vamos andando. Tú, Braulio, no te
incomodes en acompañarme más, vuélvete.
—Si es que yo quería...
—No; ya ves que Tránsito está toda
asustada hoy. Di allá mil cosas en mi nombre.
—Y esta guambía que llevaba... Ah
—continuó— tómala tú, Juan Angel. ¿No irás a romper la escopeta del patrón por
ahí? Mira que le debo la vida a ése —dijo—. Será lo mejor—observó al recibírsela
yo.
Di un apretón de manos al valiente
cazador, y nos separamos. Distante ya de nosotros, gritó:
—Lo que va en la guambía es la muestra
de mineral que le encargó su papá a mi tío.
Y convencido de que se le había oído se
internó en el bosque.
Detúveme a dos tiros de fusil de la
casa a orillas del torrente que descendía ruidoso hasta esconderse en el huerto.
Al continuar bajando busqué a Juan
Angel: había desaparecido, y supuse que, temeroso de mi enojo por su cobardía,
habría resuelto solicitar amparo mejor que el ofrecido por Braulio con tan inaceptables
condiciones.
Tenía yo un cariño especial al negrito:
él contaba a la sazón doce años; era simpático y casi pudiera decirse que
bello. Aunque inteligente, su índole tenía algo de huraño. La vida que hasta
entonces había llevado no era la adecuada para dar suelta a su carácter, pues
mediaban motivos para mimarlo. Feliciana, su madre, criada que había
desempeñado en la familia funciones de aya y disfrutado de todas las
consideraciones de tal, procuró siempre hacer de su hijo un buen paje para mí.
Mas fuera del servicio de mesa y de cámara y de su habilidad para preparar
café, en lo demás era desmañado y bisoño.
Muy cerca ya
de la casa, noté que la familia estaba aún en el comedor, e inferí que Carlos y
su padre habían venido. Desviéme a la derecha, salté el vallado del huerto, y
atravesé éste para llegar a mi cuarto sin ser visto.
Colgaba el
saco de caza y la escopeta cuando percibí un ruido de voces desacostumbrado. Mi
madre entró a mi cuarto en ese momento, y le pregunté la causa de lo que oía.
—Es —me dijo
mi madre— que los señores de M... están aquí, y ya sabes que don Jerónimo habla
siempre como si estuviese a la orilla de un río.
¡Carlos en
casa! pensé: éste es el momento de prueba de que habló mi padre. Carlos habrá
pasado un día de enamorado, en ocasión propicia para admirar a su pretendida.
¡Que no pueda yo hacerle ver a él cuánto la amo! ¡No poder decirle a ella que
seré su esposo!... Este es un tormento peor de lo que yo me había imaginado.
Mi madre,
notándome tal vez preocupado, me dijo:
—Como que has
vuelto triste.
—No, no,
señora; cansado.
—¿La cacería
ha sido buena?
—Muy feliz.
—¿Podré decir
a tu padre que le tienes ya la piel de oso que te encargó?
—No ésa, sino
una hermosísima de tigre.
—¿De tigre?
—Sí, señora,
del que hacía daños por aquí.
—Pero eso
habrá sido horrible.
—Los
compañeros eran muy valientes y diestros.
Ella había
puesto ya a mi alcance todo lo que yo podía necesitar para el baño y cambio de
vestidos; y a tiempo que entornaba la puerta después de haber salido, le
advertí que no dijera todavía que yo había regresado.
Volvió a
entrar, y usando de aquella voz dulce cuanto afectuosa que la hacía
irresistible siempre que me aconsejaba, me dijo:
—¿Tienes
presente lo que hablamos el otro día sobre la visita de esos señores, no?
Satisfecha de
la respuesta, añadió:
—Bueno. Yo
confío en que saldrás muy bien.
Y cerciorada de
nuevo de que nada podía faltarme, salió.
Lo que Braulio
había dicho que era mineral, no era otra cosa que la cabeza del tigre; y con
tal astucia había conseguido hacer llegar a casa ese trofeo de nuestra hazaña.
Por los comentarios
de la escena hechos en casa después, supe que en el comedor había sucedido
esto:
Iba a servirse
el café en el momento en que llegó Juan Angel diciendo que yo venía ya e impuso
a mi padre del contenido de la mochila. Este, deseoso de que don Jerónimo le
diese su opinión sobre los cuarzos, mandó al negrito que los sacase; y trataba
de hacerlo así cuando dio un grito de terror y un salto de venado sorprendido.
Cada uno de los
circunstantes quiso averiguar lo que había pasado. Juan Angel, de espaldas contra
la pared, los ojos tamaños y señalando con los brazos extendidos hacia el saco,
exclamó:
—¡El tigre!
—¿En dónde?
—preguntó don Jerónimo derramando parte del café que tomaba, y poniéndose en
pie con más presteza que era de esperarse le permitiera su esférico abdomen.
Carlos y mi
padre dejaron también sus asientos.
Emma y María se
acercaron una a otra.
—¡En la
guambía! —repuso el interpelado.
A todos les
volvió el alma al cuerpo.
Mi padre sacudió con precaución el
saco, y viendo rodar la cabeza sobre las baldosas, dio un paso atrás; don
Jerónimo, otro; y apoyando las manos en las rodillas, prorrumpió:
—¡Monstruoso!
Carlos,
adelantándose a examinar de cerca la cabeza:
—¡Horrible!
Felipe, que
llegaba llamado por el ruido, se puso en pie sobre un taburete. Eloísa se asió
de un brazo de mi padre. Juan, medio llorando, trató de subírsele sobre las
rodillas a María; y ésta, tan pálida como Emma, miró con angustia hacia las
colinas, esperando verme bajar.
—¿Quién lo
mató? —preguntó Carlos a Juan Angel, el cual se había serenado ya.
—La escopeta
del amito.
—¿Conque la
escopeta del amito sola? —recalcó don Jerónimo riendo y ocupando de nuevo su
asiento.
—No, mi amo,
sino que ñor Braulio dijo ahora en la loma que le debía la vida a ella...
—¿Dónde está
pues Efraín? —preguntó intranquilo mi padre, mirando a María.
—Se quedó en la
quebrada.
En ese momento
regresaba mi madre al comedor. Olvidando que acababa de verme, exclamó:
—¡Ay mi hijo!
—Viene ya —le
observó mi padre.
—Sí, sí; ya sé
—respondió ella—; pero, ¿cómo habrán muerto este animal?
—Aquí fue el
balazo —dijo Carlos inclinándose a señalar el foramen de la frente.
—Pero, ¿es
posible? —preguntó don Jerónimo a mi padre, acercando el bracerillo para
encender un cigarro—; ¿es de creerse que usted permita esto a Efraín?
Sonrió mi padre
al contestarle con algo de propia satisfacción:
—Le encargué ahora días una piel de oso
para los pies de mi catre, y seguramente habrá preferido traerme una de tigre.
María había visto ya en los ojos de mi madre lo que podía tranquilizarla.
Se dirigió al salón llevando a Juan de la mano: éste, asido de la falda de ella
y asustado aún, le impedía andar. Hubo de alzarlo, y le decía al salir:
—¿Llorando? ¡ah feo! ¿un hombre con miedo?
Don Jerónimo, que alcanzó a oírla, observó, meciéndose en su silla
y arrojando una bocanada de humo:
—Ese otro también matará tigres.
—Vea usted a Efraín hecho un cazador de fieras —dijo Carlos a
Emma, sentándose a su lado—; y en el colegio no se dignaba disparar un
bodoquerazo a un paparote19. Y no señor... recuerdo ahora que en unos asuetos le vi hacer
buenos tiros en la laguna de Fontibón. ¿Y estas cacerías son frecuentes?
—Otras veces
—respondióle mi hermana— ha muerto con José y Braulio osos pequeños y lobos muy
bonitos.
—¡Yo que pensaba instarle para que hiciésemos mañana una cacería
de venados, y preparándome para esto vine con mi escopeta inglesa!
—El tendrá muchísimo placer en divertir a usted: si ayer hubiese
usted venido, hoy habrían ido ambos a la cacería.
—¡Ah! sí... si yo hubiera sabido...
Mayo, que habría estado despachando algunos bocados sabrosos en la
cocina, pasó entonces por el comedor. Paróse en vista de la cabeza; erizado el
cogote y espinazo, dio un cauto rodeo para acercarse al fin a olfatearla.
Recorrió la casa a galope, y volviendo al comedor, se puso a aullar: no me
encontraba, y acaso le avisaba su instinto que yo había corrido peligros.
A mi padre le
impresionaron los aullidos; era hombre que creía en cierta clase de pronósticos
y agüeros, preocupaciones de su raza de las cuales no había podido prescindir
por completo.
—Mayo, Mayo,
¿qué hay? —dijo acariciando al perro, y con mal disimulada impaciencia—: este
niño que no llega...
A ese tiempo entraba yo al salón en un
traje en que a la verdad no me hubieran reconocido sino muy de cerca Tránsito y
Lucía.
María estaba
allí. Apenas hubo tiempo para que cambiásemos un saludo y una sonrisa. Juan,
que estaba sentado en el regazo de María, me dijo en su mala lengua al pasar,
señalándome la puerta del comedor:
—Ahí está el
coco.
Y yo entré al
comedor sonriendo, porque me figuraba que el niño hacía alusión a don Jerónimo.
Di un estrecho
abrazo a Carlos, que se adelantó a recibirme; y por aquel momento olvidé casi
del todo lo que en los últimos días había sufrido por culpa suya.
El señor de
M.... estrechó cordialmente en sus manos las mías, diciendo:
—¡Vaya, vaya!
¿cómo no hemos de estar viejos si todos estos muchachos se han vuelto hombres?
Seguimos al
salón: María no estaba ya en él.
La conversación
rodó sobre la cacería última, y fui casi desmentido por don Jerónimo al
asegurarle que el éxito de ella se debía a Braulio, pues me puso de frente lo
referido por Juan Angel.
Emma me hizo
saber que Carlos había venido preparado para que hiciésemos una cacería de
venados: él se entusiasmó con la promesa que le hice de proporcionarle una
linda partida a inmediaciones de la casa.
Luego que salió
mi hermana, quiso Carlos hacerme ver su escopeta inglesa, y con tal fin pasamos
a mi cuarto. Era el arma exactamente igual a la que mi padre me había regalado
a mi regreso de Bogotá, aunque antes de verla yo, me aseguraba Carlos que nunca
había venido al país cosa semejante.
—Bueno —me
dijo, luego que la examiné—. ¿Con esta también matarías animales de esa clase?
—Seguramente
que sí: a sesenta varas de distancia no bajará una línea.
—¿A sesenta
varas se hacen esos tiros?
—Es peligroso contar con todo el
alcance del arma en tales casos; a cuarenta varas es ya un tiro largo.
—¿Qué tan lejos
estabas cuando disparaste sobre el tigre?
—A treinta
pasos.
—Hombre, yo
necesito hacer algo bueno en la cacería que tendremos, porque de otro modo
dejaré enmohecer esta escopeta y juraré no haber cazado ni tominejas en toda mi
vida.
—¡Oh! ya verás:
te haré lucir, porque haré entrar el venado al huerto.
Carlos me hizo
mil preguntas sobre sus condiscípulos, vecinas y amigas de Bogotá: entraron por
mucho los recuerdos de nuestra vida estudiantil: hablóme de Emigdio y de sus
nuevas relaciones con él, y se rió de buena gana acordándose del cómico
desenlace de los amores de nuestro amigo con Micaelina.
Carlos había
regresado al Cauca ocho meses antes que yo. Durante este tiempo sus patillas
habían mejorado, y la negrura de ellas hacía contraste con sus mejillas
sonrosadas; su boca conservaba la frescura que siempre la hizo admirable; la cabellera
abundante y medio crespa sombreaba su tersa frente, de ordinario serena como la
de un rostro de porcelana. Decididamente era un buen mozo.
Hablóme también
de sus trabajos de campo, de las novillas que cebaba en la actualidad, de los
buenos pastales que estaba haciendo; y por fin de la esperanza fundada que
tenía de ser muy pronto un propietario acomodado. Yo le veía hacer la puntería
seguro del mal suceso; pero procuraba no interrumpirle para evitarme así la
incomodidad de hablarle de mis asuntos.
—Pero, hombre —dijo poniéndose en pie
delante de mi mesa y después de una larguísima disertación acerca de las
ventajas de los cebaderos de guinea sobre los de pasto natural—: aquí hay
muchos libros. Tú has venido cargando con todo el estante. Yo también estudio,
es decir, leo... no hay tiempo para más; y tengo una prima bachillera que se ha
empeñado en que me engulla un diluvio de novelas. Ya sabes que los estudios
serios no han sido mi flaco: por eso no quise graduarme, aunque pude haberlo
hecho.
No puedo
prescindir del fastidio que me causa la política y de lo que me encocora todo
eso de litis, a pesar de que mi padre se lamenta día y noche de que no me ponga
al frente de sus pleitos; tiene la manía de litigar, y las cuestiones más
graves versan sobre veinte varas cuadradas de pantano o la variación de cauce
de un zanjón que ha tenido el buen gusto de echar al lado del vecino una
fajilla de nuestras tierras.
—Veamos
—empezó leyendo el rótulo de los libros— Frayssinous,
Cristo ante el Siglo, La Biblia... Aquí
hay mucha cosa mística. Don Quijote... Por
supuesto: jamás he podido leer dos capítulos.
—¿No, eh?
—Blair
—continuó—; Chateubriand ...Mi prima Hortensia tiene furor por esto. Gramática Inglesa. ¡Qué lengua tan
rebelde! no pude entrarle.
—Pero ya
hablabas algo.
—El “how do
you do” como el “comment ca vat’ il” del francés.
—Pero tienes
una excelente pronunciación.
—Eso me decían por estimularme.
Y prosiguiendo el examen:
—¿Shakespeare? Calderón... Versos, ¿no?
Teatro Español. ¿Más versos?
Confiésamelo, ¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me
entristecían haciéndome pensar en el Cauca. ¿Conque haces?
—No.
—Me alegro de
ello, porque acabarías por morirte de hambre.
—Cortés
—continuó—; ¿Conquista de México?
—No; es otra cosa.
—Tocqueville, Democracia en América... ¡Peste! Ségur... ¡Qué runfla!
Al llegar ahí sonó la campanilla del
comedor avisando que el refresco estaba servido. Carlos, suspendiendo la
fiscalización de mis libros, se acercó al espejo, peinó sus patillas y cabellos
con una peinilla de bolsillo, plegó, como una modista un lazo, el de su corbata
azul, y salimos.
XXIII
Carlos
y yo nos presentamos en el comedor. Los asientos estaban distribuidos así:
presidía mi padre la mesa; a su izquierda acababa de sentarse mi madre; a su
derecha don Jerónimo, que desdoblaba la servilleta sin interrumpir la pesada
historia de aquel pleito que por linderos sostenía con don Ignacio; a continuación
del de mi madre había un asiento vacío y otro al lado del señor de M...; en
seguida de éstos, dándose frente, se hallaban María y Emma, y después los
niños.
Cumplíame
señalarle a Carlos cuál de los dos asientos vacantes debía ocupar. A tiempo de
enseñárselo, María, sin mirarme, apoyó una mano en la silla que tenía
inmediata, como solía hacerlo para indicarme, sin que lo comprendiesen los
demás, que podía estar cerca de ella. Dudando quizá ser entendida, buscó
instantáneamente mis ojos con los suyos, cuyo lenguaje en tales ocasiones me
era tan familiar. No obstante, ofrecí a Carlos la silla que ella me brindaba, y
me senté al lado de Emma.
Puso
milagrosamente don Jerónimo punto final a su alegato de conclusión que había
presentado al juzgado el día anterior, y volviéndose a mí, dijo:
—Vaya que
les ha costado trabajo a ustedes interrumpir sus conferencias. De todo habrá
habido: buenos recuerdos del pasado, de ciertas vecindades que teníamos en
Bogotá... proyectos para el porvenir... Corriente. No hay como volver a ver un
condiscípulo querido. Yo tuve que olvidarme de que ustedes deseaban verse. No
acuse usted a Carlos por tanta demora, pues él fue capaz hasta de proponerme
venirse solo.
Manifesté a don Jerónimo que no podía perdonarle el que me hubiese
privado por tanto tiempo el placer de verlos a él y a Carlos; y que sin
embargo, sería menos rencoroso si la permanencia de ellos en casa era larga. A
lo cual me respondió, con la boca no tan desocupada como fuera de desearse, y
mirándome al soslayo mientras tomaba un sorbo de chocolate:
—Eso es difícil, porque mañana empiezan las datas de sal.
Después de un momento de pausa, durante el cual sonrió mi madre
imperceptiblemente, continuó:
—Y no hay remedio: si no estoy yo allá, debe estar éste.
—Tenemos mucho que hacer —apuntó Carlos con cierta suficiencia de
hombre de negocios, la cual debió de parecerle oportuna sabiendo que cazar y
estudiar eran mis ocupaciones ordinarias.
María, resentida tal vez conmigo, esquivaba mirarme. Estaba bella
más que nunca, así ligeramente pálida. Llevaba un traje de gasa negra
profusamente salpicado de uvillas azules, cuya falda, cayendo en numerosísimos
pliegues, susurraba cuando ella andaba tan quedo como las brisas de la noche en
los rosales de mi ventana. Tenía el pecho cubierto con una pañoleta
transparente del mismo color del traje, la que parecía no atreverse a tocar ni
la base de su garganta de tez de azucena; pendiente de ésta, en un cordón de
pelo negro, brillaba una crucecita de diamantes; la cabellera, dividida en dos
trenzas de abundantes guedejas, le ocultaba a medias las sienes y ondeaba en
sus espaldas.
La conversación se había hecho general; y mi hermana me preguntó
casi en secreto por qué había preferido aquel asiento. Yo le respondí con un
“así debe ser” que no la satisfizo: miróme con extrañeza y buscó luego en vano
los ojos de María: estaban tenazmente velados por sus párpados de raso-perla.
Levantados los
manteles, se hizo la oración de costumbre. Nos invitó mi madre a pasar al
salón: don Jerónimo y mi padre se quedaron a la mesa hablando de sus empresas
de campo.
Presentéle a
Carlos la guitarra de mi hermana, pues sabía que él tocaba bastante bien ese
instrumento. Después de algunas instancias convino en tocar algo. Preguntó a
Emma y a María, mientras templaba, si no eran aficionadas al baile; y como se
dirigiese en particular a la última, ella le respondió que nunca había bailado.
El se volvió
hacia mí, que regresaba en ese momento de mi cuarto, diciéndome:
—¡Hombre!, ¿es
posible?
—¿Qué?
—Que no hayas
dado algunas lecciones de baile a tu hermana y a tu prima. No te creía tan
egoísta. ¿O será que Matilde te impuso por condición que no generalizaras sus
conocimientos?
—Ella confió en
los tuyos para hacer del Cauca un paraíso de bailarines —le contesté.
—¿En los míos?
Me obligas a confesar a las señoritas que habría aprovechado más, si tú no
hubieras asistido a tomar lecciones al mismo tiempo que yo.
—Pero eso
consistió en que ella tenía esperanza de satisfacerte en el diciembre pasado,
puesto que esperaba verte en el primer baile que se diese en Chapinero.
La guitarra
estaba templada y Carlos tocó una contradanza que él y yo teníamos motivos para
no olvidar.
—¿Qué te
acuerda esta pieza? —preguntóme poniéndose la guitarra perpendicularmente sobre
las rodillas.
—Muchas cosas,
aunque ninguna en particular.
—¿Ninguna?, ¿y
aquel lance jocoserio que tuvo lugar entre los dos, en casa de la señora...?
—¡Ah!, sí; ya
caigo.
—Se trataba
—dijo— de evitar un mal rato a nuestra puntillosa maestra: tú ibas a bailar con
ella, y yo...
—Se trataba de
saber cuál de nuestras parejas debía poner la contradanza.
—Y debes
confesarme que triunfé, pues te cedí mi puesto —replicó Carlos riendo.
—Yo tuve la
fortuna de no verme obligado a insistir. Haznos el favor de cantar.
Mientras duró este diálogo, María, que ocupaba con mi hermana el
sofá a cuyo frente estábamos Carlos y yo, fijó por un instante la mirada en mi
interlocutor, para notar al punto lo que sólo para ella era evidente, que yo
estaba contrariado; y fingió luego distraerse en anudar sobre el regazo los
rizos de las extremidades de sus trenzas.
Insistió mi
madre en que Carlos cantara. El entonó con voz llena y sonora una canción que
andaba en boga en aquellos días, la cual empezaba así:
El
ronco son de la guerrera trompa
Llamó
tal vez a la sangrienta lid,
Y
entre el rumor de belicosa pompa
Marcha
contento al campo el adalid.
Una vez que
Carlos dio fin a su trova, suplicó a mi hermana y a María que cantasen también.
Esta parecía no haber oído de qué se trataba.
¿Habrá Carlos
descubierto mi amor, me decía yo, y complacídose por eso en hablar así? Me
convencí después de que lo había juzgado mal, de que si él era capaz de una
ligereza, nunca lo sería de una malignidad.
Emma estaba
pronta. Acercándose a María, le dijo:
—¿Cantamos?
—¿Pero qué
puedo yo cantar? —le respondió.
Me aproximé a
María para decirle a media voz:
—¿No hay nada
que te guste cantar, nada?
Miróme
entonces como lo hacía siempre al decirle yo algo en el tono con que pronuncié
aquellas palabras: y jugó un instante en sus labios una sonrisa semejante a la
de una linda niña que se despierta acariciada por los besos de su madre.
—Sí, las Hadas —contestó.
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