miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Maria de Jorge Isaacs V



—¡Allí!— gritó señalando hacia el arbolado de las peñas cuyos filos nos era imposible divisar; y bajando a saltos a la ribera, añadió:
—¡La cuerda firme, los perros más arriba!
Los perros parecían estar al corriente de lo que había sucedido: no bien los soltamos, cumpliendo la orden de Braulio, mientras José le ayudaba a pasar el río, desaparecieron a nuestra derecha por entre los cañaverales.
—¡Quietos!— volvió a gritar Braulio, ganando ya la ribera; y mientras cargaba precipitadamente la escopeta, divisándome a mí, agregó:
—Usted aquí, patrón.
Los perros perseguían de cerca la presa, que no debía de tener fácil salida, puesto que los ladridos venían de un mismo punto de la falda.
Braulio tomó una lanza de manos de José, diciéndonos a los dos:
—Ustedes más abajo y más altos, para cuidar este paso, porque el tigre volverá sobre su rastro si se nos escapa de donde está. Tiburcio con ustedes— agregó.
Y dirigiéndose a Lucas:
—Los dos a costear el peñón por arriba.
Luego, con su sonrisa dulce de siempre, terminó al colocar con pulso firme un pistón en la chimenea de la escopeta:
—Es un gatico, y está ya herido.
En diciendo las últimas palabras nos dispersamos.
José, Tiburcio y yo subimos a una roca convenientemente situada. Tiburcio miraba y remiraba la ceba de su escopeta. José era todo ojos. Desde allí veíamos lo que pasaba en el peñón y podíamos guardar el paso recomendado; porque los árboles de la falda, aunque corpulentos, eran raros.
De los seis perros, dos estaban ya fuera de combate: uno de ellos destripado a los pies de la fiera; el otro dejando ver las entrañas por entre uno de los costillares, desgarrado, había venido a buscarnos y expiraba dando quejidos lastimeros junto a la piedra que ocupábamos.
De espaldas contra un grupo de robles, haciendo serpentear la cola, erizando el dorso, los ojos llameantes y la dentadura descubierta, el tigre lanzaba bufidos roncos, y al sacudir la enorme cabeza, las orejas hacían un ruido semejante al de las castañuelas de madera. Al revolver, hostigado por los perros, no escarmentados aunque no muy sanos, se veía que de su ijar iz­quierdo chorreaba sangre, la que a veces intentaba lamer inútil­mente, porque entonces lo acosaba la jauría con ventaja.
Braulio y Lucas se presentaron saliendo del cañaveral sobre el peñón, pero un poco más distantes de la fiera que nosotros. Lucas estaba lívido, y las manchas de carate de sus pómulos, de azul turquí.
Formábamos así un triángulo los cazadores y la pieza, pudiendo ambos grupos disparar a un tiempo sobre ella sin ofendernos mutua­mente.
—¡Fuego todos a un tiempo!— gritó José.
—¡No, no; los perros! —respondió Braulio—; y dejando solo a su compañero, desapareció.
Comprendí que un disparo general podía terminarlo todo; pero era cierto que algunos perros sucumbirían; y no muriendo el tigre, le era fácil hacer una diablura encontrándonos sin armas cargadas.
La cabeza de Braulio, con la boca entreabierta y jadeante, los ojos desplegados y la cabellera revuelta, asomó por entre el cañaveral, un poco atrás de los árboles que defendían la espalda de la fiera: en el brazo derecho llevaba enristrada la lanza, y con el izquierdo desviaba los bejucos que le impedían ver bien.
Todos quedamos mudos; los perros mismos parecían interesados en el fin de la partida.
José gritó al fin:
—¡Hubi! ¡Mataleón! ¡Hubi! ¡Pícalo! ¡Truncho!
No convenía dar tregua a la fiera, y se evitaba así riesgo mayor a Braulio.
Los perros volvieron al ataque simultáneamente. Otro de ellos quedó muerto sin dar un quejido.
El tigre lanzó un maullido horroroso.
Braulio apareció tras el grupo de robles, hacia nuestro lado, empuñando el asta de la lanza sin la hoja.
La fiera dio sobre sí misma la vuelta en su busca; y él gritó:
“¡Fuego! ¡fuego!”, volviendo a quedar de un brinco en el mismo punto donde había asestado la lanzada.
El tigre lo buscaba. Lucas había desaparecido. Tiburcio estaba de color de aceituna. Apuntó y sólo se quemó la ceba.
José disparó: el tigre rugió de nuevo tratando como de morderse el lomo, y de un salto volvió instantáneamente sobre Braulio. Este, dando una nueva vuelta tras de los robles, lanzóse hacia nosotros a recoger la lanza que le arrojaba José.
Entonces la fiera nos dio frente. Sólo mi escopeta estaba dispo­nible: disparé; el tigre se sentó sobre la cola, tambaleó y cayó.
Braulio miró atrás instintivamente para saber el efecto del último tiro. José, Tiburcio y yo nos hallábamos ya cerca de él, y todos dimos a un tiempo un grito de triunfo.
La fiera arrojaba sanguaza espumosa por la boca: tenía los ojos empañados e inmóviles, y en el último paroxismo de muerte estira­ba las piernas temblorosas y removía la hojarasca al enrollar y desenrollar la hermosa cola.
—¡Valiente tiro!... ¡Qué tiro! —exclamó Braulio poniéndole un pie al animal sobre el cogote—: ¡En la frente! ¡Ese sí es un pulso firme!
José, con voz no muy segura todavía (el pobre amaba tanto a su hija), dijo limpiándose con la manga de la camisa el sudor de la frente:
—No, no... ¡Si es mecha! ¡Santísimo Patriarca! ¡Qué animal tan bien criado! ¡Hij’, un demonio! ¡Si te toca ni se sabe!...
Miró tristemente los cadáveres de los tres perros diciendo:
—¡Pobre Campanilla!, es la que más siento... ¡Tan guapa mi perra!
Acarició luego a los otros tres, que con tamaña lengua afuera jadeaban acostados y desentendidos, como si solamente se hubiera tratado de acorralar un becerro arisco.
José, tendiéndome su ruana en lo limpio, me dijo:
—Siéntese, niño; vamos a sacar bien el cuero, porque es de usted: —y en seguida gritó—: ¡Lucas!
Braulio soltó una carcajada, concluyéndola por decir:
—Ya ése estará metido en el gallinero de casa.
—¡Lucas!— volvió a gritar José, sin atender a lo que su sobrino decía; mas viéndonos a todos reír, preguntó:
—¡Eh! ¡Eh! ¿Pues qué es?
—Tío, si el valluno zafó desde que erré la lanzada.
José nos miraba como si fuese imposible entendernos.
—¡Timanejo pícaro!
Y acercándose al río, gritó de forma que las montañas repitieron su voz.
—¡Lucas del demonio!
—Aquí tengo yo un buen cuchillo para desollar, le advirtió Tiburcio.
No, hombre, si es que ese caratoso traía el jotico15 del fiam­bre, y este blanco querrá comer algo y... yo también, porque aquí no hay esperanzas de mazamorra.
Pero la mochila deseada estaba señalando precisamente el punto abandonado por el neivano. José, lleno de regocijo, la trajo al sitio donde nos hallábamos y procedió a abrirla, después de mandar a Tiburcio a llenar nuestros cocos de agua del río.
Las provisiones eran blandas y moradas masas de choclo16, queso fresco y carne asada con primor: todo ello fue puesto sobre hojas de platanillo. Sacó en seguida de entre una servilleta una bote­lla de vino tinto, pan, ciruelas e higos pasos, diciendo:
—Esta es cuenta aparte.
Las navajas machetonas salieron de los bolsillos. José nos dividió la carne, que acompañada con las masas de choclo, era un bocado regio. Agotamos el tinto, despreciamos el pan, y los higos y ciruelas les gustaron más a mis compañeros que a mí. No faltó la panela, dulce compañera del viajero, del cazador y del pobre. El agua estaba helada. Mis cigarros de olor17 humearon después de aquel rústico banquete.
José estaba de excelente humor, y Braulio se había atrevido a llamarme padrino.
Con imponderable destreza, Tiburcio desolló el tigre, sacándole el sebo, que dizque servía para qué sé yo qué.
Acomodadas en las mochilas la piel, cabeza y patas del tigre, nos pusimos en camino para la posesión de José, el cual, tomando mi escopeta, la colocó en un mismo hombro con la suya, precedién­donos en la marcha y llamando a los perros. Deteníase de vez en cuando para recalcar sobre alguno de los lances de la partida o para echarle alguna nueva maldición a Lucas.
Conocíase que las mujeres nos contaban y recontaban desde que nos alcanzaron a ver; y cuando nos acercamos a la casa estaban aún indecisas entre el susto y la alegría pues por nuestra demora y los disparos que habían oído suponían que habíamos corrido peligros.
Fue Tránsito quien se adelantó a recibirnos, notablemente páli­da.
—¿Lo mataron?— nos gritó.
—Sí, hija— le respondió su padre.
Todas nos rodearon, entrando en la cuenta hasta la vieja Marta, que llevaba en las manos un capón a medio pelar. Lucía se acercó a preguntarme por mi escopeta, y como yo se la mostrase, añadió en voz baja:
—Nada le ha sucedido, ¿no?
—Nada— le respondí cariñosamente, pasándole por los labios una ramita.
—Ya yo pensaba...
—¿No ha bajado ese fantasioso de Lucas por aquí? —preguntó José.
—El no— respondió Marta.
José masculló una maldición.
—¿Pero dónde está lo que mataron?— dijo al fin, haciéndose oír, la señora Luisa.
—Aquí, tía —contestó Braulio—; y ayudado por su novia, se puso a desfruncir la mochila, diciéndole a la muchacha algo que no alcancé a oír. Ella me miró de una manera particular, y sacó de la sala un banquito para que me sentase en el empedrado, desde el cual dominaba yo la escena.
Extendida en el patio la grande y aterciopelada piel, las muje­res intentaron exhalar un grito; mas al rodar la cabeza sobre la grama, no pudieron contenerse.
—¿Pero cómo lo mataron? ¡Cuenten! —decía la señora Luisa—: todos están como tristes.
—Cuéntennos— añadió Lucía.
Entonces José, tomando la cabeza del tigre entre las dos manos, dijo:
—El tigre iba a matar a Braulio cuando el señor (señalándome) le dio este balazo.
Mostró el foramen que en la frente tenía la cabeza. Todos se volvieron a mirarme, y en cada una de esas miradas había recom­pensa de sobra para una acción que la mereciera.
José siguió refiriendo con pormenores la historia de la expedi­ción, mientras hacía remedios a los perros heridos, lamentando la pérdida de los otros tres.
Braulio estacaba la piel ayudado por Tiburcio.
Las mujeres habían vuelto a sus faenas, y yo dormitaba sobre uno de los poyos de la salita en que Tránsito y Lucía me habían improvisado un colchón de ruanas. Servíame de arrullo el rumor del río, los graznidos de los gansos, el balido del rebaño que pacía en las colinas cercanas y los cantos de las muchachas que lavaban ropa en el arroyo. La naturaleza es la más amorosa de las madres cuando el dolor se ha adueñado de nuestra alma; y si la felicidad nos acaricia, ella nos sonríe.
XXII
Las instancias de los montañeses me hicieron permanecer con ellos hasta las cuatro de la tarde, hora en que, después de larguísimas despedidas, me puse en camino con Braulio, que se empeñó en acompañarme. Habíame aliviado del peso de la escopeta y colgado de uno de sus hombros una guambía.
Durante la marcha le hablé de su próximo matrimonio y de la felicidad que le esperaba, amándolo Tránsito como lo dejaba ver. Me escuchaba en silencio, pero sonriendo de manera que estaba por demás hacerlo hablar.
Habíamos pasado el río y salido de la última ceja de monte para empezar a descender por las quiebras de la falda limpia, cuando Juan Angel, apareciéndose por entre unas moreras, se nos interpu­so en el sendero, diciéndome con las manos unidas en ademán de súplica:
—Yo vine, mi amo... yo iba... pero no me haga nada sumercé... yo no vuelvo a tener miedo.
—¿Qué has hecho? ¿qué es? —le interrumpí—. ¿Te han enviado de casa?
—Sí, mi amo, sí, la niña; y como me dijo sumercé que volviera...
No me acordaba de la orden que le había dado.
—¿Conque no volviste de miedo? —le preguntó Braulio riendo­—.
—Eso fue, sí, eso fue... Pero como Mayo pasó por aquí asustao, y luego ñor Lucas me encontró pasando el río y me dijo que el tigre había matao a ñor Braulio...
Este dio rienda suelta a una estrepitosa risotada, diciéndole al fin al negrito aterrado:
—¡Y te estuviste todo el día metido entre estos matorrales como un conejo!
—Como ñor José me gritó que volviera pronto, porque no debía andar solo por allá arriba... —respondió Juan Angel viéndose las uñas de las manos.
—¡Vaya! yo te mezquino18 —repuso Braulio; pero es con la condi­ción de que en otra cacería has de ir pie con pie conmigo.
El negrito lo miró con ojos desconfiados, antes de resolverse a aceptar así el perdón.
—¿Convienes? —le pregunté distraído.
—Sí, mi amo.
—Pues vamos andando. Tú, Braulio, no te incomodes en acompañar­me más, vuélvete.
—Si es que yo quería...
—No; ya ves que Tránsito está toda asustada hoy. Di allá mil cosas en mi nombre.
—Y esta guambía que llevaba... Ah —continuó— tómala tú, Juan Angel. ¿No irás a romper la escopeta del patrón por ahí? Mira que le debo la vida a ése —dijo—. Será lo mejor—observó al reci­bírsela yo.
Di un apretón de manos al valiente cazador, y nos separamos. Distante ya de nosotros, gritó:
—Lo que va en la guambía es la muestra de mineral que le encar­gó su papá a mi tío.
Y convencido de que se le había oído se internó en el bosque.
Detúveme a dos tiros de fusil de la casa a orillas del torrente que descendía ruidoso hasta esconderse en el huerto.
Al continuar bajando busqué a Juan Angel: había desaparecido, y supuse que, temeroso de mi enojo por su cobardía, habría resuelto solicitar amparo mejor que el ofrecido por Braulio con tan ina­ceptables condiciones.
Tenía yo un cariño especial al negrito: él contaba a la sazón doce años; era simpático y casi pudiera decirse que bello. Aunque inteligente, su índole tenía algo de huraño. La vida que hasta entonces había llevado no era la adecuada para dar suelta a su carácter, pues mediaban motivos para mimarlo. Feliciana, su madre, criada que había desempeñado en la familia funciones de aya y disfrutado de todas las consideraciones de tal, procuró siempre hacer de su hijo un buen paje para mí. Mas fuera del servicio de mesa y de cámara y de su habilidad para preparar café, en lo demás era desmañado y bisoño.
Muy cerca ya de la casa, noté que la familia estaba aún en el comedor, e inferí que Carlos y su padre habían venido. Desviéme a la derecha, salté el vallado del huerto, y atravesé éste para llegar a mi cuarto sin ser visto.
Colgaba el saco de caza y la escopeta cuando percibí un ruido de voces desacostumbrado. Mi madre entró a mi cuarto en ese momento, y le pregunté la causa de lo que oía.
—Es —me dijo mi madre— que los señores de M... están aquí, y ya sabes que don Jerónimo habla siempre como si estuviese a la orilla de un río.
¡Carlos en casa! pensé: éste es el momento de prueba de que habló mi padre. Carlos habrá pasado un día de enamorado, en ocasión propicia para admirar a su pretendida. ¡Que no pueda yo hacerle ver a él cuánto la amo! ¡No poder decirle a ella que seré su esposo!... Este es un tormento peor de lo que yo me había imaginado.
Mi madre, notándome tal vez preocupado, me dijo:
—Como que has vuelto triste.
—No, no, señora; cansado.
—¿La cacería ha sido buena?
—Muy feliz.
—¿Podré decir a tu padre que le tienes ya la piel de oso que te encargó?
—No ésa, sino una hermosísima de tigre.
—¿De tigre?
—Sí, señora, del que hacía daños por aquí.
—Pero eso habrá sido horrible.
—Los compañeros eran muy valientes y diestros.
Ella había puesto ya a mi alcance todo lo que yo podía necesitar para el baño y cambio de vestidos; y a tiempo que entornaba la puerta después de haber salido, le advertí que no dijera todavía que yo había regresado.
Volvió a entrar, y usando de aquella voz dulce cuanto afectuosa que la hacía irresistible siempre que me aconsejaba, me dijo:
—¿Tienes presente lo que hablamos el otro día sobre la visita de esos señores, no?
Satisfecha de la respuesta, añadió:
—Bueno. Yo confío en que saldrás muy bien.
Y cerciorada de nuevo de que nada podía faltarme, salió.
Lo que Braulio había dicho que era mineral, no era otra cosa que la cabeza del tigre; y con tal astucia había conseguido hacer llegar a casa ese trofeo de nuestra hazaña.
Por los comentarios de la escena hechos en casa después, supe que en el comedor había sucedido esto:
Iba a servirse el café en el momento en que llegó Juan Angel diciendo que yo venía ya e impuso a mi padre del contenido de la mochila. Este, deseoso de que don Jerónimo le diese su opinión sobre los cuarzos, mandó al negrito que los sacase; y trataba de hacerlo así cuando dio un grito de terror y un salto de venado sorprendido.
Cada uno de los circunstantes quiso averiguar lo que había pasado. Juan Angel, de espaldas contra la pared, los ojos tamaños y señalando con los brazos extendidos hacia el saco, exclamó:
—¡El tigre!
—¿En dónde? —preguntó don Jerónimo derramando parte del café que tomaba, y poniéndose en pie con más presteza que era de esperarse le permitiera su esférico abdomen.
Carlos y mi padre dejaron también sus asientos.
Emma y María se acercaron una a otra.
—¡En la guambía! —repuso el interpelado.
A todos les volvió el alma al cuerpo.
Mi padre sacudió con precaución el saco, y viendo rodar la cabeza sobre las baldosas, dio un paso atrás; don Jerónimo, otro; y apoyando las manos en las rodillas, prorrumpió:
—¡Monstruoso!
Carlos, adelantándose a examinar de cerca la cabeza:
—¡Horrible!
Felipe, que llegaba llamado por el ruido, se puso en pie sobre un taburete. Eloísa se asió de un brazo de mi padre. Juan, medio llorando, trató de subírsele sobre las rodillas a María; y ésta, tan pálida como Emma, miró con angustia hacia las colinas, espe­rando verme bajar.
—¿Quién lo mató? —preguntó Carlos a Juan Angel, el cual se había serenado ya.
—La escopeta del amito.
—¿Conque la escopeta del amito sola? —recalcó don Jerónimo riendo y ocupando de nuevo su asiento.
—No, mi amo, sino que ñor Braulio dijo ahora en la loma que le debía la vida a ella...
—¿Dónde está pues Efraín? —preguntó intranquilo mi padre, mirando a María.
—Se quedó en la quebrada.
En ese momento regresaba mi madre al comedor. Olvidando que acababa de verme, exclamó:
—¡Ay mi hijo!
—Viene ya —le observó mi padre.
—Sí, sí; ya sé —respondió ella—; pero, ¿cómo habrán muerto este animal?
—Aquí fue el balazo —dijo Carlos inclinándose a señalar el foramen de la frente.
—Pero, ¿es posible? —preguntó don Jerónimo a mi padre, acercan­do el bracerillo para encender un cigarro—; ¿es de creerse que usted permita esto a Efraín?
Sonrió mi padre al contestarle con algo de propia satisfacción:
—Le encargué ahora días una piel de oso para los pies de mi catre, y seguramente habrá preferido traerme una de tigre.
María había visto ya en los ojos de mi madre lo que podía tran­quilizarla. Se dirigió al salón llevando a Juan de la mano: éste, asido de la falda de ella y asustado aún, le impedía andar. Hubo de alzarlo, y le decía al salir:
—¿Llorando? ¡ah feo! ¿un hombre con miedo?
Don Jerónimo, que alcanzó a oírla, observó, meciéndose en su silla y arrojando una bocanada de humo:
—Ese otro también matará tigres.
—Vea usted a Efraín hecho un cazador de fieras —dijo Carlos a Emma, sentándose a su lado—; y en el colegio no se dignaba disparar un bodoquerazo a un paparote19. Y no señor... recuerdo ahora que en unos asuetos le vi hacer buenos tiros en la laguna de Fontibón. ¿Y estas cacerías son frecuentes?
—Otras veces —respondióle mi hermana— ha muerto con José y Braulio osos pequeños y lobos muy bonitos.
—¡Yo que pensaba instarle para que hiciésemos mañana una cacería de venados, y preparándome para esto vine con mi escopeta inglesa!
—El tendrá muchísimo placer en divertir a usted: si ayer hubie­se usted venido, hoy habrían ido ambos a la cacería.
—¡Ah! sí... si yo hubiera sabido...
Mayo, que habría estado despachando algunos bocados sabrosos en la cocina, pasó entonces por el comedor. Paróse en vista de la cabeza; erizado el cogote y espinazo, dio un cauto rodeo para acercarse al fin a olfatearla. Recorrió la casa a galope, y volviendo al comedor, se puso a aullar: no me encontraba, y acaso le avisaba su instinto que yo había corrido peligros.
A mi padre le impresionaron los aullidos; era hombre que creía en cierta clase de pronósticos y agüeros, preocupaciones de su raza de las cuales no había podido prescindir por completo.
—Mayo, Mayo, ¿qué hay? —dijo acariciando al perro, y con mal disimulada impaciencia—: este niño que no llega...
A ese tiempo entraba yo al salón en un traje en que a la verdad no me hubieran reconocido sino muy de cerca Tránsito y Lucía.
María estaba allí. Apenas hubo tiempo para que cambiásemos un saludo y una sonrisa. Juan, que estaba sentado en el regazo de María, me dijo en su mala lengua al pasar, señalándome la puerta del comedor:
—Ahí está el coco.
Y yo entré al comedor sonriendo, porque me figuraba que el niño hacía alusión a don Jerónimo.
Di un estrecho abrazo a Carlos, que se adelantó a recibirme; y por aquel momento olvidé casi del todo lo que en los últimos días había sufrido por culpa suya.
El señor de M.... estrechó cordialmente en sus manos las mías, diciendo:
—¡Vaya, vaya! ¿cómo no hemos de estar viejos si todos estos muchachos se han vuelto hombres?
Seguimos al salón: María no estaba ya en él.
La conversación rodó sobre la cacería última, y fui casi desmen­tido por don Jerónimo al asegurarle que el éxito de ella se debía a Braulio, pues me puso de frente lo referido por Juan Angel.
Emma me hizo saber que Carlos había venido preparado para que hiciésemos una cacería de venados: él se entusiasmó con la prome­sa que le hice de proporcionarle una linda partida a inmediacio­nes de la casa.
Luego que salió mi hermana, quiso Carlos hacerme ver su escopeta inglesa, y con tal fin pasamos a mi cuarto. Era el arma exacta­mente igual a la que mi padre me había regalado a mi regreso de Bogotá, aunque antes de verla yo, me aseguraba Carlos que nunca había venido al país cosa semejante.
—Bueno —me dijo, luego que la examiné—. ¿Con esta también matarías animales de esa clase?
—Seguramente que sí: a sesenta varas de distancia no bajará una línea.
—¿A sesenta varas se hacen esos tiros?
—Es peligroso contar con todo el alcance del arma en tales casos; a cuarenta varas es ya un tiro largo.
—¿Qué tan lejos estabas cuando disparaste sobre el tigre?
—A treinta pasos.
—Hombre, yo necesito hacer algo bueno en la cacería que tendre­mos, porque de otro modo dejaré enmohecer esta escopeta y juraré no haber cazado ni tominejas en toda mi vida.
—¡Oh! ya verás: te haré lucir, porque haré entrar el venado al huerto.
Carlos me hizo mil preguntas sobre sus condiscípulos, vecinas y amigas de Bogotá: entraron por mucho los recuerdos de nuestra vida estudiantil: hablóme de Emigdio y de sus nuevas relaciones con él, y se rió de buena gana acordándose del cómico desenlace de los amores de nuestro amigo con Micaelina.
Carlos había regresado al Cauca ocho meses antes que yo. Durante este tiempo sus patillas habían mejorado, y la negrura de ellas hacía contraste con sus mejillas sonrosadas; su boca conservaba la frescura que siempre la hizo admirable; la cabellera abundante y medio crespa sombreaba su tersa frente, de ordinario serena como la de un rostro de porcelana. Decididamente era un buen mozo.
Hablóme también de sus trabajos de campo, de las novillas que cebaba en la actualidad, de los buenos pastales que estaba ha­ciendo; y por fin de la esperanza fundada que tenía de ser muy pronto un propietario acomodado. Yo le veía hacer la puntería seguro del mal suceso; pero procuraba no interrumpirle para evitarme así la incomodidad de hablarle de mis asuntos.
—Pero, hombre —dijo poniéndose en pie delante de mi mesa y después de una larguísima disertación acerca de las ventajas de los cebaderos de guinea sobre los de pasto natural—: aquí hay muchos libros. Tú has venido cargando con todo el estante. Yo también estudio, es decir, leo... no hay tiempo para más; y tengo una prima bachillera que se ha empeñado en que me engulla un diluvio de novelas. Ya sabes que los estudios serios no han sido mi flaco: por eso no quise graduarme, aunque pude haberlo hecho.
No puedo prescindir del fastidio que me causa la política y de lo que me encocora todo eso de litis, a pesar de que mi padre se lamenta día y noche de que no me ponga al frente de sus pleitos; tiene la manía de litigar, y las cuestiones más graves versan sobre veinte varas cuadradas de pantano o la variación de cauce de un zanjón que ha tenido el buen gusto de echar al lado del vecino una fajilla de nuestras tierras.
—Veamos —empezó leyendo el rótulo de los libros— Frayssinous, Cristo ante el Siglo, La Biblia... Aquí hay mucha cosa mística. Don Quijote... Por supuesto: jamás he podido leer dos capítulos.
—¿No, eh?
—Blair —continuó—; Chateubriand ...Mi prima Hortensia tiene furor por esto. Gramática Inglesa. ¡Qué lengua tan rebelde! no pude entrarle.
—Pero ya hablabas algo.
—El “how do you do” como el “comment ca vat’ il” del francés.
—Pero tienes una excelente pronunciación.
—Eso me decían por estimularme.
Y prosiguiendo el examen:
—¿Shakespeare? Calderón... Versos, ¿no? Teatro Español. ¿Más versos? Confiésamelo, ¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me entristecían haciéndome pensar en el Cauca. ¿Conque haces?
—No.
—Me alegro de ello, porque acabarías por morirte de hambre.
—Cortés —continuó—; ¿Conquista de México?
—No; es otra cosa.
—Tocqueville, Democracia en América... ¡Peste! Ségur... ¡Qué runfla!
Al llegar ahí sonó la campanilla del comedor avisando que el refresco estaba servido. Carlos, suspendiendo la fiscalización de mis libros, se acercó al espejo, peinó sus patillas y cabellos con una peinilla de bolsillo, plegó, como una modista un lazo, el de su corbata azul, y salimos.
XXIII
Carlos y yo nos presentamos en el comedor. Los asientos estaban distribuidos así: presidía mi padre la mesa; a su izquierda acababa de sentarse mi madre; a su derecha don Jerónimo, que desdoblaba la servilleta sin interrumpir la pesada historia de aquel pleito que por linderos sostenía con don Ignacio; a conti­nuación del de mi madre había un asiento vacío y otro al lado del señor de M...; en seguida de éstos, dándose frente, se hallaban María y Emma, y después los niños.
Cumplíame señalarle a Carlos cuál de los dos asientos vacantes debía ocupar. A tiempo de enseñárselo, María, sin mirarme, apoyó una mano en la silla que tenía inmediata, como solía hacerlo para indicarme, sin que lo comprendiesen los demás, que podía estar cerca de ella. Dudando quizá ser entendida, buscó instantáneamente mis ojos con los suyos, cuyo lenguaje en tales ocasiones me era tan familiar. No obstante, ofrecí a Carlos la silla que ella me brindaba, y me senté al lado de Emma.
Puso milagrosamente don Jerónimo punto final a su alegato de conclusión que había presentado al juzgado el día anterior, y volviéndose a mí, dijo:
—Vaya que les ha costado trabajo a ustedes interrumpir sus conferencias. De todo habrá habido: buenos recuerdos del pasado, de ciertas vecindades que teníamos en Bogotá... proyectos para el porvenir... Corriente. No hay como volver a ver un condiscípulo querido. Yo tuve que olvidarme de que ustedes deseaban verse. No acuse usted a Carlos por tanta demora, pues él fue capaz hasta de proponerme venirse solo.
Manifesté a don Jerónimo que no podía perdonarle el que me hubie­se privado por tanto tiempo el placer de verlos a él y a Carlos; y que sin embargo, sería menos rencoroso si la permanencia de ellos en casa era larga. A lo cual me respondió, con la boca no tan desocupada como fuera de desearse, y mirándome al soslayo mientras tomaba un sorbo de chocolate:
—Eso es difícil, porque mañana empiezan las datas de sal.
Después de un momento de pausa, durante el cual sonrió mi madre imperceptiblemente, continuó:
—Y no hay remedio: si no estoy yo allá, debe estar éste.
—Tenemos mucho que hacer —apuntó Carlos con cierta suficiencia de hombre de negocios, la cual debió de parecerle oportuna sa­biendo que cazar y estudiar eran mis ocupaciones ordinarias.
María, resentida tal vez conmigo, esquivaba mirarme. Estaba bella más que nunca, así ligeramente pálida. Llevaba un traje de gasa negra profusamente salpicado de uvillas azules, cuya falda, cayendo en numerosísimos pliegues, susurraba cuando ella andaba tan quedo como las brisas de la noche en los rosales de mi venta­na. Tenía el pecho cubierto con una pañoleta transparente del mismo color del traje, la que parecía no atreverse a tocar ni la base de su garganta de tez de azucena; pendiente de ésta, en un cordón de pelo negro, brillaba una crucecita de diamantes; la cabellera, dividida en dos trenzas de abundantes guedejas, le ocultaba a medias las sienes y ondeaba en sus espaldas.
La conversación se había hecho general; y mi hermana me preguntó casi en secreto por qué había preferido aquel asiento. Yo le respondí con un “así debe ser” que no la satisfizo: miróme con extrañeza y buscó luego en vano los ojos de María: estaban tenaz­mente velados por sus párpados de raso-perla.
Levantados los manteles, se hizo la oración de costumbre. Nos invitó mi madre a pasar al salón: don Jerónimo y mi padre se quedaron a la mesa hablando de sus empresas de campo.
Presentéle a Carlos la guitarra de mi hermana, pues sabía que él tocaba bastante bien ese instrumento. Después de algunas instan­cias convino en tocar algo. Preguntó a Emma y a María, mientras templaba, si no eran aficionadas al baile; y como se dirigiese en particular a la última, ella le respondió que nunca había bailado.
El se volvió hacia mí, que regresaba en ese momento de mi cuarto, diciéndome:
—¡Hombre!, ¿es posible?
—¿Qué?
—Que no hayas dado algunas lecciones de baile a tu hermana y a tu prima. No te creía tan egoísta. ¿O será que Matilde te impuso por condición que no generalizaras sus conocimientos?
—Ella confió en los tuyos para hacer del Cauca un paraíso de bailarines —le contesté.
—¿En los míos? Me obligas a confesar a las señoritas que habría aprovechado más, si tú no hubieras asistido a tomar lecciones al mismo tiempo que yo.
—Pero eso consistió en que ella tenía esperanza de satisfacerte en el diciembre pasado, puesto que esperaba verte en el primer baile que se diese en Chapinero.
La guitarra estaba templada y Carlos tocó una contradanza que él y yo teníamos motivos para no olvidar.
—¿Qué te acuerda esta pieza? —preguntóme poniéndose la guitarra perpendicularmente sobre las rodillas.
—Muchas cosas, aunque ninguna en particular.
—¿Ninguna?, ¿y aquel lance jocoserio que tuvo lugar entre los dos, en casa de la señora...?
—¡Ah!, sí; ya caigo.
—Se trataba —dijo— de evitar un mal rato a nuestra puntillosa maestra: tú ibas a bailar con ella, y yo...
—Se trataba de saber cuál de nuestras parejas debía poner la contradanza.
—Y debes confesarme que triunfé, pues te cedí mi puesto —replicó Carlos riendo.
—Yo tuve la fortuna de no verme obligado a insistir. Haznos el favor de cantar.
Mientras duró este diálogo, María, que ocupaba con mi hermana el sofá a cuyo frente estábamos Carlos y yo, fijó por un instante la mirada en mi interlocutor, para notar al punto lo que sólo para ella era evidente, que yo estaba contrariado; y fingió luego distraerse en anudar sobre el regazo los rizos de las extremida­des de sus trenzas.
Insistió mi madre en que Carlos cantara. El entonó con voz llena y sonora una canción que andaba en boga en aquellos días, la cual empeza­ba así:
El ronco son de la guerrera trompa
Llamó tal vez a la sangrienta lid,
Y entre el rumor de belicosa pompa
Marcha contento al campo el adalid.
Una vez que Carlos dio fin a su trova, suplicó a mi hermana y a María que cantasen también. Esta parecía no haber oído de qué se trataba.
¿Habrá Carlos descubierto mi amor, me decía yo, y complacídose por eso en hablar así? Me convencí después de que lo había juzga­do mal, de que si él era capaz de una ligereza, nunca lo sería de una malignidad.
Emma estaba pronta. Acercándose a María, le dijo:
—¿Cantamos?
—¿Pero qué puedo yo cantar? —le respondió.
Me aproximé a María para decirle a media voz:
—¿No hay nada que te guste cantar, nada?
Miróme entonces como lo hacía siempre al decirle yo algo en el tono con que pronuncié aquellas palabras: y jugó un instante en sus labios una sonrisa semejante a la de una linda niña que se despierta acariciada por los besos de su madre.
—Sí, las Hadas —contestó.

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