miércoles, 6 de noviembre de 2013

El Alquimista de Paulo Coelho SEGUNDA PARTE



El muchacho llevaba  casi un mes trabajando para el Mercader de Cristales,  pero aquél no era exactamente el tipo de empleo que lo hacía feliz. El Mercader se pasaba el día entero refunfuñando detrás del mostrador,  pidiéndole que tuviera cuidado con las piezas, que no fuera a romper nada.
Pero  continuaba en el empleo porque a pesar de que el mercader era un  viejo cascarrabias, no era injusto; el muchacho recibía una buena comisión  por cada pieza vendida, y ya había conseguido juntar algún dinero. Aquella mañana había hecho ciertos  cálculos: si continuaba trabajando todos los días a ese  ritmo, necesitaría un año entero para poder comprar algunas ovejas.
-Me  gustaría hacer una estantería para los cristales -dijo el muchacho  al Mercader-. Podríamos colocarla en el exterior para captar la atención de los que pasan por la parte de abajo de la ladera.
-Nunca  he hecho ninguna estantería hasta ahora -repuso el Mercader-. La gente puede tropezar  al pasar, y los cristales se rompe- rían.
-Cuando yo andaba  por el campo con las ovejas, si encontraban una  serpiente podían morir. Pero esto forma parte de la vida de las ovejas y de los pastores.
El Mercader atendió a un cliente que  deseaba tres jarras de cristal.
Estaba  vendiendo mejor que nunca, como si hubieran vuelto los buenos  tiempos en que aquella calle era una de las principales atracciones de Tánger.
-Ya hay  mucho movimiento -dijo al muchacho cuando el cliente se  fue-. El dinero permite que yo viva mejor y a ti te devolverá las ovejas en poco tiempo. ¿Para qué exigir más de la vida? -Porque  tenemos que seguir las señales -respondió el muchacho, casi  sin querer; y se arrepintió de lo que había dicho, porque el Mercader nunca se había encontrado con un rey.

«Se  llama Principio Favorable, la suerte del principiante. Porque la vida quiere que tú vivas tu Leyenda Personal», había dicho el viejo.
El  Mercader, no obstante, entendía lo que el chico decía. Su simple presencia  en la tienda era ya una señal y con todo el dinero que entraba diariamente en la caja él no podía estar arrepentido de  haber contratado al español. Aunque el chico estuviera ganando más de lo que  debía, porque como él había pensado que las ventas ya no aumentarían  jamás, le había ofrecido una comisión alta, y su intuición le decía que en breve el chico estaría junto a sus ovejas.
-¿Por  qué querías ir a las Pirámides? -preguntó para cambiar el tema de la estantería.
-Porque  siempre me han hablado de ellas -dijo el chico sin menciona r su sueño. Ahora el tesoro era un recuerdo siempre doloroso y él trataba en la medida de lo posible de evitarlo.
-Yo aquí no conozco a nadie que quiera atravesar el desierto sólo par a ver las Pirámides -replicó el Mercader-. No son más que una montaña de piedras. Tú puedes construirte una en tu huerto.
-Usted  nunca soñó con viajar -dijo el muchacho mientras iba a atender a un nuevo cliente que entraba en la tienda.
Dos  días después el viejo buscó al chico para hablar de la estantería.
-No  me gustan los cambios -le dijo-. Ni tú ni yo somos como Hassan,  el rico comerciante. Si él se equivoca en una compra, no le afecta  demasiado. Pero nosotros dos tenemos que convivir siempre con nuestros errores.
«Es verdad», pensó el chico.
-¿Por qué quieres hacer la estantería? -preguntó el Mercader.
-Quiero  volver lo más pronto posible con mis ovejas. Tenemos que aprovechar  cuando la suerte está de nuestro lado, y hacer todo lo posible por ayudarla, de la misma manera  que ella nos está ayudando.
Se llama Principio Favorable, o «suerte del principiante».
El viejo permaneció algún tiempo callado. Después dijo: -El Profeta  nos dio el Corán y nos dejó únicamente cinco obligaciones  que tenemos que cumplir en nuestra existencia. La más importante  es la siguiente: sólo existe un Dios. Las otras son: rezar cinco veces al día,  ayunar en el mes del Ramadán, hacer caridad con los pobres...
Se  interrumpió. Sus ojos se llenaron de lágrimas al hablar del Profeta.
Era un hombre fervoroso y, a pesar de su carácter impaciente, procuraba vivir su vida de acuerdo con la ley musulmana.

-¿Y cuál es la quinta obligación? -quiso saber el muchacho.
-Hace  dos días me dijiste que yo nunca sentí deseos de viajar -repuso  el Mercader-. La quinta obligación de todo musulmán es hacer un  viaje. Debemos ir, por lo menos una vez en la vida, a la ciudad sagrada de La Meca.
»La Meca está mucho más lejos que las Pirámides. Cuando era joven,  preferí juntar el poco dinero que tenía para poner en marcha esta  tienda. Pensaba ser rico algún día para ir a La Meca. Empecé a ganar  dinero, pero no podía dejar a nadie cuidando los cristales porque son  piezas muy delicadas. A1 mismo tiempo, veía pasar frente a mi tienda a muchas personas que se dirigían hacia allí. Algunos peregrinos eran  ricos, e iban con un séquito de criados y camellos, pero la mayor parte de las personas eran mucho más pobres que yo.
»Todos  iban y volvían contentos, y colocaban en la puerta de sus casas los símbolos de la  peregrinación. Uno de los que regresaron, un zapatero  que vivía de remendar botas ajenas, me dijo que había caminado casi un  año por el desierto, pero que se cansaba mucho más cuando tenía que caminar algunas  manzanas en Tánger para comprar cuero.
-¿Por qué no va a La Meca ahora? -inquirió el muchacho.
-Porque  La Meca es lo que me mantiene vivo. Es lo que me hace soportar todos estos días iguales, esos jarrones silenciosos en los estantes,  la comida y la cena en aquel restaurante horrible. Tengo miedo  de realizar mi sueño y después no tener más motivos para continuar vivo.
»Tú  sueñas con ovejas y con Pirámides. Eres diferente de mí, porque deseas realizar  tus sueños. Yo sólo quiero soñar con La Meca.
Ya imaginé miles de veces  la travesía del desierto, mi llegada a la plaza donde  está la Piedra Sagrada, las siete vueltas que debo dar en torno a ella  antes de tocarla. Ya imaginé qué personas estarán a mi lado, frente a  mí, y las conversaciones y oraciones que compartiremos juntos. Pero tengo  miedo de que sea una gran decepción, y por eso sólo prefiero seguir soñando.
Ese  día el Mercader dio permiso al muchacho para construir la estantería. No todos pueden ver los sueños de la misma manera.
Pasaron más de dos meses y la estantería  atrajo a muchos clientes a  la tienda de los cristales. El muchacho calculó que con seis meses más  de trabajo ya podría volver a España, comprar sesenta ovejas y aun otras  sesenta más. En menos de un año habría duplicado su rebaño, y
podría  negociar con los árabes, porque ya había conseguido hablar aquella  lengua extraña. Desde aquella mañana en el mercado no había vuelto  a utilizar el Urim y el Tumim, porque Egipto pasó a ser un sueño  tan distante para él como lo era la ciudad de La Meca para el Mercader.
Sin embargo, el muchacho estaba ahora contento con su trabajo y pensaba siempre en el momento en que desembarcaría en Tarifa como un triunfador.
«Acuérdate  de saber siempre lo que quieres», le había dicho el viejo rey. El chico lo sabía, y trabajaba para lograrlo. Quizá su tesoro  había sido  llegar a esa tierra extraña, encontrar a un ladrón y doblar el número de su rebaño sin haber gastado siquiera un céntimo.
Estaba orgulloso de  sí mismo. Había aprendido cosas importantes, como  el comercio de cristales, el lenguaje sin palabras y las señales.
Una tarde vio a un hombre en lo alto de la colina  quejándose de que era imposible encontrar un lugar decente  para beber algo después de toda  la subida. El muchacho ya conocía el lenguaje de las señales, y llamó al viejo para conversar.
-Vamos a vender té para las personas que suben la colina -le dijo.
-Ya hay muchos que venden té por aquí -replicó el Mercader.
-Podemos vender té  en jarras de cristal. Así la gente degustará el té y  también querrá comprar los recipientes de cristal. Porque lo que más seduce a los hombres es la belleza.
El  mercader contempló al chico durante algún tiempo sin decir nada.
Pero aquella tarde, después de rezar sus oraciones y cerrar la tienda,  se sentó en el borde de la acera con él y lo convidó a fumar narguile, aquella extraña pipa que usaban los árabes.
-¿Qué es lo que buscas? -preguntó el viejo Mercader de Cristales.
-Ya  se lo dije. Tengo que volver a comprar las ovejas, y para eso necesito dinero.
El  viejo colocó algunas brasas nuevas en el narguile y le dio una profunda calada.
-Hace  treinta años que tengo esta tienda. Conozco el cristal bueno y  el malo y todos los detalles de su funcionamiento. Estoy acostumbrado a su tamaño y a  su movimiento. Si sirves té en los cristales, la tienda crecerá, y entonces tendré que cambiar mi forma de vida.
-¿Y eso no es bueno? -Estoy acostumbrado a mi vida. Antes de que llegaras, pensaba en todo  el tiempo que había perdido en el mismo lugar mientras mis amigos  cambiaban, se iban a la quiebra o progresaban. Esto me
provocaba una inmensa  tristeza. Ahora yo sé que no era exactamente así: la tienda  tiene el tamaño exacto que yo siempre quise que tuviera.
No  quiero cambiar porque no sé cómo hacerlo. Ya estoy muy acostumbrado a mí mismo.
El muchacho no sabía qué decir.
-Tú fuiste  una bendición para mí -continuó el viejo-. Y hoy estoy entendiendo una cosa: toda bendición no aceptada se transforma en maldición.
Yo no quiero nada más de la vida. Y tú me estás empujando a  ver riquezas y horizontes que nunca conocí. Ahora que los conozco, y que conozco mis  inmensas posibilidades, me sentiré aún peor de lo que  me sentía antes. Porque sé que puedo tenerlo todo, y no lo quiero.
«Menos  mal que no le dije nada al vendedor de palomitas de maíz», pensó el muchacho.
Continuaron fumando el narguile durante algún tiempo, mientras el  sol se escondía. Estaban conversando en árabe, y el muchacho se sentía muy satisfecho  por haber logrado hablar el idioma. Hubo una época en la que creyó que  las ovejas podían enseñarle todo lo que hay que saber sobre el mundo. Pero las ovejas no podían enseñar árabe.
«Debe de haber otras cosas en  el mundo que las ovejas no pueden enseñar  -pensó el chico mirando al Mercader en silencio-. Porque ellas sólo se preocupan de buscar agua y comida.
Creo que no son ellas las que enseñan: soy yo quien aprendo.» -Maktub -dijo finalmente el Mercader.
-¿Qué significa eso? -Tendrías  que haber nacido árabe para entenderlo -repuso él-. Pero la traducción sería algo así como «está escrito».
Y  mientras apagaba las brasas del narguile, le dijo al muchacho que podía empezar a vender el té en las jarras.
A veces es imposible detener el río de la vida.
Los  hombres llegaban cansados después de subir la ladera. Y allí encontraban  una tienda de bellos cristales con refrescante té de menta.
Los  hombres entraban para beber el té, que era servido en preciosas jarras de cristal.
«A  mi mujer nunca se le ocurrió esto», pensaba uno, y compraba algunas  piezas porque iba a tener visitas por la noche, y quería impresionar a sus invitados con la riqueza de aquellas jarras. Otro hombre afirmó que el té tiene siempre  mejor sabor cuando se sirve en recipientes  de cristal, pues conservaban mejor su aroma. Un tercero
añadió  que era tradición en Oriente utilizar jarras de cristal para el té, pues tenían poderes mágicos.
En  poco tiempo la noticia se difundió y muchas personas empezaron a subir hasta lo alto de la  ladera para conocer la tienda que estaba haciendo  algo nuevo con un comercio tan antiguo. Se abrieron otras tiendas  que servían el té en vasos de cristal, pero no estaban en la cima de una colina, y por eso siempre estaban desiertas.
El  Mercader en seguida tuvo que contratar a dos empleados más.
Pasó a importar,  junto con los cristales, cantidades enormes de té que diariamente consumían los hombres y mujeres con sed de cosas nuevas.
Y así transcurrieron seis meses.
El  muchacho se despertó antes de que saliera el sol. Habían pasado once meses y nueve  días desde que pisó por primera vez el continente africano.
Se vistió con su ropa árabe, de lino blanco, comprada especialmente  para aquel día. Se colocó el pañuelo en la cabeza, fijado por un anillo hecho de piel de camello. Se calzó las sandalias nuevas y bajó sin hacer ruido.
La ciudad aún  dormía. Se hizo un sándwich de sésamo y bebió té caliente  en una jarra de cristal. Después se sentó en el umbral de la puerta, fumando solo el narguile.
Fumó  en silencio, sin pensar en nada, escuchando apenas el ruido siempre constante del viento que soplaba trayendo el olor del desierto.
Cuando  acabó de fumar, metió la mano en uno de los bolsillos del traje y se quedó algunos instantes contemplando lo que había extraído de allí.
Era  un gran mazo de billetes. El dinero suficiente para comprar ciento veinte ovejas, un pasaje de regreso  y una licencia de comercio entre su país y el país donde estaba.
Esperó  pacientemente a que el viejo se levantara y abriera la tienda.
Entonces los dos fueron juntos a tomar más té.
-Me voy hoy -dijo el muchacho-. Tengo dinero para  comprar mis ovejas. Usted tiene dinero para ir a La Meca.
El viejo no dijo nada.
-Le pido su bendición -insistió el muchacho-. Usted me ayudó.
El  viejo continuó preparando el té en silencio. Poco después, no obstante, se dirigió al muchacho.

-Estoy  orgulloso de ti -dijo-. Tú trajiste alma a mi tienda de cristales.
Pero sabes que yo no voy a ir a La Meca. Como también sabes que no volverás a comprar ovejas.
-¿Quién se lo ha dicho? -preguntó el muchacho asustado.
-Maktub -repuso simplemente el viejo Mercader de Cristales.
Y lo bendijo.
El  muchacho volvió a su cuarto para recoger sus cosas. Llenó tres bolsas.
Cuando ya estaba saliendo, reparó en su viejo zurrón de pastor tirado  en un rincón. Estaba todo arrugado, y él casi lo había olvidado.
Allí  dentro estaban aún el mismo libro y la chaqueta. Cuando sacó esta última, pensando  en regalársela a algún chico de la calle, las dos piedras rodaron por el suelo. Urim y Tumim.
Entonces  el muchacho se acordó del viejo rey, y se sorprendió al darse cuenta del tiempo que hacía que no pensaba en él. Durante un año  había trabajado sin parar, pensando sólo en conseguir dinero para no tener que volver a España con la cabeza gacha.
«Nunca desistas  de tus sueños -había dicho el viejo rey-. Sigue las señales.» El  muchacho recogió a Urim y Tumim del suelo y tuvo nuevamente  aquella extraña sensación de que el rey estaba cerca. Había trabajado duro  un año, y las señales indicaban que ahora era el momento de partir.
«Volveré  a ser exactamente lo que era antes -pensó-. Aunque las ovejas no me enseñaron a hablar árabe.» Las ovejas, sin embargo, le habían  enseñado una cosa mucho más importante: que había  un lenguaje en el mundo que todos entendían, y  que el muchacho había usado durante todo aquel tiempo para hacer progresar  la tienda. Era el lenguaje del entusiasmo, de las cosas hechas con amor y  con voluntad, en busca de algo que se deseaba o en lo que se creía. Tánger ya había dejado  de ser una ciudad extraña, y él sentía que  de la misma manera que había conquistado aquel lugar, podría conquistar el mundo.
«Cuando deseas alguna cosa,  todo el Universo conspira para que puedas realizarla», había dicho el viejo rey.
Pero  el viejo rey no había hecho referencia a robos, desiertos inmensos  o personas que conocen sus sueños pero que no desean realizarlos. El viejo rey no había dicho  que las Pirámides no eran más que una montaña de piedras, y que cualquiera podía hacer una montaña  de piedras en su huerto. Y se había olvidado de decir que
cuando se tiene dinero para comprar un rebaño  mayor que el que se poseía, hay que comprar ese rebaño.
El  muchacho cogió el zurrón y lo juntó con sus otras bolsas. Bajó la  escalera; el viejo estaba atendiendo a una pareja extranjera, mientras otros  dos clientes paseaban por la tienda tomando el té en jarras de cristal. Había bastante movimiento para ser aquella hora de la mañana.
Desde  el lugar donde estaba, notó por primera vez que el cabello del  Mercader le recordaba bastante al del viejo rey. Y se acordó de la sonrisa  del pastelero el primer día en Tánger, cuando no tenía adónde ir ni qué comer; también aquella sonrisa hacía recordar al viejo rey.
«Como  si él hubiera pasado por aquí y hubiera dejado una marca -pensó-.
Y cada persona hubiera conocido ya a ese rey en algún momento  de su vida. Al fin y al cabo, él dijo que siempre aparecía para quien vive su Leyenda Personal.» Salió  sin despedirse del Mercader de Cristales. No quería llorar porque la gente lo  podía ver. Pero sabía que iba a sentir nostalgia de todo  aquel tiempo y de todas las cosas buenas que había aprendido.
Sin  embargo, ahora tenía más confianza en sí mismo y ánimos para conquistar el mundo.
«Pero  estoy volviendo a los campos que ya conozco para conducir otra  vez las ovejas.» Ya no estaba tan contento con su decisión; había trabajado  un año entero para realizar un sueño y cada minuto que pasaba ese sueño iba perdiendo importancia.
Quizá porque no era su sueño.
«Quién  sabe si no es mejor ser como el Mercader de Cristales; él nunca  irá a La Meca y vivirá con la ilusión de conocerla.» Pero estaba sosteniendo a Urim  y Tumim en sus manos, y estas piedras le traían la fuerza y la voluntad del viejo rey. Por  una coincidencia (o una señal, pensó  el muchacho) llegó al bar donde había entrado el primer día. No estaba el ladrón, y el dueño le trajo una taza de té.
«Siempre podré volver a ser pastor -pensó  el muchacho-. Aprendí a cuidar las ovejas y nunca más me  olvidaré de cómo son. Pero tal vez no  tenga otra oportunidad de llegar hasta las Pirámides de Egipto. El viejo  tenía un pectoral de oro y conocía mi historia. Era un rey de verdad, un rey sabio.» Estaba apenas a dos horas  de barco de las llanuras andaluzas, pero había un desierto entero entre él y las Pirámides. El muchacho quizá contempló  esta otra manera de enfocar la misma situación: en realidad,
estaba  dos horas más cerca de su tesoro. Aunque para caminar estas dos horas hubiera tardado un año entero.
«Sé por qué quiero volver a mis ovejas. Yo  ya las conozco; no dan mucho  trabajo, y pueden ser amadas. No sé si el desierto puede ser amado,  pero es el desierto que esconde mi tesoro. Si no consigo encontrarlo,  siempre podré volver a casa. Por lo pronto la vida me ha dado  suficiente dinero, y tengo todo el tiempo que necesito; ¿por qué no?» En  aquel momento sintió una alegría inmensa. Siempre podía volver a ser pastor de ovejas. Siempre  podía volver a ser vendedor de cristales. Tal vez  el mundo escondiera otros muchos tesoros, pero él había  tenido un sueño repetido y había encontrado a un rey. Esas cosas no le sucedían a cualquiera.
Cuando salió del bar estaba muy  contento. Se había acordado de que  uno de los proveedores del Mercader traía los cristales en caravanas  que cruzaban el desierto. Mantuvo a Urim y Tumim en las manos;  gracias a aquellas dos piedras había reemprendido el camino hacia su tesoro.
«Siempre  estoy cerca de los que viven su Leyenda Personal», había dicho el viejo rey.
N o costaba nada ir hasta el almacén y averiguar si las Pirámides estaban realmente muy lejos.
El Inglés estaba sentado en el interior de una edificación que olía a  animales, a sudor y a polvo. Aquello no se podía considerar un almacén; apenas era  un corral. «Toda mi vida para tener que pasar por un lugar como  éste -pensó mientras hojeaba distraído una revista de química-. Diez años de estudio me conducen a un corral.» Pero  era necesario seguir adelante. Tenía que creer en las señales.
Durante  toda su vida, sus estudios se concentraron en la búsqueda del lenguaje único hablado por  el Universo. Primero se había interesado por  el esperanto, después por las religiones y finalmente por la Alquimia.
Sabía hablar esperanto, entendía perfectamente las diversas religiones,  pero aún no era Alquimista. Es verdad que había conseguido  descifrar cosas importantes. Pero sus investigaciones llegaron hasta un  punto a partir del cual no podía progresar más. Había intentado en vano  entrar en contacto con algún alquimista. Pero los alquimistas eran  personas extrañas, que sólo pensaban en ellos mismos, y casi siempre rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían
descubierto  el secreto de la Gran Obra -llamada Piedra Filosofal- y por eso se encerraban en su silencio.
Ya  había gastado parte de la fortuna que su padre le había dejado buscando  inútilmente la Piedra Filosofal. Había consultado las mejores  bibliotecas del mundo y comprado los libros más importantes y  más raros sobre Alquimia. En uno de ellos descubrió que, muchos años  atrás, un famoso alquimista árabe había visitado Europa. Decían de  él que tenía más de doscientos años, que había descubierto la Piedra Filosofal  y el Elixir de la Larga Vida. El Inglés se quedó impresionado con  la historia. Pero no habría pasado de ser una leyenda más si un amigo suyo, al volver de una expedición arqueológica en el desierto, no le hubiese hablado de la existencia de un árabe que tenía poderes excepcionales.
-Vive en el oasis de al-Fayum -dijo su amigo-. Y la gente dice  que tiene  doscientos años y que es capaz de transformar cualquier metal en oro.
El  Inglés no cabía en sí de tanta emoción. Inmediatamente canceló todos  sus compromisos, juntó sus libros más importantes y ahora estaba  allí, en aquel almacén parecido a un corral, mientras allá afuera una inmensa caravana se preparaba para  cruzar el Sahara. La caravana pasaba por al-Fayum.
«Tengo que conocer a ese maldito Alquimista», pensó el  Inglés. Y el olor de los animales se hizo un poco más tolerable.
Un  joven árabe, también cargado de bolsas, entró en el lugar donde estaba el Inglés y lo saludó.
-¿Adónde va? -preguntó el joven árabe.
-Al  desierto- repuso el Inglés, y volvió a su lectura. Ahora no quería  conversar. Tenía que recordar todo lo que había aprendido durante  diez años, porque el Alquimista seguramente lo sometería a alguna especie de prueba.
El joven  árabe sacó un libro escrito en español y empezó a leer. « ¡Qué  suerte! », pensó el Inglés. Él sabía hablar español mejor que árabe, y  si este muchacho fuese hasta al-Fayum tendría a alguien con quien conversar cuando no estuviese ocupado en cosas importantes.
«Ti ene gracia -pensó el muchacho mientras intentaba leer otra vez la  escena del entierro con que comenzaba el libro-. Hace casi dos años que empecé a leerlo y no consigo pasar  de estas páginas.» Aunque no había   un   rey   que   lo   interrumpiera,   no   conseguía   concentrarse.
 Aún tenía  dudas respecto a su decisión. Pero se daba cuenta de una cosa
importante:  las decisiones eran solamente el comienzo de algo.
Cuando alguien tomaba  una decisión, estaba zambulléndose en una poderosa corriente que llevaba a la persona  hasta un lugar que jamás hubiera soñado en el momento de decidirse.
«Cuando  resolví ir en busca de mi tesoro, nunca imaginé que llegaría  a trabajar en una tienda de cristales -se dijo el muchacho para confirmar  su razonamiento-. Del mismo modo, el hecho de que me encuentre  en esta caravana puede ser una decisión mía, pero el curso que tomará será siempre un misterio.» Frente  a él había un europeo que también iba leyendo. Era antipático y le  había mirado con desprecio cuando él entró. Podían haberse hecho  buenos amigos, pero el europeo había interrumpido la conversación.
El  muchacho cerró el libro. No quería hacer nada que le hiciese parecerse a aquel europeo. Sacó a Urim y Tumim del bolsillo y comenzó a jugar con ellos.
El extranjero dio un grito: -¡Un Urim y un Tumim! El chico volvió a guardar las piedras rápidamente.
-No están en venta -dijo.
-No valen mucho -replicó el  Inglés-. No son más que cristales de roca.
Hay millones de cristales de roca en la tierra, pero para quien entiende,  éstos son Urim y Tumim. No sabía que existiesen en esta parte del mundo.
-Me las regaló un rey -aseguró el muchacho.
El extranjero se quedó mudo. Después metió la mano en su bolsillo y retiró, tembloroso, dos piedras iguales.
-¿Has dicho un rey? -repitió.
-Y  usted no cree que los reyes conversen con pastores -dijo el chico. Esta vez era él quien quería acabar la conversación.
-Al  contrario. Los pastores fueron los primeros en reconocer a un rey  que el resto del mundo rehusó reconocer. Por eso es muy probable que los reyes conversen con los pastores.
»Está en la Biblia -prosiguió el  Inglés temiendo que el muchacho no lo estuviera entendiendo-. El mismo libro que me  enseñó a hacer este  Urim y este Tumim. Estas piedras eran la única forma de adivinación  permitida por Dios. Los sacerdotes las llevaban en un pectoral de oro.
El muchacho se alegró enormemente de estar allí.

-Quizá  esto sea una señal -dijo el Inglés como pensando en voz alta.
-¿Quién le habló de señales? El interés del chico crecía a cada momento.
-Todo en la  vida son señales -aclaró el Inglés cerrando la revista que  estaba leyendo-. El Universo fue creado por una lengua que todo el  mundo entiende, pero que ya fue olvidada. Estoy buscando ese Lenguaje Universal, entre otras cosas.
»Por eso estoy aquí. Porque tengo  que encontrar a un hombre que conoce el Lenguaje Universal. Un Alquimista.
La conversación fue interrumpida por el jefe del almacén.
-Tenéis  suerte -dijo el árabe gordo-. Esta tarde sale una caravana para al-Fayum.
-Pero yo voy a Egipto -replicó el muchacho.
-Al-Fayum está en Egipto -dijo  el dueño-. ¿Qué clase de árabe eres tú? El  muchacho explicó que era español. El Inglés se sintió satisfecho: aunque vestido de árabe, el joven, al menos, era europeo.
-Él  llama «suerte» a las señales -dijo el Inglés después de que el árabe gordo  se fue-. Si yo pudiese, escribiría una gigantesca enciclopedia sobre las palabras «suerte» y «coincidencia».
Es con estas palabras con las que se escribe el Lenguaje Universal.
Después comentó con el muchacho que no había sido «coincidencia»  encontrarlo con Urim y Tumim en la mano. Le preguntó si él también estaba buscando al Alquimista.
-Voy  en busca de un tesoro -confesó el muchacho, y se arrepintió de inmediato.
Pero el Inglés pareció no darle importancia.
-En cierta manera, yo también -dijo.
-Y  ni siquiera sé lo que quiere decir Alquimia -añadió el muchacho,  cuando el dueño del almacén empezó a llamarlos para que salieran.
-Yo soy el  Jefe de la Caravana -dijo un señor de barba larga y ojos oscuros-.
Tengo poder sobre la vida y la muerte de las personas que viaja n conmigo. Porque el desierto es una mujer caprichosa que a veces enloquece a los hombres.
Eran  casi doscientas personas, y el doble de animales: camellos, caballos, burros, aves. El Inglés llevaba  varias maletas llenas de libros.
Había  mujeres, niños, y varios hombres con espadas en la cintura y
largas espingardas al hombro. Una gran algarabía llenaba el lugar, y  el Jefe  tuvo que repetir varias veces sus palabras para que todos lo oyesen.
-Hay  varios hombres y dioses diferentes en el corazón de estos hombres.
Pero mi único Dios es Alá, y por él juro que haré todo lo posible  para vencer una vez más al desierto. Ahora quiero que cada uno  de vosotros jure por el Dios en el que cree, en el fondo de su corazón,  que me obedecerá en cualquier circunstancia. En el desierto, la desobediencia significa la muerte.
Un  murmullo recorrió a todos los presentes, que estaban jurando en voz baja ante su Dios. El  muchacho juró por Jesucristo. El Inglés permaneció en silencio.
El murmullo se prolongó más de lo necesario para  un simple juramento, porque las personas también estaban pidiendo protección al cielo.
Se  oyó un largo toque de clarín y cada cual montó en su animal. El muchacho y el Inglés habían comprado camellos, y montaron en ellos con  cierta dificultad. Al muchacho le dio lástima el camello del Inglés: iba cargado con pesadas maletas llenas de libros.
-No  existen las coincidencias -dijo el Inglés intentando continuar la  conversación que habían iniciado en el almacén-. Fue un amigo quien me trajo hasta aquí porque conocía a un árabe que...
Pero  la caravana se puso en marcha y le resultó imposible escuchar lo  que el Inglés estaba diciendo. No obstante, el muchacho sabía exactamente  de qué se trataba: era la cadena misteriosa que va uniendo una cosa con otra, la misma que lo había llevado a ser pastor, a tener el  mismo sueño repetido, a estar en una ciudad cerca de África, y a encontrar  en la plaza a un rey, a que le robaran para conocer a un mercader de cristales, y...
«Cuanto más  se aproxima uno al sueño, más se va convirtiendo la Leyenda  Personal en la verdadera razón de vivir», pensó el muchacho.
La  caravana se dirigía hacia poniente. Viajaban por la mañana, paraban  cuando el sol calentaba más, y proseguían al atardecer. El muchacho conversaba poco  con el Inglés, que pasaba la mayor parte del tiempo entretenido con sus libros.
Entonces  se dedicó a observar en silencio la marcha de animales y hombres por el  desierto. Ahora todo era muy diferente del día en que partieron.
Aquel día de confusión, gritos, llantos, criaturas y relinchos de animales se mezclaban con las órdenes  nerviosas de los guías y de los comerciantes. En  el desierto, en cambio, reinaba el viento eterno,
el  silencio y el casco de los animales. Hasta los guías conversaban poco entre sí.
-He  cruzado muchas veces estas arenas -dijo un camellero cierta noche-.
Pero el desierto es tan grande y los horizontes tan lejanos que hacen que uno se sienta pequeño y permanezca en silencio.
El  muchacho entendió lo que el camellero quería decir, aun sin haber  pisado nunca antes un desierto. Cada vez que miraba el mar o el fuego era capaz de quedarse horas callado, sin pensar en nada, sumergido en la inmensidad y la fuerza de los elementos.
«Aprendí  con las ovejas y aprendí con los cristales -pensó-. Puedo aprender también con el  desierto. Él me parece más viejo y más sabio.» El  viento no paraba nunca. El muchacho se acordó del día en que sintió  ese mismo viento, sentado en un fuerte en Tarifa. Tal vez ahora estaría rozando levemente la  lana de sus ovejas, que seguían en busca de alimento y agua por los campos de Andalucía.
«Ya  no son mis ovejas -se dijo sin nostalgia-. Deben de haberse acostumbra do a otro pastor y ya me habrán olvidado. Es mejor así.
Quien está acostumbrado a viajar, como  las ovejas, sabe que siempre es necesario partir un día.» También se acordó de  la hija del comerciante y tuvo la seguridad de  que ya se habría casado. Quién sabe si con un vendedor de palomitas,  o con un pastor que como él supiera leer y contase historias extraordinarias;  al fin y al cabo, él no debía de ser el único. Pero se quedó  impresionado con su presentimiento: quizá él estuviese aprendiendo  también esta historia del Lenguaje Universal, que sabe el pasado  y presente de todos los hombres. «Presentimientos», como acostumbraba decir su  madre. El muchacho comenzó a entender que los presentimientos eran las rápidas zambullidas  que el alma daba en esta  corriente Universal de vida, donde la historia de todos los hombres  está ligada entre sí, y podemos saberlo todo, porque todo está escrito.
-Maktub -dijo el  muchacho recordando las palabras del Mercader de Cristales.
El  desierto a veces se componía de arena y otras veces de piedra. Si la  caravana llegaba frente a una piedra, la contorneaba; si se encontraba  frente a una roca, daba una larga vuelta. Si la arena era demasiado fina para  los cascos de los camellos, buscaban un lugar donde fuera más  resistente. En algunas ocasiones el suelo estaba cubierto de sal, lo cual  indicaba que allí debía de haber existido un lago. Los animales
entonces  se quejaban, y los camelleros se bajaban y los descargaban.
Después  se colocaban las cargas en su propia espalda, pasaban sobre el suelo  traicionero y nuevamente cargaban a los animales. Si un guía enfermaba  y moría, los camelleros echaban suertes y escogían a un nuevo guía.
Pero todo esto sucedía por una  única razón: por muchas vueltas que tuviera que dar, la caravana se  dirigía siempre a un mismo punto.
Una vez vencidos  los obstáculos, volvía a colocarse de nuevo hacia el astro que indicaba la posición  del oasis. Cuando las personas veían aquel  astro brillando en el cielo por la mañana, sabían que estaba señalando  un lugar con mujeres, agua, dátiles y palmeras. El único que no se enteraba de todo  eso era el Inglés, pues se pasaba la mayor parte del tiempo sumergido en la lectura de sus libros.
El  muchacho también tenía un libro que había intentado leer durante  los primeros días de viaje. Pero encontraba mucho más interesante  contemplar la caravana y escuchar el viento. Así que aprendió  a conocer mejor a su camello y al aficionarse a él, tiró el libro. Era un  peso innecesario, aunque el chico había alimentado la superstición de que cada vez que abría el  libro encontraba a alguien importante.
Terminó trabando amistad con el camellero que  viajaba siempre a su  lado. De noche, cuando paraban y descansaban alrededor de las hogueras, solía contarle sus aventuras como pastor.
Durante  una de esas conversaciones, el camellero comenzó a su vez a hablarle de su vida.
-Yo  vivía en un lugar cercano a El Cairo -le explicó-. Tenía mi huerto, mis hijos y una vida que no iba a cambiar  hasta el momento de  mi muerte. Un año que la cosecha fue excelente, fuimos todos hasta La Meca y yo cumplí con la única obligación que me faltaba  llevar a cabo en la vida. Podía morir en paz, y me agradaba la idea...
»Cierto día la tierra comenzó a  temblar, y el Nilo se desbordó. Lo que yo pensaba  que sólo ocurría a los otros terminó pasándome a mí.
Mis vecinos tuvieron  miedo de perder sus olivos con las inundaciones;  mi mujer de que las aguas se llevaran a nuestros hijos, y yo de ver destruido todo lo que había conquistado.
»Pero  no hubo solución. La tierra quedó inservible y tuve que buscar  otro medio de subsistencia. Hoy soy camellero. Pero entonces entendí  la palabra de Alá, nadie siente miedo de lo desconocido
porque  cualquier persona es capaz de conquistar todo lo que quiere y necesita.
»Sólo  sentimos miedo de perder aquello que tenemos, ya sean nuestras vidas  o nuestras plantaciones. Pero este miedo pasa cuando entendemos  que nuestra historia y la historia del mundo fueron escritas por la misma Mano.
A  veces las caravanas se encontraban durante la noche. Siempre una  de ellas tenía lo que la otra necesitaba, como si realmente todo estuviera escrito por una sola Mano. Los camelleros  intercambiaban informaciones sobre las tempestades de viento  y se reunían en torno a las hogueras para contar las historias del desierto.
En  otras ocasiones llegaban misteriosos hombres encapuchados; eran beduinos que espiaban las rutas seguidas por las caravanas. Traían noticias  de asaltantes y de tribus bárbaras. Llegaban y partían en silencio, con sus ropas negras que sólo dejaban ver los ojos.
Una  de esas noches el camellero se acercó hasta la hoguera donde el muchacho estaba sentado junto al Inglés.
-Se rumorea que hay guerra entre los clanes -dijo el camellero.
Los  tres se quedaron callados. El muchacho notó que el miedo flotaba  en el aire, aunque nadie dijese ni una palabra. Nuevamente estaba percibiendo el lenguaje sin palabras, el Lenguaje Universal.
Poco después el Inglés preguntó si había peligro.
-Quien  entra en el desierto no puede volver atrás -repuso el camellero-.
Y cuando no se puede volver atrás, sólo debemos preocuparnos  por la mejor manera de seguir hacia adelante. El resto es por cuenta de Alá, inclusive el peligro.
Y concluyó diciendo la misteriosa palabra: Maktub.
-Tendría  que prestar más atención a las caravanas -dijo el muchacho al Inglés cuando el camellero se  fue-. Dan muchas vueltas, pero siempre mantienen el mismo rumbo.
-Y tú tendrías que leer más sobre  el mundo -replicó el Inglés-. Los libros son igual que las caravanas.
El  inmenso grupo de hombres y animales empezó a caminar más rápido.
Además del silencio durante el día, las noches -cuando las personas  se reunían para conversar en torno a las hogueras- comenzaron  a hacerse también silenciosas. Cierto día el Jefe de la Caravana decidió  que no podían encenderse más hogueras, para no llamar la atención.

Los  viajeros se vieron obligados a formar un gran círculo con los animales y a  colocarse todos en el centro, intentando protegerse del frío nocturno.
El Jefe instaló centinelas armados alrededor del grupo.
Una  de aquellas noches, el Inglés no podía dormir. Llamó al muchacho y comenzaron a pasear por las dunas que rodeaban el campamento.
Era una noche de luna llena, y el muchacho contó al Inglés toda su historia.
El Inglés  se quedó fascinado con el relato de la tienda que había prosperado después de que el chico empezó a trabajar allí.
-Éste  es el principio que mueve todas las cosas -dijo-. En Alquimia se le denomina el Alma del Mundo. Cuando deseas algo con todo tu corazón, estás más próximo al Alma del Mundo. Es una fuerza siempre positiva.
Le  explicó también que esto no era un don exclusivo de los hombres; todas las cosas sobre la faz de la Tierra tenían  también una alma,  independientemente de si era mineral, vegetal, animal o apenas un simple pensamiento.
-Todo  lo que está sobre la faz de la Tierra se transforma siempre, porque la Tierra está viva, y tiene  una alma. Somos parte de esta Alma y  raramente sabemos que ella siempre trabaja en nuestro favor. Pero tú debes  entender que en la tienda de los cristales, hasta los jarros estaban colaborando en tu éxito.
El muchacho se quedó callado unos  instantes, mirando la luna y la arena blanca.
-He  visto la caravana caminando a través del desierto -dijo por fin-.
Ella y el desierto hablan  la misma lengua y por eso él permite que ella lo  atraviese. Probará cada paso suyo, para ver si está en perfecta sintonía con él; y si lo está, ella llegará al oasis.
»Si  uno de nosotros llegase aquí con mucho valor, pero sin entender este lenguaje, moriría el primer día.
Continuaron mirando la luna juntos.
-Ésta es la magia de  las señales -continuó el muchacho-. He visto cómo  los guías leen las señales del desierto y cómo el alma de la caravana conversa con el alma del desierto.
Permanecieron varios minutos en silencio.
-Tengo que prestar más atención a la caravana -dijo por fin el Inglés.
-Y yo tengo que leer sus libros -dijo el muchacho.

Eran  libros extraños. Hablaban de mercurio, sal, dragones y reyes, pero él no conseguía entender nada.
Sin embargo, había una idea que parecía  repetirse en todos los libros: todas las cosas eran manifestaciones de una cosa sola.
En uno de  los libros descubrió que el texto más importante de la Alquimia constaba de unas pocas líneas, y había sido  escrito en una simple esmeralda.
-Es la Tabla de la Esmeralda -dijo el Inglés, orgulloso de enseñarle algo al muchacho.
-Y entonces, ¿para qué tantos libros? -Para  entender estas líneas -repuso el Inglés, aunque no estaba muy convencido de su propia respuesta.
El libro que más interesó al muchacho  contaba la historia de los alquimistas famosos. Eran hombres  que habían dedicado toda su vida a  purificar metales en los laboratorios; creían que si un metal se mantenía  permanentemente al fuego durante muchos años, terminaría liberándose  de todas sus propiedades individuales y sólo restaría el Alma  del Mundo. Esta Cosa Única permitía que los alquimistas entendiesen cualquier cosa sobre la faz de la  Tierra, porque ella era el lenguaje a través  del cual las cosas se comunicaban. A este descubrimiento  lo llamaban la Gran Obra, que estaba compuesta por una parte líquida y una parte sólida.
-¿No  basta con observar a los hombres y a las señales para descubrir este lenguaje? -preguntó el chico.
-Tienes la manía de  simplificarlo todo -repuso el Inglés irritado-.
La  Alquimia es un trabajo muy serio. Exige que se siga cada paso exactamente como los maestros lo enseñaron.
El  muchacho descubrió que la parte líquida de la Gran Obra era llamada Elixir de la Larga Vida, que  curaba todas las enfermedades y evitaba que el alquimista envejeciese.
Y la parte sólida se conocía con el nombre de Piedra Filosofal.
-No  es fácil descubrir la Piedra Filosofal -dijo el Inglés-. Los alquimistas pasaban muchos años en los laboratorios contemplando aquel  fuego que purificaba los metales. Miraban tanto el fuego que poco  a poco sus cabezas iban perdiendo todas las vanidades del mundo.
Entonces, un buen día, descubrían que la purificación de los metales había terminado por purificarlos a ellos mismos.
El  muchacho se acordó del Mercader de Cristales. Él le había dicho que era buena idea limpiar los jarros para que ambos se liberasen
también  de los malos pensamientos. Cada vez estaba más convencido de que la Alquimia podría aprenderse en la vida cotidiana.
-Además  -añadió el Inglés-, la Piedra Filosofal tiene una propiedad fascinante: un pequeño fragmento de ella es capaz de transformar grandes cantidades de metal en oro.
A  partir de esta frase, el muchacho empezó a interesarse en la Alquimia.
Pensaba que, con un poco de paciencia, podría transformar- lo  todo en oro. Leyó la vida de varias personas que lo habían conseguido:  Helvetius, Elías, Fulcanelli, Geber. Eran historias fascinantes: todos estaban viviendo hasta el final su Leyenda Personal. Viajaban, encontraban sabios, hacían milagros frente a los incrédulos, poseían la Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida.
Pero  cuando quería aprender la manera de conseguir la Gran Obra, se  quedaba totalmente perdido. Eran sólo dibujos, instrucciones codificadas, textos oscuros.
-¿Por  qué son tan difíciles? -preguntó cierta noche al Inglés. Notó que el Inglés  andaba un poco malhumorado por la falta de sus libros.
-Para  que sólo los que tienen la responsabilidad de entenderlos los entiendan -repuso-. Imagina  qué pasaría si todo el mundo se pusiera a  transformar el plomo en oro. En poco tiempo el oro no valdría nada.
»Sólo los persistentes, sólo aquellos que investigan mucho, son los que consiguen la Gran Obra. Por eso estoy en medio de este desierto.
Para  encontrar a un verdadero Alquimista que me ayude a descifrar los códigos.
-¿Cuándo se escribieron estos libros? -quiso saber el muchacho.
-Muchos siglos atrás.
-En aquella época no había imprenta -insistió el muchacho-, por lo  tanto, no había posibilidad de que todo el mundo pudiera conocer la  Alquimia. ¿Por qué, entonces, ese lenguaje tan extraño, tan lleno de dibujos? El  Inglés no respondió. Dijo que desde hacía varios días estaba prestándole  mucha atención a la caravana y que no conseguía descubrir  nada nuevo. Lo único que había notado era que los comentarios sobre la guerra aumentaban cada vez más.
Un  buen día el muchacho devolvió los libros al Inglés. -¿Entonces, has  aprendido mucho? -preguntó el otro expectante-. Empezaba a necesitar  a alguien con quien conversar para olvidar el miedo a la guerra.

-He aprendido que el mundo tiene una Alma y que quien entienda esa  Alma entenderá el lenguaje de las cosas. Aprendí que muchos alquimistas  vivieron su Leyenda Personal y terminaron descubriendo el Alma del Mundo, la Piedra Filosofal y el Elixir.
»Pero,  sobre todo, he aprendido que estas cosas son tan simples que pueden escribirse sobre una esmeralda.
El  Inglés se quedó decepcionado. Los años de estudio, los símbolos mágicos,  las palabras difíciles, los aparatos de laboratorio, nada de eso había  impresionado al muchacho. «Debe de tener una alma demasiado primitiva como para comprender esto», se dijo.
Cogió  sus libros y los guardó en las alforjas que colgaban del camello.
-Vuelve  a tu caravana -dijo-. Ella tampoco me ha enseñado gran cosa.
El  muchacho volvió a contemplar el silencio del desierto y la arena que levantaban los animales. «Cada uno  tiene su manera de aprender -se  repetía a sí mismo-. La manera de él no es la mía, y la mía no es la de él.
Pero ambos estamos buscando nuestra Leyenda Personal, y yo lo respeto por eso.» La  caravana comenzó a viajar día y noche. A cada momento aparecían  los mensajeros encapuchados, y el camellero que se había hecho  amigo del muchacho explicó que la guerra entre los clanes había  comenzado. Tendrían mucha suerte si conseguían llegar al oasis.
Los  animales estaban agotados y los hombres cada vez más silenciosos.
El silencio era más terrible por la noche, cuando un simple relincho de camello -que antes no pasaba de ser un relincho de camello-  ahora asustaba a todo el mundo y podía ser una señal de invasión.
El  camellero, no obstante, no parecía estar muy impresionado con la amenaza de guerra.
-Estoy  vivo -dijo al muchacho mientras comía un plato de dátiles en  la noche sin hogueras ni luna-. Mientras estoy comiendo, no hago nada más que comer. Si estuviera  caminando, me limitaría a caminar.
Si  tengo que luchar, será un día tan bueno para morir como cualquier otro.
»Porque  no vivo ni en mi pasado ni en mi futuro. Tengo sólo el presente,  y eso es lo único que me interesa. Si puedes permanecer siempre  en el presente serás un hombre feliz. Percibirás que en el desierto  existe vida, que el cielo tiene estrellas, y que los guerreros
luchan  porque esto forma parte de la raza humana. La vida será una fiesta,  un gran festival, porque ella sólo es el momento que estamos viviendo.
Dos  noches después, cuando se preparaba para dormir, el muchacho  miró en dirección al astro que seguían durante la noche. Le pareció  que el horizonte estaba un poco más bajo, porque sobre el desierto  había centenares de estrellas. -Es el oasis -dijo el camellero. -¿Y por qué no vamos inmediatamente? -Porque necesitamos dormir.
El muchacho abrió los ojos cuando el sol comenzaba a nacer.
Frente  a él, donde las pequeñas estrellas habían estado durante la noche, se extendía  una fila interminable de palmeras que cubría todo el horizonte.
-¡Lo  conseguimos! -dijo el Inglés, que también acababa de levantar- se.
El muchacho, sin embargo,  permaneció callado. Había aprendido el  silencio del desierto y se contentaba con mirar las palmeras que tenía  delante de él. Aún debía caminar mucho para llegar a las Pirámides, y algún día aquella mañana no sería más que un recuerdo.
Pero  ahora era el momento presente, la fiesta que había descrito el camellero,  y él estaba procurando vivirlo con las lecciones de su pasado  y los sueños de su futuro. Un día, aquella visión de millares de palmeras sería sólo un recuerdo. Pero para él, en este momento, significaba  sombra, agua y un refugio para la guerra. De la misma manera  que un relincho de camello podía transformarse en peligro, una hilera de palmeras podía significar un milagro.
«El mundo habla muchos lenguajes», pensó el muchacho.
«Cuando  los tiempos van de prisa, las caravanas corren también», pensó  el Alquimista mientras veía llegar a centenares de personas y animales  al Oasis. Los habitantes gritaban detrás de los recién llegados, el  polvo cubría el sol del desierto y los niños saltaban de excitación al  ver a los extraños. El Alquimista vio cómo los jefes tribales se aproximaban  al Jefe de la Caravana y conversaban largamente entre sí.
Pero  nada de todo aquello interesaba al Alquimista. Ya había visto a mucha gente llegar y partir, mientras  el Oasis y el desierto permanecían  invariables. Había visto a reyes y mendigos pisando aquellas arenas que siempre cambiaban de forma a  causa del viento, pero que eran  las mismas que él había conocido de niño. Aun así, no conseguía contener en el fondo de su corazón  un poco de la alegría de vida que todo viajero  experimentaba cuando, después de tierra amarilla y cielo
azul,  el verde de las palmeras aparecía delante de sus ojos. «Tal vez Dios haya  creado el desierto para que el hombre pueda sonreír con las palmeras», pensó.
Después  decidió concentrarse en asuntos más prácticos. Sabía que en  aquella caravana venía el hombre al cual debía enseñar parte de sus secretos. Las señales se lo habían contado. Aún no conocía a ese hombre, pero sus ojos experimentados lo reconocerían en cuanto lo viese.
Esperaba que fuese alguien tan capaz como su aprendiz anterior.
«No  sé por qué estas cosas tienen que ser transmitidas de boca a oreja»,  pensaba. No era exactamente porque fueran secretas, pues Dios revelaba pródigamente sus secretos a todas las criaturas.
Él  sólo tenía una explicación para este hecho: las cosas tenían que ser  transmitidas así porque estarían hechas de Vida Pura, y este tipo de vida difícilmente consigue ser captado en pinturas o palabras.
Porque  las personas se fascinan con pinturas y palabras y terminan olvidando el Lenguaje del Mundo.
Los  recién llegados fueron conducidos inmediatamente ante los jefes tribales de al-Fayum. El muchacho no  podía creer lo que estaba viendo:  en vez de ser un pozo rodeado de palmeras -como había leído cierta vez en un libro de historia-, el oasis era mucho mayor que muchas  aldeas de España. Tenía trescientos pozos, cincuenta mil palmeras  datileras y muchas tiendas de colores diseminadas entre ellas.
-Parece  las Mil y Una Noches -dijó el Inglés, impaciente por encontrarse con el Alquimista.
E n seguida se vieron rodeados de chiquillos, que contemplaban curiosos a  los animales, los camellos y las personas que llegaban. Los hombres  querían saber si habían visto algún combate y las mujeres se disputaban los tejidos y piedras que  los mercaderes habían traído. El silencio  del desierto parecía un sueño distante; las personas hablaban sin  parar, reían y gritaban, como si hubiesen salido de un mundo espiritual  para estar de nuevo entre los hombres. Estaban contentos y felices.
A  pesar de las precauciones del día anterior, el camellero explicó al  muchacho que los oasis en el desierto eran siempre considerados terreno  neutral, porque la mayor parte de sus habitantes eran mujeres y  niños, y había oasis en ambos bandos. Así, los guerreros lucharían en las  arenas del desierto, pero respetarían los oasis como ciudades de refugio.

El  Jefe de la Caravana los reunió a todos con cierta dificultad y comenzó  a darles instrucciones. Permanecerían allí hasta que la guerra entre  los clanes hubiese terminado. Como eran visitantes, deberían compartir  las tiendas con los habitantes del oasis, que les cederían los mejores  lugares. Era la hospitalidad que imponía la Ley. Después pidió que todos, inclusive  sus propios centinelas, entregasen las armas a los hombres indicados por los jefes tribales.
-Son las reglas de la  guerra -explicó el Jefe de la Caravana. De esta manera, los oasis no pueden hospedar a ejércitos ni guerreros.
Para  sorpresa del muchacho, el Inglés sacó de su chaqueta un revólver cromado y lo entregó al hombre que recogía las armas.
-¿Para qué quiere un revólver? -preguntó.
-Para  aprender a confiar en los hombres -repuso el Inglés. Estaba contento por haber llegado al final de su búsqueda.
El muchacho, en cambio, pensaba en su tesoro. Cuanto más se acercaba a su sueño, más difíciles se tornaban las cosas. Ya no funcionaba aquello que  el viejo rey había llamado «suerte del principiante».
Lo único que él sabía que funcionaba era la prueba de la persistencia y del coraje de quien busca su  Leyenda Personal. Por eso no  podía apresurarse, ni impacientarse. Si actuara así, terminaría no viendo las señales que Dios había puesto en su camino.
«...
que Dios colocó en mi camino», pensó el muchacho sorprendido.
Hasta aquel momento había considerado las señales como algo perteneciente  al mundo. Algo como comer o dormir, algo como buscar un  amor o conseguir un empleo. Nunca antes había pensado que éste era  un lenguaje que Dios estaba usando para mostrarle lo que debía hacer.
«No te impacientes -se repitió para sí-. Como dijo el camellero, come a la hora de comer. Y camina a la hora de caminar.» El  primer día todos durmieron de cansancio, inclusive el inglés. El muchacho  estaba instalado lejos de él, en una tienda con otros cinco jóvenes  de edad similar a la suya. Eran gente del desierto, y querían saber historias de las grandes ciudades.
El  muchacho les habló de su vida de pastor, e iba a empezar a relatarles su experiencia  en la tienda de cristales cuando se presentó el Inglés.
-Te  he buscado toda la mañana -dijo mientras se lo llevaba afuera-.
Necesito que me ayudes a descubrir dónde vive el Alquimista.

Empezaron  por recorrer las tiendas donde vivieran hombres solos.
Un  Alquimista seguramente viviría de manera diferente de las otras personas del oasis, y sería muy probable que en su tienda hubiera  un horno permanentemente encendido. Caminaron bastante, hasta que se quedaron convencidos de  que el oasis era mucho mayor de lo que podían imaginar, y que albergaba centenares de tiendas.
-Hemos  perdido casi todo el día -dijo el Inglés mientras se sentaba junto al chico cerca de uno de los pozos del oasis.
-Será mejor que preguntemos -propuso el muchacho.
El  Inglés no quería revelar su presencia en el oasis, y se mostró indeciso  ante la sugerencia. Pero acabó accediendo y le pidió al muchacho,  que hablaba mejor el árabe, que lo hiciera. Éste se aproximó  a una mujer que había ido al pozo para llenar de agua un saco de piel de carnero.
-Buenas  tardes, señora. Me gustaría saber dónde vive un Alquimista en este oasis -preguntó el muchacho.
La  mujer le respondió que jamás había oído hablar de eso, y se marchó inmediatamente. Antes, no obstante, avisó al chico de que no debía  conversar con mujeres vestidas de negro porque eran mujeres casadas, y él tenía que respetar la Tradición.
El  Inglés se quedó decepcionadísimo. Había hecho todo el viaje para  nada. El muchacho también se entristeció. Su compañero también  estaba buscando su Leyenda Personal, y cuando alguien hace esto,  todo el Universo conspira para que la persona consiga lo que desea. Lo había dicho el viejo rey, y no podía estar equivocado.
-Yo nunca había oído hablar antes de alquimistas -dijo el chico-.
Si no intentaría ayudarte.
De repente los ojos del Inglés brillaron.
-¡De eso se  trata! ¡Quizá aquí nadie sepa lo que es un alquimista! Pregunta por el hombre que cura las enfermedades en la aldea.
Varias  mujeres vestidas de negro fueron a buscar agua al pozo, pero el muchacho no se dirigió a ninguna de  ellas, por más que el Inglés le insistió. Hasta que por fin se acercó un hombre.
-¿Conoce a alguien que  cure las enfermedades aquí? -preguntó el chico.
-Alá  cura todas las enfermedades -dijo el hombre, visiblemente espantado por los extranjeros-. Vosotros estáis buscando brujos.
Y  después de recitar algunos versículos del Corán, siguió su camino.

Otro hombre se aproximó. Era más viejo, y traía sólo un pequeño cubo. El muchacho repitió la pregunta.
-¿Por  qué queréis conocer a esa clase de hombre? -respondió el árabe con otra pregunta.
-Porque mi  amigo viajó muchos meses para encontrarlo -repuso el chico.
-Si este hombre existe en el  oasis, debe de ser muy poderoso -dijo el viejo después de meditar unos instantes-. Ni los jefes tribales consiguen verlo cuando lo necesitan. Sólo cuando él lo decide.
»Esperad  a que termine la guerra. Y entonces, partid con la caravana. No queráis  entrar en la vida del oasis -concluyó alejándose.
Pero el Inglés quedó exultante. Estaban en la pista correcta.
Finalmente apareció una moza que no  iba vestida de negro. Traía un  cántaro en el hombro, y la cabeza cubierta con un velo, pero tenía el  rostro descubierto. El muchacho se aproximó para preguntarle sobre el Alquimista.
Entonces  fue como si el tiempo se parase y el Alma del Mundo surgiese  con toda su fuerza ante él. Cuando vio sus ojos negros, sus labios  indecisos entre una sonrisa y el silencio, entendió la parte más importante  y más sabia del Lenguaje que todo el mundo hablaba y que todas  las personas de la tierra eran capaces de entender en sus corazones. Y  esto se llamaba Amor, algo más antiguo que los hombres y  que el propio desierto, y que sin embargo resurgía siempre con la misma fuerza dondequiera que dos pares de ojos se  cruzaran como se cruzaron los de  ellos delante del pozo. Los labios finalmente decidieron ofrecer una sonrisa,  y aquello era una señal, la señal que él esperó sin  saberlo durante tanto tiempo en su vida, que había buscado en las ovejas y en los libros, en los cristales y en el silencio del desierto.
Allí estaba el puro lenguaje  del mundo, sin explicaciones, porque el  Universo no necesitaba explicaciones para continuar su camino en el  espacio sin fin. Todo lo que el muchacho entendía en aquel momento era que estaba delante de la  mujer de su vida, y sin ninguna necesidad  de palabras, ella debía de saberlo también. Estaba más seguro de esto que de cualquier cosa en el  mundo, aunque sus padres, y los padres  de sus padres, dijeran que era necesario salir, simpatizar, prometerse, conocer bien a la persona y  tener dinero antes de casarse.
Los  que decían esto quizá jamás hubiesen conocido el Lenguaje Universal, porque cuando  nos sumergimos en él es fácil entender que siempre existe en el  mundo una persona que espera a otra, ya sea en
medio  del desierto o en medio de una gran ciudad. Y cuando estas personas se cruzan y sus ojos se encuentran, todo el  pasado y todo el futuro  pierde su importancia por completo, y sólo existe aquel momento y aquella certeza increíble de que todas  las cosas bajo el sol fueron escritas por la  misma Mano. La Mano que despierta el Amor, y que  hizo un alma gemela para cada persona que trabaja, descansa y busca  tesoros bajo el sol. Porque sin esto no habría ningún sentido para los sueños de la raza humana.
Maktub, pensó el muchacho.
El Inglés se levantó de donde estaba sentado y sacudió al chico.
-¡Vamos, pregúntaselo a ella! Él  se aproximó a la joven. Ella volvió a sonreír. Él sonrió también.
-¿Cómo te llamas? -preguntó.
-Me llamo Fátima -dijo la joven mirando al suelo.
-En la tierra de donde yo vengo algunas mujeres se llaman así.
-Es  el nombre de la hija del Profeta -explicó Fátima-. Los guerreros lo llevaron allí.
La  delicada moza hablaba de los guerreros con orgullo. Como a su lado  el Inglés insistía, el muchacho le preguntó por el hombre que curaba todas las enfermedades.
-Es  un hombre que conoce los secretos del mundo. Conversa con los djins del desierto -dijo ella.
Los djins eran los demonios. La moza señaló hacia el sur, hacia el lugar donde habitaba aquel extraño hombre.
Después llenó su cántaro y se fue. El Inglés se fue también, en busca del  Alquimista. Y el muchacho se quedó mucho tiempo sentado al lado  del pozo, entendiendo que algún día el Levante había dejado en su  rostro el perfume de aquella mujer, y que ya la amaba incluso antes de  saber que existía, y que su amor por ella haría que encontrase todos los tesoros del mundo.
Al  día siguiente el muchacho volvió al pozo a esperar a la moza.
Para  su sorpresa, se encontró allí con el Inglés, mirando por primera vez hacia el desierto.
-Esperé  toda la tarde y toda la noche -le dijo-. Él llegó con las primeras  estrellas. Le conté lo que estaba buscando. Entonces él me preguntó si ya había transformado plomo en oro, y yo le dije que eso era lo que quería aprender.
»Y  me mandó intentarlo. Todo lo que me dijo fue: «Ve e inténtalo.»
El  chico guardó silencio. El Inglés había viajado tanto para oír lo que  ya sabía. Entonces se acordó de que él había dado seis ovejas al viejo rey por la misma razón.
-Entonces, inténtelo -le dijo al Inglés.
-Es lo que voy a hacer. Y empezaré ahora.
Al  poco rato de haberse ido el Inglés, llegó Fátima para recoger agua con su cántaro.
-Vine a decirte una cosa muy sencilla -dijo el  chico-. Quiero que seas mi mujer. Te amo.
La moza dejó que su cántaro derramase el agua.
-Te esperaré aquí todos los días. Crucé el desierto en busca de un tesoro  que se encuentra cerca de las Pirámides. La guerra fue para mí una  maldición, pero ahora es una bendición porque me mantiene cerca de ti.
-La guerra se acabará algún día -dijo la moza.
El muchacho miró las  datileras del oasis. Había sido pastor. Y allí existían muchas ovejas. Fátima era más importante que el tesoro.
-Los  guerreros buscan sus tesoros -dijo la joven, como si estuviera adivinando  el pensamiento del muchacho-. Y las mujeres del desierto están orgullosas de sus guerreros.
Después volvió a llenar su cántaro y se fue.
Todos  los días el muchacho iba al pozo a esperar a Fátima. Le contó  su vida de pastor, su encuentro con el rey, su estancia en la tienda  de cristales. Se hicieron amigos, y a excepción de los quince minutos que pasaba con ella, el resto  del día se le hacía interminable.
Cuando ya llevaba casi un  mes en el oasis, el Jefe de la Caravana los convocó a todos para una reunión.
-No sabemos cuándo se va a  acabar la guerra, y no podemos seguir el viaje -dijo-.
Los combates durarán mucho tiempo, tal vez muchos años. Cuentan con  guerreros fuertes y valientes en ambos bandos, y existe  el honor de combatir en ambos ejércitos. No es una guerra entre buenos y malos.
Es una guerra entre fuerzas que luchan por el mismo poder,  y cuando este tipo de batalla comienza, se prolonga más que las otras, porque Alá está en los dos bandos.
Las  personas se dispersaron. El muchacho se volvió a encontrar con Fátima aquella tarde, y le habló de la reunión.
-El  segundo día que nos encontramos -dijo ella-, me hablaste de tu amor. Después me  enseñaste cosas bellas, como el Lenguaje y el Alma del Mundo. Todo esto me hace poco a poco ser parte de ti.

El  muchacho oía su voz y la encontraba más hermosa que el sonido del viento entre las hojas de las datileras.
-Hace mucho tiempo que estuve  aquí, en este pozo, esperándote.
No  consigo recordar mi pasado, la Tradición, la manera en que los hombres  esperan que se comporten las mujeres del desierto. Desde pequeña soñaba que el desierto me traería el mayor regalo de mi  vida.
Este regalo llegó, por fin, y eres tú.
El  muchacho sintió deseos de tocar su mano. Pero Fátima estaba sosteniendo las asas del cántaro.
-Tú  me hablaste de tus sueños, del viejo rey y del tesoro. Me hablaste  de las señales. Ya no tengo miedo de nada, porque fueron estas señales  las que te trajeron a mí. Y yo soy parte de tu sueño, de tu Leyenda Personal, como sueles decir.
»Por  eso quiero que sigas en la dirección de lo que viniste a buscar.
Si  tienes que esperar hasta el final de la guerra, muy bien. Pero si tienes que  partir antes, ve en dirección a tu Leyenda. Las dunas cambian con el  viento, pero el desierto sigue siendo el mismo. Así sucederá con nuestro amor.
»Maktub -añadió-. Si yo soy parte  de tu Leyenda, tú volverás un día.
El muchacho se quedó triste tras el encuentro con Fátima. Se acordaba de mucha gente que había  conocido. A los pastores casados les costaba mucho convencer a sus esposas de  que debían andar por los campos. El amor exigía estar junto a la persona amada.
A1 día siguiente contó todo esto a Fátima.
-El desierto se  lleva a nuestros hombres y no siempre los devuelve -dijo  ella-. Entonces nos acostumbramos a esto. Y ellos pasan a existir en  las nubes sin lluvia, en los animales que se esconden entre las piedras, en el agua  que brota generosa de la tierra. Pasan a formar parte de todo, pasan a ser el Alma del Mundo.
»Algunos  vuelven. Y entonces todas las mujeres se alegran, porque los hombres que ellas esperan también pueden volver algún día. Antes yo  miraba a esas mujeres y envidiaba su felicidad. Ahora yo también tendré una persona a quien esperar.
»Soy una mujer del desierto, y estoy  orgullosa de ello. Quiero que mi  hombre también camine libre como el viento que mueve las dunas.
También quiero poder ver a mi hombre en  las nubes, en los animales y en el agua.

El  muchacho fue a buscar al Inglés. Quería hablarle de Fátima. Se sorprendió  al ver que el Inglés había construido un pequeño horno al lado de su tienda. Era un horno extraño, con un frasco transparente encima.
El Inglés alimentaba el fuego con leña, y miraba el desierto. Sus ojos  parecían brillar más cuando pasaba todo el tiempo leyendo libros.
-Ésta  es la primera fase del trabajo  - dijo - . Tengo q u e separar el azufre impuro.
Para esto, no puedo tener miedo de fallar. El miedo a fallar fue lo que me  impidió intentar la Gran Obra hasta hoy. Es ahora cuando estoy empezando lo que debería haber comenzado diez años atrás. Pero me siento feliz de no haber esperado veinte años para esto.
Y  continuó alimentando el fuego y mirando el desierto. El muchacho  se quedó junto a él un rato, hasta que el desierto comenzó a  ponerse rosado con la luz del atardecer. Entonces sintió un inmenso deseo de ir hasta allí, para ver si el silencio conseguía  responder a sus preguntas.
Caminó sin  rumbo por algún tiempo, manteniendo las palmeras del  oasis al alcance de sus ojos. Escuchaba el viento, y sentía las piedras  bajo sus pies. A veces encontraba alguna concha y sabía que aquel  desierto, en una época remota, había sido un gran mar. Después se  sentó sobre una piedra y se dejó hipnotizar por el horizonte que tenía  delante de él. No conseguía entender el Amor sin el sentimiento de  posesión; pero Fátima era una mujer del desierto, y si alguien podía enseñarle esto era el desierto.
Se  quedó así, sin pensar en nada, hasta que presintió un movimiento  sobre su cabeza. Miró hacia el cielo y vio que eran dos gavilanes que volaban muy alto.
El  muchacho observó a los gavilanes, y los dibujos que trazaban en el  cielo. Parecía una cosa desordenada y, sin embargo, tenían algún sentido  para él. Sólo que no conseguía comprender su significado.
Decidió  que debía acompañar con los ojos el movimiento de los pájaros,  y quizá entonces pudiera leer algo. Tal vez el desierto pudiera explicarle el amor sin posesión.
Empezó  a sentir sueño. Su corazón le pidió que no se durmiera: por el  contrario, debía entregarse. «Estaba penetrando en el Lenguaje del Mundo  y todo en esta tierra tiene sentido, incluso el vuelo de los gavilanes », dijo. Y aprovechó la ocasión para agradecer el hecho de estar lleno de amor por una mujer.
«Cuando se ama, las cosas adquiren aún más sentido», pensó.

De repente, un gavilán dio una rápida zambullida en el cielo y atacó al otro. Cuando hizo este  movimiento, el muchacho tuvo una súbita  y rápida visión: un ejército, con las espadas desenvainadas, entraba en  el oasis. La visión desapareció en seguida, pero aquello le dejó  sobresaltado. Había oído hablar de los espejismos, y ya había visto algunos: eran deseos que se materializaban  sobre la arena del desierto.
Sin embargo, él no deseaba que ningún ejército invadiera el oasis.
Decidió  olvidar todo aquello y volver a su meditación. Intentó nuevamente concentrarse en  el desierto color de rosa y en las piedras.
Pero algo en su corazón lo mantenía intranquilo.
«Sigue  siempre las señales», le había dicho el viejo rey. Y el muchacho  pensó en Fátima. Se acordó de lo que había visto, y presintió lo que estaba a punto de suceder.
Con  mucha dificultad salió del trance en que había entrado. Se levantó y comenzó a caminar en dirección a las palmeras. Una vez más percibí a el múltiple lenguaje de las cosas: esta vez, el desierto era seguro, y el oasis se había transformado en un peligro.
El camellero estaba sentado al pie de una  datilera, contemplando también  la puesta del sol. Vio salir al muchacho de detrás de una de las dunas.
-Se aproxima un ejército -dijo-. He tenido una visión.
-El desierto llena de visiones el corazón de un hombre -repuso el camellero.
Pero  el muchacho le explicó lo de los gavilanes: estaba contemplando  su vuelo cuando se había sumergido de repente en el Alma del Mundo.
El camellero permaneció callado; entendía lo que el muchacho decía.
Sabía que cualquier cosa en la faz de la tierra puede contar la historia de todas las  cosas. Si abriese un libro en cualquier página, o mirase las manos de las personas,  o las cartas de la baraja, o el vuelo de los  pájaros, o fuera lo que fuese, cualquier persona encontraría alguna conexión de sentido con  alguna situación que estaba viviendo. Pero en  verdad, no eran las cosas las que mostraban nada; eran las personas que,  al mirarlas, descubrían la manera de penetrar en el Alma del Mundo.
El desierto estaba lleno de  hombres que se ganaban la vida porque podían penetrar  con facilidad en el Alma del Mundo. Se les conocía con el  nombre de Adivinos, y eran muy temidos por las mujeres y los ancianos.
Los Guerreros raramente los consultaban, porque era
imposible  entrar en una batalla sabiendo cuándo se va a morir. Los Guerreros  preferían el sabor de la lucha y la emoción de lo desconocido.
El futuro había sido escrito por Alá, y cualquier cosa que hubiese escrito era siempre  para el bien del hombre. Entonces los Guerreros apenas vivían el  presente, porque el presente estaba lleno de sorpresas y  ellos tenían que vigilar muchas cosas: dónde estaba la espada del enemigo,  dónde estaba su caballo, cuál era el próximo golpe que debía lanzar para salvar la vida.
El camellero no era un Guerrero, y  ya había consultado a algunos Adivinos.
Muchos le habían dicho cosas acertadas, otros, cosas equivocadas. Hasta que  uno de ellos, el más viejo (y el más temido) le preguntó por qué estaba tan interesado en saber su futuro.
-Para  poder hacer las cosas -repuso el camellero-. Y cambiar lo que no me gustaría que sucediera.
-Entonces dejará de ser tu futuro -replicó el Adivino.
-Entonces  tal vez quiero conocer el futuro para prepararme para las cosas que vendrán.
-Si  son cosas buenas, cuando lleguen serán una agradable sorpresa -dijo el Adivino-. Y si son malas,  empezarás a sufrir mucho antes de que sucedan.
-Quiero  conocer el futuro porque soy un hombre -dijo el camellero al Adivino-. Y los hombres viven en función de su futuro.
El  Adivino guardó silencio unos instantes. Él era especialista en el juego  de varillas, que se arrojaban al suelo y se interpretaban según la manera  en que caían. Aquel día él no lanzó las varillas, sino que las envolvió en un pañuelo y las volvió a colocar en el bolsillo.
-Me  gano la vida adivinando el futuro de las personas -dijo-.
Conozco  la ciencia de las varillas y sé cómo utilizarla para penetrar en este  espacio donde todo está escrito. Allí puedo leer el pasado, descubrir lo que ya fue olvidado y entender las señales del presente.
»Cuando  las personas me consultan, yo no estoy leyendo el futuro; estoy  adivinando el futuro. Porque el futuro pertenece a Dios, y él sólo  lo revela en circunstancias extraordinarias. ¿Y cómo consigo adivinar el futuro? Por las señales del presente. Es en el presente donde está  el secreto; si prestas atención al presente, podrás mejorarlo. Y si me joras el presente, lo que sucederá después también será mejor.
Olvida  el futuro y vive cada día de tu vida en las enseñanzas de la Ley y en la confianza de que Dios cuida de sus hijos.
Cada día trae en sí la Eternidad.

El camellero quiso saber cuáles eran las circunstancias en  las que Dios permitía ver el futuro: -Cuando  Él mismo lo muestra. Y Dios muestra el futuro raramente, y  por una única razón: es un futuro que fue escrito para ser cambiado.
Dios  había mostrado un futuro al muchacho, pensó el camellero, porque quería que el muchacho fuese Su instrumento.
-Ve  a hablar con los jefes tribales -le dijo-. Háblales de los guerreros que se aproximan.
-Se reirán de mí.
-Son  hombres del desierto, y los hombres del desierto están acostumbrados a las señales.
-Entonces ya deben de saberlo.
-Ellos no se preocupan por eso. Creen  que si tienen que saber algo que  Alá quiera contarles, lo sabrán a través de alguna persona. Ya pasó muchas veces antes. Pero hoy, esa persona eres tú.
El  muchacho pensó en Fátima. Y decidió ir a ver a los jefes tribales.
-Traigo  señales del desierto -dijo al guardián que estaba frente a la entrada  de la inmensa tienda blanca, en el centro del oasis-. Quiero ver a los jefes.
El guarda no respondió.
Entró y tardó mucho en regresar. Lo hizo acompañado  de un árabe joven, vestido de blanco y oro. El muchacho contó al joven lo  que había visto. Él le pidió que esperase un poco y volvió a entrar.
Cayó  la noche. Entraron y salieron varios árabes y mercaderes. Poco a  poco las hogueras se fueron apagando y el oasis comenzó a quedar tan  silencioso como el desierto. Sólo la luz de la gran tienda continuaba  encendida. Durante todo este tiempo, el muchacho estuvo pensando en Fátima, aún sin  comprender la conversación de aquella tarde.
Finalmente,  después de muchas horas de espera, el guardián le mandó entrar.
Lo  que vio lo dejó extasiado. Nunca hubiera podido imaginar que en  medio del desierto existiese una tienda como aquélla. El suelo estaba cubierto con las más bellas alfombras que  jamás había pisado y del  techo pendían lámparas de metal amarillo labrado, cubierto de velas encendidas. Los jefes  tribales estaban sentados en el fondo de la tienda,  en semicírculo, descansando sus brazos y piernas en almohadas de  seda con ricos bordados. Diversos criados entraban y salían con bandejas  de plata llenas de especias y té. Algunos se encargaban de
mantener  encendidas las brasas de los narguiles. Un suave aroma llenaba el ambiente.
Había ocho jefes, pero el muchacho pronto se  dio cuenta de cuál era  el más importante: un árabe vestido de blanco y oro, sentado en el centro  del semicírculo. A su lado estaba el joven árabe con quien había conversado antes.
-¿Quién  es el extranjero que habla de señales? -preguntó uno de los jefes mirándole.
-Soy yo -repuso. Y le contó lo que había visto.
-¿Y  por qué el desierto iba a contar esto a un extraño, cuando sabe que estamos aquí desde varias generaciones? -dijo otro jefe tribal.
-Porque  mis ojos aún no se han acostumbrado al desierto -respondió el muchacho-,  y puedo ver cosas que los ojos demasiado acostumbrados no consiguen ver.
«Y  porque yo sé acerca del Alma del Mundo», pensó para sí. Pero no dijo nada, porque los árabes no creen en estas cosas.
-El Oasis  es un terreno neutral. Nadie ataca a un Oasis -replicó un tercer jefe.
-Yo sólo cuento lo que vi. Si no queréis creerlo, no hagáis nada.
Un  completo silencio se abatió sobre la tienda, seguido de una exaltada  conversación entre los jefes tribales. Hablaban en un dialecto árabe que el muchacho no entendía, pero cuando hizo ademán de irse, un  guardián le dijo que se quedara. El muchacho empezó a sentir miedo;  las señales decían que algo andaba mal. Lamentó haber conversado con el camellero sobre esto.
De  repente, el viejo que estaba en el centro insinuó una sonrisa casi  imperceptible, que tranquilizó al muchacho. El viejo no había participado  en la discusión, ni había dicho palabra hasta aquel momento.
Pero el muchacho ya estaba acostumbrado al Lenguaje del Mundo,  y pudo sentir una vibración de Paz cruzando la tienda de punta a punta.
Su intuición le dijo que había actuado correctamente al ir.
La  discusión terminó. Se quedaron en silencio durante algún tiempo, escuchando al  viejo. Después, éste se giró hacia el muchacho.
Esta vez su rostro era frío y distante.
-Hace  dos mil años, en una tierra lejana, arrojaron a un pozo y vendieron como esclavo a un hombre que creía en los sueños -dijo-.
Nuestrós  mercaderes lo compraron y lo trajeron a Egipto. Y todos
nosotros  sabemos que quien cree en los sueños también sabe interpretarlos.
«Aun cuando no  siempre consiga realizarlos», pensó el muchacho acordándose de la vieja gitana.
-A  causa de los sueños del faraón con vacas flacas y gordas, este hombre libró a Egipto del hambre. Su nombre era José. También era un extranjero  en una tierra extranjera, como tú, y debía de tener más o menos tu edad.
El silencio continuó. Los ojos del viejo se mantenían fríos.
-Siempre  seguimos la Tradición. La Tradición salvó a Egipto del hambre  en aquella época y lo convirtió en el más rico de todos los pueblos.
La Tradición enseña cómo los hombres deben atravesar el desierto  y casar a sus hijas. La Tradición dice que un Oasis es un terreno neutral, porque ambos lados tienen Oasis y son vulnerables.
Nadie dijo una palabra mientras el viejo hablaba.
-Pero  la Tradición dice también que debemos creer en los mensajes del desierto. Todo lo que sabemos nos lo enseñó el desierto.
El  viejo hizo una señal y todos los árabes se levantaron. La reunión estaba  a punto de terminar. Los guardianes apagaron los narguiles y se alinearon  en posición de firmes. El muchacho se preparó para salir, pero el viejo habló una vez más: -Mañana  romperemos un acuerdo que dice que nadie en el oasis puede  portar armas. Durante todo el día aguardaremos a los enemigos.
Cuando el sol descienda en el  horizonte, los hombres me devolverán las  armas. Por cada diez enemigos muertos, tú recibirás una moneda de oro.
»Sin  embargo, las armas no pueden salir de su lugar sin experimentar  la batalla. Son caprichosas como el desierto, y si las acostumbramos a esto, la próxima vez pueden tener pereza de disparar.
Si al acabar el día de mañana ninguna  de ellas ha sido utilizada, por lo menos una será usada contra ti.
El oasis sólo estaba  iluminado por la luna llena cuando el muchacho salió. Tenía veinte  minutos de caminata hasta su tienda y echó a andar.
Estaba  asustado por todo lo sucedido. Se había sumergido en el Alma del Mundo y el precio que  tenía que pagar por creer en aquello era  su vida. Una apuesta elevada. Pero había apostado alto desde el día en  que vendió sus ovejas para seguir su Leyenda Personal. Y, como decía  el camellero, no hay tanta diferencia entre morir mañana u otro
día.
Cualquier día estaba hecho para ser vivido o para abandonar el mundo. Todo dependía de una palabra: Maktub.
Caminó  en silencio. No estaba arrepentido. Si muriese mañana sería porque  Dios no tendría ganas de cambiar el futuro. Pero moriría después  de haber cruzado el estrecho, trabajado en una tienda de cristales,  conocido el silencio del desierto y los ojos de Fátima. Había vivido intensamente cada uno de sus días desde que salió de su casa, hacía  ya tanto tiempo. Si muriese mañana, sus ojos habrían visto muchas  más cosas que los ojos de otros pastores, y el muchacho estaba orgulloso de ello.
De repente oyó un estruendo y  fue arrojado súbitamente a tierra por el impacto de un  viento que no conocía. El lugar se llenó de una polvareda  tan grande que casi cubrió la luna. Y, ante él, un enorme caballo  blanco se alzó sobre sus patas y dejó oír un relincho aterrador.
El muchacho casi no podía ver lo que pasaba, pero cuando la polvareda  se asentó un poco, sintió un pavor como jamás había sentido  antes. Sobre el caballo había un caballero vestido de negro, con  un halcón sobre su hombro izquierdo. Usaba turbante, y un pañuelo  le cubría todo el rostro, dejando ver sólo sus ojos. Parecía un mensajero  del desierto, pero su presencia era más fuerte que la de cualquier persona que hubiera conocido en toda su vida.
El  extraño caballero alzó una enorme espada curva que traía sujeta a la silla. El acero brilló con la luz de la luna.
-¿Quién  ha osado leer el vuelo de los gavilanes? -preguntó con una voz  tan fuerte que pareció resonar entre las cincuenta mil palmeras de al-Fayum.
-He  sido yo -dijo el muchacho. Se acordó inmediatamente de la imagen  de Santiago Matamoros y de su caballo blanco con los infieles bajo  sus patas. Era exactamente igual. Sólo que ahora la situación estaba  invertida-. He sido yo -repitió bajando la cabeza para recibir el golpe  de la espada-. Se salvarán muchas vidas porque vosotros no contabais con el Alma del Mundo.
La  espada, no obstante, no bajó de golpe. La mano del extraño fue descendiendo  lentamente, hasta que la punta de la lámina tocó la cabeza del chico. Era tan afilada que salió una gota de sangre.
El  caballero estaba completamente inmóvil. El muchacho también.
Ni  por un momento pensó en huir. Una extraña alegría se había apoderado de su  corazón: iba a morir por su Leyenda Personal. Y por Fátima.
Finalmente, las señales habían resultado verdaderas. Allí estaba
el  Enemigo y precisamente por eso él no necesitaba preocuparse por la muerte, porque había un Alma del  Mundo. Dentro de poco él estaría formando parte de ella. Y mañana el Enemigo, también.
El extraño, sin embargo, se limitaba a mantener la  espada apoyada en su cabeza.
-¿Por qué leíste el vuelo de los pájaros? -Leí sólo lo que los pájaros querían contar. Ellos quieren salvar el oasis, y vosotros moriréis. El oasis tiene más hombres que vosotros.
La espada continuaba en su cabeza.
-¿Quién eres tú para cambiar el destino de Alá? -Alá  creó los ejércitos, y creó también los pájaros. Alá me mostró el lenguaje  de los pájaros. Todo fue escrito por la misma Mano -dijo el muchacho recordando las palabras del camellero.
El  extraño finalmente retiró la espada de la cabeza. El muchacho sintió cierto alivio. Pero no podía huir.
-Cuidado con las  adivinaciones -le advirtió el extraño-. Cuando las cosas están escritas, no hay manera de evitarlas.
-Sólo  vi un ejército -dijo el muchacho-. No vi el resultado de la batalla.
A1  caballero pareció complacerle la respuesta. Pero mantenía la espada en la mano.
-¿Qué es lo que haces, extranjero en una tierra extranjera? -Busco mi Leyenda Personal. Algo que tú no entenderás nunca.
El  caballero envainó su espada y el halcón en su hombro dio un grito extraño. El muchacho empezó a tranquilizarse.
-Tenía  que poner a prueba tu valor -dijo el extraño-. El coraje es el don más importante para quien busca el Lenguaje del Mundo.
El  muchacho se sorprendió. Aquel hombre hablaba de cosas que poca gente conocía.
-Es necesario no claudicar nunca,  aun habiendo llegado tan lejos -continuó-. Es  necesario amar el desierto, pero jamás confiar entera- mente en él. Porque  el desierto es una prueba para todos los hombres; cada paso es una prueba, y mata a quien se distrae.
Sus palabras le recordaban a las palabras del viejo rey.
-Si  llegan los guerreros, y tu cabeza aún está sobre los hombros después de la puesta de sol, búscame -dijo el extraño.
La  misma mano que había empuñado la espada empuñó un látigo.
El caballo se empinó nuevamente levantando una nube de polvo.
-¿Dónde vives? -gritó el chico mientras el caballero se alejaba.

La mano con el látigo señaló hacia el sur.
El muchacho había encontrado al Alquimista.
A  la mañana siguiente había dos mil hombres armados entre las palmeras  de al-Fayum. Antes de que el sol llegase a lo alto del cielo, quinientos  guerreros aparecieron en el horizonte. Los jinetes entraron en  el oasis por la parte norte; parecía una expedición de paz, pero llevaban  armas escondidas en sus mantos blancos. Cuando llegaron cerca de la  gran tienda que quedaba en el centro de al-Fayum, sacaron las  cimitarras y las espingardas. Pero lo único que atacaron fue una tienda vacía.
Los  hombres del oasis cercaron a los jinetes del desierto. A la media hora había  cuatrocientos noventa y nueve cuerpos esparcidos por el suelo.
Los niños estaban en el otro extremo del bosque de palmeras, y no vieron nada.
Las mujeres rezaban por sus maridos en las tiendas, y tampoco vieron nada.
Si no hubiera sido por los cuerpos esparcidos, el oasis habría parecido vivir un día normal.
Sólo  le perdonaron la vida a un guerrero: el comandante del batallón.
Por la tarde fue conducido ante los jefes tribales, que le preguntaron  por qué había roto la Tradición. El comandante respondió  que sus hombres tenían hambre y sed, estaban exhaustos por  tantos días de batalla, y habían decidido tomar un oasis para poder recomenzar la lucha.
El jefe  tribal dijo que lo sentía por los guerreros, pero la Tradición jamás  puede quebrantarse. La única cosa que cambia en el desierto son las dunas cuando sopla el viento.
Después condenó al comandante a una  muerte sin honor. En vez de morir por el acero o por una bala de fusil,  fue ahorcado desde una palmera  también muerta, y su cuerpo se balanceó con el viento del desierto.
El  jefe tribal llamó al extranjero y le dio cincuenta monedas de oro.
Después  volvió a recordar la historia de José en Egipto y le pidió que fuese el Consejero del Oasis.
Cuando  el sol se hubo puesto por completo y las primeras estrellas comenzaron  a aparecer (no brillaban mucho, porque aún había luna llena),  el muchacho se dirigió caminando hacia el sur. Solamente había una tienda, y algunos árabes que pasaban por allí decían  que el lugar  estaba lleno de djins. Pero el muchacho se sentó y esperó durante mucho tiempo.

El  Alquimista apareció cuando la luna ya estaba alta en el cielo.
Traía dos gavilanes muertos en el hombro.
-Aquí estoy -dijo el muchacho.
-Pero  no es aquí donde deberías estar -respondió el Alquimista-. ¿O tu Leyenda Personal era llegar hasta aquí? -Hay guerra entre los clanes. No se puede cruzar el desierto.
El Alquimista bajó del caballo e hizo una  señal al muchacho para que  entrase con él en la tienda. Era una tienda igual que todas las otras que había conocido en el oasis  -exceptuando la gran tienda central, que tenía el lujo de los cuentos de hadas-. El chico buscó con la mirada  los aparatos y hornos de alquimia, pero no encontró nada: sólo unos  pocos libros apilados, un fogón para cocinar y las alfombras llenas de dibujos misteriosos.
-Siéntate,  que prepararé un té -dijo el Alquimista. Y nos comeremos juntos estos gavilanes.
El  muchacho sospechó que eran los mismos pájaros que había visto el  día anterior, pero no dijo nada. El Alquimista encendió el fuego y al poco  tiempo un delicioso olor a carne llenaba la tienda. Era mejor que el perfume de los narguiles.
-¿Por qué quiere verme? -preguntó el chico.
-Por  las señales -repuso el Alquimista-. El viento me contó que vendrías y que necesitarías ayuda.
-No  soy yo. Es el otro extranjero, el Inglés. Él es quien lo estaba buscando.
-Él  debe encontrar otras cosas antes de encontrarme a mí. Pero está en el camino adecuado: ya ha empezado a contemplar el desierto.
-¿Y yo? -Cuando  se quiere algo, todo el Universo conspira para que esa persona  consiga realizar su sueño -dijo el Alquimista repitiendo las palabras del viejo rey. El muchacho lo comprendió: otro hombre estaba en su camino para conducirlo hacia su Leyenda Personal.
-Entonces, ¿usted me enseñará? -No. Tú ya sabes todo lo que necesitas. Sólo  te voy a ayudar a que puedas seguir en dirección a tu tesoro.
-Pero hay una guerra entre los clanes -repitió el muchacho.
-Yo conozco el desierto.
-Ya encontré mi  tesoro. Tengo un camello, el dinero de la tienda de  cristales y cincuenta monedas de oro. Puedo ser un hombre rico en mi tierra.

-Pero nada de esto está cerca de las Pirámides -dijo el Alquimista.
-Tengo  a Fátima. Es un tesoro mayor que todo lo que conseguí juntar.
-Ella tampoco está cerca de las Pirámides.
Se  comieron los gavilanes en silencio. El Alquimista abrió una botella  y vertió un líquido rojo en el vaso del muchacho. Era vino, uno  de los mejores vinos que había tomado en su vida. Pero el vino estaba prohibido por la Ley.
-El  mal no es lo que entra en la boca del hombre -dijo el Alquimista-. El mal es lo que sale de ella.
El muchacho empezó  a sentirse alegre con el vino. Pero el Alquimista  le inspiraba miedo. Se sentaron fuera de la tienda contemplando el brillo de la luna, que ofuscaba a las estrellas.
-Bebe  y distráete un poco -dijo el Alquimista, que se había dado cuenta  de que el chico se iba poniendo cada vez más alegre-. Reposa como un guerrero  reposa siempre antes del combate. Pero no olvides que  tu corazón está junto a tu tesoro. Y debes hallar tu tesoro para que todo esto que descubriste durante el camino pueda tomar sentido.
»Mañana  vende tu camello y compra un caballo. Los camellos son traicioneros:  andan miles de pasos y no dan ninguna señal de cansancio. De repente, sin embargo, se arrodillan y mueren. El caballo  se va cansando  poco a poco. Y tú siempre podrás saber lo que puedes exigirle, o en qué momento va a morir.
A la noche siguiente, el muchacho apareció con un caballo  en la tienda  del Alquimista. Esperó un poco y apareció montado en el suyo y con un halcón en el hombro izquierdo.
-Muéstrame la vida en el desierto  -dijo el Alquimista-. Sólo quien encuentra vida puede encontrar tesoros.
Comenzaron a caminar por las arenas,  con la luna aún brillando sobre ellos. «No sé si conseguiré encontrar vida  en el desierto -pensó el chico-. No conozco el desierto.» Quiso  decirle esto al Alquimista, pero le inspiraba miedo. Llegaron al  lugar con piedras donde había visto a los gavilanes en el cielo; ahora, todo era silencio y viento.
-No consigo encontrar vida en el desierto -dijo el muchacho-. Sé que existe, pero no consigo encontrarla.
-La vida atrae a la vida -respondió el Alquimista.
El  muchacho lo entendió. Al momento soltó las riendas de su caballo,  que corrió libremente por las piedras y la arena. El Alquimista
los  seguía en silencio. El caballo del muchacho anduvo suelto casi media hora. Ya no  se distinguían las palmeras del oasis; sólo la luna gigantesca en el cielo y las  rocas brillando con tonalidades plateadas.
De repente,  en un lugar donde jamás había estado antes, el muchacho notó que su caballo paraba.
-Aquí  hay vida -le comunicó al Alquimista-. No conozco el lenguaje del desierto, pero mi caballo conoce el lenguaje de la vida.
Desmontaron.
El Alquimista no dijo nada. Comenzó a mirar las piedras,  caminando despacio. De repente se detuvo y se agachó cuidadosamente.
Había un agujero en el suelo, entre las piedras; el Alquimista  metió la mano dentro del agujero y después todo el brazo, hasta  el hombro. Algo se movió allá dentro, y los ojos del Alquimista -el muchacho sólo podía verle los  ojos- se encogieron por el esfuerzo y la tensión.
El brazo parecía luchar con lo que había allí adentro. De repente, el Alquimista retiró  el brazo y se puso de pie de un salto. El muchacho  se asustó. El Alquimista sostenía una serpiente cogida por la cola.
El  muchacho también dio un salto, sólo que hacia atrás. La serpiente se debatía sin cesar, emitiendo  ruidos y silbidos que herían el silencio del desierto.
Era una naja, cuyo veneno podía matar a un hombre en pocos minutos.
«Cuidado  con el veneno», llegó a pensar el muchacho. Pero el Alquimista había metido la mano en el agujero  y con toda seguridad la  serpiente ya le habría mordido. Su rostro, no obstante, estaba tranquilo. «El Alquimista tiene doscientos años», había dicho el Inglés.
Ya debía de saber cómo tratar a las serpientes del desierto.
El  muchacho vio cómo su compañero iba hasta su caballo y cogía la  larga espada en forma de media luna. Trazó un círculo en el suelo con ella y colocó  a la serpiente en el centro. El animal se tranquilizó inmediatamente.
-Puedes estar tranquilo -dijo  el Alquimista-. No saldrá de ahí. Y tú ya has descubierto la vida en el desierto, la señal que yo necesitaba.
-¿Por qué es tan importante esto? -Porque las Pirámides están rodeadas de desierto.
El  muchacho no quería oír hablar de las Pirámides. Desde la noche anterior  su corazón estaba pesaroso y triste, porque seguir en busca de su tesoro significaba tener que abandonar a Fátima.
-Voy a guiarte a través del desierto -dijo el Alquimista.

-Quiero quedarme en  el oasis -repuso el muchacho-. Ya encontré a Fátima. Y ella, para mí, vale más que el tesoro.
-Fátima  es una mujer del desierto -dijo el Alquimista-. Sabe que los hombres deben partir para poder volver. Ella ya encontró su tesoro: tú.
Ahora espera que tú encuentres lo que buscas.
-¿Y si decido quedarme? -Serás  el Consejero del Oasis. Tienes oro suficiente como para comprar muchas ovejas  y muchos camellos. Te casarás con Fátima y viviréis  felices el primer año. Aprenderás a amar el desierto y conocerás cada una de  las cincuenta mil palmeras. Verás cómo crecen, mostrando  un mundo siempre cambiante. Y entenderás cada vez más las señales, porque el desierto es el mejor de todos los maestros.
»El  segundo año te empezarás a acordar de que existe un tesoro. Las señales  empezarán a hablarte insistentemente sobre ello, y tú intentarás ignorarlas. Dedicarás todos tus conocimientos al bienestar del oasis y  de sus habitantes. Los jefes tribales te quedarán agradecidos por ello. Y tus camellos te aportarán riqueza y poder.
»Al  tercer año, las señales continuarán hablando de tu tesoro y tu Leyenda  Personal. Pasarás noches enteras andando por el oasis, y Fátima  será una mujer triste, porque ella fue la que interrumpió tu camino. Pero tú le  darás amor, y ella te corresponderá. Tú recordarás que ella jamás te pidió que te  quedaras, porque una mujer del desierto sabe  esperar a su hombre. Por eso no puedes culparla. Pero andarás muchas  noches por las arenas del desierto y paseando entre las palmeras,  pensando que tal vez pudiste haber seguido adelante y haber confiado  más en tu amor por Fátima. Porque lo que te retuvo en el oasis  fue tu propio miedo a no volver nunca. Y, a estas alturas, las señales te indicarán que tu tesoro está enterrado para siempre.
»El cuarto año, las señales te  abandonarán, porque tú no quisiste oírlas.
Los Jefes Tribales lo sabrán, y serás destituido del Consejo.
Entonces serás un rico comerciante con muchos camellos y muchas mercancías.
Pero pasarás el resto de tus días vagando entre las palmeras y el  desierto, sabiendo que no cumpliste con tu Leyenda Personal y que ya es demasiado tarde para ello.
»Sin  comprender jamás que el Amor nunca impide a un hombre seguir su Leyenda Personal. Cuando esto sucede,  es porque no era el verdadero Amor, aquel que habla el Lenguaje del Mundo.
El Alquimista deshizo el  círculo en el suelo, y la serpiente corrió y  desapareció entre las piedras. El muchacho se acordaba del mercader
de cristales, que  siempre quiso ir a La Meca, y del Inglés, que buscaba a un alquimista. Se  acordaba también de una mujer que confió en el desierto y  un día el desierto le trajo a la persona a quien deseaba amar.
Montaron  en sus caballos y esta vez fue el muchacho quien siguió al  Alquimista. El viento traía los ruidos del oasis, y él intentaba identificar  la voz de Fátima. Aquel día no había ido al pozo a causa de la batalla.
Pero  esta noche, mientras miraban a una serpiente dentro de un círculo,  el extraño caballero con su halcón en el hombro había hablado de amor y de tesoros, de las mujeres del desierto y de su Leyenda Personal.
-Iré  contigo -dijo el muchacho. E inmediatamente sintió paz en su corazón.
-Partiremos  mañana, antes de que amanezca -fue la única respuesta del Alquimista.
El  muchacho se pasó toda la noche despierto. Dos horas antes del amanecer, despertó a uno de los chicos que dormía en su  tienda y le pidió  que le mostrara dónde vivía Fátima. Salieron juntos y fueron hasta allí. A cambio, el muchacho le dio dinero para comprar una oveja.
Después le pidió que descubriera dónde dormía Fátima, que la despertara  y le dijese que él la estaba esperando. El joven árabe lo hizo, y a cambio recibió dinero para comprar otra oveja.
-Ahora  déjanos solos -dijo el muchacho al joven árabe, que volvió a  su tienda a dormir, orgulloso de haber ayudado al Consejero del Oasis y contento por tener dinero para comprar ovejas.
Fátima  apareció en la puerta de la tienda, y ambos se dirigieron hacia  las palmeras. El muchacho sabía que esto iba contra la Tradición, pero para él ahora eso carecía de importancia.
-Me voy -dijo-. Y quiero que sepas que volveré. Te amo porque...
-No digas nada -le  interrumpió Fátima-. Se ama porque se ama. No hay ninguna razón para amar.
Pero el muchacho prosiguió: -Yo  te amo porque tuve un sueño, encontré un rey, vendí cristales, crucé el desierto, los  clanes declararon la guerra, y estuve en un pozo para saber dónde vivía un Alquimista. Yo te amo porque todo el Universo conspiró para que yo llegara hasta ti.
Los  dos se abrazaron. Era la primera vez que sus cuerpos se tocaban.
-Volveré -repitió el muchacho.

-Antes yo miraba al desierto con deseo -dijo Fátima-. Ahora lo haré con esperanza. Mi  padre un día partió, pero volvió junto a mi madre, y continúa volviendo siempre.
Y no dijeron nada más. Anduvieron  un poco entre las palmeras y el muchacho la dejó a la puerta de la tienda.
-Volveré como tu padre volvió para tu madre -aseguró.
Se dio cuenta de que los  ojos de Fátima estaban llenos de lágrimas.
-¿Lloras? -Soy una mujer del desierto -dijo  ella escondiendo el rostro-. Pero por encima de todo soy una mujer.
Fátima  entró en la tienda. Dentro de poco amanecería. Cuando llegara  el día, ella saldría a hacer lo mismo que había hecho durante tantos  años; pero todo habría cambiado. El muchacho ya no estaría en el  oasis, y el oasis no tendría ya el significado que tenía hasta hacía unos  momentos. Ya no sería el lugar con cincuenta mil palmeras y trescientos  pozos, adonde los peregrinos llegaban contentos después de un largo  viaje. El oasis, a partir de aquel día, sería para ella un lugar vacío.
A partir de aquel día el desierto iba a ser más importante. Siempre lo  miraría intentando saber cuál era la estrella que él debía de estar siguiendo en busca del  tesoro. Tendría que mandar sus besos con el viento  con la esperanza de que tocase el rostro del muchacho y le contase  que estaba viva, esperando por él, como una mujer espera a un hombre  valiente que sigue en busca de sueños y tesoros. A partir de aquel  día, el desierto sería solamente una cosa: la esperanza de su retorno.
-No  pienses en lo que quedó atrás -le advirtió el Alquimista cuando comenzaron a  cabalgar por las arenas del desierto-. Todo está grabado en el Alma del Mundo, y allí permanecerá para siempre.
-Los  hombres sueñan más con el regreso que con la partida -dijo el muchacho, que ya  se estaba volviendo a acostumbrar al silencio del desierto.
-Si lo que  tú has encontrado está formado por materia pura, jamás se  pudrirá. Y tú podrás volver un día. Si fue sólo un momento de luz, como la explosión de una estrella, entonces no encontrarás nada cuan do regreses. Pero habrás visto una explosión de luz. Y esto sólo ya habrá valido la pena.
El  hombre hablaba usando el lenguaje de la Alquimia. Pero el muchacho sabía que se estaba refiriendo a Fátima.

Era  difícil no pensar en lo que había quedado atrás. El desierto, con su  paisaje casi siempre igual, acostumbraba a llenarse de sueños. El muchacho aún veía las palmeras, los pozos y el rostro de la mujer amada.
Veía al Inglés con su laboratorio y al camellero, que era un maestro  sin saberlo. «Tal vez el Alquimista no haya amado nunca», pensó.
El  Alquimista cabalgaba delante, con el halcón en el hombro. El halcón conocía bien el lenguaje del desierto y cuando paraban, abandonaba el hombro  y volaba en busca de alimento. El primer día trajo una liebre. El segundo día, dos pájaros.
De  noche extendían sus mantas y no encendían hogueras. Las noches  del desierto eran frías, y se fueron haciendo más oscuras a medida  que la luna comenzó a menguar en el cielo. Durante una semana  anduvieron en silencio, conversando apenas sobre las precauciones necesarias para evitar los combates  entre los clanes. La guerra  continuaba, y el viento a veces traía el olor dulzón de la sangre.
Alguna  batalla se había librado cerca, y el viento recordaba al muchacho que existía el Lenguaje de  las Señales, siempre dispuesto a mostrar lo que sus ojos no conseguían ver.
Cuando  completaron siete días de viaje, el Alquimista decidió acampar  más temprano que de costumbre. El halcón salió en busca de caza y él sacó la cantimplora de agua y se la ofreció al muchacho.
-Ahora  estás casi al final de tu viaje -dijo el Alquimista-. Te felicito por haber seguido tu Leyenda Personal.
-Y  usted me está guiando en silencio -replicó el muchacho-. Pensé que me enseñaría lo  que sabe. Hace algún tiempo estuve en el desierto con  un hombre que tenía libros de Alquimia. Pero no conseguí aprender nada.
-Sólo existe una  manera de aprender -respondió el Alquimista-. A través  de la acción. Todo lo que necesitabas saber te lo enseñó el viaje.
Sólo falta una cosa.
El  muchacho quiso saber qué era, pero el Alquimista mantuvo los ojos fijos en el horizonte, esperando el regreso del halcón.
-¿Por qué le llaman Alquimista? -Porque lo soy.
-¿Y  en qué fallaron los otros alquimistas que buscaron oro y no lo consiguieron? -Sólo buscaban oro  -repuso su compañero-. Buscaban el tesoro de su Leyenda Personal, sin desear vivir su propia Leyenda.

-¿Qué es lo que me falta saber? -insistió el muchacho.
Pero el  Alquimista continuó mirando el horizonte. Poco después, el halcón retornó  con la comida. Cavaron un agujero y encendieron una  hoguera en su interior, para que nadie pudiese ver la luz de las llamas.
-Soy  un Alquimista porque soy un Alquimista -dijo mientras preparaban la comida-. Aprendí la ciencia de mis abuelos, que a su vez la aprendieron de  sus abuelos, y así hasta la creación del mundo. En aquella época,  toda la ciencia de la Gran Obra podía ser escrita en una simple esmeralda. Pero  los hombres no dieron importancia a las cosas simples  y comenzaron a escribir tratados, interpretaciones y estudios filosóficos.
También empezaron a decir que sabían el camino mejor que los otros »Pero la Tabla de la Esmeralda continúa viva hasta hoy.
-¿Qué es lo que estaba escrito en la Tabla de  la Esmeralda? -quiso saber el muchacho.
E l Alquimista empezó a dibujar en la arena y no tardó más de cinco minutos.
Mientras él dibujaba, el muchacho se acordó del viejo rey y de la plaza donde se habían encontrado un  día; parecía que hubieran pasado muchísimos años.
-Esto  es lo que estaba escrito en la Tabla de la Esmeralda -dijo el Alquimista cuando terminó de escribir.
El muchacho se aproximó y leyó las palabras en la arena.
-Es  un código -dijo el muchacho, un poco decepcionado con la Tabla de la Esmeralda-. Se parece a los libros del Inglés.
-No -respondió el Alquimista-. Es como  el vuelo de los gavilanes; no  debe ser comprendido simplemente por la razón. La Tabla de la Esmeralda es un pasaje directo para el Alma del Mundo.
»Los  sabios entendieron que este mundo natural es solamente una imagen  y una copia del Paraíso. La simple existencia de este mundo es la  garantía de que existe un mundo más perfecto que éste. Dios lo creó para  que, a través de las cosas visibles, los hombres pudiesen comprender sus  enseñanzas espirituales y las maravillas de su sabiduría. A esto es a lo que yo llamo Acción.
-¿Debo entender la Tabla de la Esmeralda? -preguntó el chico.
-Si estuvieras en un laboratorio de  Alquimia, quizá ahora sería el momento  adecuado para estudiar la mejor manera de entender la Tabla de la Esmeralda.
Sin embargo, te encuentras en el desierto. Entonces, sumérgete  en el desierto. Él sirve para comprender el mundo tanto
como  cualquier otra cosa sobre la faz de la tierra. Tú ni siquiera necesitas  entender el desierto: basta con contemplar un simple grano de arena para ver en él todas las maravillas de la Creación.
-¿Qué debo hacer para sumergirme en el desierto? -Escucha  a tu corazón. Él lo conoce todo, porque proviene del Alma del Mundo, y un día retornará a ella.
Anduvieron  en silencio dos días más. El Alquimista iba mucho más cauteloso, porque se aproximaban a la  zona de combates más violen- tos. Y el muchacho procuraba escuchar a su corazón.
Era un corazón difícil: antes estaba acostumbrado a partir siempre, y  ahora quería llegar a cualquier precio. A veces, su corazón pasaba horas  enteras contando historias nostálgicas, otras veces se emocionaba con la salida del sol  en el desierto y hacía que el muchacho llorara a  escondidas. El corazón latía más rápido cuando hablaba sobre el tesoro  y se volvía más perezoso cuando los ojos del muchacho se perdían  en el horizonte infinito del desierto. Pero nunca estaba en silencio,  incluso aunque el chico no intercambiara una palabra con el Alquimista.
-¿Por  qué hemos de escuchar al corazón? -preguntó él muchacho cuando acamparon aquel día.
-Porque donde él esté es donde estará tu tesoro.
-Mi  corazón está muy agitado -dijo el chico-. Tiene sueños, se emociona y está enamorado de una mujer del  desierto. Me pide cosas y no me deja dormir muchas noches, cuando pienso en ella.
-Eso es bueno. Quiere decir que está vivo. Continúa escuchando lo que tenga que decirte.
Durante  los tres días siguientes, pasaron cerca de algunos guerreros y  vieron a otros grupos en la lejanía. El corazón del muchacho empezó a  hablarle de miedo. Le contaba historias que había escuchado del Alma  del Mundo, historias de hombres que fueron en busca de sus tesoros  y jamás los encontraron. A veces lo asustaba con el pensamiento  de que tal vez no conseguiría el tesoro, o que podría morir en el desierto.
Otras veces le decía que ya era suficiente, que ya estaba satisfecho,  que ya había encontrado un amor y muchas monedas de oro.
-Mi  corazón es traicionero -dijo el muchacho al Alquimista cuando pararon para dejar descansar un poco a los caballos-. No quiere que yo siga adelante.

-Eso es una buena señal -respondió  el Alquimista-. Prueba que tu corazón está vivo.
Es natural que se tenga miedo de cambiar por un sueño todo aquello que ya se consiguió.
-Entonces, ¿para qué debo escuchar a mi corazón? -Porque  no conseguirás jamás mantenerlo callado. Y aunque finjas no  escuchar lo que te dice, estará dentro de tu pecho repitiendo siempre lo que piensa sobre la vida y el mundo.
-¿Aunque sea traicionero? -La  traición es el golpe que no esperas. Si conoces bien a tu corazón, él jamás lo  conseguirá. Porque tú conocerás sus sueños y sus deseos, y  sabrás tratar con ellos. Nadie consigue huir de su corazón.
Por  eso es mejor escuchar lo que te dice. Para que jamás venga un golpe que no esperas.
El  muchacho continuó escuchando a su corazón mientras avanzaban  por el desierto. Fue conociendo sus artimañas y sus trucos, y aceptándolo como era. Entonces el muchacho dejó de tener miedo y de sentir ganas de volver,  porque cierta tarde su corazón le dijo que estaba  contento. «Aunque proteste un poco -decía su corazón- es porque  soy un corazón de hombre, y los corazones de hombre son así.
Tienen miedo de realizar sus mayores sueños porque consideran que no  los merecen, o no van a conseguirlos. Nosotros, los corazones, nos morimos  de miedo sólo de pensar en los amores que partieron para siempre, en los  momentos que podrían haber sido buenos y que no lo fueron,  en los tesoros que podrían haber sido descubiertos y se quedaron  para siempre escondidos en la arena. Porque cuando esto sucede, terminamos sufriendo mucho.» -Mi  corazón tiene miedo de sufrir -dijo el muchacho al Alquimista, una noche en que miraban al cielo sin luna.
-Explícale  que el miedo a sufrir es peor que el propio sufrimiento.
Y  que ningún corazón jamás sufrió cuando fue en busca de sus sueños , porque cada momento de búsqueda es un momento de encuentro con Dios y con la Eternidad.
«Cada momento de búsqueda  es un momento de encuentro -dijo el  muchacho a su corazón-. Mientras busqué mi tesoro, todos mis días fueron luminosos, porque  yo sabía que cada momento formaba parte del  sueño de encontrar. Mientras busqué este tesoro mío, descubrí por el  camino cosas que jamás habría soñado encontrar, si no hubiese tenido el valor de intentar cosas imposibles para los pastores.»
Entonces  su corazón se quedó callado una tarde entera. Por la noche,  el muchacho durmió tranquilo y cuando se despertó, su corazón  empezó a contarle cosas del Alma del Mundo. Le dijo que todo  hombre feliz era un hombre que llevaba a Dios dentro de sí. Y que  la felicidad se podía encontrar en un simple grano de arena del desierto, como había dicho el Alquimista.
Porque un grano de arena es  un momento de la Creación, y el Universo tardó miles de millones de años para crearlo.
«Cada hombre sobre la  faz de la tierra tiene un tesoro que lo está esperando  -le explicó-. Nosotros, los corazones, acostumbramos a hablar  poco de esos tesoros, porque los hombres ya no tienen interés en  encontrarlos. Sólo hablamos de ellos a los niños. Después, dejamos que la vida encamine a cada uno hacia su destino. Pero, desgraciadamente, pocos siguen el camino que les ha sido trazado, y que es el camino  de la Leyenda Personal y de la felicidad. Consideran el mundo como algo amenazador y, justamente por  eso, el mundo se convierte en  algo amenazador. Entonces, nosotros, los corazones, vamos hablando  cada vez más bajo, pero no nos callamos nunca. Y deseamos que  nuestras palabras no sean oídas, pues no queremos que los hombres sufran porque no siguieron a sus corazones.» -¿Por  qué los corazones no explican a los hombres que deben continuar  siguiendo sus sueños? -preguntó el muchacho al Alquimista.
-Porque,  en este caso, el corazón es el que sufre más. Y a los corazones no les gusta sufrir.
A  partir de aquel día, el muchacho entendió a su corazón. Le pidió que  nunca más lo abandonara. Le pidió que, cuando estuviera lejos de sus  sueños, el corazón se apretase en su pecho y diese la señal de alarma.
Y le juró que siempre que escuchase esta señal, también lo seguiría.
Aquella  noche conversó sobre todo esto con el Alquimista. Y el Alquimista  entendió que el corazón del muchacho había vuelto al Alma del Mundo.
-¿Qué debo hacer ahora? -preguntó el chico.
-Sigue  en dirección a las Pirámides -dijo el Alquimista-. Y continúa atento a las señales. Tu corazón ya es capaz de mostrarte el tesoro.
-¿Era esto lo que me faltaba saber? -No -repuso el Alquimista-. Lo que te falta saber es lo siguiente:
»Siempre,  antes de realizar un sueño, el Alma del Mundo decide comprobar todo aquello que se aprendió durante el camino. Hace esto no  porque sea mala, sino para que podamos, junto con nuestro sueño, conquistar  también las lecciones que aprendimos mientras íbamos hacia  él. Es el momento en el que la mayor parte de las personas desiste.
Es  lo que llamamos, en el lenguaje del desierto, morir de sed cuando las palmeras ya aparecieron en el horizonte.
»Una búsqueda  comienza siempre con la Suerte del Principiante.
Y termina siempre con la Prueba del Conquistador.
El muchacho se acordó de  un viejo proverbio de su tierra. Decía que la hora más oscura era la que venía antes del nacimiento del sol.
A1  día siguiente apareció la primera señal concreta de peligro. Tres guerreros  se aproximaron y les preguntaron qué estaban haciendo por allí.
-Vine a cazar con mi halcón -repuso el Alquimista.
-Tenemos  que registrarlos para comprobar que no llevan armas -dijo uno de los guerreros.
El  Alquimista desmontó con calma de su caballo. El chico hizo lo mismo.
-¿Para qué llevas tanto dinero?  -preguntó el guerrero cuando vio la bolsa del muchacho.
-Para llegar a Egipto -respondió él.
E l guarda que estaba registrando al Alquimista encontró un pequeño  frasco de cristal lleno de líquido y un huevo de vidrio amarillento, poco mayor que un huevo de gallina.
-¿Qué es todo esto? -inquirió.
-Es la Piedra Filosofal y el  Elixir de la Larga Vida. Es la Gran Obra de  los Alquimistas. Quien tome este elixir jamás caerá enfermo, y una partícula de esta piedra transforma cualquier metal en oro.
Los  guardas rieron a más no poder, y el Alquimista rió con ellos.
Les  había hecho mucha gracia la respuesta, y los dejaron partir sin mayores contratiempos con todas sus pertenencias.
-¿Está usted loco? -preguntó el muchacho  al Alquimista cuando ya se habían distanciado bastante-. ¿Por qué les dijo eso? -Para  enseñarte una simple ley del mundo -repuso el Alquimista-.
Cuando tenemos los grandes tesoros  delante de nosotros, nunca los reconocemos.
¿Y sabes por qué? Porque los hombres no creen en tesoros.

Continuaron  andando por el desierto. Cada día que pasaba, el corazón del muchacho iba quedando más silencioso. Ya no quería saber de cosas pasadas  o de cosas futuras; se contentaba con contemplar también el desierto y beber junto con  el muchacho el Alma del Mundo. Él y su  corazón se hicieron grandes amigos, y cada uno pasó a ser incapaz de traicionar al otro.
Cuando  el corazón hablaba era para estimular y dar fuerzas al muchacho, que a veces encontraba terriblemente aburridos los días de silencio. El corazón le contó por primera vez sus grandes cualidades: su  coraje al abandonar las ovejas, al vivir su Leyenda Personal, y su entusiasmo en la tienda de cristales.
Le  explicó también otra cosa que el chico nunca había notado: los peligros que habían pasado cerca sin  que él los percibiera. Su corazón le  dijo que en una ocasión había escondido la pistola que él había robado  a su padre, pues podía haberse herido con ella muy fácilmente.
Y  recordó un día en que el chico había empezado a sentirse mal y a vomitar  en pleno campo, y después se quedó dormido durante mucho rato.
Ese día, a poca distancia, lo esperaban dos asaltantes que estaban planeando  asesinarlo para robarle las ovejas. Pero como el chico no apareció,  decidieron marcharse, pensando que habría cambiado su ruta.
-¿Los  corazones siempre ayudan a los hombres? -preguntó el muchacho al Alquimista.
-Sólo a los que viven su Leyenda  Personal. Pero ayudan mucho a los niños, a los borrachos y a los viejos.
-¿Quiere decir eso entonces que no hay peligro? -Quiere  decir solamente que los corazones se esfuerzan al máximo -repuso el Alquimista.
Cierta  tarde pasaron por el campamento de uno de los clanes.
Había  árabes con vistosas ropas blancas y armas por todos los rincones.
Los hombres fumaban narguile y conversaban sobre los combates. Nadie prestó atención a los viajeros.
-No  hay ningún peligro -dijo el muchacho cuando ya se habían alejado un poco del campamento.
El Alquimista se puso furioso.
-Con fía en tu corazón -dijo-, pero no olvides que te encuentras en el desierto.
Cuando los hombres están en guerra, el Alma del Mundo también  siente los gritos de combate. Nadie deja de sufrir las consecuencias de cada cosa que sucede bajo el sol.

«Todo es una sola cosa», pensó el muchacho.
Y  como si el desierto quisiera mostrar que el viejo Alquimista tenía razón, dos jinetes aparecieron por detrás de los viajeros.
-No podéis seguir adelante -dijo uno  de ellos-. Estáis en las arenas donde se libran los combates.
-No voy  muy lejos -respondió el Alquimista mirando profunda- mente a los ojos de los guerreros.
Después de un breve silencio, éstos accedieron a dejarles seguir el viaje.
El muchacho presenció todo aquello fascinado.
-Ha dominado a los guardias con la mirada -comentó.
-Los ojos muestran la fuerza del alma -repuso el Alquimista.
Era  verdad, pensó el chico. Se había dado cuenta de que, en medio de la multitud de soldados en el  campamento, uno de ellos los había estado  mirando fijamente. Y estaba tan distante que ni siquiera se podía distinguir bien su rostro.
Pero el muchacho tenía la certeza de que los estaba mirando.
Finalmente,  cuando comenzaron a franquear una montaña que se extendía  por todo el horizonte, el Alquimista le dijo que faltaban dos días para llegar a las Pirámides.
-Si  nos vamos a separar pronto, enséñeme Alquimia -pidió el muchacho.
-Tú  ya sabes. Es penetrar en el Alma del Mundo y descubrir el tesoro que ella nos reservó.
-No  es eso lo que quiero saber. Me refiero a transformar el plomo en oro.
El Alquimista respetó el silencio del  desierto, y sólo respondió al muchacho cuando se detuvieron para comer.
-Todo evoluciona  en el Universo -dijo-. Y para los sabios, el oro es  el metal más evolucionado. No me preguntes por qué; no lo sé. Sólo sé que la Tradición siempre acierta.
»Son  los hombres quienes no interpretaron bien las palabras de los sabios. Y, en  vez de ser un símbolo de la evolución, el oro pasó a ser la señal de las guerras.
-Las  cosas hablan muchos lenguajes -dijo el muchacho-. Vi cuando  el relincho de un camello era solamente un relincho, después pasó  a ser una señal de peligro y finalmente volvió a ser un simple relincho.
Guardó silencio. El Alquimista ya debía de saber todo aquello.

-Conocí  a verdaderos Alquimistas -continuó-. Se encerraban en el laboratorio, intentaban evolucionar como  el oro y acababan descubriendo  la Piedra Filosofal. Porque habían entendido que cuando una cosa evoluciona, evoluciona también todo lo que la rodea.
»Otros   consiguieron   la   Piedra   de   manera   accidental.
 Ya   tenían   el don, sus almas estaban más despiertas que las de  otras personas. Pero éstos no cuentan, pues no abundan.
»Otros,  finalmente, sólo buscaban el oro. Éstos jamás descubrieron el secreto. Se olvidaron de que el  plomo, el cobre y el hierro también tienen  su Leyenda Personal para cumplir. Quien interfiere en la Leyenda Personal de los otros nunca descubrirá la suya.
Las  palabras del Alquimista sonaron como una maldición. El muchacho se inclinó y recogió una concha del suelo del desierto.
-Esto un día ya fue un mar -dijo el Alquimista.
-Ya me había dado cuenta -repuso el muchacho.
El  Alquimista le pidió que se colocara la concha en el oído. Él ya lo había hecho muchas veces de niño, y escuchó,  como entonces, el sonido del mar.
-El  mar continúa dentro de esta concha, porque es su Leyenda Personal.
Y jamás la abandonará, hasta que el desierto se cubra nuevamente de agua.
Después montaron en sus caballos y prosiguieron  en dirección a las Pirámides de Egipto.
El  sol había comenzado a descender cuando el corazón del muchacho  dio señal de peligro. Estaban en medio de gigantescas dunas,  y el muchacho miró al Alquimista, pero al parecer éste no había  notado nada. Cinco minutos más tarde vio, delante de ellos, las siluetas  de dos jinetes recortadas contra el sol. Antes de que pudiese hablar  con el Alquimista, los dos jinetes se transformaron en diez, después   en   cien,   hasta   que   las   gigantescas   dunas   quedaron   cubiertas por ellos.
Eran  guerreros vestidos de azul, con una tiara negra sobre el turbante.
Llevaban el rostro tapado por otro velo azul que sólo dejaba al descubierto los ojos.
Aun a distancia,  los ojos mostraban la fuerza de sus almas. Y esos ojos hablaban de muerte.
Los  llevaron a un campamento militar en las inmediaciones. Un soldado  empujó al muchacho y al Alquimista al interior de una
tienda,  donde se hallaban reunidos un comandante y su estado mayor.
La tienda era diferente de las que había conocido en el oasis.
-Son los espías -anunció uno de los hombres.
-Sólo somos viajeros -replicó el Alquimista.
-Se  os ha visto en el campamento enemigo hace tres días. Y estuvisteis hablando con uno de los guerreros.
-Soy  un hombre que camina por el desierto y conoce las estrellas -dijo  el Alquimista-. No tengo informaciones de tropas o de movimiento de clanes. Sólo estoy guiando a mi amigo hasta aquí.
-¿Quién es tu amigo? -preguntó el comandante.
-Un Alquimista -repuso el Alquimista-. Conoce los poderes de la naturaleza. Y desea  mostrar al comandante su capacidad extraordinaria.
El muchacho, aterrado, escuchaba en silencio.
-¿Qué  hace un extranjero en nuestra tierra? -quiso saber otro hombre.
-Ha  traído dinero para ofrecer a vuestro clan -respondió el Alquimista  antes de que el chico pudiese abrir la boca. Le cogió la bolsa y entregó las monedas de oro al general.
El árabe las aceptó en silencio. Permitían comprar muchas armas.
-¿Qué es un Alquimista? -preguntó finalmente.
-Un hombre que conoce la naturaleza y el mundo.
Si  él quisiera, destruiría este campamento sólo con la fuerza del viento.
Los  hombres rieron. Estaban acostumbrados a la fuerza de la guerra, y  el viento no detiene un golpe mortal. Dentro del pecho de cada uno, sin embargo, sus corazones se encogieron. Eran hombres del desierto y como tales temían a los hechiceros.
-Quiero verlo -dijo el general.
-Necesitamos tres días -respondió el Alquimista-. Y  él se transformará en viento para mostrar la fuerza de su poder. Si no lo  consigue, nosotros  os ofrecemos humildemente nuestras vidas, en honor de vuestro clan.
-No  puedes ofrecerme lo que ya es mío -dijo, arrogante, el general.
Pero concedió tres días a los viajeros.
El  muchacho estaba paralizado de terror. Salió de la tienda porque el Alquimista lo sostenía por el brazo.
-No  dejes que perciban tu miedo -dijo el Alquimista-. Son hombres valientes, y desprecian a los cobardes.

El muchacho, no obstante, se había quedado sin voz. Sólo consiguió  hablar después de algún tiempo, mientras caminaban por el campamento.
No era necesario encerrarlos: los árabes se habían limitado a quitarles los caballos. Y una vez  más el mundo mostró sus múltiples  lenguajes; el desierto, que antes era un terreno libre e infinito, se había convertido ahora en una muralla infranqueable.
-¡Les  ha dado todo mi tesoro! -exclamó el muchacho-. ¡Todo lo que gané en toda mi vida! -¿Y  de qué te serviría si murieras? -replicó el Alquimista-. Tu dinero  te ha salvado por tres días. Pocas veces el dinero sirve para retrasar la muerte.
Pero  el muchacho estaba demasiado asustado para escuchar palabras sabias. No sabía cómo transformarse en viento. No era un Alquimista.
El Alquimista pidió té a un guerrero y colocó un poco en las muñecas  del muchacho, sobre la vena que transmite el pulso. Una ola de  tranquilidad inundó su cuerpo, mientras el Alquimista decía unas palabras que él no conseguía entender.
-No  te desesperes -dijo el Alquimista con una voz extrañamente dulce-, porque esto impide que puedas conversar con tu corazón.
-Pero yo no sé transformarme en viento.
-Quien vive su Leyenda Personal sabe todo lo que necesita saber.
Sólo una cosa hace que un sueño sea imposible: el miedo a fracasar.
-No tengo  miedo de fracasar. Simplemente no sé transformarme en viento.
-Pues tendrás que aprender. Tu vida depende de ello.
-¿Y si no lo consigo? -Morirás mientras estabas  viviendo tu Leyenda Personal. Pero eso ya  es mucho mejor que morir como millones de personas que jamás supieron que la Leyenda Personal existía.
»Mientras  tanto, no te preocupes. Generalmente la muerte hace que las personas se tornen más sensibles a la vida.
Pasó el primer día. Hubo una gran batalla en las inmediaciones, y varios  heridos fueron trasladados al campamento militar. «Nada cambia  con la muerte», pensaba el muchacho. Los guerreros que morían eran sustituidos por otros, y la vida continuaba.
-Podrías haber muerto más tarde, amigo mío -dijo el guarda al cuerpo  de un compañero suyo-. Podrías haber muerto cuando llegase la paz. Pero hubieras terminado muriendo de cualquier manera.

Al caer el día, el muchacho  fue a buscar al Alquimista. Llevaba al halcón hacia el desierto.
-No sé transformarme en viento -repitió el muchacho.
-Acuérdate  de lo que te dije: el mundo no es más que la parte visible  de Dios. Y que la Alquimia es traer al plano material la perfección espiritual.
-¿Y ahora qué hace? -Alimento a mi halcón.
-Si  no consigo transformarme en viento, moriremos -dijo el muchacho-. ¿Para qué alimentar al halcón? -Quien  morirá eres tú -replicó el Alquimista-. Yo sé transformarme en viento.
El  segundo día, el muchacho fue hasta lo alto de una roca que quedaba cerca del campamento. Los centinelas lo dejaron pasar; ya habían  oído hablar del brujo que se transformaba en viento, y no querían  acercarse a él. Además, el desierto era una enorme e infranqueable muralla.
Se  pasó el resto de la tarde del segundo día mirando al desierto.
Escuchó a su corazón. Y el desierto escuchó su angustia.
Ambos hablaban la misma lengua.
A1  tercer día, el general se reunió con los principales comandantes.
-Vamos  a ver al muchacho que se transforma en viento -dijo el general al Alquimista.
-Vamos a verlo -repuso el Alquimista.
El  muchacho los condujo hasta el lugar donde había estado el día anterior. Entonces les pidió a todos que se sentaran.
-Tardaré un poco -advirtió el muchacho.
-No  tenemos prisa -respondió el general-. Somos hombres del desierto.
El muchacho comenzó a mirar al frente, hacia el horizonte. En la lejanía se divisaban montañas,  rocas y plantas rastreras que insistían en vivir en un lugar en el que la supervivencia era imposible. Allí estaba el  desierto, que él había recorrido durante tantos meses y del que,  aun así, sólo conocía una pequeña parte. En esta pequeña parte había encontrado ingleses, caravanas, guerras de clanes y un oasis con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos.
-¿Qué  haces aquí de nuevo? -le preguntó el desierto-. ¿Acaso no nos contemplamos suficientemente ayer?
-En  algún punto guardas a la persona que amo -dijo el muchacho-.
Entonces,  cuando miro a tus arenas, también la veo a ella. Quiero volver  junto a ella, y necesito tu ayuda para transformarme en viento.
-¿Qué es el amor? -preguntó el desierto.
-El  amor es cuando el halcón vuela sobre tus arenas. Porque para él, tú eres un campo verde,  y él nunca volvió sin caza. Él conoce tus rocas, tus dunas y tus montañas, y tú eres generoso con él.
-El  pico del halcón arranca pedazos de mí -dijo el desierto-.
Durante  años yo crío su caza, la alimento con la escasa agua que tengo, le  muestro dónde está la comida. Y un día, justamente cuando yo empezaba a sentir el cariño de la caza  sobre mis arenas, el halcón baja del cielo y se lleva lo que yo crié.
-Pero  tú criaste la caza precisamente para eso -respondió el muchacho-. Para alimentar al halcón.
Y el halcón alimentará al hombre. Y el hombre entonces alimentará un  día tus arenas, de donde volverá a surgir la caza. Así se mueve el mundo.
-¿Y eso es el amor? -Sí,  eso es el amor. Es lo que hace que la caza se transforme en halcón,  el halcón en hombre y el hombre de nuevo en desierto. Es esto lo que hace que el plomo  se transforme en oro, y que el oro vuelva a esconderse bajo la tierra.
-No entiendo tus palabras -dijo el desierto.
-Entonces  entiende que en algún lugar de tus arenas, una mujer me espera.
Y para poder regresar con ella, tengo que transformarme en viento.
El desierto guardó silencio durante unos instantes.
-Yo te ofrezco mis arenas para que  el viento pueda soplar. Pero yo solo no puedo hacer nada. Pide ayuda al viento.
Una  pequeña brisa comenzó a soplar. Los comandantes oían al muchacho a lo lejos, hablando un lenguaje que desconocían.
El Alquimista sonreía.
El  viento se acercó al muchacho y tocó su rostro. Había escuchado su conversación con el desierto, porque  los vientos siempre lo oyen todo. Recorrían el mundo sin un lugar donde nacer y sin un lugar donde morir.
-Ayúdame -le pidió  el muchacho al viento-. Un día escuché en ti la voz de mi amada.
-¿Quién te enseñó a hablar el lenguaje del desierto y del viento?
-Mi corazón -repuso el muchacho.
El viento tenía muchos nombres.
Allí lo llamaban siroco, porque los árabes creían que provenía de tierras cubiertas de agua, habitadas por hombres negros. En la  tierra lejana de donde procedía el muchacho  lo llamaban Levante, porque creían que traía las arenas del desierto  y los gritos de guerra de los moros. Tal vez en algún lugar más allá  de los campos de ovejas, los hombres pensaran que el viento nacía en  Andalucía. Pero el viento no venía de ninguna parte, y no iba a ninguna parte,  y por eso era más fuerte que el desierto. Un día ellos podrían  plantar árboles en el desierto, e incluso criar ovejas, pero jamás conseguirían dominar el viento.
-Tú  no puedes ser viento -le dijo el viento-. Somos de naturalezas diferentes.
-No es verdad -replicó el muchacho-. Conocí los secretos de la Alquimia mientras vagaba por el mundo contigo. Tengo en mí los vientos,  los desiertos, los océanos, las estrellas, y todo lo que fue creado  en el Universo. Fuimos hechos por la misma Mano, y tenemos la  misma Alma. Quiero ser como tú, penetrar en todos los rincones, atravesar  los mares, levantar la arena que cubre mi tesoro, acercar a mí la voz de mi amada.
-Escuché  tu conversación con el Alquimista el otro día -dijo el viento-. Él  dijo que cada cosa tiene su Leyenda Personal. Las personas no pueden transformarse en viento.
-Enséñame  a ser viento durante unos instantes -le pidió el muchacho-,  para que podamos conversar sobre las posibilidades ilimitadas de los hombres y de los vientos.
El  viento era curioso, y aquello era algo que él no conocía. Le gustaría  conversar sobre aquel asunto, pero no sabía cómo transformar a  los hombres en viento. ¡Y eso que sabía hacer infinidad de cosas! Construía  desiertos, hundía barcos, derribaba bosques enteros y paseaba por ciudades llenas de música y de ruidos extraños. Se consideraba  ilimitado y, sin embargo, ahí estaba ese muchacho diciéndole que aún había más cosas que un viento podía hacer.
-Es  eso que llaman Amor -dijo el muchacho al ver que el viento estaba a  punto de acceder a su petición-. Cuando se ama es cuando se consigue  ser algo de la Creación. Cuando se ama no tenemos ninguna necesidad  de entender lo que sucede, porque todo pasa a suceder dentro  de nosotros, y los hombres pueden transformarse en viento.
Siempre que los vientos ayuden, claro está.

El  viento era muy orgulloso y le molestó lo que el chico decía.
Comenzó a soplar con más fuerza,  levantando las arenas del desierto.
Pero  finalmente tuvo que reconocer que, aun habiendo recorrido el mundo entero,  no sabía cómo transformar a los hombres en viento. Y no conocía el Amor.
-Mientras paseaba por el mundo noté que muchas personas hablaban de amor mirando hacia el cielo  -dijo el viento, furioso por tener  que aceptar sus limitaciones-. Tal vez sea mejor preguntar al cielo.
-Entonces  ayúdame -dijo el muchacho-. Llena este lugar de polvo para que yo pueda mirar al sol sin quedarme ciego.
El  viento sopló con mucha fuerza, y el cielo se llenó de arena, dejando apenas un disco dorado en el lugar del sol.
Desde  el campamento resultaba muy difícil ver lo que sucedía. Los hombres del desierto ya conocían aquel  viento. Se llamaba simún, y era  peor que una tempestad en el mar (porque ellos no conocían el mar). Los caballos relinchaban y las armas empezaron a quedar cubiertas de arena.
En el peñasco, uno de los comandantes le dijo al general: -Quizá sea mejor parar todo esto.
Ya  casi no podían ver al muchacho. Los rostros seguían cubiertos por  los velos azules, pero los ojos ahora transmitían solamente espanto.
-Vamos a poner fin a esto -insistió otro comandante.
-Quiero  ver la grandeza de Alá -dijo, con respeto, el general-.
Quiero ver cómo los hombres se transforman en viento.
Pero  anotó mentalmente el nombre de los dos hombres que habían tenido  miedo. En cuanto el viento parase, los destituiría de sus respectivos  puestos, porque los hombres del desierto no sienten miedo.
-El viento me dijo que tú conoces  el Amor -dijo el muchacho al Sol-.
Si conoces el Amor, conoces también el Alma del Mundo, que está hecha de Amor.
-Desde  donde estoy puedo ver el Alma del Mundo -dijo el Sol-. Ella se comunica con mi  alma y los dos juntos hacemos crecer las plantas y  caminar en busca de sombra a las ovejas. Desde donde estoy, y estoy muy  lejos del mundo, aprendí a amar. Sé que si me aproximo un poco más  a la Tierra, todo lo que hay en ella morirá, y el Alma del Mundo
dejará  de existir. Entonces nos contemplamos y nos queremos, y yo le doy vida y calor y ella me da una razón para vivir.
-Tú conoces el Amor -aseguró el muchacho.
-Y  conozco el Alma del Mundo, porque conversamos mucho en este  viaje sin fin por el Universo. Ella me cuenta que su mayor preocupación  es que, hasta hoy, sólo los minerales y los vegetales entendieron  que todo es una sola cosa. Y para eso no es necesario que el  hierro sea igual que el cobre, ni que el cobre sea igual que el oro.
Cada uno cumple su función exacta en esta cosa única, y  todo sería una  Sinfonía de Paz si la Mano que escribió todo esto se hubiera detenido en el quinto día de la creación.
» Pero hubo un sexto día -añadió el Sol.
-Tú  eres sabio porque lo ves todo desde la distancia -respondió el muchacho-.
Pero no conoces el Amor. Si no hubiera habido un sexto día  de la creación, no existiría el hombre, y el cobre sería siempre cobre, y el plomo siempre plomo. Cada uno tiene su Leyenda Personal, es  verdad, pero un día esta Leyenda Personal se cumplirá. Entonces es necesario  transformarse en algo mejor, y tener una nueva Leyenda Personal, hasta que el Alma del Mundo sea realmente una sola cosa.
El  Sol se quedó pensativo y decidió brillar más fuerte. El viento, que  estaba disfrutando con la conversación, sopló también más fuerte, para que el Sol no cegase al muchacho.
-Para  eso existe la Alquimia -prosiguió el muchacho-. Para que cada hombre busque su tesoro, y lo encuentre, y después  quiera ser mejor de  lo que fue en su vida anterior. El plomo cumplirá su papel hasta que el mundo no necesite más plomo; entonces tendrá que transformarse en oro.
»Es  lo que hacen los Alquimistas. Muestran que, cuando buscamos ser mejo res de  lo que somos, todo a nuestro alrededor se vuelve mejor también.
-¿Y por qué dices que yo no conozco el Amor? -preguntó el Sol.
-Porque el  amor no es estar parado como el desierto, ni recorrer el mundo como el viento, ni  verlo todo de lejos, como tú. El Amor es la fuerza que transforma  y mejora el Alma del Mundo. Cuando penetré en ella por  primera vez, la encontré perfecta. Pero después vi que era un  reflejo de todas las criaturas, y tenía sus guerras y sus pasiones.
Somos nosotros quienes  alimentamos el Alma del Mundo, y la tierra donde vivimos será mejor o peor según seamos mejores o peores. Ahí
es  donde entra la fuerza del Amor, porque cuando amamos, siempre deseamos ser mejores de lo que somos.
-¿Qué es lo que quieres de mí? -quiso saber el Sol.
-Que me ayudes a transformarme en viento  -respondió el muchacho.
-La  Naturaleza me reconoce como la más sabia de todas las criaturas -dijo el Sol-, pero no sé cómo transformarte en viento.
-¿Con quién debo hablar, entonces? Por un momento, el Sol se quedó callado. El viento lo estaba escuchando  todo, y difundiría por todo el mundo que su sabiduría era limitada. Sin embargo, no había manera  de eludir a aquel muchacho que hablaba el Lenguaje del Mundo.
-Habla con la Mano que lo escribió todo -dijo el Sol.
El  viento gritó de alegría y sopló con más fuerza que nunca. Las tiendas comenzaron  a arrancarse de la arena y los animales se soltaron de sus riendas. En  el peñasco, los hombres se agarraban los unos a los otros para no ser lanzados lejos.
El  muchacho se dirigió entonces a la Mano que Todo lo Había Escrito.
Y, en vez de empezar a hablar, sintió que el Universo permanecía en silencio, y él guardó silencio también.
Una  fuerza de Amor surgió de su corazón y el muchacho comenzó a  rezar. Era una oración nueva, pues era una oración sin palabras y sin ruegos.
No estaba agradeciendo que las ovejas hubieran encontrado pasto , ni implorando para vender más cristales, ni pidiendo que la mujer  que había encontrado estuviese esperando su regreso. En el silencio que siguió, el muchacho entendió  que el desierto, el viento y  el Sol también buscaban las señales que aquella Mano había escrito, y  procuraban cumplir sus caminos y entender lo que estaba escrito en una  simple esmeralda. Sabía que aquellas señales estaban diseminadas por  la Tierra y el Espacio, y que en su apariencia no tenían ningún motivo  ni significado, y que ni los desiertos, ni los vientos, ni los soles ni los hombres sabían por qué habían sido creados. Pero aquella Mano tenía  un motivo para todo ello, y sólo ella era capaz de operar milagros,  de transformar océanos en desiertos y hombres en viento.
Porque  sólo ella entendía que un designio mayor empujaba al Universo  hacia un punto donde los seis días de la creación se transformarían en la Gran Obra.

Y  el muchacho se sumergió en el Alma del Mundo y vio que el Alma  del Mundo era parte del Alma de Dios, y vio que el Alma de Dios era su propia alma. Y que podía, por lo tanto, realizar milagros.
El  simún sopló aquel día como jamás había soplado. Durante muchas  generaciones los árabes contaron la leyenda de un muchacho que  se había transformado en viento, había semidestruido un campamento  militar y desafiado el poder del general más importante del ejército.
Cuando  el simún cesó de soplar, todos miraron hacia el lugar don de estaba el muchacho. Ya no se encontraba allí; estaba junto a un centinela  casi cubierto de arena y que vigilaba el lado opuesto del campamento.
Los  hombres estaban aterrorizados con la brujería. Sólo dos personas  sonreían: el Alquimista, porque había encontrado a su verdadero  discípulo, y el general porque el discípulo había entendido la gloria de Dios.
A1  día siguiente, el general se despidió del muchacho y del Alquimista  y ordenó que una escolta los acompañara hasta donde ellos quisieran.
Viajaron todo el día. A1 atardecer  llegaron frente a un monasterio copto. El Alquimista despidió a la escolta y bajó del caballo.
-A partir de  aquí seguirás solo -dijo-. Dentro de tres horas llegarás a las Pirámides.
-Gracias  -dijo el muchacho-. Usted me ha enseñado el Lenguaje del Mundo.
-Me limité a recordarte lo que ya sabías.
El Alquimista llamó a la puerta  del monasterio. Un monje vestido de negro fue a atenderles. Hablaron algo en copto, y el Alquimista invitó al muchacho a entrar.
-Le  he pedido que me presten la cocina durante un rato -informó al muchacho.
Fueron hasta  la cocina del monasterio. El Alquimista encendió el fuego  y el monje le dio un poco de plomo, que el Alquimista derritió dentro  de un recipiente circular de hierro. Cuando el plomo se hubo vuelto  líquido, el Alquimista sacó de su bolsa aquel extraño huevo de vidrio  amarillento. Raspó una capa del grosor de un cabello, la en volvió en cera y la tiró en el recipiente que contenía el plomo derretido.

La  mezcla fue adquiriendo un color rojizo como la sangre. El Alquimista retiró entonces el recipiente del fuego y lo dejó enfriar.
Mientras tanto, se puso a conversar con el monje sobre la guerra de los clanes.
-Aún durará mucho -le dijo al monje.
El  monje estaba un poco harto. Hacía tiempo que las caravanas estaban paradas en Gizeh, esperando que la guerra terminara.
-Pero cúmplase la voluntad de Dios -dijo el monje. -Exactamente -repuso el Alquimista.
Cuando el recipiente acabó de enfriarse, el monje y  el muchacho miraron  deslumbrados. El plomo se había secado y adquirido la forma circular del recipiente, pero ya no era plomo. Era oro.
-¿Aprenderé a hacer esto algún día? -preguntó el muchacho.
-Ésta  fue mi Leyenda Personal, y no la tuya -respondió el Alquimista-. Pero quería mostrarte que es posible hacerlo.
Caminaron  de vuelta hasta la puerta del convento. Allí, el Alquimista dividió el disco en cuatro partes.
-Ésta  es para usted -dijo ofreciéndole una parte al monje-. Por su generosidad con los peregrinos.
-Esto es un pago que excede a mi generosidad -replicó el monje.
-Jamás repita eso. La vida puede escucharlo y darle menos la próxima vez.
Después se aproximó al muchacho.
-Ésta es para ti. Para compensar lo que le diste al general.
El  muchacho iba a decir que era mucho más de lo que había entregado  al general. Pero se calló porque había oído el comentario que el Alquimista le había hecho al monje.
-Ésta  es para mí -dijo el Alquimista guardándose una parte-. Porque tengo que volver por el desierto y hay guerra entre los clanes.
Entonces tomó el cuarto pedazo y se lo entregó nuevamente al monje.
-Ésta es para el muchacho, en caso de que la necesite.
-¡Pero si voy  en busca de mi tesoro! -se quejó el chico-. ¡Ahora ya estoy bien cerca de él! -Y estoy seguro de que lo encontrarás -dijo el Alquimista.
-Entonces, ¿a qué viene esto? -Porque  tú ya perdiste en dos ocasiones, con el ladrón y con el general,  el dinero que ganaste en tu viaje. Yo soy un viejo árabe supersticioso,  y creo en los proverbios de mi tierra. Y existe un
proverbio  que dice: «Todo lo que sucede una vez puede que no suceda nunca más. Pero  todo lo que sucede dos veces, sucederá, ciertamente, una tercera.» Montaron en sus caballos.
-Quiero contarte una historia sobre sueños -dijo el Alquimista.
El muchacho aproximó su caballo.
-En la antigua Roma, en la época del emperador Tiberio, vivía  un hombre  muy bondadoso que tenía dos hijos: uno era militar, y cuando entró  en el ejército fue enviado a las más lejanas regiones del Imperio.
El otro hijo era poeta, y encantaba a toda Roma con sus hermosos versos.
»Una  noche, el viejo tuvo un sueño. Se le aparecía un ángel para decirle que las palabras de uno de sus hijos serían conocidas y repetidas  en el mundo entero por todas las generaciones futuras.
Aquella  noche el anciano se despertó agradecido y llorando, porque la vida era generosa y le había revelado una cosa que cualquier padre estaría orgulloso de saber.
»Poco  tiempo después el viejo murió al intentar salvar a un niño que  iba a ser aplastado por las ruedas de un carruaje. Como se había portado de manera correcta y justa  durante toda su vida, fue directo al  cielo y se encontró con el ángel que se le había aparecido en su sueño.
»Fuiste un hombre bueno -le dijo  el ángel-. Viviste tu existencia con  amor, y moriste con dignidad. Ahora puedo concederte cualquier deseo que tengas.
»La  vida también fue buena conmigo -respondió el viejo-. Cuando apareciste  en mi sueño sentí que todos mis esfuerzos estaban justifica- dos.
Porque los versos de mi hijo quedarán entre los hombres de los siglos  venideros. Nada tengo que pedir para mí; no obstante, todo padre  estaría orgulloso de ver la fama de alguien a quien cuidó cuando niño y educó cuando joven. Me gustaría  oír, en el futuro lejano, las palabras de mi hijo.
»El ángel tocó  al viejo en el hombro y ambos fueron proyectados hasta  un futuro lejano. Alrededor de ellos apareció un lugar inmenso, con millones de personas que hablaban una lengua extraña.
»El viejo lloró de alegría.
»Yo  sabía que los versos de mi hijo poeta eran buenos e inmortales -le  dijo al ángel entre lágrimas-. Me gustaría que me dijeras cuál de sus poesías es la que estas personas están repitiendo.

»Entonces el ángel se aproximó al viejo con cariño,  y se sentaron en uno de los bancos que había en aquel inmenso lugar.
»Los versos de tu hijo  poeta fueron muy populares en Roma -dijo el  ángel-. A todos gustaban, y todos se divertían con ellos. Pero cuando el reinado de Tiberio acabó, sus versos también fueron olvidados.
Estas palabras son de tu otro hijo, el que entró en el ejército.
»El viejo miró sorprendido al ángel.
»Tu hijo fue a  servir a un lugar muy lejano, y se hizo centurión.
También  era un hombre justo y bueno. Cierta tarde, uno de sus siervos  enfermó y estaba a punto de morir. Tu hijo, entonces, oyó hablar  de un rabino que curaba enfermos, y anduvo días y días buscando a  ese hombre. Mientras caminaba descubrió que el hombre que  estaba buscando era el Hijo de Dios. Encontró a otras personas que habían  sido curadas por él, aprendió sus enseñanzas y, a pesar de ser un  centurión romano, se convirtió a su fe. Hasta que cierta mañana llegó hasta el Rabino.
»”Le contó  que tenía un siervo enfermo, y el Rabino se ofreció a ir hasta  su casa. Pero el centurión era un hombre de fe y, mirando al fondo  de los ojos del Rabino, comprendió que estaba delante del propio  Hijo de Dios cuando las personas de su alrededor se levantaron.
»Éstas  son las palabras de tu hijo -prosiguió el ángel-. Son las palabras  que le dijo al Rabino en aquel momento, y que nunca más fueron  olvidadas: ”Señor, yo no soy digno de que entréis en mi casa, pero decid una sola palabra y mi siervo será salvo.”» El Alquimista espoleó su caballo.
-No  importa lo que haga, cada persona en la Tierra está siempre representando  el papel principal de la Historia del mundo -dijo-. Y normalmente no lo sabe.
El  muchacho sonrió. Nunca había pensado que la vida pudiese ser tan importante para un pastor.
-Adiós -dijo el Alquimista.
-Adiós -repuso el muchacho.
El  muchacho caminó dos horas y media por el desierto, procuran- do escuchar atentamente lo que decía su corazón. Era él quien le revelaría el lugar exacto donde estaba escondido el tesoro.
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón», le había dicho el Alquimista.

Pero  su corazón hablaba de otras cosas. Contaba con orgullo la historia  de un pastor que había dejado sus ovejas para seguir un sueño que  se repitió dos noches. Hablaba de la Leyenda Personal, y de muchos  hombres que hicieron lo mismo, que fueron en busca de tierras lejanas o  de mujeres bonitas, haciendo frente a los hombres de su  época, con sus prejuicios y con sus ideas. Habló durante todo aquel tiempo de viajes,  de descubrimientos, de libros y de grandes cambios.
Cuando  se disponía a subir una duna -y sólo en aquel momento-, su  corazón le susurró al oído: «Estáte atento cuando llegues a un lugar en donde vas a llorar. Porque en ese lugar estoy yo, y en  ese lugar está tu tesoro.» El  muchacho comenzó a subir la duna lentamente. El cielo, cubierto  de estrellas, mostraba nuevamente la luna llena; habían caminado  un mes por el desierto. La luna iluminaba también la duna, en  un juego de sombras que hacía que el desierto pareciese un mar lleno  de olas, y que hizo recordar al muchacho el día en que había soltado  a su caballo para que corriera libremente por él, ofreciendo una  buena señal al Alquimista. Finalmente, la luna iluminaba el silencio  del desierto y el viaje que emprenden los hombres que buscan tesoros.
Cuando  después de algunos minutos llegó a lo alto de la duna, su corazón  dio un salto. Iluminadas por la luz de la luna llena y por la blancura  del desierto, erguíanse, majestuosas y solemnes, las Pirámides de Egipto.
El  muchacho cayó de rodillas y lloró. Daba gracias a Dios por haber creído  en su Leyenda Personal y por haber encontrado cierto día a un rey,  un mercader, un inglés y un alquimista. Y, por encima de todo, por  haber encontrado a una mujer del desierto, que le había hecho entender  que el Amor jamás separará a un hombre de su Leyenda Personal.
Los  muchos siglos de las Pirámides de Egipto contemplaban, desde lo alto, al muchacho. Si él quisiera, ahora podría volver al oasis, recoger  a Fátima y vivir como un simple pastor de ovejas. Porque el Alquimista  vivía en el desierto, a pesar de que comprendía el Lenguaje del Mundo y  sabía transformar el plomo en oro. No tenía que mostrar a  nadie su ciencia y su arte. Mientras se dirigía hacia su Leyenda Personal había aprendido  todo lo que necesitaba y había vivido todo lo que había soñado vivir.

Pero  había llegado a su tesoro, y una obra sólo está completa cuando  se alcanza el objetivo. Allí, en aquella duna, el muchacho había llorado. Miró al  suelo y vio que, en el lugar donde habían caído sus  lágrimas, se paseaba un escarabajo. Durante el tiempo que había pasado  en el desierto había aprendido que en Egipto los escarabajos eran el símbolo de Dios.
Allí  tenía, pues, otra señal. Y el muchacho comenzó a cavar acordándose del vendedor de cristales; nadie podría tener una Pirámide en su huerto, aunque acumulase piedras durante toda su vida.
El  muchacho cavó toda la noche en el lugar marcado sin encontrar nada.
Desde lo alto de las Pirámides, los siglos lo contemplaban en silencio.
Pero el muchacho no desistía: cavaba y cavaba, luchando contra  el viento, que muchas veces volvía a echar la arena en el agujero. Sus manos, cansadas, terminaron lastimadas, pero el  muchacho  seguía teniendo fe en su corazón. Y su corazón le había dicho que cavara donde hubieran caído sus lágrimas.
De  repente, cuando estaba intentando sacar algunas piedras que habían aparecido, el muchacho oyó pasos. Algunas personas se acercaron a él. Estaban contra la  luna, y no podía ver sus ojos ni su rostro.
-¿Qué estás haciendo ahí? -preguntó uno de los bultos.
El  muchacho no respondió. Pero tuvo miedo. Ahora tenía un tesoro para desenterrar, y por eso tenía miedo.
-Somos  refugiados de la guerra de los clanes -dijo otro bulto-.
Tenemos que saber qué escondes ahí. Necesitamos dinero.
-No escondo nada -repuso el muchacho.
Pero  uno de los recién llegados lo agarró y lo sacó fuera del agujero.
Otro  comenzó a revisar sus bolsillos. Y encontraron el pedazo de oro.
-¡Tiene oro! -exclamó uno de los asaltantes.
La luna iluminó el  rostro del asaltante que lo estaba registrando y él pudo ver la muerte en sus ojos.
-Debe de haber más oro escondido en el suelo -dijo otro.
Y obligaron al muchacho a cavar. El muchacho continuó cavando y  no encontraba nada. Entonces empezaron a pegarle. Continuaron pegándole hasta que aparecieron  los primeros rayos del sol en el cielo.
S u  ropa quedó hecha jirones, y él sintió que su muerte estaba próxima.
«  ¿De qué sirve el dinero, si tienes que morir? Pocas veces el dinero es capaz de librar a alguien de la muerte», había dicho el Alquimista.

-¡Estoy buscando un tesoro! -gritó finalmente el muchacho. E incluso  con la boca herida e hinchada a puñetazos, contó a los salteadores que había soñado dos veces con un tesoro escondido junto a las Pirámides de Egipto.
El  que parecía el jefe permaneció largo rato en silencio. Después habló con uno de ellos: -Puedes  dejarlo. No tiene nada más. Debe de haber robado este oro.
El muchacho  cayó con el rostro en la arena. Dos ojos buscaron los suyos; era el jefe de los  salteadores. Pero el muchacho estaba mirando a las Pirámides.
-¡Vámonos! -dijo el jefe a los demás. Después se dirigió al muchacho-:  No vas a morir -aseguró-. Vas a vivir y a aprender que el hombre no puede ser tan estúpido. Aquí mismo,  en este lugar donde estás tú ahora,  yo también tuve un sueño repetido hace casi dos años. Soñé que debía ir hasta los  campos de España y buscar una iglesia en ruinas donde los pastores acostumbraban a dormir con sus ovejas y que tenía un  sicomoro dentro de la sacristía. Según el sueño, si cavaba en las raíces de ese  sicomoro, encontraría un tesoro escondido. Pero no soy tan  estúpido como para cruzar un desierto sólo porque tuve un sueño repetido.
Después se fue.
El muchacho se levantó con dificultad  y contempló una vez más las  Pirámides. Las Pirámides le sonreían, y él les devolvió la sonrisa, con el corazón repleto de felicidad.
Había encontrado el tesoro.


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