miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Maria de Jorge Isaacs I



PRÓLOGO
Celebrada por escritores de registros tan dispares como Rubén Darío, Unamuno y Borges, la casi unánime consideración que la crítica ha tenido con María es tan desconcertante como la paulatina acogida del público. Ciertamente, la novela de Jorge Isaacs fue bien recibida a la hora de su publicación —1867—, aunque tuvieron que transcurrir varios años antes de que se realizaran nuevas ediciones.
Sin embargo, en el interin la novela se había publicado por entregas en Buenos Aires, México y Chile y pronto cundió el entusiasmo al punto de que al finalizar el siglo superaba las cincuenta ediciones.
En 1967 —año del centenario de su publicación— María contaba con ciento cincuenta ediciones, traducciones a múltiples lenguas, adaptaciones cinematográficas diversas y era ya, sin duda alguna, la novela más leída de Latinoamérica. Y, curiosamente, ese mismo año se publicaba otra novela colombiana que tomaba el relevo en la nada frecuente alianza de crítica y público: Cien Años de Soledad. Cien años de Isaacs a García Márquez, cifra exacta con la que se constata un precedente singular: el del lector que súbitamente se multiplica al extremo de que, salvo el Quijote, ninguna otra experiencia narrativa de nuestra lengua ha contado con tan fervorosa recepción popular.
El caballero de las lágrimas
Jorge Isaacs nació el 1o de abril de 1837 en Cali, Colombia. Su padre, George Henry Isaacs, comerciante de Jamaica, de origen judío, repudió su fe y se convirtió al cristianismo para casarse con la colombiana Manuela Ferrer Scarpetta, de ascendencia catalana. Tras cursar sus estudios primarios en Cali y Popayán, Isaacs viaja a Bogotá, donde ingresa en el Colegio del Espíritu Santo. Posteriormente estudia también en los claustros de San Buenaventura y San Bartolomé, sin llegar a graduarse. Después de cinco años de permanencia en la capital regresa al Valle del Cauca y se instala en El Paraíso, finca que tendrá una honda repercusión en el clima de su novela. A la edad de 16 años se ve obligado a tomar las armas y participa en la primera de sus guerras civiles. De esta forma, la figura del poeta guerrero, tan cara al romanticismo, se ve en él precozmente ilustrada; dos años más tarde se casa con Felisa González Umaña, quien sólo cuenta con catorce años de edad.
Entre 1860 y 1861 Isaacs vuelve a empuñar las armas al lado del gobierno contra las fuerzas revolucionarias del general Tomás Cipriano de Mosquera, actitud que contrasta con la que años después adoptara al encarnar él mismo los principios revolucionarios del liberalismo y combatir a sus antiguos copartidarios. Tras la muerte de su padre —uno de los fundadores de la industria azucarera en Colombia— Isaacs se enfrenta a la administración de unos bienes más bien precarios, gestión ante la que se muestra tan inexperto que pronto precipita el desastre.
Isaacs viaja de nuevo a Bogotá, llevado por litigios e instancias judiciales pero también acuciado por el síndrome literario. Es bien recibido por los miembros de "El Mosaico" y en especial por su mentor, el escritor y crítico José María Vergara y Vergara, que auspicia y publica en 1864 el primer libro de Isaacs, el volumen Poesías, que tiene un inmediato reconocimiento.
Desde muy joven Isaacs se había dedicado a componer poemas de variada índole, con metro y temas diversos, como es el caso de Mayo, El Gorrión y La Virginia del Páez. Algunos de estos poemas constituyen cantos a la paz y bonanza del hogar y otros no son más que cuadros costumbristas puestos en verso —no en vano "El Mosaico" era un grupo literario formado en torno a la preocupación costumbrista, y de ello da prueba Vergara y Vergara con su texto Las Tres Tazas—, aunque la mayor parte del volumen está compuesto por verdaderos himnos a la naturaleza idílica del Valle del Cauca cuya atmósfera se traslada posteriormente a largas secuencias de la prosa poética de la novela. Por esta época la influencia que priva en sus gustos es la de Chateaubriand y Lamartine, principalmente, aunque también se advierten ecos de otros románticos franceses e ingleses, a quienes leía con devoción. Isaacs regresa al Valle del Cauca y trabaja como inspector de obras en la construcción del camino que conduce de Cali a la Costa del Pacífico.
El proyecto de lo que luego será su novela María adquiere consistencia y madurez y finalmente forma. Su publicación le merece una excelente acogida crítica y más lentamente, la atención del público, hasta convertirse al finalizar el siglo en uno de los libros capitales del continente y de España. No hay que ignorar aquí que María es la única novela del romanticismo en castellano que cifra toda su importancia en la recreación del pathos sentimental, a diferencia del romanticismo americano, atrapado por la preocupación social —el nativismo, el abolicionismo, el reclamo político—, tal como se advierte en obras que van desde Amalia y Cumandá hasta Cecilia Valdés, y donde el nombre femenino de los títulos no es mera casualidad, en lo que respecta a la novela romántica escrita en España no hay que ignorar el fuerte influjo de Walter Scott y su peculiar aporte "histórico" lo que generó, a falta de una verdadera tradición, un cúmulo de productos miméticos, con mayor fortuna unos que otros. Cabe destacar, dentro de lo recuperable, El Doncel de don Enrique el Doliente de Larra; Sancho Saldaña, de Espronceda; y El Señor de Rembibre, de Gil y Carrasco: en todas estas novelas el esquema anecdótico es scottianamente similar: una relación afectiva (por lo general un triángulo) sobre un fondo histórico preciso. Tampoco hay que ignorar aquí esa noción más bien espuria del comercio afectivo que puso de moda el Feuilleton-roman y cuyo clima, por poner un ejemplo se advierte en El Final de Norma, del español Pedro Antonio de Alarcón, novela pretendidamente "romántica" aunque repudiada por su propio autor.
Políticamente uno de los polos de atracción de Isaacs fue Julio Arboleda, poeta e insurgente, una de las figuras más destacadas del conservatismo en el que Isaacs militó en su primera época. Fiel a sus convicciones, el escritor colabora en publicaciones ideológicamente afines y es miembro de la legislatura parlamentaria en el período coetáneo al de su éxito literario. Entre 1871 y 1873 Isaacs es nombrado Cónsul de Colombia en Santiago de Chile y su inesperado cambio político se hace manifiesto: el ideario liberal desplaza en sus opciones al conservador lo cual equivale, en su época, a defender sus posturas con las armas. Y si antes combatió con los conservadores, en 1876 lucha al lado de los liberales con tal denuedo que se destaca como capitán en la cruenta Batalla de los Chancos. Luego, tras ser nombrado Gobernador del Cauca, al mando de fuerzas revolucionarias liberales invadió el Estado de Antioquia, depuso al gobernador y ejerció el gobierno en la región. Poco después, sitiado por el ejército nacional, se vio obligado a capitular.
Sin embargo, a estas alturas ya es consciente de que sus aventuras ideológicas, militares y parlamentarias no son más que variantes de una misma frustración. En 1880 publica La Revolución Radical en Antioquia, texto en el que explica, no sin cierto afán exculpatorio, su participación en la invasión de aquel Estado, aunque ello no obstó para que Antioquia vetara su nombre como representante electo por su circunscripción.
Desilusionado de la política, que no comprendía y para cuyas lides evidentemente no estaba dotado, formó parte de la comisión oficial que recorrió la península de la Guajira. En estas experiencias se apoyó para escribir un "Estudio sobre las tribus indígenas del departamento del Magdalena", publicado más tarde en los Anales de instrucción pública. Antaño había descubierto ricos yacimientos de hulla pero dificultades económicas le impidieron poner en marcha su explotación y sólo el año anterior al de su muerte una empresa norteamericana decidió financiar la empresa.
Decepcionado por completo, pensó en emigrar a Argentina pero la revolución de 1885 se lo impidió. La literatura, sin embargo, fue su último refugio, aunque en realidad nunca dejó de escribir o de concebir planes literarios, tal como lo demuestran, entre muchos ejemplos, la publicación del primer Canto del poema Saulo, La Tierra de Córdoba o la redacción de una célebre y sentida elegía con motivo de la muerte de Elvira, la hermosa hermana de su amigo el poeta José Asunción Silva, a quien, entre otras cosas, lo unen el inicial ideario conservador, la escasa pericia para sanear el patrimonio familiar tras la muerte del padre, la tentación del suicidio, el acometimiento de empresas económicas algo disparatadas y la gestación de obras paradigmáticas en el más bien precario panorama literario de la época.
Dentro de los proyectos literarios de Isaacs destaca la elaboración de las novelas Alma Negra, Tania y Soledad, de las que da noticias en cartas de 1893. La intención lacrimógena sigue vigente y el autor —a quien uno de sus críticos llamó "El caballero de las lágrimas"— no puede prescindir de la influencia de María: "Tania hará llorar menos tal vez, pero estremecerá y engrandecerá muchas almas..." . Isaacs muere pobre y desilusionado en Ibagué, capital del Tolima, en abril de 1895. Sus Poesías completas aparecen con su estudio preliminar de Baldomero Sanín Cano en Barcelona, en 1920, y su Correspondencia inédita es editada por Cornelio Hispano en Bogotá, en 1929. Prácticamente toda su experiencia teatral permanece relegada al campo de las curiosidades. Títulos suyos, en este género, son Paulina Lamberti, María Adrián o los Montañeses de Lyon, La última noche de Capua y Amy Robsart, imitación del título homónimo de Víctor Hugo.
La voluntad larmoyante
Al promediar el siglo XIX muy pocos escritores podían permitirse la libertad de anunciar desde la primera página de un libro que la garantía cualitativa del mismo estaba en proporción directa con la cantidad de lágrimas derramadas por el lector. Cierto es que en 1788 Bernardín de Saint-Pierre había expresado la misma esperanza en el proemio de Paul et Virginie —esa "tramoya bucólica", como la llamara Willi Hardt—, aunque también lo es que la reacción larmoyante era mucho más comprensible en la época del escritor francés que ochenta años después, en un valle idílico de la América meridional. La cuestión radica en que, por encima de los tópicos y las costumbres, más allá de las escuelas literarias y los cambios históricos, los lectores de María lograron satisfacer con creces los deseos del anónimo albacea literario de Isaacs. Porque la anécdota del libro, pese a estar narrada en primera persona por Efraín, le llega al lector a través de un no identificado intermediario que no sólo edita el manuscrito, sino que también escribe unas breves líneas introductorias en cuyo apartado final hace suyos los deseos del propio autor. No debe sorprender el uso de este recurso, también utilizado por Saint-Pierre y, antes que éste, por Goethe en su Werther, libro a cuya atmósfera sentimental no permaneció indiferente ningún escritor de las diversas promociones románticas. ¿Qué es en realidad María? La crónica de una muerte anunciada, apoyada en una feliz confluencia de préstamos autobiográficos y sublimaciones culturales.
Por el lado autobiográfico, Isaacs se limita a hurtar lo más significativo de su experiencia personal transfiriéndoselo a su personaje masculino, con la única y sorprendente excepción de su agitada trayectoria política —sorprendente si se considera la tentación del epos romántico, ínsita en la experiencia de Isaacs como en la de sus ídolos Byron y Víctor Hugo—, la alteración de algunos datos cronológicos y el excesivo encomio de la estirpe paterna. Por el lado de la cultura, Isaacs otorga a su personaje femenino todo lo que encuentra sugestivo en una literatura ya clásica como son las piezas mayores del romanticismo, a lo que hay que agregar una amplia iconografía con la que el autor conforma físicamente a su heroína: su semblante es el de la Virgen de la Silla, de Rafael, mientras que sus manos son tan bellas que están "hechas para oprimir frentes como la de Byron". Es preciso constatar aquí un hecho curioso: José Mármol, en su novela Amalia, traza el retrato de la protagonista otorgándole los tributos de las más bellas mujeres judías: el perfil de María ("la hermana de Moíses"), la mirada de Rut, el talle de Rahab, el cuello de Abigail y los cabellos de Betsabé.
Al puzzle fisonómico del argentino, Isaacs responde con la configuración renacentista de una hermosa muchacha judía convertida al cristianismo, aunque también ella es una perfecta articulación de referentes estéticos en los que no falta el indispensable toque de sencibilidad y calor que le dan vida: su voz, sus gestos, su mirada, todo en ella tiene reminicencias culturales. Efraín, en cambio, es modestamente terreno y a él le corresponde el papel de evocar por escrito a la amada difunta: algo tan antiguo como el oficio del poeta, algo tan patético como el romanticismo, algo tan propio de "El caballero de las lágrimas".
El ritmo autobiográfico, alterado o no, es uniforme y permite seguir la trayectoria de Efraín desde su niñez y sus estudios en la capital hasta su regreso a la casa paterna, donde se enamora de María. El paulatino empeoramiento de la salud de ésta y la evocación de la enfermedad de su madre no le dejan duda al lector sobre el destino de la heroína, sobre todo si se tiene en cuenta que tal situación aparece subrayada por la irrupción de una ave negra, cuyo súbito vuelo en la plenitud de la noche roza la frente de Efraín (C. XV). Muchos episodios se suceden a partir de este primer llamado de alerta: los preparativos del viaje de Efraín a Europa y la repercusión que los mismos tienen en el ánimo de María se ven compensados en un hábil juego de alternancias con la evocación del frívolo pasado del trío compuesto por Carlos, Emigdio y Efraín. Sus aventuras y una cierta picaresca rompen eficazmente el crescendo dramático de la situación principal, a lo que se suma la anécdota de la doble sesión cinegética: la cacería del tigre y la del venado, excelentes pretextos para insertar algunos cuadros realistas. La segunda irrupción del ave negra (C. XXXIV) confirma en la simultaneidad del registro la creciente desgracia: es ahora María quien ve el ave, aunque en el mismo instante Efraín contempla los estragos que una carta produce en el ánimo de su padre: la amenaza de la ruina total.
Episodio aparte merecen Nay y Sinar y su romántica historia, en la que aparte un exotismo fiel a la línea de Chateaubriand, vuelve a operar la simetría: el final de la historia de Nay, coronado por el alumbramiento de su hijo, fruto de su amor con Sinar, coincide con la llegada de la huérfana Ester: la esclava Nay, convertida en Feliciana, es el aya de Ester, a su vez convertida en María. Dos apariciones más del ave de mal agüero —los dos enamorados advierten unidos su presencia (C. XLVII) y finalmente, sólo el superviviente (C. LXV)— ratifican la voluntad simétrica del autor, evidente en juegos simultáneos y en la consagración de la duplicidad a lo largo del libro. Por fin, tras el viaje de Efraín a Inglaterra y su precipitado regreso, superada la odisea fluvial por el Dagua sobreviene el desenlace: "Algo como la hoja fría de un puñal penetró en mi cerebro: faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte que me hería... Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir?". Y aquí el pasado se torna, una vez más extremadamente dúctil: Emma recompone para su hermano Efraín los postreros días de María: es el pasado que se sumerge dentro del pasado en pos de un orden.
En un último recorrido por la casa se duerme y sueña que María es su esposa y luego, al visitar el cementerio, el ave negra vuela sobre él por vez postrera y se posa sobre la cruz de hierro del sepulcro: todo está consumado y el símbolo se funde con la realidad, el vaticinio se cumple y el dolor reina en El Paraíso.
La ambivalencia sentimental
La aproximación afectiva de Efraín y María no está desprovista de una impaciente sensualidad, bien sea en las formas del galanteo, bien en la morosidad contemplativa —el fetichismo de la voz y del pie, así como la delectación con las prendas de la difunta— o bien merced a recursos más sutiles, como cuando la boca de un niño es el lugar de encuentro de los labios de los enamorados. También en Werther un beso del amante es transmitido por los labios de un niño a Carlota, una mujer que, como María aparece casi siempre rodeada de una cohorte infantil.
Por otra parte, el aparente recato de María ante los asedios de Efraín esconde una no disimulada satisfacción al tiempo que promueve con su actitud nuevos avances; hay cierta coquetería en su comportamiento, aunque no quiere decir que con ello asuma actitudes proclives a la frivolidad o a un abierto devaneo. A todo este perturbador clima que pone en entredicho una castidad que algunos se apresuran a inscribir en la tradición del amor courtois y que otros, más imaginativos, remiten a la mariología, es preciso agregar una amplia sucesión de incidencias que, en el contexto de las relaciones de los personajes principales, las ilustran e incluso determinan.
La carnalidad como creciente preocupación se abre paso con las sensaciones vividas en la boda de Bruno y Remigia y la fiesta que la celebra: esa es la ocasión que aprovecha el padre de Efraín para anunciarle su decisión de enviarlo a Europa a estudiar medicina. ¿Cómo puede sentirse el joven cuando en pleno calor de un ágape nupcial se le notifica la inminente separación de su amada? En el pasado de Efraín hay razones que invitan a dudar de una bien guardada virtud, sobre todo si se considera su relación con Carlos, su amante Micaelina y Emigdio víctima éste de las nada ingenuas bromas de la mujer, que se presta incluso a la burla de sus sentimientos. En este sentido es preciso destacar las pretensiones que el propio Carlos alimenta por María, la novia de su amigo. Otra boda, en la que los padrinos son Efraín y María —más guiños nupciales— es la de Braulio y Tránsito cuyo hijo suscribe con su edad el lapso de la separación de los enamorados.
También el amor forma parte esencial en la historia de Nay y Sinar, que tiene como marco étnico los ashantis, en el Africa Occidental. La boda de Nay y Sinar es ratificada por vínculos más fuertes: la esclavitud que los separa definitivamente. Ella, empero, da a luz un hijo de Sinar: la homologación de los hechos resalta un dato: ante la inminente separación de Efraín y María —el viaje de él, la enfermedad de ella— los amantes no tienen la recompensa que sí tuvieron Tránsito y Braulio y Nay y Sinar.
La mayor parte de las parejas y bodas del libro parecen empeñadas en llamar la atención sobre la esterilidad más que sobre la castidad a que está condenada la pareja principal: no hay hijos en El Paraíso. Sin embargo, un personaje destaca por su ostensible sensualidad y su capacidad vital: Salomé. ¿Es casual este nombre en la onomástica judía de Isaacs? El apetito de la hija de Herodías nada tiene que ver con el de la hija de Custodio, aunque sí es inquietante. Salomé no sólo es muy hermosa sino también consciente del fuerte deseo que despierta su cuerpo, tanto que su padre teme sea seducida, por lo que encarga su protección a Efraín. La castidad de éste es puesta a prueba por la muchacha, cuyos atributos eróticos no le son indiferentes al punto de hacerlo vacilar al liberarse ella de su hermano pequeño cuando deciden bañarse a solas.
Otro personaje notable por su falta de escrúpulos en relación con el sexo es la vieja Dominga, celestina y en buena parte hechicera —su filiación con la negra Juana García, en El Carnero, de Juan Rodríguez Freyle, es evidente— e imagen en todo refractaria a la inocencia de María. Algo similar a lo que ocurre con Custodio y su hija Salomé se repite durante el frenético viaje de regreso entre el ex boga Bibiano y su sugestiva hija núbil Rufina, quien "por lo movible de su talle y sus sonrisas esquivas me recordaba a Remigia en la noche de sus bodas".
No deja de ser significativo que un hombre obsedido por el dolor y la preocupación de no alcanzar a ver con vida a su amada se detenga a recrear con deleite y no escondida pasión las formas físicas de una muchacha que lo remite a otra, precisamente durante su noche de bodas. ¿Cabe olvidar a este respecto que Isaacs mismo se casó con una nínfula de apenas catorce años de edad? Pero lo erótico no se agota sólo en lo relativo a las personas: la sensualidad se traslada, en un sugerente e inesperado gesto vitalizador, a la naturaleza. "La niña está celosa", dice uno de los bogas, y ante las sospechas del lector, que piensa en Rufina, la respuesta es sorprendente y poética: se trata del río Pepita, que el boga llama "niña" y que está "celosa" del río Dagua por el que navegan y del cual es afluente. A esta comunidad hidrográfica se aplica el mismo criterio pasional que a la comunidad humana, con sus debilidades y osadías, lo que traza un puente con el tratamiento vitalizador que José Eustasio Rivera inmortalizara en La Vorágine, novela en la que los capítulos fluviales de María fijan un sugestivo precedente.
Un último dato que pone en duda la inocencia a ultranza es la ofrenda de las trenzas que encarga la difunta y el legado de sus vestidos y prendas que Efraín recoge y venera con un gesto no ajeno al fetichismo: "Abrí el armario: todos los aromas de los días de nuestro amor se exhalaron combinados de él. Mis manos y mis labios palparon aquellos vestidos tan conocidos para mí...". Ante lo visto, ¿en qué radica el romanticismo preten-didamente casto y puro de María?
Es evidente que en la novela de Isaacs no todo es orgía lacrimógena y que también hay espacio para el tono sutil del sentimiento equívoco: celestinaje, fetichismo, delectatio morosa, la rotundidad erótica de Salomé y la ambigüedad de algunos otros, como la precoz exuberancia de Rufina y el toque homosexual del administrador de aduanas, personaje que desata una serie de compulsiones en Efraín y, por contagio, en el lector. Por otra parte, a pesar del deliberado timbre sentimental de la novela —el lado cursi y sensiblero que el vulgo confunde con la única acepción de lo romántico—, hay también una serie de elementos que ponen de presente el hondo sentido de la realidad y el pragmatismo de Efraín: la actitud ante los descalabros financieros de su padre, el viaje de retorno por el río Dagua, sus ideas sobre la esclavitud, algunos títulos de su propia biblioteca.










LA MARIA
Jorge Isaacs



A LOS HERMANOS DE EFRAÍN

He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me han pare­cido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto. Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella noche terrible, al poner en mis manos el libro de sus recuerdos: “Lo que ahí falta tú lo sabes: podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado”. ¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente.
I
Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.
En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.
Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.
A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María esperó humil­demente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos después seguía yo a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Zabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda, en las que solían divisarse desde la casa viajeros desea­dos; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.
II
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me reci­bieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuero­nes frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos guadua­les; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U... ¡Los perfumes que aspiraba eran tan gratos, comparados con el de los vestidos lujosos de ella, el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!
Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuo­sas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras mira­das no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el mundo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca hacen enmudecer a quien los con­templa. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma, empali­decidas por la memoria infiel.
Antes de ponerse el Sol, ya había yo visto blanquear sobre la sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.
Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que me vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedra­do del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: era el supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.
Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las herma­nas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió del más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos, aún al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.
III
A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río.
Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.
Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí.
Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas: y se sonrojaba aquella a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora.
María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su linda denta­dura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado.
Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algo­dón fino, color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta, de blancura mate. Al volver las trenzas a la espal­da, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.
Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padrenuestro, y sus amos completamos la oración.
La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.
María tomó en brazos al niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.
Ya en el salón, mi padre, para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían obser­var qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño com­pletaban el ajuar.
—¡Qué bellas flores! —exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.
—María recordaba cuánto te agradaban —observó mi madre.
Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.
—María —dije— va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.
—¿Es verdad? —respondió—; pues las repondré mañana.
¡Qué dulce era su acento!
—¿Tantas así hay?
—Muchísimas; se repondrán todos los días.
Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles, sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.
IV
Dormí tranquilo, como cuando me adormecía en la niñez uno de los maravillosos cuentos del esclavo Pedro.
Soñé que María entraba a renovar las flores de mi mesa, y que al salir había rozado las cortinas de mi lecho con su falda de muselina vaporosa salpicada de florecillas azules.
Cuando desperté, las aves cantaban revoloteando en los follajes de los naranjos y pomarrosos, y los azahares llenaron mi estancia con su aroma tan luego como entreabrí la puerta.
La voz de María llegó entonces a mis oídos dulce y pura: era su voz de niña, pero más grave y lista ya para prestarse a todas las modulaciones de la ternura y de la pasión. ¡Ay! ¡Cuántas veces, en mis sueños, un eco de ese mismo acento ha llegado después a mi alma, y mis ojos han buscado en vano aquel huerto donde tan bella la vi en aquella mañana de agosto!
La niña cuyas inocentes caricias habían sido todas para mí, no sería ya la compañera de mis juegos; pero en las tardes doradas del verano estaría en los paseos a mi lado, en medio del grupo de mis hermanas; le ayudaría yo a cultivar sus flores predilectas; en las veladas oiría su voz, me mirarían sus ojos, nos separaría un solo paso.
Luego que me hube arreglado ligeramente los vestidos, abrí la ventana y divisé a María en una de las calles del jardín, acompa­ñada de Emma: llevaba un traje más oscuro que el de la víspera, y el pañolón color de púrpura, enlazado a la cintura, le caía en forma de banda sobre la falda; su larga cabellera, dividida en dos crenchas, ocultábale a medias parte de la espalda y pecho: ella y mi hermana tenían descalzos los pies. Llevaba una vasija de porcelana poco más blanca que los brazos que la sostenían, la que iba llenando de rosas abiertas durante la noche, desechando por marchitas las menos húmedas y lozanas. Ella, riendo con su compañera, hundía las mejillas, más frescas que las rosas, en el tazón rebosante. Descubrióme Emma: María lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó de rodillas para ocultarme sus pies, desatóse del talle el pañolón, y cubriéndose con él los hombros, fingía jugar con las flores. Las hijas núbiles de los patriarcas no fueron más hermosas en las alboradas en que recogían flores para sus alta­res.
Pasado el almuerzo, me llamó mi madre a su costurero.
Emma y María estaban bordando cerca de ella.
Volvió ésta a sonrojarse cuando me presenté; recordaba tal vez la sorpresa que involuntariamente le había yo dado en la mañana.
Mi madre quería verme y oírme sin cesar.
Emma, más insinuante ya, me preguntaba mil cosas de Bogotá; me exigía que le describiera bailes espléndidos, hermosos vestidos de señora que estuvieran en uso, las más bellas mujeres que figuraran entonces en la alta sociedad. Oían sin dejar sus labo­res. María me miraba algunas veces al descuido, o hacía por lo bajo observaciones a su compañera de asiento; y al ponerse en pie para acercarse a mi madre a consultar algo sobre el bordado, pude ver sus pies primorosamente calzados: su paso ligero y digno revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de la virgen cristiana. Ilumináronsele los ojos cuando mi madre manifestó deseos de que yo diese a las muchachas algunas lecciones de gramática y geografía, materias en que no tenían sino muy escasas nociones. Convínose en que daríamos principio a las lecciones pasados seis u ocho días, durante los cuales podría yo graduar el estado de los conocimientos de cada una.
Horas después me avisaron que el baño estaba preparado, y fui a él. Un frondoso y corpulento naranjo, agobiado de frutos maduros, formaba pabellón sobre el ancho estanque de canteras bruñidas: sobrenadaban en el agua muchísimas rosas; semejábase a un baño oriental, y estaba perfumado con las flores que en la mañana había recogido María.
V
Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre a visitar sus haciendas del valle, y fue preciso complacerlo; por otra parte, yo tenía interés real a favor de sus empresas. Mi madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Mis hermanas se entriste­cieron. María no me suplicó, como ellas, que regresase en la misma semana; pero me seguía incesantemente con los ojos durante mis preparativos de viaje.
En mi ausencia, mi padre había mejorado sus propiedades notable­mente: una costosa y bella fábrica de azúcar, muchas fanegadas de caña para abastecerla, extensas dehesas con ganado vacuno y caballar, buenos cebaderos y una lujosa casa de habitación, constituían lo más notable de sus haciendas de tierra caliente. Los esclavos, bien vestidos y contentos hasta donde es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo. Hallé hombres a los que, niños poco antes, me habían enseña­do a poner trampas a las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques; sus padres y ellos volvieron a verme con inequívocas señales de placer. Solamente a Pedro, el buen amigo y fiel ayo, no debía encontrarlo: él había derramado lágrimas al colocarme sobre el caballo el día de mi partida para Bogotá, diciendo: “Amito mío, ya no te veré más”. El corazón le avisaba que moriría antes de mi regreso.
Pude notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso a sus esclavos, se mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños.
Una tarde, ya a puestas del Sol, regresábamos de las labranzas a la fábrica mi padre, Higinio (el mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer; a mí me ocupaban cosas menos serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor peculiar de los bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón: la greguería de los loros en los guaduales y guayabales vecinos; el tañido lejano del cuerno de algún pastor, repetido por los mon­tes; las castrueras de los esclavos que volvían espaciosamente de las labores con las herramientas al hombro; los arreboles vistos al través de los cañaverales movedizos, todo me recordaba las tardes en que, abusando mis hermanas, María y yo de alguna licen­cia de mi madre, obtenida a fuerza de tenacidad, nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con grave lesión de brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en las cercas de los corrales.
Al encontrarnos con un grupo de esclavos, dijo mi padre a un joven negro de notable apostura:
—Conque, Bruno, ¿todo lo de tu matrimonio está arreglado para pasado mañana?
—Sí, mi amo —le respondió quitándose el sombrero de junco y apoyándose en el mango de su pala.
—¿Quiénes son los padrinos?

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