Hube de reunir todo el resto de mi valor para
llamar a la puerta de la casa. Un paje abrió. Apeándome boté las bridas en sus
manos y recorrí precipitadamente el zaguán y parte del corredor que me separaba
de la entrada al salón: estaba oscuro. Me había adelantado pocos pasos en él
cuando oí un grito y me sentí abrazado.
—¡María! ¡Mi María! —exclamé estrechando
contra mi corazón aquella cabeza entregada a mis caricias.
—¡Ay!, ¡No, no, Dios mío! —interrumpióme
sollozando.
Y desprendiéndose de mi cuello cayó sobre el
sofá inmediato: era Emma. Vestía de negro, y la luna acababa de bañar su rostro
lívido y regado de lágrimas.
Se abrió la puerta del aposento de mi madre en
ese instante. Ella, balbuciente y palpándome con sus besos, me arrastró en los
brazos al asiento donde Emma estaba muda e inmóvil.
—¿Dónde está, pues, donde está? —grité
poniéndome en pie.
—¡Hijo de mi alma! —exclamó mi madre con el
más hondo acento de ternura y volviendo a estrecharme contra su seno—: en el
cielo.
Algo como la hoja fría de un puñal penetró en
mi cerebro: faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte que me
hería... Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir?...
LXI
Me fue imposible darme cuenta de lo que por mí
había pasado, una noche que desperté en un lecho rodeado de personas y objetos
que casi no podía distinguir. Una lámpara velada, cuya luz hacían más opaca las
cortinas de la cama, difundía por la silenciosa habitación una claridad
indecisa. Intenté en vano incorporarme: llamé, y sentí que estrechaban una de
mis manos; torné a llamar, y el nombre que débilmente pronunciaba tuvo por
respuesta un sollozo. Volvíme hacia el lado de donde éste había salido y
reconocí a mi madre, cuya mirada anhelosa y llena de lágrimas estaba fija en mi
rostro. Me hizo casi en secreto y con su más suave voz, muchas preguntas para
cerciorarse de si estaba aliviado.
—¿Conque es verdad? —le dije cuando el
recuerdo aún confuso de la última vez en que la había visto, vino a mi memoria.
Sin responderme, reclinó la frente en el
almohadón, uniendo así nuestras cabezas.
Después de unos momentos tuve la crueldad de
decirle:
—¡Así me engañaron!... ¿A qué he venido?
—¿Y yo? —me interrumpió
humedeciendo mi cuello con sus lágrimas.
Mas su dolor y su ternura no conseguían que
algunas corriesen de mis ojos.
Se trataba, sin duda, de evitarme toda fuerte
emoción, pues poco rato después se acercó silencioso mi padre, y me estrechó
una mano, mientras se enjugaba los ojos sombreados por el insomnio.
Mi madre, Eloísa y Emma se turnaron aquella
noche para velar cerca de mi lecho, luego que el doctor se retiró prometiendo
una lenta pero positiva reposición. Inútilmente agotaron ellas sus más dulces
cuidados para hacerme conciliar el sueño. Así que mi madre se durmió rendida por
el cansancio, supe que hacía algo más de veinticuatro horas que me hallaba en
casa.
Emma sabía lo único que me faltaba saber: la
historia de sus últimos días... sus últimos momentos y sus últimas palabras.
Sentía que para oír esas confidencias terribles, me faltaba valor, pero no pude
dominar mi sed de dolorosos pormenores, y le hice muchas preguntas. Ella sólo
me respondía con el acento de una madre que hace dormir a su hijo en la cuna:
—Mañana.
Y acariciaba mi frente con sus manos o jugaba
con mis cabellos.
LXII
Tres semanas habían corrido desde mi regreso,
durante las cuales me retuvieron a su lado Emma y mi madre, aconsejadas por el
médico y disculpando su tenacidad con el mal estado de mi salud.
Los días y las noches de dos meses habían
pasado sobre su tumba y mis labios no hablan murmurado una oración sobre ella.
Sentíame aún sin la fuerza necesaria para visitar la abandonada mansión de
nuestros amores, para mirar ese sepulcro que a mis ojos la escondía y la
negaba a mis brazos. Pero en aquellos sitios debía esperarme ella: allí estaban
los tristes presentes de su despedida para mí, que no había volado a recibir
su último adiós y su primer beso antes que la muerte helara sus labios.
Emma fue exprimiendo lentamente en mi corazón
toda la amargura de las postreras confidencias de María para mí. Así,
recomendada para romper el dique de mis lágrimas, no tuvo más tarde cómo
enjugarlas, y mezclando las suyas a las mías pasaron esas horas dolorosas y
lentas.
En la mañana que siguió a la tarde en que
María me escribió su última carta, Emma, después de haberla buscado inútilmente
en su alcoba, la halló sentada en el banco de piedra del jardín: dábase ver lo
que había llorado: sus ojos fijos en la corriente y agrandados por la sombra
que los circundaba, humedecían aún con algunas lágrimas despaciosas aquellas
mejillas pálidas y enflaquecidas, antes tan llenas de gracia y lozanía:
exhalaba sollozos ya débiles, ecos de otros en que su dolor se había
desahogado.
—¿Por qué has venido sola hoy? —le preguntó
Emma abrazándola—: yo quería acompañarte como ayer.
—Sí —le respondió—; lo sabía; pero deseaba
venir sola; creí que tendría fuerzas. Ayúdame a andar.
Se apoyó en el brazo de Emma y se dirigió al
rosal de enfrente a mi ventana. Luego que estuvieron cerca de él, María lo
contempló casi sonriente, y quitándole las dos rosas más frescas, dijo:
—Tal vez serán las últimas. Mira cuántos
botones tiene: tú le pondrás a la Virgen los más hermosos que vayan abriendo.
Acercando a su mejilla la rama más florecida,
añadió:
—¡Adiós, rosal mío, emblema querido de su
constancia! Tú le dirás que lo cuidé mientras pude —dijo volviéndose a Emma,
que lloraba con ella.
Mi hermana quiso sacarla del jardín
diciéndole:
—¿Por qué te entristeces así? ¿No ha convenido
papá en demorar nuestro viaje? Volveremos todos los días. ¿No es verdad que te
sientes mejor?
—Estémonos todavía aquí —le respondió
acercándose lentamente a la ventana de mi cuarto: la estuvo mirando olvidada de
Emma, y se inclinó después a desprender todas las azucenas de su mata predilecta,
diciendo a mi hermana—: Dile que nunca dejó de florecer. Ahora sí vámonos.
Volvió a detenerse en la orilla del arroyo, y
mirando en torno suyo apoyó la frente en el seno de Emma murmurando:
—¡Yo no quiero morirme sin volver a verlo
aquí!
Durante el día se la vio más triste y
silenciosa que de costumbre. Por la tarde estuvo en mi cuarto y dejó en el
florero, unidas con algunas hebras de sus cabellos, las azucenas que había
cogido por la mañana; y allí fue Emma a buscarla cuando ya había oscurecido.
Estaba de codos en la ventana; y los bucles desordenados de la cabellera casi
le ocultaban el rostro.
—María —le dijo Emma después de haberla mirado
en silencio unos momentos— ¿no te hará mal este viento de la noche?
Ella, sorprendida al principio, le respondió
tomándole una mano, atrayéndola a sí y haciendo que se sentase a su lado en el
sofá:
—Ya nada puede hacerme mal.
—¿No quieres que vayamos al oratorio?
—Ahora no: deseo estarme aquí todavía; tengo
que decirte tantas cosas...
—¿No hay tiempo para que me las digas en otra
parte? Tú, tan obediente a las prescripciones del doctor, vas así a hacer infructuosos
todos sus cuidados y los nuestros: hace dos días que no eres ya dócil como
antes.
—Es que no saben que voy a morirme —respondió
abrazando a Emma y sollozando contra su pecho.
—¡Morirte! ¿Morirte cuando Efraín va a
llegar?...
—Sin verlo otra vez, sin decirle... morirme
sin poderlo esperar. Esto es espantoso —agregó estremeciéndose después de una
pausa—; pero es cierto: nunca los síntomas del acceso han sido como los que
estoy sintiendo. Yo necesito que lo sepas todo antes que me sea imposible
decírtelo. Oye: quiero dejarle cuanto yo poseo y le ha sido amable. Pondrás en
el cofrecito en que tengo sus cartas y las flores secas, este guardapelo donde
están sus cabellos y los de mi madre; esta sortija que me puso en vísperas de
su viaje; y en mi delantal azul envolverás mis trenzas... No te aflijas así
—continuó acercando su mejilla fría a la de mi hermana—; yo no podría ya ser su
esposa... Dios quiere librarlo del dolor de hallarme como estoy, del trance de
verme expirar. ¡Ay!, yo podría morirme conforme, dándole mi último adiós.
Estréchalo por mí en tus brazos y dile que en vano luché por no abandonarlo...
que me espantaba más su soledad que la muerte misma, y...
María dejó de hablar y temblaba en los brazos
de Emma; cubrióla ésta de besos y sus labios la hallaron yerta; llamóla y no
respondió; dio voces y corrieron en su auxilio.
Todos los esfuerzos del médico fueron
infructuosos para volverla del acceso, y en la mañana del siguiente día se
declaró impotente para salvarla.
El anciano cura de la parroquia ocurrió a las
doce al llamamiento que se le hizo.
Frente al lecho de María se colocó en una mesa
adornada con las más bellas flores del jardín, el crucifijo del oratorio, y lo
alumbraban dos cirios benditos. De rodillas ante aquel altar humilde y
perfumado, oró el sacerdote durante una hora; y al levantarse, le entregó uno
de los cirios a mi padre y otro a Mayn para acercarse con ellos al lecho de la moribunda.
Mi madre y mis hermanas, Luisa, sus hijas y algunas esclavas se arrodillaron
para presenciar la ceremonia. El ministro pronunció estas palabras al oído de
María:
—Hija mía, Dios viene a visitarte: ¿quieres
recibirlo?
Ella continuó muda e inmóvil como si durmiese
profundamente. El sacerdote miró a Mayn, quien, comprendiendo al instante esa
mirada, tomó el pulso a María, diciendo en seguida en voz baja:
—Cuatro horas lo menos.
El sacerdote la bendijo y la ungió. Los
sollozos de mi madre, mis hermanas y las hijas del montañés acompañaron la
oración.
Una hora después de la ceremonia, Juan se
había acercado al lecho y se empinaba para alcanzar a ver a María, llorando
porque no lo subían. Tomólo mi madre en sus brazos y lo sentó en el lecho.
—¿Está dormida, no? —preguntó el inocente
reclinando la cabeza en el mismo almohadón en que descansaba la de María, y
tomándole en sus manitas una de las trenzas como lo acostumbraba para dormirse.
Mi padre interrumpió esa escena que agotaba
las fuerzas de mi madre y que los asistentes presenciaban contristados.
A las cinco de la tarde, Mayn, que permanecía
a la cabecera pulsando constantemente a María, se puso en pie, y sus ojos
humedecidos dejaron comprender a mi padre que había terminado la agonía. Sus
sollozos hicieron que Emma y mi madre se precipitasen sobre el lecho. Estaba
como dormida; pero dormida para siempre... ¡muerta!, ¡sin que mis labios
hubiesen aspirado su postrer aliento, sin que mis oídos hubiesen escuchado su
último adiós, sin que algunas de tantas lágrimas vertidas por mí después sobre
su sepulcro, hubiesen caído sobre su frente!
Cuando mi madre se convenció de que María
había muerto, ante su cadáver, bañado de la luz de los arreboles de la tarde
que penetraba en la estancia por una ventana que acababa de abrir, exclamó
con voz enronquecida por el llanto, besando una de esas manos ya fría e
insensible:
—¡María!... ¡Hija de mi corazón!... ¿Por qué
nos dejas así?... ¡Ay!, ya nunca más podrás oírme... ¿Qué responderé a mi hijo
cuando me pregunte por ti? ¡Qué hará, Dios mío!... ¡Muerta!, ¡muerta sin haber
exhalado una queja!
Ya en el oratorio, sobre una mesa enlutada,
vestida de gro blanco y recostada en el ataúd, mostraba en su rostro algo de
sublime resignación. La luz de los cirios brillando en su frente tersa y sobre
sus anchos párpados, proyectaba la sombra de las pestañas sobre las mejillas:
aquellos labios pálidos parecían haberse helado cuando intentaban sonreír;
podía creerse que alentaba aún. Sombreábanle la garganta las trenzas medio
envueltas en una toca de gasa blanca, y entre las manos, descansándole sobre el
pecho, sostenía un crucifijo.
Así la vio Emma a las tres de la madrugada, al
acercarse a cumplir el más terrible encargo de María.
El sacerdote estaba orando de rodillas al pie
del ataúd. La brisa de la noche, perfumada de rosas y azahares, agitaba las
llamas de los cirios, gastados ya.
“Creí —decía Emma— que al cortar la primera
trenza iba a mirarme tan dulcemente como solía si reclinada la cabeza en mi
falda le peinaba yo los cabellos. Púselas al pie de la imagen de la Virgen y
por última vez le besé las mejillas... Cuando desperté dos horas después... ¡ya
no estaba allí!”.
Braulio, José y cuatro peones más condujeron
al pueblo el cadáver, cruzando esas llanuras y descansando bajo aquellos
bosques por donde en una mañana feliz pasó María a mi lado amante y amada el
día del matrimonio de Tránsito. Mi padre y el cura seguían paso ante paso el
humilde convoy... ¡ay de mí!, ¡humilde y silencioso como el de Nay!
Mi padre regresó al medio día lentamente y ya
solo. Al apearse hizo esfuerzos inútiles para sofocar los sollozos que lo ahogaban.
Sentado en el salón, en medio de Emma y mi madre y rodeado de los niños que
aguardaban en vano sus caricias, dio rienda a su dolor, haciéndose necesario
que mi madre procurase darle una conformidad que ella misma no podía tener.
“Yo —decía él— yo autor de ese viaje
maldecido, ¡la he muerto! Si Salomón pudiera venir a pedirme su hija, ¿qué
habría yo de decirle?... Y Efraín... y Efraín...
¡Ah! ¿Para qué lo he llamado? ¿Así le cumpliré
mis promesas?”.
Aquella tarde dejaron la hacienda de la sierra
para ir a pernoctar en la del valle, de donde debían emprender al día
siguiente viaje a la ciudad.
Braulio y Tránsito convinieron en habitar la
casa para cuidar de ella durante la ausencia de la familia.
LXIII
Dos meses después de la muerte de María, el diez
de septiembre, oía yo a Emma el final de aquella relación que ella retardó el
mayor tiempo que le fue posible. Era de noche ya y Juan dormía sobre mis rodillas,
costumbre que había contraído desde mi regreso, porque acaso adivinaba
instintivamente que yo procuraba reemplazarle en parte el amor y los maternales
cuidados de María.
Emma me entregó la llave del armario en que
estaban guardados, en la casa de la sierra, los vestidos de María y todo
aquello que más especialmente había ella recomendado se guardara para mí.
A la madrugada del día que siguió a esa noche
me puse en camino para Santa R... en donde hacía dos semanas que permanecía mi
padre, después de haber dejado prevenido todo lo necesario para mi regreso a
Europa, el cual debía emprender el diez y ocho de aquel mes.
El doce a las cuatro de la tarde me despedí de
mi padre, a quien había hecho creer que deseaba pasar la noche en la hacienda
de Carlos, para de esa manera estar más temprano en Cali al día siguiente.
Cuando abracé a mi padre, tenía él en las manos un paquete sellado, y
entregándomelo me dijo:
—A Kingston: contiene la última voluntad de
Salomón y la dote de su hija. Si mi interés por ti —agregó con voz que la
emoción hacía trémula— me hizo alejarte de ella y precipitar tal vez su
muerte... tú sabrás disculparme... ¿Quién debe hacerlo si no eres tú?
Oído que hubo la respuesta que profundamente
conmovido di a esa excusa paternal tan tierna como humildemente dada, me
estrechó de nuevo entre sus brazos. ¡Aún persiste en mi oído su acento al
pronunciar aquel adiós!
Saliendo a la llanura de... después de haber
vadeado el Amaime, esperé a Juan Angel para indicarle que tomase el camino de
la sierra. Miróme como asustado con la orden que recibía; pero viéndome doblar
sobre la derecha, me siguió tan de cerca como le fue posible, y poco después lo
perdí de vista.
Ya empezaba a oír el ruido de las corrientes
del Zabaletas; divisaba la copa de los sauces. Detúveme en la asomada de la
colina. Dos años antes, en una tarde como aquella, que entonces armonizaba con
mi felicidad y ahora era indiferente a mi dolor, había divisado desde allí
mismo las luces de ese hogar donde con amorosa ansiedad era esperado. María
estaba allí... Ya esa casa cerrada y sus contornos solitarios y silenciosos:
¡entonces el amor que nacía y ya el amor sin esperanza! Allí, a pocos pasos del
sendero que la grama empezaba a borrar, veía la ancha piedra que nos sirvió de
asiento tantas veces en aquellas felices tardes de lectura. Estaba, al fin,
inmediato al huerto confidente de mis amores: las palomas y los tordos
aleteaban piando y gimiendo en los follajes de los naranjos: el viento
arrastraba hojas secas sobre el empedrado de la gradería.
Salté del caballo, abandonándolo a su
voluntad, y sin fuerzas ni voz para llamar, me senté en uno de esos escalones
desde donde tantas veces su voz agasajadora y sus ojos amantes me dijeron
adioses.
Rato después, casi de noche ya, sentí pasos
cerca de mí: era una anciana esclava que habiendo visto mi caballo suelto en el
pesebre, salía a saber quién era su dueño. Seguíale trabajosamente Mayo: la
vista de ese animal, amigo de mi niñez, cariñoso compañero de mis días de
felicidad, arrancó gemidos a mi pecho: presentándome la cabeza para recibir un
agasajo, lamía el polvo de mis botas, y sentándose a mis pies aulló
dolorosamente.
La esclava trajo las llaves de la casa y al
mismo tiempo me avisó que Braulio y Tránsito estaban en la montaña. Entré al
salón, y dando algunos pasos en él sin que mis ojos nublados pudiesen
distinguir los objetos, caí en el sofá donde con ella me había sentado siempre,
donde por vez primera le hablé de mi amor.
Cuando levanté el rostro, me rodeaba una
completa oscuridad. Abrí la puerta del aposento de mi madre, y mis espuelas
resonaron lúgubremente en aquel recinto frío y oloroso a tumba. Entonces una
fuerza nueva en mi dolor me hizo precipitar al oratorio. Iba a pedírsela a
Dios... ¡ni El podía querer ya devolvérmela en la tierra! Iba a buscarla allí
donde mis brazos la habían estrechado, donde por vez primera mis labios
descansaran sobre su frente... La luz de la luna que se levantaba, penetrando
por la celosía entreabierta, me dejó ver lo único que debía encontrar: el paño
fúnebre medio rodado de la mesa donde su ataúd descansó: los restos de los
cirios que habían alumbrado el túmulo... ¡el silencio sordo a mis gemidos, la
eternidad muda ante mi dolor!
Vi luz en el aposento de mi madre: era que
Juan Angel acababa de poner una bujía en una de las mesas: la tomé, mandándole
con un ademán que me dejase solo, y me dirigí a la alcoba de María. Algo de sus
perfumes había allí... velando las últimas prendas de su amor, su espíritu
debía estarme esperando. El crucifijo aún sobre la mesa: las flores marchitas
sobre su pena: el lecho donde había muerto, desmantelado ya: teñidas todavía
algunas copas con las últimas pociones que le habían dado. Abrí el armario:
todos los aromas de los días de nuestro amor se exhalaron combinados de él. Mis
manos y mis labios palparon aquellos vestidos tan conocidos para mí. Halé el
cajón que Emma me había indicado; el cofre precioso estaba allí. Un grito
escapó de mi pecho, y una sombra me cubrió los ojos al desenrollarse entre mis
manos aquellas trenzas que parecían sensibles a mis besos.
Una hora después... ¡Dios mío!, tú lo sabes.
Yo había recorrido el huerto llamándola, pidiéndosela a los follajes que nos
habían dado sombra, y al desierto que en sus ecos solamente me devolvía su
nombre. A la orilla del abismo cubierto por los rosales, en cuyo fondo informe
y oscuro blanqueaban las nieblas y tronaba el río, un pensamiento criminal
estancó por un instante mis lágrimas y enfrió mi frente...
Una persona de quien me ocultaban los rosales, pronunció mi nombre cerca de mí: era
Tránsito. Al aproximárseme debió producirle espanto mi rostro, pues por unos
momentos permaneció asombrada. La respuesta que di a la súplica que me hizo
para que dejase aquel sitio, le reveló quizá con su amargura todo el desprecio
que en tales instantes tenía yo por la vida. La pobre muchacha se puso a llorar
sin insistir por el momento; pero reanimada, balbució con la voz doliente de
una esclava quejosa:
—¿Tampoco quiere ver a Braulio ni a mi hijo?
—No llores, Tránsito, y perdóname —le dije.
¿Dónde están?
Ella estrechó una de mis manos sin haber
enjugado todavía sus lágrimas, y me condujo al corredor del jardín, en donde su
marido me esperaba. Después de que Braulio recibió mi abrazo, Tránsito puso en
mis rodillas un precioso niño de seis meses, y arrodillada a mis pies sonreía
a su hijo y me miraba complacida acariciar el fruto de sus inocentes amores.
LXIV
¡Inolvidable y última noche pasada en el hogar
donde corrieron los años de mi niñez y los días felices de mi juventud! Como el
ave impelida por el huracán a las pampas abrasadas intenta en vano sesgar su
vuelo hacia el umbroso bosque nativo, y ajados ya los plumajes regresa a él
después de la tormenta, y busca inútilmente el nido de sus amores revoloteando
en torno del árbol destrozado, así mi alma abatida va en las horas de mi sueño
a vagar en torno del que fue hogar de mis padres. Frondosos naranjos, gentiles
y verdes sauces que conmigo crecísteis, ¡cómo os habéis envejecido! Rosas y
azucenas de María, ¡quién las amará si existen! aromas del lozano huerto, ¡no
volveré a aspiraros! Susurradores vientos, rumoroso río... ¡no volveré a oíros!
La media noche me halló velando en mi cuarto.
Todo estaba allí como yo lo había dejado; solamente las manos de María habían
removido lo indispensable, engalanando la estancia para mi regreso: marchitas
y carcomidas por los insectos permanecían en el florero las últimas azucenas
que ella le puso. Ante esa mesa abrí el paquete de las cartas que me había
devuelto al morir. Aquellas líneas borradas por mis lágrimas y trazadas cuando
tan lejos estaba de creer que serían mis últimas palabras dirigidas a ella;
aquellos pliegos ajados en su seno, fueron desplegados y leídos uno a uno; y
buscando entre las cartas de María la contestación a cada una de las que yo le
había escrito, compaginé ese diálogo de inmortal amor dictado por la esperanza
e interrumpido por la muerte.
Teniendo entre mis manos las trenzas de María
y recostado en el sofá en que Emma le había oído sus postreras confidencias,
dio las dos el reloj; él había medido también las horas de aquella noche
angustiosa, víspera de mi viaje; él debía medir las de la última que pasé en la
morada de mis mayores.
Soñé que María era ya mi esposa: ese castísimo
delirio había sido y debía continuar siendo el único deleite de mi alma: vestía
un traje blanco vaporoso, y llevaba un delantal azul, azul como si hubiese sido
formado de un jirón del cielo; era aquel delantal que tantas veces le ayudé a
llenar de flores, y que ella sabía atar tan linda y descuidadamente a su
cintura inquieta, aquel en que había yo encontrado envueltos sus cabellos:
entreabrió cuidadosamente la puerta de mi cuarto, y procurando no hacer ni el
más leve ruido con sus ropajes, se arrodilló sobre la alfombra, al pie del
sofá: después de mirarme medio sonreída, cual si temiera que mi sueño fuese
fingido, tocó mi frente con sus labios suaves como el terciopelo de los lirios
del Páez: menos temerosa ya de mi engaño, dejóme aspirar un momento su aliento
tibio y fragante; pero entonces esperé inútilmente que oprimiera mis labios con
los suyos: sentóse en la alfombra, y mientras leía algunas de las páginas
dispersas en ella, tenía sobre la mejilla una de mis manos que pendía sobre los
almohadones: sintiendo ella animada esa mano, volvió hacia mí su mirada llena
de amor, sonriendo como ella sola podía sonreír; atraje sobre mi pecho su
cabeza, y reclinada así, buscaba mis ojos mientras le orlaba yo la frente con
sus trenzas sedosas o aspiraba con deleite su perfume de albahaca.
Un grito, grito mío, interrumpió aquel sueño:
la realidad lo turbaba celosa como si aquel instante hubiese sido un siglo de
dicha. La lámpara se había consumido; por la ventana penetraba el viento frío
de la madrugada; mis manos estaban yertas y oprimían aquellas trenzas, único despojo
de su belleza, única verdad de mi sueño.
LXV
En la tarde de ese día, durante el cual había
visitado todos los sitios que me eran queridos, y que no debía volver a ver, me
preparaba para emprender viaje a la ciudad, pasando por el cementerio de la parroquia
donde estaba la tumba de María. Juan Angel y Braulio se habían adelantado a
esperarme en él, y José, su mujer y sus hijas me rodeaban ya para recibir mi
despedida. Invitados por mí me siguieron al oratorio, y todos de rodillas,
todos llorando, oramos por el alma de aquella a quien tanto habíamos amado.
José interrumpió el silencio que siguió a esa oración solemne para recitar una
súplica a la protectora de los peregrinos y navegantes.
Ya en el corredor, Tránsito y Lucía, después
de recibir mi adiós, sollozaban cubierto el rostro y sentadas en el pavimento;
la señora Luisa había desaparecido; José, volviendo a un lado la faz para
ocultarme sus lágrimas, me esperaba teniendo el caballo del cabestro al pie de
la gradería; Mayo, meneando la cola y tendido en el gramal, espiaba todos mis
movimientos como cuando en sus días de vigor salíamos a caza de perdices.
Faltóme la voz para decir una postrera palabra
cariñosa a José y a sus hijas; ellos tampoco la habrían tenido para
responderme.
A pocas cuadras de la casa me detuve antes de
emprender la bajada a ver una vez más aquella mansión querida y sus contornos.
De las horas de felicidad que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el
recuerdo; de María, los dones que me había dejado al borde de su tumba.
Llegó Mayo entonces, y fatigado se detuvo a la
orilla del torrente que nos separaba: dos veces intentó vadearlo y en ambas
hubo de retroceder: sentóse sobre el césped y aulló tan lastimosamente como si
sus alaridos tuviesen algo de humano, como si con ellos quisiera recordarme
cuánto me había amado, y reconvenirme porque lo abandonaba en su vejez.
A la hora y media me desmontaba a la portada
de una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque, que era
el cementerio de la aldea. Braulio, recibiendo el caballo y participando de la
emoción que descubría en mi rostro, empujó una hoja de la puerta y no dio un
paso más. Atravesé por en medio de las malezas y de las cruces de leño y de
guadua que se levantaban sobre ellas. El Sol al ponerse cruzaba el ramaje
enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los
zarzales y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la
vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos quedé enfrente de un pedestal
blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro:
acerquéme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé
a leer: “María”...
A aquel monólogo terrible del alma ante la
muerte, del alma que la interroga, que la maldice... que le ruega, que la
llama... demasiado elocuente respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis
brazos oprimían y mis lágrimas bañaban.
El ruido de unos pasos sobre la hojarasca me
hizo levantar al frente del pedestal: Braulio se acercó a mí, y entregándome
una corona de rosas y azucenas, obsequio de las hijas de José, permaneció en
el mismo sitio como para indicarme que era hora de partir.
Púseme en pie para colgarla de la cruz, y
volví a abrazarme a los pies de ella para dar a María y a su sepulcro un último
adiós...
Había ya montado, y Braulio estrechaba entre
sus manos una de las mías, cuando el revuelo de un ave que al pasar sobre
nuestras cabezas dio un graznido siniestro y conocido para mí, interrumpió
nuestra despedida: la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de
sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto.
Estremecido, partí a galope por en medio de la
pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche.
NOTAS
2. Lugar donde se toma el vado.
3. Espuelas grandes usadas en la Sabana
de Bogotá.
4.
Modismo que consiste en repetir en tono de mofa la última parte de la última
palabra del interlocutor.
5. Provincialismo, por presumido.
6.
Provincialismo, por de color de mono.
7. Cierta semilla muy negra y redonda.
8. Cuerda con que maniatan las reses
para echarlas a tierra
9.
Insectos así llamados por el color de sus alas.
10. Mochila de cabuya.
18. Quiere decir, defiendo.
20. Cuadra se toma por calle, y de allí
ha pasado a significar cien varas.
12. Quiere decir haciendita.
13. Atraillados.
15. Maletica.
16. Maíz todavía tierno.
17. Llámanse así los hechos de una
clase de tabaco que se produce a inmediaciones de Pahnira, casi tan aromático
como el habano
23. Música y danza popular en
Antioquia.
25. Cantú, hablando de los Achantis,
dice: “Son negros, pero se distinguen de las razas del mismo color,
pareciéndose más a los abisinios, en razón a que tienen el pelo largo y lacio,
barba, rostro ovalado, nariz aguileña, y el cuerpo biien proporcionado... El
espíritu guerrero es en general entre ellos, y son soldados desde que se
encuentran en edad de tomar las armas”.
26. Historiadores y geógrafos, como
Cantú y Malte-Brun, dicen que los negros africanos son en extremos aficionados
a la danza, cantares y música. Siendo el bambuco una música que en nada se
asemeja a la de los aborígenes americanos, ni a los aires españoles, no hay
ligereza en asegurar que fue traída de Africa por los primeros esclavos que los
conquistadores importaron al Cauca, tanto más que el nombre que hoy tiene parece
no ser otro que el de Bambuk levemente alterado.
27. Oro en polvo
28.
Conchas que sirven de moneda.
29. Ladrones.
30. Si hay quien pueda
creer exageradas las desventuras de Nay y de sus compañeros de esclavitud, la
lectura del Capítulo VI, Epoca XIV y del XVIII, Epoca XVII de la Historia
Universal de Cantú, bastará a convencerle de que al bosquejar algunos cuadros
del episodio, se han desdeñado tintas que podían servir para hacerlo
espantosamente verdadero.
La cuestión judía
En un elogioso y poco
conocido texto sobre María, publicado en 1937 como homenaje al centenario de
Isaacs, Jorge Luis Borges afirma: "Isaacs no era más romántico que
nosotros. No en vano lo sabemos criollo y judío, hijo de dos sangres
incrédulas...". La opinión sobre el peculiar romanticismo del autor de
María coincide con la que ya hemos expuesto y su condición de criollo es
también evidente; no ocurre lo mismo con su pretendida filiación judía, por
diversas razones discutible.
En realidad, el tema
del judaísmo de Isaacs es algo que cae en el abuso, sostenido en parte por
una crítica torpe y en parte por iniciativa del propio autor. El orgullo no
justificado por todo lo judío se torna aquí chocante e incluso sospechoso,
pues demostrado está que la pasión de Isaacs por el Antiguo Testamento y lo
que implica es posterior a la publicación de María, libro que contrasta en
todo con la misma Biblia, ya que a la edulcorada pastoral del primer texto se
opone la severa reflexión sobre la condición humana del segundo, a tenor de
la férula moral mosaica. ¿Qué actitud asumirán Efraín y María ante una
lectura que concilia el incesto con el onanismo, el fratricidio con el
adulterio, el voyeurismo con la sodomía? El contraste es aún mayor cuando el
propio autor nos presenta a una pareja de enamorados que, atosigados por
sentimientos aparentemente inmaculados, derraman torrentes de lágrimas al
evocar a Chactas ante la tumba de Atala. ¿Qué tiene que ver la púdica María
con la tremenda y perturbadora eclosión sensual de la sulamita, tal como
pretenden hacerlo creer algunos exegetas del sionismo literario? Está claro
que Isaacs busca sublimar a posteriori una estirpe con la que poco tiene que
ver ya que su padre, que sí era de origen judío, repudió su religión y adoptó
la fe cristiana para poder casarse con una mujer de hondas convicciones
católicas. Ni siquiera en Saulo, pese al tono orientalista, se puede rastrear
un estrato hebreo profundo, pues el poema cae pronto en el repertorio de
motivos que ya en esa época (1881) había puesto en marcha el primer modernismo:
joyas, perfumes, lugares y nombres míticos ("Al oírse la cítara de oro /
del hijo de Juvan en el desierto, / despiertan en las vastas soledades /
agrestes ruiseñores, / y en deliquios de amor lloran las flores").
Isaacs consagró tanto
las presuntas virtudes de su "raza" que a nombre de una poco
probable arcadia patriarcal, se erigió en el apologista a ultranza de la
causa semita —"El autor estaba inserto en el tronco de Sem", afirma
tan retórica como equivocadamente Luis Alberto Sánchez—, causa no tan
politizada entonces como ocurrió años después, cuando en vida del escritor se
desató el escándalo internacional motivado por la estafa de los banqueros
judíos involucrados en el Affaire Panamá y que conllevó la ruina de cientos
de pequeños inversores. Paradójicamente, el edén semita que Isaacs se
empeñaba en ver en la sociedad de Antioquia es contestado por una opinión
implacable recogida por el poeta mayor de esa región, Gregorio Gutiérrez
González, contemporáneo de Isaacs, en su texto Felipe: "Raza de
mercaderes que especula / con todo y sobre todo. Raza impía, / por cuyas
venas sin calor circula / la sangre vil de la nación judía; / y pesos sobre
pesos acumula / el precio de su honor, su mercancía, / y como sólo al interés
se entiende, / todo se compra allí, todo se vende...".
Es muy probable que
la preocupación de Isaacs por lo judío estuviera apoyada en un propósito
diferenciador, aunque no de tipo antropológico sino literario: era una forma
de ser distinto y esa alteridad no implicaba necesariamente una confesión de
superioridad ante sus compatriotas, pese a que creyera estar más cerca de
Sión que de Cali, sino de afirmación temática apoyada en los ancestros
repudiados por su padre: no hay que olvidar que las mitificaciones librescas
y la transformación del pasado son elementos inequívocos de la parafernalia
romántica. Sin embargo, el idilio de Isaacs no puede desvincularse del todo
de cierta visión del Génesis, pues incluso en El Paraíso la cuota edénica y
tribal, regida por el amor y la sabiduría del patriarca en medio de una flora
y una fauna que resaltan la peculiaridad del hábitat, remite al orden
primigenio de convivencia donde hasta la proximidad del parentesco está
despojada de culpa. Salomón el padre de María, es primo del padre de Efraín,
lo que implica un cierto vínculo entre los enamorados pero que no alcanza a
enturbiar la perspectiva de una boda. De todas formas, no escapa al lector la
constatación de un hecho: Isaacs, que reclama para sí la identidad judía,
extiende a todo lo que ama esta misma pretensión: da por sentado que él y su
familia son judíos como también lo presupone para el antioqueño José, su
mujer Luisa y sus hijas Lucía y Tránsito. María, la protagonista, hija de
Salomón y de Sara, sí es judía étnica y culturalmente ya que sus padres lo
eran y sólo tras la muerte de Sara, Salomón, seguro de que "haría
desdichada a mi hija dejándola judía", ruega la conviertan al
cristianismo, por lo que la niña deja de llamarse Ester y se transforma en
María. ¿Sabiduría de Salomón? ¿Mero oportunismo? También el padre de Isaacs
abjuró para casarse con una católica. ¿Acaso la coartada del converso no es
la de refinar en la nueva fe su fanatismo primitivo?
Conscientes de la
incertidumbre que conlleva la presunción de paternidad —evidente en la
actitud de casi todas las culturas y consagrada en la sentencia Pater semper
incertus fuit— los judíos, para salvaguardar de cualquier duda la legitimidad
de su tradición y su ancestro, optaron muy sensatamente por definir como
judío sólo al "hijo de mujer judía", ya que —presuponían— la madre
es la única que sabe quién es el verdadero padre del hijo que da a luz. Al
amparo de esta tradición, y considerando la identidad colombiana de la madre
del autor, difícilmente podría argumentarse a favor de Isaacs como de
"un semita de estirpe británica", consideración que sí es aplicable
en todo a su padre, George Henry Isaacs. Las pretensiones de Isaacs son, en
consecuencia, meras sublimaciones de un pasado que entroniza románticamente:
María es la mitificación de un amor perdido como perdida es la estirpe del
padre, por lo que, en una especie de compensación el escritor extiende su
jurisdicción mítica a todo lo que ama.
Por otra parte, el
juego simétrico que se advierte como una de las constantes de la novela permite
homologar la obsesión judía y el episodio de los ashantis. Como algo
inherente al panel de temas del romanticismo, tanto los judíos como los
ashantis son elementos exóticos, sobre todo en el contexto colombiano, de la
misma forma que exóticos son los Cantos de Ossian en Werther o los natchez en
la narrativa de Chateaubriand. En María, la primera filiación de judíos y
ashantis está justificada por el exotismo y la segunda obedece a su carácter
de comunidades dispersas por el mundo y acuciadas por la persecución: no hay
que perder de vista el hecho de que María es antes que nada un nombre
sobrepuesto al original de Ester —tampoco deben olvidarse las connotaciones
que la homónima heroína hebrea tuvo en épocas de cautiverio— y que ella y el
hijo de Nay y Sinar —nombres de indudable resonancia bíblica—, sirven par
unir las dos historias extranjeras en el pasado de la anécdota. Nay, la
superviviente de un pueblo perseguido, se convierte en el aya de Ester, la
superviviente de otro. Las dos mujeres se reencuentran en una tierra extraña
—que bien puede ser la tierra prometida, El Paraíso— y se adaptan al nuevo
medio al punto de cambiar su identidad, su nombre. Tras largas peripecias a
lo largo del mundo, judíos y ashantis se reúnen en el seno de un país paradisiaco
donde la leche y la miel bíblicas encuentran un sucedáneo —y no es un chiste—
en la caña de azúcar. Sin embargo, las interpretaciones no deben ir más allá
de lo meramente coincidencial, pues querer buscar herméticos significados de
esta novela en la Cábala, como pretenden algunos, o de panteizar el Valle del
Cauca, como sugiere un ex presidente colombiano, es sacar las cosas de su
lugar. A todo esto, ¿a quién puede extrañar la dedicatoria "A los
hermanos de Efraín"? La frase encierra un homenaje y la advertencia
implícita de que no hay que olvidar la historia si se quiere sobrevivir, pues
la escritura guarda todos los detalles de esa pasión que la tribu debe
conocer. ¿No es ésta una de las aspiraciones de la más remota tradición
judía? Perpetuarse como pueblo a través del lenguaje, sacralizar el texto,
sublimar el amor por el dolor de la pérdida.
La biblioteca de El Paraíso
En una época lastrada
por esa perniciosa idea de la originalidad llamada inspiración, y que el
romanticismo convirtió en categoría autónoma y autosuficiente, Isaacs se
manifiesta, sorprendentemente y contra todos los usos establecidos en su
medio, como un escritor que nutre su literatura de literatura. Las
referencias bibliográficas que se pueden encontrar en María son innumerables,
no sólo las que se infieren de la lectura de la anécdota central, sino
también aquellas que son comprobables a través de referencias explícitas en
el argumento.
De otra parte la
aparente inocencia formal de María está hábilmente salpicada por elementos
propios más de un aventajado conocedor de su oficio que de un sentimental
desesperado. Por eso, la naï veté con que a menudo se ha calificado esta
novela obedece también a una estratagema de alguien que so pretexto de narrar
una historia presuntamente desmayada y pueril se permite jugar con elementos
literarios nuevos que crean un curioso conflicto entre el dinamismo formal y
la capciosa estolidez de la trama. Algunos de esos elementos son el empleo de
un repertorio realista —a despecho del costumbrismo vigente en el país y que
tan bien cultivaban sus amigos y mentores de "El Mosaico"— para
recrear el escenario de una historia insobornablemente romántica. En este
sentido, ¿cómo tildar de ingenuo un estilo que da muestras de tanta destreza
como el capítulo en el que Efraín, tras el ataque epiléptico de María, en
medio de la tormenta, sale en busca del doctor Mayn? No hay que olvidar que
la tormenta tiene aquí un estricto doble sentido, psicológico y telúrico,
fiel a una de las convicciones más consultadas por el romanticismo: la de que
el espacio exterior no es más que una metáfora del yo. Algo similar cabe
decir de los capítulos dedicados a la cacería y a la travesía fluvial al
regreso de Londres, ejemplos de una escritura eficaz no sólo por la límpida
descripción sino por la sabia ordenación de las secuencias.
Otras manifestaciones
de la pericia de Isaacs son la ruptura de la linealidad del discurso temporal
para dar cabida en un salto anecdótico de varios capítulos a la exótica
historia de Nay y Sinar, verdadero ejercicio de novela dentro de la novela;
el evidente afán del autor por jugar con las posibilidades semánticas del
cliché, el localismo y el neologismo; el fascinante empleo del elemento
simbolista del ave negra con toda su carga de significado a lo largo de
cuatro estratégicas situaciones, lo que conlleva por lo menos una triple
sincronía de caracteres románticos, realistas y simbolistas. El ave de mal
agüero, con todas sus implicaciones librescas —un caso significativo es el
que posteriormente ofrece Altamirano en El zarco: el bandido colgado del
árbol donde recurrentemente el búho cantaba una monodia trágica—, se salva
del tópico fácil gracias al hábil empleo que de su concurso hace Isaacs, con
lo que supera el sensus literalis de la figura y accede al sensus
allegoricus. Pero no sólo Poe y Coleridge presiden el motivo del ave, sino
que también Rafael Pombo, el más importante de los poetas románticos de
Colombia, es un punto de referencia obligado; en su poema Melancolía Pombo
escribe algo que parece magistral comentario a la situación de Efraín tras la
muerte de María: "y así como ella expiró, / ignorada, humilde, pura, /
muere en tu nido, ave oscura / y como tú, muera yo...".
Un último ejemplo que
une en un mismo fragmento la destreza formal y la situación de los personajes
es el que en el capítulo VI le sirve a Isaacs para canalizar la exaltación
casi atormentada del amor de Efraín por María, para lo cual hace uso de la
técnica de los dos puntos que se abren sin pausa, como el corazón y el deseo
del protagonista. La fuerza de los sentimientos de Efraín consigue que el
doble punto se abra en siete ocasiones como siete esclusas de significado en
un breve párrafo, lo cual nos remite a la técnica que cien años después Juan
Goytisolo llevara a su plenitud en la novela Reivindicación del conde don
Julián, aunque en esta ocasión no es el corazón del amante quien habla sino
la historia traicionada de un país. En ambos casos la inocencia queda
excluida por completo.
Fue Vergara y Vergara
el primero en constatar lo obvio: el marco de referencias literarias en el
que se apoya la anécdota de la novela de Isaacs. El autor de Las tres tazas
afirmó en una temprana reseña —que a partir de la tercera edición figuró como
prólogo de María— la presencia evidente de dos piezas claves de la literatura
francesa en la obra de Isaacs: Paul et Virginie, de Saint-Pierre (apreciable
no sólo en los propósitos lacrimógenos de la dedicatoria, sino también en las
desgracias de la joven pareja de protagonistas), y Atala, de Chateaubriand (perceptible
en el clima general, en menciones expresas, y sobre todo, en la exótica
historia de Nay y Sinar). A estas dos insoslayables referencias se han ido
sumando otras aportadas por la crítica, aunque lo que aquí interesa es el
escrutinio que conforma la biblioteca que alienta el idilio de los
protagonistas.
Ya en el capítulo XII
se impone la figura de Chateaubriand: Efraín lee en voz alta el Genio del
Cristianismo y constata: "Entonces pude valuar toda la inteligencia de
María: mis frases quedaban grabadas indeleblemente en su memoria, y su
comprensión se adelantaba casi siempre con triunfo infantil a mis
explicaciones". En páginas posteriores se narra la conmoción que produce
en el ánimo de los enamorados la lectura de Atala y el desenlace de este libro
no está exento de timbres premonitorios. Efraín coteja entonces la actitud de
María con la de la heroína de Chateaubriand y descubre que su novia es
"tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él
imaginó". El orden temático se diversifica y aparecen a continuación
referencias a Buffon, cuyas obras sobre historia natural le permiten a Efraín
trazar un balance de la flora y fauna de la región. Hay también citas por
alusión, como las de Telemaco (Fénelon) y Cabrion (Eugène Sue). Sin embargo,
es Carlos el amigo de Efraín, quien en el capítulo XXII hace el catálogo de
títulos y autores que descansan en los estantes de la biblioteca:
Frayssinous, Blair, Shakespeare, Calderón (y un volumen de teatro español),
Tocqueville (y su Democracia en América), Ségur y las obras Cristo ante el
siglo, la Biblia, Don Quijote y una gramática inglesa. Más adelante se citan
otros títulos, algunos inidentificables, como una imitación de la Virgen:
sería genial que tal texto resultara apócrifo, sobre todo a tenor del
carácter de María.
La heroína confiesa
su gusto por la lectura sólo en presencia de Efraín y es esta la razón por la
cual en su ausencia se aburre con "los cuentos de las Veladas de la
Quinta" (Les veillées du château,de la condesa de Genlis) y un libro de
título casi homónimo, Las tardes de la Granja (Les soirées de la chaumière,
de F.G. Ducray-Duminil), cargados de consejos didácticos. Tras la enfermedad
del padre de Efraín el libro elegido para amenizar su convalecencia es el
Diario de Napoleón en Santa Elena, aunque el inventario más completo es el
elaborado por Carlos y que Efraín considera una abierta
"fiscalización" de sus gustos. Se da por sentado que el afán
autobiográfico de Isaacs lo lleva a otorgarle a su héroe sus lecturas preferidas,
ya que los libros citados eran propiedad del autor y, junto a otros no
censados, pasaron a engrosar la Biblioteca Nacional de Bogotá, a principios
de este siglo. Los escritores frecuentados por Isaacs pueden ser múltiples,
aunque a la vista de ciertas coincidencias o menciones expresas o veladas
cabe agregar los nombres de Goethe, Byron y Víctor Hugo. Algunos críticos
añaden títulos como Graciela y Rafael, de Lamartine, e incluso Lucía de
Lammermoor, de Walter Scott, pero de seguir por esta vía la lista sería
infinita.
Borges afirmaba que
ordenar el anaquel de una biblioteca es una forma de hacer autocrítica y tal
opinión adquiere aquí toda su verdad, sobre todo si tenemos en cuenta la
"vindicación" que Borges mismo hizo de María el año del centenario del
nacimiento de Isaacs y que constituye un colofón elocuente de lo dicho hasta
ahora y un rotundo juicio de valor: "Ayer, el día veinticuatro de abril
de 1937, de dos y cuarto de la tarde a nueve menos diez de la noche, la
novela María era muy legible. Si al lector no le basta mi palabra, o quiere
comprobar si esa virtud no ha sido agotada por mí, puede hacer él mismo la
prueba, nada voluptuosa por cierto, pero tampoco ingrata...".
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