miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Maria de Jorge Isaacs XV



Hube de reunir todo el resto de mi valor para llamar a la puerta de la casa. Un paje abrió. Apeándome boté las bridas en sus manos y recorrí precipitadamente el zaguán y parte del corredor que me separaba de la entrada al salón: estaba oscuro. Me había adelan­tado pocos pasos en él cuando oí un grito y me sentí abrazado.
—¡María! ¡Mi María! —exclamé estrechando contra mi corazón aque­lla cabeza entregada a mis caricias.
—¡Ay!, ¡No, no, Dios mío! —interrumpióme sollozando.
Y desprendiéndose de mi cuello cayó sobre el sofá inmediato: era Emma. Vestía de negro, y la luna acababa de bañar su rostro lívido y regado de lágrimas.
Se abrió la puerta del aposento de mi madre en ese instante. Ella, balbuciente y palpándome con sus besos, me arrastró en los brazos al asiento donde Emma estaba muda e inmóvil.
—¿Dónde está, pues, donde está? —grité poniéndome en pie.
—¡Hijo de mi alma! —exclamó mi madre con el más hondo acento de ternura y volviendo a estrecharme contra su seno—: en el cielo.
Algo como la hoja fría de un puñal penetró en mi cerebro: faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte que me hería... Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir?...

LXI
Me fue imposible darme cuenta de lo que por mí había pasado, una noche que desperté en un lecho rodeado de personas y objetos que casi no podía distinguir. Una lámpara velada, cuya luz hacían más opaca las cortinas de la cama, difundía por la silenciosa habita­ción una claridad indecisa. Intenté en vano incorporarme: llamé, y sentí que estrechaban una de mis manos; torné a llamar, y el nombre que débilmente pronunciaba tuvo por respuesta un sollozo. Volvíme hacia el lado de donde éste había salido y reconocí a mi madre, cuya mirada anhelosa y llena de lágrimas estaba fija en mi rostro. Me hizo casi en secreto y con su más suave voz, muchas preguntas para cerciorarse de si estaba aliviado.
—¿Conque es verdad? —le dije cuando el recuerdo aún confuso de la última vez en que la había visto, vino a mi memoria.
Sin responderme, reclinó la frente en el almohadón, uniendo así nuestras cabezas.
Después de unos momentos tuve la crueldad de decirle:
—¡Así me engañaron!... ¿A qué he venido?
¿Y yo? me interrumpió humedeciendo mi cuello con sus lágrimas.
Mas su dolor y su ternura no conseguían que algunas corriesen de mis ojos.
Se trataba, sin duda, de evitarme toda fuerte emoción, pues poco rato después se acercó silencioso mi padre, y me estrechó una mano, mientras se enjugaba los ojos sombreados por el insomnio.
Mi madre, Eloísa y Emma se turnaron aquella noche para velar cerca de mi lecho, luego que el doctor se retiró prometiendo una lenta pero positiva reposición. Inútilmente agotaron ellas sus más dulces cuidados para hacerme conciliar el sueño. Así que mi madre se durmió rendida por el cansancio, supe que hacía algo más de veinticuatro horas que me hallaba en casa.
Emma sabía lo único que me faltaba saber: la historia de sus últimos días... sus últimos momentos y sus últimas palabras. Sentía que para oír esas confidencias terribles, me faltaba valor, pero no pude dominar mi sed de dolorosos pormenores, y le hice muchas preguntas. Ella sólo me respondía con el acento de una madre que hace dormir a su hijo en la cuna:
—Mañana.
Y acariciaba mi frente con sus manos o jugaba con mis cabellos.

LXII
Tres semanas habían corrido desde mi regreso, durante las cuales me retuvieron a su lado Emma y mi madre, aconsejadas por el médico y disculpando su tenacidad con el mal estado de mi salud.
Los días y las noches de dos meses habían pasado sobre su tumba y mis labios no hablan murmurado una oración sobre ella. Sentíame aún sin la fuerza necesaria para visitar la abandonada mansión de nuestros amores, para mirar ese sepulcro que a mis ojos la escon­día y la negaba a mis brazos. Pero en aquellos sitios debía esperarme ella: allí estaban los tristes presentes de su despedi­da para mí, que no había volado a recibir su último adiós y su primer beso antes que la muerte helara sus labios.
Emma fue exprimiendo lentamente en mi corazón toda la amargura de las postreras confidencias de María para mí. Así, recomendada para romper el dique de mis lágrimas, no tuvo más tarde cómo enjugarlas, y mezclando las suyas a las mías pasaron esas horas dolorosas y lentas.
En la mañana que siguió a la tarde en que María me escribió su última carta, Emma, después de haberla buscado inútilmente en su alcoba, la halló sentada en el banco de piedra del jardín: dábase ver lo que había llorado: sus ojos fijos en la corriente y agrandados por la sombra que los circundaba, humedecían aún con algunas lágrimas despaciosas aquellas mejillas pálidas y enfla­quecidas, antes tan llenas de gracia y lozanía: exhalaba sollozos ya débiles, ecos de otros en que su dolor se había desahogado.
—¿Por qué has venido sola hoy? —le preguntó Emma abrazándola—: yo quería acompañarte como ayer.
—Sí —le respondió—; lo sabía; pero deseaba venir sola; creí que tendría fuerzas. Ayúdame a andar.
Se apoyó en el brazo de Emma y se dirigió al rosal de enfrente a mi ventana. Luego que estuvieron cerca de él, María lo contempló casi sonriente, y quitándole las dos rosas más frescas, dijo:
—Tal vez serán las últimas. Mira cuántos botones tiene: tú le pondrás a la Virgen los más hermosos que vayan abriendo.
Acercando a su mejilla la rama más florecida, añadió:
—¡Adiós, rosal mío, emblema querido de su constancia! Tú le dirás que lo cuidé mientras pude —dijo volviéndose a Emma, que lloraba con ella.
Mi hermana quiso sacarla del jardín diciéndole:
—¿Por qué te entristeces así? ¿No ha convenido papá en demorar nuestro viaje? Volveremos todos los días. ¿No es verdad que te sientes mejor?
—Estémonos todavía aquí —le respondió acercándose lentamente a la ventana de mi cuarto: la estuvo mirando olvidada de Emma, y se inclinó después a desprender todas las azucenas de su mata predi­lecta, diciendo a mi hermana—: Dile que nunca dejó de florecer. Ahora sí vámonos.
Volvió a detenerse en la orilla del arroyo, y mirando en torno suyo apoyó la frente en el seno de Emma murmurando:
—¡Yo no quiero morirme sin volver a verlo aquí!
Durante el día se la vio más triste y silenciosa que de costum­bre. Por la tarde estuvo en mi cuarto y dejó en el florero, unidas con algunas hebras de sus cabellos, las azucenas que había cogido por la mañana; y allí fue Emma a buscarla cuando ya había oscurecido. Estaba de codos en la ventana; y los bucles desorde­nados de la cabellera casi le ocultaban el rostro.
—María —le dijo Emma después de haberla mirado en silencio unos momentos— ¿no te hará mal este viento de la noche?
Ella, sorprendida al principio, le respondió tomándole una mano, atrayéndola a sí y haciendo que se sentase a su lado en el sofá:
—Ya nada puede hacerme mal.
—¿No quieres que vayamos al oratorio?
—Ahora no: deseo estarme aquí todavía; tengo que decirte tantas cosas...
—¿No hay tiempo para que me las digas en otra parte? Tú, tan obediente a las prescripciones del doctor, vas así a hacer in­fructuosos todos sus cuidados y los nuestros: hace dos días que no eres ya dócil como antes.
—Es que no saben que voy a morirme —respondió abrazando a Emma y sollozando contra su pecho.
—¡Morirte! ¿Morirte cuando Efraín va a llegar?...
—Sin verlo otra vez, sin decirle... morirme sin poderlo esperar. Esto es espantoso —agregó estremeciéndose después de una pausa—; pero es cierto: nunca los síntomas del acceso han sido como los que estoy sintiendo. Yo necesito que lo sepas todo antes que me sea imposible decírtelo. Oye: quiero dejarle cuanto yo poseo y le ha sido amable. Pondrás en el cofrecito en que tengo sus cartas y las flores secas, este guardapelo donde están sus cabellos y los de mi madre; esta sortija que me puso en vísperas de su viaje; y en mi delantal azul envolverás mis trenzas... No te aflijas así —continuó acercando su mejilla fría a la de mi hermana—; yo no podría ya ser su esposa... Dios quiere librarlo del dolor de hallarme como estoy, del trance de verme expirar. ¡Ay!, yo podría morirme conforme, dándole mi último adiós. Estréchalo por mí en tus brazos y dile que en vano luché por no aban­donarlo... que me espantaba más su soledad que la muerte misma, y...
María dejó de hablar y temblaba en los brazos de Emma; cubrióla ésta de besos y sus labios la hallaron yerta; llamóla y no res­pondió; dio voces y corrieron en su auxilio.
Todos los esfuerzos del médico fueron infructuosos para volverla del acceso, y en la mañana del siguiente día se declaró impotente para salvarla.
El anciano cura de la parroquia ocurrió a las doce al llamamiento que se le hizo.
Frente al lecho de María se colocó en una mesa adornada con las más bellas flores del jardín, el crucifijo del oratorio, y lo alumbraban dos cirios benditos. De rodillas ante aquel altar humilde y perfumado, oró el sacerdote durante una hora; y al levantarse, le entregó uno de los cirios a mi padre y otro a Mayn para acercarse con ellos al lecho de la moribunda. Mi madre y mis hermanas, Luisa, sus hijas y algunas esclavas se arrodillaron para presenciar la ceremonia. El ministro pronunció estas pala­bras al oído de María:
—Hija mía, Dios viene a visitarte: ¿quieres recibirlo?
Ella continuó muda e inmóvil como si durmiese profundamente. El sacerdote miró a Mayn, quien, comprendiendo al instante esa mirada, tomó el pulso a María, diciendo en seguida en voz baja:
—Cuatro horas lo menos.
El sacerdote la bendijo y la ungió. Los sollozos de mi madre, mis hermanas y las hijas del montañés acompañaron la oración.
Una hora después de la ceremonia, Juan se había acercado al lecho y se empinaba para alcanzar a ver a María, llorando porque no lo subían. Tomólo mi madre en sus brazos y lo sentó en el lecho.
—¿Está dormida, no? —preguntó el inocente reclinando la cabeza en el mismo almohadón en que descansaba la de María, y tomándole en sus manitas una de las trenzas como lo acostumbraba para dor­mirse.
Mi padre interrumpió esa escena que agotaba las fuerzas de mi madre y que los asistentes presenciaban contristados.
A las cinco de la tarde, Mayn, que permanecía a la cabecera pulsando constantemente a María, se puso en pie, y sus ojos humedecidos dejaron comprender a mi padre que había terminado la agonía. Sus sollozos hicieron que Emma y mi madre se precipitasen sobre el lecho. Estaba como dormida; pero dormida para siempre... ¡muerta!, ¡sin que mis labios hubiesen aspirado su postrer alien­to, sin que mis oídos hubiesen escuchado su último adiós, sin que algunas de tantas lágrimas vertidas por mí después sobre su sepulcro, hubiesen caído sobre su frente!
Cuando mi madre se convenció de que María había muerto, ante su cadáver, bañado de la luz de los arreboles de la tarde que pene­traba en la estancia por una ventana que acababa de abrir, excla­mó con voz enronquecida por el llanto, besando una de esas manos ya fría e insensible:
—¡María!... ¡Hija de mi corazón!... ¿Por qué nos dejas así?... ¡Ay!, ya nunca más podrás oírme... ¿Qué responderé a mi hijo cuando me pregunte por ti? ¡Qué hará, Dios mío!... ¡Muerta!, ¡muerta sin haber exhalado una queja!
Ya en el oratorio, sobre una mesa enlutada, vestida de gro blanco y recostada en el ataúd, mostraba en su rostro algo de sublime resignación. La luz de los cirios brillando en su frente tersa y sobre sus anchos párpados, proyectaba la sombra de las pestañas sobre las mejillas: aquellos labios pálidos parecían haberse he­lado cuando intentaban sonreír; podía creerse que alentaba aún. Sombreábanle la garganta las trenzas medio envueltas en una toca de gasa blanca, y entre las manos, descansándole sobre el pecho, sostenía un crucifijo.
Así la vio Emma a las tres de la madrugada, al acercarse a cum­plir el más terrible encargo de María.
El sacerdote estaba orando de rodillas al pie del ataúd. La brisa de la noche, perfumada de rosas y azahares, agitaba las llamas de los cirios, gastados ya.
“Creí —decía Emma— que al cortar la primera trenza iba a mirar­me tan dulcemente como solía si reclinada la cabeza en mi falda le peinaba yo los cabellos. Púselas al pie de la imagen de la Virgen y por última vez le besé las mejillas... Cuando desperté dos horas después... ¡ya no estaba allí!”.
Braulio, José y cuatro peones más condujeron al pueblo el cadáver, cruzando esas llanuras y descansando bajo aquellos bosques por donde en una mañana feliz pasó María a mi lado amante y amada el día del matrimonio de Tránsito. Mi padre y el cura seguían paso ante paso el humilde convoy... ¡ay de mí!, ¡humilde y silencioso como el de Nay!
Mi padre regresó al medio día lentamente y ya solo. Al apearse hizo esfuerzos inútiles para sofocar los sollozos que lo ahoga­ban. Sentado en el salón, en medio de Emma y mi madre y rodeado de los niños que aguardaban en vano sus caricias, dio rienda a su dolor, haciéndose necesario que mi madre procurase darle una conformidad que ella misma no podía tener.
“Yo —decía él— yo autor de ese viaje maldecido, ¡la he muerto! Si Salomón pudiera venir a pedirme su hija, ¿qué habría yo de decir­le?... Y Efraín... y Efraín...
¡Ah! ¿Para qué lo he llamado? ¿Así le cumpliré mis promesas?”.
Aquella tarde dejaron la hacienda de la sierra para ir a pernoc­tar en la del valle, de donde debían emprender al día siguiente viaje a la ciudad.
Braulio y Tránsito convinieron en habitar la casa para cuidar de ella durante la ausencia de la familia.

LXIII
Dos meses después de la muerte de María, el diez de septiembre, oía yo a Emma el final de aquella relación que ella retardó el mayor tiempo que le fue posible. Era de noche ya y Juan dormía sobre mis rodillas, costumbre que había contraído desde mi regre­so, porque acaso adivinaba instintivamente que yo procuraba reemplazarle en parte el amor y los maternales cuidados de María.
Emma me entregó la llave del armario en que estaban guardados, en la casa de la sierra, los vestidos de María y todo aquello que más especialmente había ella recomendado se guardara para mí.
A la madrugada del día que siguió a esa noche me puse en camino para Santa R... en donde hacía dos semanas que permanecía mi padre, después de haber dejado prevenido todo lo necesario para mi regreso a Europa, el cual debía emprender el diez y ocho de aquel mes.
El doce a las cuatro de la tarde me despedí de mi padre, a quien había hecho creer que deseaba pasar la noche en la hacienda de Carlos, para de esa manera estar más temprano en Cali al día siguiente. Cuando abracé a mi padre, tenía él en las manos un paquete sellado, y entregándomelo me dijo:
—A Kingston: contiene la última voluntad de Salomón y la dote de su hija. Si mi interés por ti —agregó con voz que la emoción hacía trémula— me hizo alejarte de ella y precipitar tal vez su muerte... tú sabrás disculparme... ¿Quién debe hacerlo si no eres tú?
Oído que hubo la respuesta que profundamente conmovido di a esa excusa paternal tan tierna como humildemente dada, me estrechó de nuevo entre sus brazos. ¡Aún persiste en mi oído su acento al pronunciar aquel adiós!
Saliendo a la llanura de... después de haber vadeado el Amaime, esperé a Juan Angel para indicarle que tomase el camino de la sierra. Miróme como asustado con la orden que recibía; pero viéndome doblar sobre la derecha, me siguió tan de cerca como le fue posible, y poco después lo perdí de vista.
Ya empezaba a oír el ruido de las corrientes del Zabaletas; divisaba la copa de los sauces. Detúveme en la asomada de la colina. Dos años antes, en una tarde como aquella, que entonces armonizaba con mi felicidad y ahora era indiferente a mi dolor, había divisado desde allí mismo las luces de ese hogar donde con amorosa ansiedad era esperado. María estaba allí... Ya esa casa cerrada y sus contornos solitarios y silenciosos: ¡entonces el amor que nacía y ya el amor sin esperanza! Allí, a pocos pasos del sendero que la grama empezaba a borrar, veía la ancha piedra que nos sirvió de asiento tantas veces en aquellas felices tardes de lectura. Estaba, al fin, inmediato al huerto confidente de mis amores: las palomas y los tordos aleteaban piando y gimiendo en los follajes de los naranjos: el viento arrastraba hojas secas sobre el empedrado de la gradería.
Salté del caballo, abandonándolo a su voluntad, y sin fuerzas ni voz para llamar, me senté en uno de esos escalones desde donde tantas veces su voz agasajadora y sus ojos amantes me dijeron adioses.
Rato después, casi de noche ya, sentí pasos cerca de mí: era una anciana esclava que habiendo visto mi caballo suelto en el pese­bre, salía a saber quién era su dueño. Seguíale trabajosamente Mayo: la vista de ese animal, amigo de mi niñez, cariñoso compa­ñero de mis días de felicidad, arrancó gemidos a mi pecho: pre­sentándome la cabeza para recibir un agasajo, lamía el polvo de mis botas, y sentándose a mis pies aulló dolorosamente.
La esclava trajo las llaves de la casa y al mismo tiempo me avisó que Braulio y Tránsito estaban en la montaña. Entré al salón, y dando algunos pasos en él sin que mis ojos nublados pudiesen distinguir los objetos, caí en el sofá donde con ella me había sentado siempre, donde por vez primera le hablé de mi amor.
Cuando levanté el rostro, me rodeaba una completa oscuridad. Abrí la puerta del aposento de mi madre, y mis espuelas resonaron lúgubremente en aquel recinto frío y oloroso a tumba. Entonces una fuerza nueva en mi dolor me hizo precipitar al oratorio. Iba a pedírsela a Dios... ¡ni El podía querer ya devolvérmela en la tierra! Iba a buscarla allí donde mis brazos la habían estrecha­do, donde por vez primera mis labios descansaran sobre su frente... La luz de la luna que se levantaba, penetrando por la celosía entreabierta, me dejó ver lo único que debía encontrar: el paño fúnebre medio rodado de la mesa donde su ataúd descansó: los restos de los cirios que habían alumbrado el túmulo... ¡el silencio sordo a mis gemidos, la eternidad muda ante mi dolor!
Vi luz en el aposento de mi madre: era que Juan Angel acababa de poner una bujía en una de las mesas: la tomé, mandándole con un ademán que me dejase solo, y me dirigí a la alcoba de María. Algo de sus perfumes había allí... velando las últimas prendas de su amor, su espíritu debía estarme esperando. El crucifijo aún sobre la mesa: las flores marchitas sobre su pena: el lecho donde había muerto, desmantelado ya: teñidas todavía algunas copas con las últimas pociones que le habían dado. Abrí el arma­rio: todos los aromas de los días de nuestro amor se exhalaron combinados de él. Mis manos y mis labios palparon aquellos vesti­dos tan conocidos para mí. Halé el cajón que Emma me había indi­cado; el cofre precioso estaba allí. Un grito escapó de mi pecho, y una sombra me cubrió los ojos al desenrollarse entre mis manos aquellas trenzas que parecían sensibles a mis besos.
Una hora después... ¡Dios mío!, tú lo sabes. Yo había recorrido el huerto llamándola, pidiéndosela a los follajes que nos habían dado sombra, y al desierto que en sus ecos solamente me devolvía su nombre. A la orilla del abismo cubierto por los rosales, en cuyo fondo informe y oscuro blanqueaban las nieblas y tronaba el río, un pensamiento criminal estancó por un instante mis lágrimas y enfrió mi frente...
Una persona de quien me ocultaban los rosales, pronunció mi nombre cerca de mí: era Tránsito. Al aproximárseme debió produ­cirle espanto mi rostro, pues por unos momentos permaneció asom­brada. La respuesta que di a la súplica que me hizo para que dejase aquel sitio, le reveló quizá con su amargura todo el desprecio que en tales instantes tenía yo por la vida. La pobre muchacha se puso a llorar sin insistir por el momento; pero reanimada, balbució con la voz doliente de una esclava quejosa:
—¿Tampoco quiere ver a Braulio ni a mi hijo?
—No llores, Tránsito, y perdóname —le dije. ¿Dónde están?
Ella estrechó una de mis manos sin haber enjugado todavía sus lágrimas, y me condujo al corredor del jardín, en donde su marido me esperaba. Después de que Braulio recibió mi abrazo, Tránsito puso en mis rodillas un precioso niño de seis meses, y arrodilla­da a mis pies sonreía a su hijo y me miraba complacida acariciar el fruto de sus inocentes amores.

LXIV
¡Inolvidable y última noche pasada en el hogar donde corrieron los años de mi niñez y los días felices de mi juventud! Como el ave impelida por el huracán a las pampas abrasadas intenta en vano sesgar su vuelo hacia el umbroso bosque nativo, y ajados ya los plumajes regresa a él después de la tormenta, y busca inútil­mente el nido de sus amores revoloteando en torno del árbol destrozado, así mi alma abatida va en las horas de mi sueño a vagar en torno del que fue hogar de mis padres. Frondosos naran­jos, gentiles y verdes sauces que conmigo crecísteis, ¡cómo os habéis envejecido! Rosas y azucenas de María, ¡quién las amará si existen! aromas del lozano huerto, ¡no volveré a aspiraros! Susurradores vientos, rumoroso río... ¡no volveré a oíros!
La media noche me halló velando en mi cuarto. Todo estaba allí como yo lo había dejado; solamente las manos de María habían removido lo indispensable, engalanando la estancia para mi regre­so: marchitas y carcomidas por los insectos permanecían en el florero las últimas azucenas que ella le puso. Ante esa mesa abrí el paquete de las cartas que me había devuelto al morir. Aquellas líneas borradas por mis lágrimas y trazadas cuando tan lejos estaba de creer que serían mis últimas palabras dirigidas a ella; aquellos pliegos ajados en su seno, fueron desplegados y leídos uno a uno; y buscando entre las cartas de María la contestación a cada una de las que yo le había escrito, compaginé ese diálogo de inmortal amor dictado por la esperanza e interrumpido por la muerte.
Teniendo entre mis manos las trenzas de María y recostado en el sofá en que Emma le había oído sus postreras confidencias, dio las dos el reloj; él había medido también las horas de aquella noche angustiosa, víspera de mi viaje; él debía medir las de la última que pasé en la morada de mis mayores.
Soñé que María era ya mi esposa: ese castísimo delirio había sido y debía continuar siendo el único deleite de mi alma: vestía un traje blanco vaporoso, y llevaba un delantal azul, azul como si hubiese sido formado de un jirón del cielo; era aquel delantal que tantas veces le ayudé a llenar de flores, y que ella sabía atar tan linda y descuidadamente a su cintura inquieta, aquel en que había yo encontrado envueltos sus cabellos: entreabrió cuida­dosamente la puerta de mi cuarto, y procurando no hacer ni el más leve ruido con sus ropajes, se arrodilló sobre la alfombra, al pie del sofá: después de mirarme medio sonreída, cual si temiera que mi sueño fuese fingido, tocó mi frente con sus labios suaves como el terciopelo de los lirios del Páez: menos temerosa ya de mi engaño, dejóme aspirar un momento su aliento tibio y fragante; pero entonces esperé inútilmente que oprimiera mis labios con los suyos: sentóse en la alfombra, y mientras leía algunas de las páginas dispersas en ella, tenía sobre la mejilla una de mis manos que pendía sobre los almohadones: sintiendo ella animada esa mano, volvió hacia mí su mirada llena de amor, sonriendo como ella sola podía sonreír; atraje sobre mi pecho su cabeza, y reclinada así, buscaba mis ojos mientras le orlaba yo la frente con sus trenzas sedosas o aspiraba con deleite su perfume de albahaca.
Un grito, grito mío, interrumpió aquel sueño: la realidad lo turbaba celosa como si aquel instante hubiese sido un siglo de dicha. La lámpara se había consumido; por la ventana penetraba el viento frío de la madrugada; mis manos estaban yertas y oprimían aquellas trenzas, único despojo de su belleza, única verdad de mi sueño.

LXV
En la tarde de ese día, durante el cual había visitado todos los sitios que me eran queridos, y que no debía volver a ver, me preparaba para emprender viaje a la ciudad, pasando por el cemen­terio de la parroquia donde estaba la tumba de María. Juan Angel y Braulio se habían adelantado a esperarme en él, y José, su mujer y sus hijas me rodeaban ya para recibir mi despedida. Invitados por mí me siguieron al oratorio, y todos de rodillas, todos llorando, oramos por el alma de aquella a quien tanto habíamos amado. José interrumpió el silencio que siguió a esa oración solemne para recitar una súplica a la protectora de los peregrinos y navegantes.
Ya en el corredor, Tránsito y Lucía, después de recibir mi adiós, sollozaban cubierto el rostro y sentadas en el pavimento; la señora Luisa había desaparecido; José, volviendo a un lado la faz para ocultarme sus lágrimas, me esperaba teniendo el caballo del cabestro al pie de la gradería; Mayo, meneando la cola y tendido en el gramal, espiaba todos mis movimientos como cuando en sus días de vigor salíamos a caza de perdices.
Faltóme la voz para decir una postrera palabra cariñosa a José y a sus hijas; ellos tampoco la habrían tenido para responderme.
A pocas cuadras de la casa me detuve antes de emprender la bajada a ver una vez más aquella mansión querida y sus contornos. De las horas de felicidad que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el recuerdo; de María, los dones que me había dejado al borde de su tumba.
Llegó Mayo entonces, y fatigado se detuvo a la orilla del torren­te que nos separaba: dos veces intentó vadearlo y en ambas hubo de retroceder: sentóse sobre el césped y aulló tan lastimosamente como si sus alaridos tuviesen algo de humano, como si con ellos quisiera recordarme cuánto me había amado, y reconvenirme porque lo abandonaba en su vejez.
A la hora y media me desmontaba a la portada de una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque, que era el cementerio de la aldea. Braulio, recibiendo el caballo y partici­pando de la emoción que descubría en mi rostro, empujó una hoja de la puerta y no dio un paso más. Atravesé por en medio de las malezas y de las cruces de leño y de guadua que se levantaban sobre ellas. El Sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarza­les y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acerquéme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: “María”...
A aquel monólogo terrible del alma ante la muerte, del alma que la interroga, que la maldice... que le ruega, que la llama... demasiado elocuente respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis brazos oprimían y mis lágrimas bañaban.
El ruido de unos pasos sobre la hojarasca me hizo levantar al frente del pedestal: Braulio se acercó a mí, y entregándome una corona de rosas y azucenas, obsequio de las hijas de José, perma­neció en el mismo sitio como para indicarme que era hora de partir.
Púseme en pie para colgarla de la cruz, y volví a abrazarme a los pies de ella para dar a María y a su sepulcro un último adiós...
Había ya montado, y Braulio estrechaba entre sus manos una de las mías, cuando el revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido siniestro y conocido para mí, interrumpió nuestra despedida: la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto.
Estremecido, partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche.

NOTAS
2. Lugar donde se toma el vado.
3. Espuelas grandes usadas en la Sabana de Bogotá.
4. Modismo que consiste en repetir en tono de mofa la última parte de la última palabra del interlocutor.

5. Provincialismo, por presumido.
6. Provincialismo, por de color de mono.
7. Cierta semilla muy negra y redonda.
8. Cuerda con que maniatan las reses para echarlas a tierra
9. Insectos así llamados por el color de sus alas.
10. Mochila de cabuya.
18. Quiere decir, defiendo.
20. Cuadra se toma por calle, y de allí ha pasado a significar cien varas.
12. Quiere decir haciendita.
13. Atraillados.
15. Maletica.
16. Maíz todavía tierno.
17. Llámanse así los hechos de una clase de tabaco que se produ­ce a inmediaciones de Pahnira, casi tan aromático como el habano
23. Música y danza popular en Antioquia.
25. Cantú, hablando de los Achantis, dice: “Son negros, pero se distinguen de las razas del mismo color, pareciéndose más a los abisinios, en razón a que tienen el pelo largo y lacio, barba, rostro ovalado, nariz aguileña, y el cuerpo biien proporcionado... El espíritu guerrero es en general entre ellos, y son soldados desde que se encuentran en edad de tomar las armas”.
26. Historiadores y geógrafos, como Cantú y Malte-Brun, dicen que los negros africanos son en extremos aficionados a la danza, cantares y música. Siendo el bambuco una música que en nada se asemeja a la de los aborígenes americanos, ni a los aires españoles, no hay ligereza en asegurar que fue traída de Africa por los primeros esclavos que los conquistadores importaron al Cauca, tanto más que el nombre que hoy tiene parece no ser otro que el de Bambuk levemente alterado.
27. Oro en polvo
28. Conchas que sirven de moneda.
29.  Ladrones.
30. Si hay quien pueda creer exageradas las desventuras de Nay y de sus compañeros de esclavitud, la lectura del Capítulo VI, Epoca XIV y del XVIII, Epoca XVII de la Historia Universal de Cantú, bastará a convencerle de que al bosquejar algunos cuadros del episodio, se han desdeñado tintas que podían servir para hacerlo espantosamente verdadero.

La cuestión judía
En un elogioso y poco conocido texto sobre María, publicado en 1937 como homenaje al centenario de Isaacs, Jorge Luis Borges afirma: "Isaacs no era más romántico que nosotros. No en vano lo sabemos criollo y judío, hijo de dos sangres incrédulas...". La opinión sobre el peculiar romanticismo del autor de María coincide con la que ya hemos expuesto y su condición de criollo es también evidente; no ocurre lo mismo con su pretendida filiación judía, por diversas razones discutible.
En realidad, el tema del judaísmo de Isaacs es algo que cae en el abuso, sostenido en parte por una crítica torpe y en parte por iniciativa del propio autor. El orgullo no justificado por todo lo judío se torna aquí chocante e incluso sospechoso, pues demostrado está que la pasión de Isaacs por el Antiguo Testamento y lo que implica es posterior a la publicación de María, libro que contrasta en todo con la misma Biblia, ya que a la edulcorada pastoral del primer texto se opone la severa reflexión sobre la condición humana del segundo, a tenor de la férula moral mosaica. ¿Qué actitud asumirán Efraín y María ante una lectura que concilia el incesto con el onanismo, el fratricidio con el adulterio, el voyeurismo con la sodomía? El contraste es aún mayor cuando el propio autor nos presenta a una pareja de enamorados que, atosigados por sentimientos aparentemente inmaculados, derraman torrentes de lágrimas al evocar a Chactas ante la tumba de Atala. ¿Qué tiene que ver la púdica María con la tremenda y perturbadora eclosión sensual de la sulamita, tal como pretenden hacerlo creer algunos exegetas del sionismo literario? Está claro que Isaacs busca sublimar a posteriori una estirpe con la que poco tiene que ver ya que su padre, que sí era de origen judío, repudió su religión y adoptó la fe cristiana para poder casarse con una mujer de hondas convicciones católicas. Ni siquiera en Saulo, pese al tono orientalista, se puede rastrear un estrato hebreo profundo, pues el poema cae pronto en el repertorio de motivos que ya en esa época (1881) había puesto en marcha el primer modernismo: joyas, perfumes, lugares y nombres míticos ("Al oírse la cítara de oro / del hijo de Juvan en el desierto, / despiertan en las vastas soledades / agrestes ruiseñores, / y en deliquios de amor lloran las flores").
Isaacs consagró tanto las presuntas virtudes de su "raza" que a nombre de una poco probable arcadia patriarcal, se erigió en el apologista a ultranza de la causa semita —"El autor estaba inserto en el tronco de Sem", afirma tan retórica como equivocadamente Luis Alberto Sánchez—, causa no tan politizada entonces como ocurrió años después, cuando en vida del escritor se desató el escándalo internacional motivado por la estafa de los banqueros judíos involucrados en el Affaire Panamá y que conllevó la ruina de cientos de pequeños inversores. Paradójicamente, el edén semita que Isaacs se empeñaba en ver en la sociedad de Antioquia es contestado por una opinión implacable recogida por el poeta mayor de esa región, Gregorio Gutiérrez González, contemporáneo de Isaacs, en su texto Felipe: "Raza de mercaderes que especula / con todo y sobre todo. Raza impía, / por cuyas venas sin calor circula / la sangre vil de la nación judía; / y pesos sobre pesos acumula / el precio de su honor, su mercancía, / y como sólo al interés se entiende, / todo se compra allí, todo se vende...".
Es muy probable que la preocupación de Isaacs por lo judío estuviera apoyada en un propósito diferenciador, aunque no de tipo antropológico sino literario: era una forma de ser distinto y esa alteridad no implicaba necesariamente una confesión de superioridad ante sus compatriotas, pese a que creyera estar más cerca de Sión que de Cali, sino de afirmación temática apoyada en los ancestros repudiados por su padre: no hay que olvidar que las mitificaciones librescas y la transformación del pasado son elementos inequívocos de la parafernalia romántica. Sin embargo, el idilio de Isaacs no puede desvincularse del todo de cierta visión del Génesis, pues incluso en El Paraíso la cuota edénica y tribal, regida por el amor y la sabiduría del patriarca en medio de una flora y una fauna que resaltan la peculiaridad del hábitat, remite al orden primigenio de convivencia donde hasta la proximidad del parentesco está despojada de culpa. Salomón el padre de María, es primo del padre de Efraín, lo que implica un cierto vínculo entre los enamorados pero que no alcanza a enturbiar la perspectiva de una boda. De todas formas, no escapa al lector la constatación de un hecho: Isaacs, que reclama para sí la identidad judía, extiende a todo lo que ama esta misma pretensión: da por sentado que él y su familia son judíos como también lo presupone para el antioqueño José, su mujer Luisa y sus hijas Lucía y Tránsito. María, la protagonista, hija de Salomón y de Sara, sí es judía étnica y culturalmente ya que sus padres lo eran y sólo tras la muerte de Sara, Salomón, seguro de que "haría desdichada a mi hija dejándola judía", ruega la conviertan al cristianismo, por lo que la niña deja de llamarse Ester y se transforma en María. ¿Sabiduría de Salomón? ¿Mero oportunismo? También el padre de Isaacs abjuró para casarse con una católica. ¿Acaso la coartada del converso no es la de refinar en la nueva fe su fanatismo primitivo?
Conscientes de la incertidumbre que conlleva la presunción de paternidad —evidente en la actitud de casi todas las culturas y consagrada en la sentencia Pater semper incertus fuit— los judíos, para salvaguardar de cualquier duda la legitimidad de su tradición y su ancestro, optaron muy sensatamente por definir como judío sólo al "hijo de mujer judía", ya que —presuponían— la madre es la única que sabe quién es el verdadero padre del hijo que da a luz. Al amparo de esta tradición, y considerando la identidad colombiana de la madre del autor, difícilmente podría argumentarse a favor de Isaacs como de "un semita de estirpe británica", consideración que sí es aplicable en todo a su padre, George Henry Isaacs. Las pretensiones de Isaacs son, en consecuencia, meras sublimaciones de un pasado que entroniza románticamente: María es la mitificación de un amor perdido como perdida es la estirpe del padre, por lo que, en una especie de compensación el escritor extiende su jurisdicción mítica a todo lo que ama.
Por otra parte, el juego simétrico que se advierte como una de las constantes de la novela permite homologar la obsesión judía y el episodio de los ashantis. Como algo inherente al panel de temas del romanticismo, tanto los judíos como los ashantis son elementos exóticos, sobre todo en el contexto colombiano, de la misma forma que exóticos son los Cantos de Ossian en Werther o los natchez en la narrativa de Chateaubriand. En María, la primera filiación de judíos y ashantis está justificada por el exotismo y la segunda obedece a su carácter de comunidades dispersas por el mundo y acuciadas por la persecución: no hay que perder de vista el hecho de que María es antes que nada un nombre sobrepuesto al original de Ester —tampoco deben olvidarse las connotaciones que la homónima heroína hebrea tuvo en épocas de cautiverio— y que ella y el hijo de Nay y Sinar —nombres de indudable resonancia bíblica—, sirven par unir las dos historias extranjeras en el pasado de la anécdota. Nay, la superviviente de un pueblo perseguido, se convierte en el aya de Ester, la superviviente de otro. Las dos mujeres se reencuentran en una tierra extraña —que bien puede ser la tierra prometida, El Paraíso— y se adaptan al nuevo medio al punto de cambiar su identidad, su nombre. Tras largas peripecias a lo largo del mundo, judíos y ashantis se reúnen en el seno de un país paradisiaco donde la leche y la miel bíblicas encuentran un sucedáneo —y no es un chiste— en la caña de azúcar. Sin embargo, las interpretaciones no deben ir más allá de lo meramente coincidencial, pues querer buscar herméticos significados de esta novela en la Cábala, como pretenden algunos, o de panteizar el Valle del Cauca, como sugiere un ex presidente colombiano, es sacar las cosas de su lugar. A todo esto, ¿a quién puede extrañar la dedicatoria "A los hermanos de Efraín"? La frase encierra un homenaje y la advertencia implícita de que no hay que olvidar la historia si se quiere sobrevivir, pues la escritura guarda todos los detalles de esa pasión que la tribu debe conocer. ¿No es ésta una de las aspiraciones de la más remota tradición judía? Perpetuarse como pueblo a través del lenguaje, sacralizar el texto, sublimar el amor por el dolor de la pérdida.
La biblioteca de El Paraíso
En una época lastrada por esa perniciosa idea de la originalidad llamada inspiración, y que el romanticismo convirtió en categoría autónoma y autosuficiente, Isaacs se manifiesta, sorprendentemente y contra todos los usos establecidos en su medio, como un escritor que nutre su literatura de literatura. Las referencias bibliográficas que se pueden encontrar en María son innumerables, no sólo las que se infieren de la lectura de la anécdota central, sino también aquellas que son comprobables a través de referencias explícitas en el argumento.
De otra parte la aparente inocencia formal de María está hábilmente salpicada por elementos propios más de un aventajado conocedor de su oficio que de un sentimental desesperado. Por eso, la naï veté con que a menudo se ha calificado esta novela obedece también a una estratagema de alguien que so pretexto de narrar una historia presuntamente desmayada y pueril se permite jugar con elementos literarios nuevos que crean un curioso conflicto entre el dinamismo formal y la capciosa estolidez de la trama. Algunos de esos elementos son el empleo de un repertorio realista —a despecho del costumbrismo vigente en el país y que tan bien cultivaban sus amigos y mentores de "El Mosaico"— para recrear el escenario de una historia insobornablemente romántica. En este sentido, ¿cómo tildar de ingenuo un estilo que da muestras de tanta destreza como el capítulo en el que Efraín, tras el ataque epiléptico de María, en medio de la tormenta, sale en busca del doctor Mayn? No hay que olvidar que la tormenta tiene aquí un estricto doble sentido, psicológico y telúrico, fiel a una de las convicciones más consultadas por el romanticismo: la de que el espacio exterior no es más que una metáfora del yo. Algo similar cabe decir de los capítulos dedicados a la cacería y a la travesía fluvial al regreso de Londres, ejemplos de una escritura eficaz no sólo por la límpida descripción sino por la sabia ordenación de las secuencias.
Otras manifestaciones de la pericia de Isaacs son la ruptura de la linealidad del discurso temporal para dar cabida en un salto anecdótico de varios capítulos a la exótica historia de Nay y Sinar, verdadero ejercicio de novela dentro de la novela; el evidente afán del autor por jugar con las posibilidades semánticas del cliché, el localismo y el neologismo; el fascinante empleo del elemento simbolista del ave negra con toda su carga de significado a lo largo de cuatro estratégicas situaciones, lo que conlleva por lo menos una triple sincronía de caracteres románticos, realistas y simbolistas. El ave de mal agüero, con todas sus implicaciones librescas —un caso significativo es el que posteriormente ofrece Altamirano en El zarco: el bandido colgado del árbol donde recurrentemente el búho cantaba una monodia trágica—, se salva del tópico fácil gracias al hábil empleo que de su concurso hace Isaacs, con lo que supera el sensus literalis de la figura y accede al sensus allegoricus. Pero no sólo Poe y Coleridge presiden el motivo del ave, sino que también Rafael Pombo, el más importante de los poetas románticos de Colombia, es un punto de referencia obligado; en su poema Melancolía Pombo escribe algo que parece magistral comentario a la situación de Efraín tras la muerte de María: "y así como ella expiró, / ignorada, humilde, pura, / muere en tu nido, ave oscura / y como tú, muera yo...".
Un último ejemplo que une en un mismo fragmento la destreza formal y la situación de los personajes es el que en el capítulo VI le sirve a Isaacs para canalizar la exaltación casi atormentada del amor de Efraín por María, para lo cual hace uso de la técnica de los dos puntos que se abren sin pausa, como el corazón y el deseo del protagonista. La fuerza de los sentimientos de Efraín consigue que el doble punto se abra en siete ocasiones como siete esclusas de significado en un breve párrafo, lo cual nos remite a la técnica que cien años después Juan Goytisolo llevara a su plenitud en la novela Reivindicación del conde don Julián, aunque en esta ocasión no es el corazón del amante quien habla sino la historia traicionada de un país. En ambos casos la inocencia queda excluida por completo.
Fue Vergara y Vergara el primero en constatar lo obvio: el marco de referencias literarias en el que se apoya la anécdota de la novela de Isaacs. El autor de Las tres tazas afirmó en una temprana reseña —que a partir de la tercera edición figuró como prólogo de María— la presencia evidente de dos piezas claves de la literatura francesa en la obra de Isaacs: Paul et Virginie, de Saint-Pierre (apreciable no sólo en los propósitos lacrimógenos de la dedicatoria, sino también en las desgracias de la joven pareja de protagonistas), y Atala, de Chateaubriand (perceptible en el clima general, en menciones expresas, y sobre todo, en la exótica historia de Nay y Sinar). A estas dos insoslayables referencias se han ido sumando otras aportadas por la crítica, aunque lo que aquí interesa es el escrutinio que conforma la biblioteca que alienta el idilio de los protagonistas.
Ya en el capítulo XII se impone la figura de Chateaubriand: Efraín lee en voz alta el Genio del Cristianismo y constata: "Entonces pude valuar toda la inteligencia de María: mis frases quedaban grabadas indeleblemente en su memoria, y su comprensión se adelantaba casi siempre con triunfo infantil a mis explicaciones". En páginas posteriores se narra la conmoción que produce en el ánimo de los enamorados la lectura de Atala y el desenlace de este libro no está exento de timbres premonitorios. Efraín coteja entonces la actitud de María con la de la heroína de Chateaubriand y descubre que su novia es "tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó". El orden temático se diversifica y aparecen a continuación referencias a Buffon, cuyas obras sobre historia natural le permiten a Efraín trazar un balance de la flora y fauna de la región. Hay también citas por alusión, como las de Telemaco (Fénelon) y Cabrion (Eugène Sue). Sin embargo, es Carlos el amigo de Efraín, quien en el capítulo XXII hace el catálogo de títulos y autores que descansan en los estantes de la biblioteca: Frayssinous, Blair, Shakespeare, Calderón (y un volumen de teatro español), Tocqueville (y su Democracia en América), Ségur y las obras Cristo ante el siglo, la Biblia, Don Quijote y una gramática inglesa. Más adelante se citan otros títulos, algunos inidentificables, como una imitación de la Virgen: sería genial que tal texto resultara apócrifo, sobre todo a tenor del carácter de María.
La heroína confiesa su gusto por la lectura sólo en presencia de Efraín y es esta la razón por la cual en su ausencia se aburre con "los cuentos de las Veladas de la Quinta" (Les veillées du château,de la condesa de Genlis) y un libro de título casi homónimo, Las tardes de la Granja (Les soirées de la chaumière, de F.G. Ducray-Duminil), cargados de consejos didácticos. Tras la enfermedad del padre de Efraín el libro elegido para amenizar su convalecencia es el Diario de Napoleón en Santa Elena, aunque el inventario más completo es el elaborado por Carlos y que Efraín considera una abierta "fiscalización" de sus gustos. Se da por sentado que el afán autobiográfico de Isaacs lo lleva a otorgarle a su héroe sus lecturas preferidas, ya que los libros citados eran propiedad del autor y, junto a otros no censados, pasaron a engrosar la Biblioteca Nacional de Bogotá, a principios de este siglo. Los escritores frecuentados por Isaacs pueden ser múltiples, aunque a la vista de ciertas coincidencias o menciones expresas o veladas cabe agregar los nombres de Goethe, Byron y Víctor Hugo. Algunos críticos añaden títulos como Graciela y Rafael, de Lamartine, e incluso Lucía de Lammermoor, de Walter Scott, pero de seguir por esta vía la lista sería infinita.
Borges afirmaba que ordenar el anaquel de una biblioteca es una forma de hacer autocrítica y tal opinión adquiere aquí toda su verdad, sobre todo si tenemos en cuenta la "vindicación" que Borges mismo hizo de María el año del centenario del nacimiento de Isaacs y que constituye un colofón elocuente de lo dicho hasta ahora y un rotundo juicio de valor: "Ayer, el día veinticuatro de abril de 1937, de dos y cuarto de la tarde a nueve menos diez de la noche, la novela María era muy legible. Si al lector no le basta mi palabra, o quiere comprobar si esa virtud no ha sido agotada por mí, puede hacer él mismo la prueba, nada voluptuosa por cierto, pero tampoco ingrata...".



La Maria de Jorge Isaacs XIII



—Acabemos antes de ordeñar la novillona —les dije recostando mi escopeta en el palenque—; pero Lucía y yo solos, porque quiero conseguir así que se acuerde de mí todas las mañanas.
Tomé el socobe, en cuyo fondo blanqueaban ya nevadas espumas, y poniéndolo bajo la ubre de la Mariposa, logré al fin que Lucía, toda avergonzada, lo acabase de llenar. Mien­tras esto hacía, le dije mirándola por debajo de la vaca:
—Como no se han acabado los sobrinos de José, pues yo sé que Braulio tiene un hermano más buen mozo que él, y que te quiere desde que estabas como una muñeca...
—Como otro a otra —me interrumpió.
—Lo mismo. Voy a decirle a la señora Luisa que se empeñe con su marido para que el sobrinito venga a ayudarle; y así, cuando yo vuelva, no te pondrás colorada de todo.
—¡Eh, eh! —dijo dejando de ordeñar.
—¿No acabas?
—Pero, ¿cómo quiere que acabe, si usté está tan zorral?... Ya no tiene más.
—¿Y esas dos tetas llenas? Ordéñalas.
—Ello no; si esas son las del ternero.
—¿Conque le digo a Luisa?
Dejó de oprimir con los dientes el inferior de sus voluptuosos labios para hacer con ellos un gestito que en lenguaje de Lucía significaba “a ver y cómo no”, y en el mío “haga lo que quiera”.
El becerro, que desesperaba porque le quitaran el bozal, hecho con una extremidad de la manea, y que lo ataba a una mano de la vaca, quedó a sus anchas con solo halar la ordeñadora una punta de la cuerda; y Lucía, viéndolo abalanzarse a la ubre, dijo:
—Eso era lo que te querías; cabezón más fastidioso...
Después de lo cual entró a la casa llevando sobre la cabeza el socobe y mirándome pícaramente de soslayo.
Yo desalojé de una orilla del arroyo una familia de gansos que dormitaban sobre el césped, y me puse a hacer mi tocado de mañana conversando al mismo tiempo con Tránsito y Braulio, quienes tenían las piezas de vestido de que me había despojado.
—¡Lucía! —gritó Tránsito—; tráete el paño bordado que está en el baulito pastuso.
—No creas que viene —le dije a mi ahijada; y les conté en seguida lo que había conversado con Lucía.
Ellos reían a tiempo que Lucía se presentó corriendo con lo que se le había pedido, contra todo lo que esperábamos; y como adivi­naba de qué habíamos tratado, y que de ella reían sus hermanos, me entregó el paño volviendo a un lado la cara para que no se la viese ni verme ella, y se dirigió a Tránsito para hacerle la siguiente observación:
—Ven a ver tu café, porque se me va a quemar, y déjate de estar ahí riéndote a carcajadas.
—¿Ya está? —preguntó Tránsito.
—¡Ih! hace tiempos.
—¿Qué es eso de café? —pregunté.
—Pues que yo le dije a la señorita, el último día que estuve allá, que me lo enseñara a hacer, porque se me pone que a usté no le gusta la gamuza; y por eso fue que nos encontró afanadas ordeñando.
Esto decía colgando el paño, que ya le había devuelto yo, en una de las hojas de la palma de helecho pintorescamente colocada, en el centro del patio.
En la casa llamaban la atención a un mismo tiempo la sencillez, la limpieza y el orden: todo olía a cedro, madera de que estaban hechos los rústicos muebles, y florecían bajo los aleros macetas de claveles y narcisos con que la señora Luisa había embellecido la cabañita de su hija: en los pilares había testas de venados, y las patas disecadas de los mismos servían de garabatos en la sala y la alcoba.
Tránsito me presentó, entre ufana y temerosa, la taza de café con leche, primer ensayo de las lecciones que había recibido de María; pero felicísimo ensayo, pues desde que lo probé conocí que rivalizaba con aquel que tan primorosamente sabía preparar Juan Angel.
Braulio y yo fuimos a llamar a José y a la señora Luisa, para que almorzasen con nosotros. El viejo estaba acomodando en jigras las arracachas y verduras que debía mandar al mercado el día siguiente, y ella acabando de sacar del horno el pan de yuca que iba a servirnos para el almuerzo. La hornada había sido feliz como lo demostraban no solamente el color dorado de los esponja­dos panes, sino la fragancia tentadora que despedían.
Almorzábamos todos en la cocina: Tránsito desempeñaba lista y risueña su papel de dueña de casa. Lucía me amenazaba con los ojos cada vez que le mostraba con los míos a su padre. Los campe­sinos, con una delicadeza instintiva, desechaban toda alusión a mi viaje, como para no amargar esas últimas horas que pasábamos juntos.
Eran ya las once. José, Braulio y yo habíamos visitado el plata­nal nuevo, el desmonte que estaban haciendo y el maizal en filo­te. Reunidos nuevamente en la salita de la casa de Braulio, y sentados en banquitos alrededor de una atarraya, le poníamos las últimas plomadas; y la señora Luisa desgranaba con las muchachas maíz para pilar. Ellas y ellos sentían como yo, que se acercaba el momento temible de nuestra despedida. Todos guardábamos silen­cio. Debía de haber en mi rostro algo que los conmovía, pues esquivaban mirarme. Al fin, haciendo una resolución, me levanté, después de haber visto mi reloj. Tomé mi escopeta y sus arreos, y al colgarlos en uno de los garabatos de la salita, le dije a Braulio:
—Siempre que aciertes un tiro bueno con ella, acuérdate de mí.
El montañés no tuvo voz para darme las gracias.
La señora Luisa, sentada aún, seguía desgranando la mazorca que tenía en las manos, sin cuidarse de ocultar su lloro. Tránsito y Lucía, en pie y recostadas a un lado y otro de la puerta, me daban la espalda. Braulio estaba pálido. José fingía buscar algo en el rincón de las herramientas.
—Bueno, señora Luisa —le dije a la anciana inclinándome para abrazarla— rece usted mucho por mí.
Ella se puso a sollozar sin responderme.
En pie sobre el quicio de la puerta, junté en un solo abrazo sobre mi pecho las cabezas de las muchachas, quienes sollozaban mientras mis lágrimas rodaban por sus cabelleras. Cuando separán­dome de ellas me volví para buscar a Braulio y José, ninguno de los dos estaba en la salita; me esperaban en el corredor.
—Yo voy mañana —me dijo José tendiéndome la mano.
Bien sabíamos él y yo que no iría. Luego que me soltó de sus brazos Braulio, su tío me estrechó en los suyos, y enjugándose los ojos con la manga de la camisa, tomó el camino de la roza al mismo tiempo que empezaba yo a andar por el opuesto, seguido de Mayo, y haciendo una señal a Braulio para que no me acompañase.
LII
Descendía lentamente hasta el fondo de la cañada: sólo el canto lejano de las gurríes y el rumor del río turbaban el silencio de las selvas. Mi corazón iba diciendo un adiós a cada uno de esos sitios, a cada árbol del sendero, a cada arroyo que cruzaba.
Sentado en la orilla del río veía rodar sus corrientes a mis pies, pensando en las buenas gentes a quienes mi despedida acaba­ba de hacer derramar tantas lágrimas; y dejaba gotear las mías sobre las ondas que huían de mí como los días felices de aquellos seis meses.
Media hora después llegué a la casa y entré al costurero de mi madre, en donde estaban solamente ella y Emma. Aun cuando haya pasado nuestra infancia, no por eso nos niega sus mimos una tierna madre: nos faltan sus besos; nuestra frente, marchita de­masiado pronto quizá, no descansa en su regazo; su voz no nos aduerme; pero nuestra alma recibe las caricias amorosas de la suya.
Más de una hora había pasado allí, y extrañado de no ver a María pregunté por ella.
—Estuvimos con ella en el oratorio —me respondió Emma— ahora quiere que recemos cada rato; después se fue a la repostería: no sabrá que has vuelto.
Nunca me había sucedido regresar a la casa sin ver a María pocos momentos después; y mucho temí que hubiese vuelto a caer en aquel abatimiento que tanto me desanimaba, y para vencer el cual la había visto haciendo en los últimos ocho días constantes esfuer­zos.
Pasada una hora, durante la cual estuve en mi cuarto, llamó Juan a la puerta para que fuera a comer.
Al salir encontré a María apoyada en la reja del costurero que caía al corredor.
—Mamá no te ha llamado —me dijo el niño riendo.
—¿Y quién te ha enseñado a decir mentiras? —le respondí—: María no te perdonará ésta.
—Ella fue la que me mandó —contestó Juan señalándola.
Volvíme hacia María para averiguarle la verdad, pero no fue preciso, porque ella misma se acusaba con su sonrisa. Sus ojos brillantes tenían la apacible alegría que nuestro amor les había quitado; sus mejillas, el vivo sonrosado que las hermoseaba durante nuestros retozos infantiles. Llevaba un traje blanco, sobre cuya graciosa falda ondulaban las trenzas al más leve movi­miento de su cintura o de sus pies, que jugaban con la alfombra.
—¿Por qué estás triste y encerrado? —me dijo—: yo no he estado así hoy.
—Tal vez sí —le respondí por tener pretexto para examinarla de cerca aproximándome a la reja que nos separaba.
Ella bajó los ojos fingiendo anudar de nuevo los largos cordones de su delantal de gro azul; y cruzando luego las manos por detrás del talle, se recostó contra una hoja de la ventana diciéndome:
—¿No es verdad?
—Lo dudaba, porque como acabas de engañarme...
—¡Vea qué engaño! ¿Y puede ser bueno estarte así encerrado para salir después hecho una noche?
—Me gusta verte tan valiente. ¿Y será bueno dejarte ver dos horas después de que he llegado?
—¿Y las doce son horas de venir de la montaña? También es que yo he estado muy ocupada. Pero te vi cuando venías bajando. Por más señas no traías escopeta, y Mayo se había quedado muy atrás.
—Conque ¿muchas ocupaciones?, ¿qué has hecho?
—De todo: algo bueno y algo malo.
—A ver.
—He rezado mucho.
—Ya me decía Emma que a todas horas quieres que te acompañe a rezar.
—Porque siempre que le cuento a la Virgen que estoy triste, ella me oye.
—¿En qué lo conoces?
—En que se me quita un poco esta tristeza y me da menos miedo pensar en tu viaje. Te llevarás tu Dolorosita, ¿no?
—Sí.
—Acompáñanos esta noche al oratorio y verás cómo es cierto lo que te digo.
—¿Qué es lo otro que has hecho?
—¿Lo malo?
—Sí, lo malo.
—¿Rezas esta noche conmigo y te cuento?
—Sí.
—Pero no se lo dirás a mamá, porque se enojaría.
—Prometo no decírselo.
—He estado aplanchando.
—¿Tú?
—Pues yo.
—Pero, ¿cómo haces eso?
—A escondidas de mamá.
—Haces bien en ocultarte de ella.
—Si lo hago muy rara vez.
—Pero, ¿qué necesidad hay de estropear tus manos tan...?
—¿Tan qué?... ¡Ah!, sí; ya sé. Fue que quise que llevaras tus más bonitas camisas aplanchadas por mí. ¿No te gusta? Sí me lo agradeces, ¿no?
—¿Y quién te ha enseñado a aplanchar? ¿Cómo se te ha ocurrido hacerlo?
—Un día que Juan Angel devolvió unas camisas a la criada encar­gada de eso, porque dizque a su amito no le parecían buenas, me fijé yo en ellas y le dije a Marcelina que yo iba a ayudarle para que te parecieran mejor. Ella creía que no tenían defecto, pero estimulada por mí, le quedaron ya siempre intachables, pues no volvió a suceder que las devolvieras, aunque yo no las hubiese tocado.
—Yo te agradezco muchísimo todos esos cuidados; pero no me imaginé que tuvieras fuerzas ni manos para manejar una plancha.
—Si es una muy chiquita, y envolviéndole bien el asa en un pañuelo, no puede lastimar las manos.
—A ver cómo las tienes.
—Buenecitas, pues.
—Muéstramelas.
—Si están como siempre.
—Quién sabe.
—Míralas.
Las tomé en las mías y les acaricié las palmas, suaves como el raso.
—¿Tienen algo? —me preguntó.
—Como las mías pueden estar ásperas...
—No las siento yo así. ¿Qué hiciste tú en la montaña?
—Sufrir mucho. Nunca creí que se afligirían tanto con mi despe­dida, ni que me causara tanto pesar decirles adiós, particular­mente a Braulio y a las muchachas.
—¿Qué te dijeron ellas?
—¡Pobres! Nada, porque las ahogaban sus lágrimas: demasiado decían las que no pudieron ocultarme... Pero no te pongas triste. He hecho mal en hablarte de esto. Que al recordar yo las últimas horas que pasemos juntos, te pueda ver como hoy, resignada, casi feliz.
—Sí —dijo volviéndose para enjugarse los ojos—; yo quiero estar así... ¡Mañana, ya solamente mañana!... Pero como es domin­go, estaremos todo el día juntos: leeremos algo de lo que nos leías cuando estabas recién venido; y debieras decirme cómo te agrada más verme, para vestirme de ese modo.
—Como estás en este momento.
—Bueno. Ya vienen a llamarte a comer... Ahora, hasta la tarde —agregó desapareciendo.
Así solía despedirse de mí, aunque en seguida hubiésemos de estar juntos, porque lo mismo que a mí, le parecía que estando rodeados de la familia, nos hallábamos separados el uno del otro.
LIII
A las once de la noche del veintinueve me separé de la familia y de María en el salón. Velé en mi cuarto hasta que oí al reloj dar la una de la mañana, primera hora de aquel día tanto tiempo temido y que al fin llegaba; no quería que sus primeros instantes me encontrasen dormido.
Con el mismo traje que tenía me recosté en la cama cuando dieron las dos. El pañuelo de María, fragante aún con el perfume que siempre usaba ella, ajado por sus manos y humedecido con sus lágrimas, recibía sobre la almohada las que rodaban de mis ojos como de una fuente que jamás debía agotarse.
Si las que derramo aún, al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir para mojar esta pluma al historiarlos; si fuera posible a mi mente tan sólo una vez, por un instante siquiera, sorprender a mi corazón todo lo doloroso de su secreto para revelarlo, las líneas que voy a trazar serían bellas para los que mucho han llorado, pero acaso funestas para mí. No nos es dable deleitarnos por siempre con un pesar amado: como las del dolor, las horas de placer se van. Si alguna vez nos fuese conce­dido detenerlas, María hubiera logrado hacer más lentas las que antecedieron a nuestra despedida. Pero, ¡ay!, todas, sordas a sus sollozos, ciegas ante sus lágrimas, volaron, y volaban prometien­do volver.
Un estremecimiento nervioso me despertó dos o tres veces en que el sueño vino a aliviarme. Entonces mis miradas recorrían ese cuarto ya desmantelado y en desorden por los preparativos de viaje, cuarto donde esperé tantas veces las alboradas de días venturosos. Y procuraba conciliar de nuevo el sueño interrumpido, porque así volvía a verla tan bella y ruborosa como en las prime­ras tardes de nuestros paseos después de mi regreso; pensativa y callada como solía quedarse cuando le hacía mis primeras confi­dencias, en las cuales casi nada se habían dicho nuestros labios y tanto nuestras miradas y sonrisas; confiándome con voz queda y temblorosa los secretos infantiles de su castísimo amor; menos tímidos al fin sus ojos ante los míos, para dejarme ver en ellos su alma a trueque de que le mostrase la mía... El ruido de un sollozo volvía a estremecerme; el de aquel que mal ahogado había salido de su pecho esa noche al separarnos.
No eran las cinco todavía cuando después de haberme esmerado en ocultar las huellas de tan doloroso insomnio, me paseaba en el corredor, oscuro aún. Muy pronto vi brillar luz en las rendijas del aposento de María, y luego oí la voz de Juan que la llamaba.
Los primeros rayos del Sol al levantarse, trataban en vano de desgarrar la densa neblina que como un velo inmenso y vaporoso pendía desde las crestas de las montañas, extendiéndose flotante hasta las llanuras lejanas. Sobre los montes occidentales, lim­pios y azules, amarillearon luego los templos de Cali, y al pie de las faldas blanqueaban cual rebaños agrupados los pueblecillos de Yumbo y Vijes.
Juan Angel, después de haberme traído el café y ensillado mi caballo negro, que impaciente ennegrecía con sus pisadas el gramal del pie del naranjo a que estaba atado, me esperaba lloro­so, recostado contra la puerta de mi cuarto, con las polainas y los espolines en las manos: al calzármelos, su lloro caía en gruesas gotas sobre mis pies.
—No llores —le dije, dando trabajosamente seguridad a mi voz—: cuando yo regrese, ya serás hombre, y no te volverás a separar de mí. Mientras tanto, todos te querrán mucho en casa.
Era llegado el momento de reunir todas mis fuerzas. Mis espuelas resonaron en el salón, que estaba solo. Empujé la puerta entorna­da del costurero de mi madre, quien se lanzó del asiento en que estaba a mis brazos. Ella conocía que las demostraciones de su dolor podían hacer flaquear mi ánimo, y entre sollozo y sollozo trataba de hablarme de María y de hacerme tiernas promesas.
Todos habían humedecido mi pecho con su lloro. Emma, que había sido la última, conociendo qué buscaba yo a mi alrededor al desasirme de sus brazos, me señaló la puerta del oratorio, y entré a él. Sobre el altar irradiaban su resplandor amarillento dos luces: María, sentada en la alfombra, sobre la cual resaltaba el blanco de su ropaje, dio un débil grito al sentirme, volviendo a dejar caer la cabeza destrenzada sobre el asiento en que la tenía reclinada cuando entré. Ocultándome así el rostro, alzó la mano derecha para que yo la tomase: medio arrodillado, la bañé en lágrimas y la cubrí de caricias; mas al ponerme en pie, como temerosa de que me alejase ya, se levantó de súbito para asirse sollozante de mi cuello. Mi corazón había guardado para aquel momento casi todas sus lágrimas.
Mis labios descansaron sobre su frente... María, sacudiendo estremecida la cabeza, hizo ondular los bucles de su cabellera, y escondiendo en mi pecho la faz, extendió uno de los brazos para señalarme el altar. Emma, que acababa de entrar, la recibió inanimada en su regazo, pidiéndome con ademán suplicante que me alejase. Y obedecí.
LIV
Hacía dos semanas que estaba yo en Londres, y una noche recibí cartas de la familia. Rompí con mano trémula el paquete, cerrado con el sello de mi padre.
Había una carta de María. Antes de desdoblarla, busqué en ella aquel perfume demasiado conocido para mí de la mano que lo había escrito: aún lo conservaba; en sus pliegues iba un pedacito de cáliz de azucena. Mis ojos nublados quisieron inútilmente leer las primeras líneas. Abrí uno de los balcones de mi cuarto, porque parecía no serme suficiente el aire que había en él... ¡Rosales del huerto de mis amores!... ¡montañas americanas, montañas mías...! ¡noches azules! La inmensa ciudad, rumorosa aún y medio embozada en su ropaje de humo, semejaba dormir bajo los densos cortinajes de un cielo plomizo. Una ráfaga de cierzo azotó mi rostro penetrando en la habitación. Aterrado junté las hojas del balcón; y solo con mi dolor, al menos solo, lloré largo tiempo rodeado de oscuridad.
He aquí algunos fragmentos de la carta de María:
“Mientras están de sobremesa en el comedor, después de la cena, me he venido a tu cuarto para escribirte. Aquí es donde puedo llorar sin que nadie venga a consolarme; aquí donde me figuro que puedo verte y hablar contigo. Todo está como lo dejaste, porque mamá y yo hemos querido que esté así: las últimas flores que puse en tu mesa han ido cayendo marchitas ya al fondo del florero: ya no se ve una sola; los asientos en los mismos sitios; los libros como estaban y abierto sobre la mesa el último en que leíste; tu traje de caza, donde lo colgaste al volver de la montaña la última vez; el almanaque del estante mostrando siempre ese 30 de enero ¡ay, tan temido, tan espantoso y ya pasado! Ahora mismo las ramas florecidas de los rosales de tu ventana entran como a buscarte y tiemblan al abrazarlas yo diciéndoles que volverás.
”¿Dónde estarás? ¿Qué harás en este momento? De nada me sirve haberte exigido tantas veces me mostraras en el mapa cómo ibas a hacer el viaje, porque no puedo figurarme nada. Me da miedo pensar en ese mar que todos admiran, y para mi tormento te veo siempre en medio de él. Pero después de tu llegada a Londres vas a contármelo todo: me dirás cómo es el paisaje que rodea la casa en que vives; me describirás minuciosamente tu habitación, sus muebles, sus adornos; me dirás qué haces todos los días, cómo pasas las noches, a qué horas estudias, en cuáles descansas, cómo son tus paseos, y en qué ratos piensas más en tu María. Vuélveme a decir qué horas de aquí corresponden a las de allá, pues se me ha olvidado.
”José y su familia han venido tres veces desde que te fuiste. Tránsito y Lucía no te nombran sin que se les llenen los ojos de lágrimas; y son tan dulces y cariñosas conmigo, tan finas si me hablan de ti, que apenas es creíble. Ellas me han preguntado si a donde estás tú llegan cartas que se te escriban, y alegres al saber que sí, me han encargado te diga en su nombre mil cosas.
”Ni Mayo te olvida. Al día siguiente de tu marcha recorría desesperado la casa y el huerto buscándote. Se fue a la montaña, y a la oración, cuando volvió, se puso a aullar sentado en el cerrito de la subida. Lo vi después acostado a la puerta de tu cuarto: se la abrí, y entró lleno de gusto; pero no encontrándote después de haber husmeado por todas partes, se me acercó otra vez triste, y parecía preguntarme por ti con los ojos, a los que sólo les faltaba llorar; y al nombrarte yo, levantó la cabeza como si fuera a verte entrar. ¡Pobre! Se figura que te escondes de él como lo hacías algunas veces para impacientarlo, y entra a todos los cuartos andando paso a paso y sin hacer el menor ruido, esperando sorprenderte.
”Anoche no concluí esta carta porque mamá y Emma vinieron a buscarme; ellas creen que me hace daño estar aquí, cuando si me impidieran estar en tu cuarto, no sé qué haría.
”Juan se despertó esta mañana preguntándome si habías vuelto, porque dormida me oye nombrarte.
”Nuestra mata de azucenas ha dado la primera, y dentro de esta carta va un pedacito. ¿No es verdad que estás seguro de que nunca dejará de florecer? Así necesito creer, así creo que la de rosas dará las más lindas del jardín”.

LV

Durante un año tuve dos veces cada mes cartas de María. Las últimas estaban llenas de melancolía tan profunda, que comparadas con ellas, las primeras que recibí parecían escritas en nuestros días de felicidad.
En vano había tratado de reanimarla diciéndole que esa tristeza destruiría su salud, por más que hasta entonces hubiese sido tan buena como me lo decía; en vano. “Yo sé que no puede faltar mucho para que yo te vea —me había contestado—; desde ese día ya no podré estar triste; estaré siempre a tu lado... No, no; nadie podrá volver a separarnos”.
La carta que contenía esas palabras fue la única de ella que recibí en dos meses.
En los últimos días de junio, una tarde se me presentó el señor A..., que acababa de llegar de París y a quien no había visto desde el pasado invierno.
—Le traigo a usted cartas de su casa —me dijo después de haber­nos abrazado.
—¿De tres correos?
—De uno solo. Debemos hablar algunas palabras antes —me observó reteniendo el paquete.
Noté en su semblante algo siniestro que me turbó.
—He venido —añadió después de haberse paseado silencioso algu­nos instantes por el cuarto— a ayudarle a usted a disponer su regreso a América.
—¡Al Cauca! —exclamé, olvidado por un momento de todo, menos de María y de mi país.
—Sí —me respondió— pero ya habrá usted adivinado la causa.
—¡Mi madre! —prorrumpí desconcertado.
—Está buena —respondió.
—¿Quién, pues? —grité asiendo el paquete que sus manos rete­nían.
—Nadie ha muerto.
—¡María! ¡María! —exclamé, como si ella pudiera acudir a mis voces, y caí sin fuerzas sobre el asiento.
—Vamos —dijo procurando hacerse oír el señor A...—; para esto fue necesaria mi venida. Ella vivirá si usted llega a tiempo. Lea usted las cartas, que ahí debe venir una de ella.
“Vente —me decía— ven pronto, o me moriré sin decirte adiós. Al fin me consienten que te confiese la verdad: hace un año que me mata hora por hora esta enfermedad de que la dicha me curó por unos días. Si no hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti.
”Si vienes... sí, vendrás, porque yo tendré fuerzas para resis­tir hasta que te vea; si vienes hallarás solamente una sombra de tu María; pero esa sombra necesita abrazarte antes de desapare­cer. Si no te espero, si una fuerza más poderosa que mi voluntad me arrastra sin que tú me animes, sin que cierres mis ojos, a Emma le dejaré para que te lo guarde, todo lo que yo sé te será amable: las trenzas de mis cabellos, el guardapelo en donde están los tuyos y los de mi madre, la sortija que pusiste en mi mano en vísperas de irte, y todas tus cartas.
”Pero, ¿a qué afligirte diciéndote todo esto? Si vienes, yo me alentaré; si vuelvo a oír tu voz, si tus ojos me dicen un solo instante lo que ellos solo sabían decirme, yo viviré y volveré a ser como antes era. Yo no quiero morirme; yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre”.
—Acabe usted —me dijo el señor A... recogiendo la carta de mi padre caída a mis pies—. Usted mismo conocerá que no podemos perder tiempo.
Mi padre decía lo que yo había sabido ya demasiado cruelmente. Quedábales a los médicos sólo una esperanza de salvar a María: la que les hacía conservar mi regreso. Ante esa necesidad mi padre no vaciló; ordenábame regresar con la mayor precipitud posible, y se disculpaba por no haberlo dispuesto así antes.
Dos horas después salí de Londres.

LVI
Hundíase en los confines nebulosos del Pacífico el Sol del vein­ticinco de julio, llenando el horizonte de resplandores de oro y rubí; persiguiendo con sus rayos horizontales hasta las olas azuladas que iban como fugitivas a ocultarse bajo las selvas sombrías de la costa. La Emilia López, a bordo de la cual venía yo de Panamá, fondeó en la bahía de Buenaventura después de haber jugueteado sobre la alfombra marina acariciada por las brisas del litoral.
Reclinado sobre el barandaje de cubierta, contemplé esas monta­ñas a vista de las cuales sentía renacer tan dulces esperanzas. Diez y siete meses antes rodando a sus pies, impulsado por las corrientes tumultuosas del Dagua, mi corazón había dicho un adiós a cada una de ellas, y su soledad y silencio habían armonizado con mi dolor.
Estremecida por las brisas, temblaba en mis manos una carta de María que había recibido en Panamá, la cual volví a leer a la luz del moribundo crepúsculo. Acaban de recorrerla mis ojos... Amari­llenta ya, aún parece húmeda con mis lágrimas de aquellos días.
“La noticia de tu regreso ha bastado a volverme las fuerzas. Ya puedo contar los días, porque cada uno que pasa acerca más aquel en que he de volver a verte.
”Hoy ha estado muy hermosa la mañana, tan hermosa como esas que no has olvidado. Hice que Emma me llevara al huerto; estuve en los sitios que me son más queridos en él; y me sentí casi buena bajo esos árboles, rodeada de todas esas flores, viendo correr el arroyo, sentada en el banco de piedra de la orilla. Si esto me sucede ahora, ¿cómo no he de mejorarme cuando vuelva a recorrerlo acompañada por ti?
”Acabo de poner azucenas y rosas de las nuestras al cuadro de la Virgen, y me ha parecido que ella me miraba más dulcemente que de costumbre y que iba a sonreír.
”Pero quieren que vayamos a la ciudad, porque dicen que allá podrán asistirme mejor los médicos: yo no necesito otro remedio que verte a mi lado para siempre. Yo quiero esperarte aquí: no quiero abandonar todo esto que amabas, porque se me figura que a mí me lo dejaste recomendado y que me amarías menos en otra parte. Suplicaré para que papá demore nuestro viaje, y mientras tanto llegarás, adiós”.
Los últimos renglones eran casi ilegibles.
El bote de la aduana, que al echar ancla la goleta, había salido de la playa, estaba ya inmediato.
—¡Lorenzo! —exclamé al reconocer a un amigo querido en el ga­llardo mulato que venía de pie en medio del Administrador y del jefe del resguardo.
—¡Allá voy! —contestó.
Y subiendo precipitadamente la escala, me estrechó en sus bra­zos.
—No lloremos —dijo enjugándose los ojos con una de las puntas de su manta y esforzándose por sonreír: nos están viendo y esos marineros tienen corazón de piedra.
Ya en medias palabras me había dicho lo que con mayor ansiedad deseaba yo saber: María estaba mejor cuando él salió de casa. Aunque hacía dos semanas que me esperaba en Buenaventura, no habían venido cartas para mí sino las que él trajo, seguramente porque la familia me aguardaba de un momento a otro.
Lorenzo no era esclavo. Compañero fiel de mi padre en los viajes frecuentes que éste hizo durante su vida comercial, era amado por toda la familia, y gozaba en casa fueros de mayordomo y conside­raciones de amigo. En la fisonomía y talante mostraba su vigor y franco carácter: alto y fornido, tenía la frente espaciosa y con entradas; hermosos ojos sombreados por cejas crespas y negras; recta y elástica nariz; bella dentadura, cariñosas sonrisas y barba enérgica.
Verificada la visita de ceremonia del Administrador al buque, la cual había precipitado suponiendo encontrarme en él, se puso mi equipaje en el bote, y yo salté a éste con los que regresaban, después de haberme despedido del capitán y de algunos de mis com­pañeros de viaje. Cuando nos acercábamos a la ribera, el horizon­te se había ya entenebrecido: olas negras, tersas y silenciosas pasaban meciéndonos para perderse de nuevo en la oscuridad: luciérnagas sinnúmero revoloteaban sobre el crespón rumoroso de las selvas de las orillas.
El Administrador, sujeto de alguna edad, obeso y rubicundo, era amigo de mi padre. Luego que estuvimos en tierra, me condujo a su casa y me instaló él mismo en el cuarto que tenía preparado para mí. Después de colgar una hamaca corozaleña, amplia y perfumada, salió, diciéndome antes:
—Voy a dar disposiciones para el despacho de tu equipaje, y otras más importantes y urgentes al cocinero, porque supongo que las bodegas y repostería de la Emilia no vendrían muy recargadas: me ha parecido hoy muy retozona.
Aunque el Administrador era padre de una bella e interesante familia establecida en el interior del Cauca, al hacerse cargo del destino que desempeñaba, no se había resuelto traerla al puerto, por mil razones que me tenía dadas y que yo, a pesar de mi inexperiencia, hallé incontestables. Las gentes porteñas le parecían cada día más alegres, comunicativas y despreocupadas; pero no encontraría grave mal en ello, puesto que después de algunos meses de permanencia en la costa, el mismo Administrador se había contagiado más que medianamente de aquella despreocupa­ción.
Después de un cuarto de hora que yo empleé en cambiar por otro mi traje de a bordo, el Administrador volvió a buscarme: traía ya en lugar de su vestido de ceremonia, pantalones y chaqueta de intachable blancura; su chaleco y corbata habían empezado una nueva temporada de oscuridad y abandono.
—Descansarás un par de días aquí antes de seguir tu viaje —dijo llenando dos copas con brandy que tomó de una hermosa frasquera.
—Pero es que yo no necesito ni puedo descansar —le observé.
—Toma el brandy; es un excelente Martell; o ¿prefieres otra cosa?
—Yo creí que Lorenzo tenía preparados bogas y canoas para madrugar mañana.
—Ya veremos. Conque ¿prefieres ginebra o ajenjo?
—Lo que usted guste.
—Salud, pues —dijo convidándome.
Y después de vaciar de un trago la copa:
—¿No es superior? —preguntó guiñando entrambos ojos; y produ­ciendo con la lengua y el paladar un ruido semejante al de un beso sonoro, añadió—: ya se ve que habrás saboreado el más añejo de Inglaterra.
—En todas partes abrasa el paladar. ¿Conque podré madrugar?
—Si todo es broma mía —respondió acostándose descuidadamente en la hamaca, limpiándose el sudor de la garganta y de la frente con un gran pañuelo de seda de India, fragante como el de una novia—. Conque abrasa ¿eh? Pues el agua y él son los únicos médicos que tenemos aquí, salvo mordedura de víbora.
—Hablemos de veras: ¿Qué es lo que usted llama su broma?
—La propuesta de que descanses, hombre. ¿Se te figura que tu padre se ha dormido para recomendarme tuviera todo preparado para tu marcha? Va para quince días que llegó Lorenzo, y hace ocho que están listos los bogas y ranchada la canoa. Lo cierto es que he debido ser menos puntual, y habría logrado de esa manera que te dejaras ajonjear por mí dos días.
—¡Cuánto le agradezco su puntualidad!
Rióse ruidosamente impulsando la hamaca para darse aire, dicién­dome al fin:
—¡Malagradecido!
—No es eso: usted sabe que no puedo, que no debo demorarme ni una hora más de lo indispensable; que es urgente que llegue yo a casa muy pronto...
—Sí, sí; es verdad; sería un egoísmo de mi parte —dijo ya serio.
—¿Qué sabe usted?
—La enfermedad de una de las señoritas... Pero recibirías las cartas que te envié a Panamá.
—Sí, gracias, a tiempo de embarcarme.
—¿No te dicen que está mejor?:
—Eso dicen.
—¿Y Lorenzo?
—Dice lo mismo.
Pasado un momento en que ambos guardábamos silencio, el Adminis­trador gritó incorporándose en la hamaca:
—¡Marcos, la comida!
Un criado entró luego a anunciarnos que la mesa estaba servida.
—Vamos —dijo mi huésped poniéndose en pie— hace hambre; si hubieras tomado el brandy tendrías un buen apetito. ¡Hola! —agregó a tiempo que entrábamos al comedor y dirigiéndose a un paje—: si vienen a buscarnos, di que no estamos en casa. Es necesario que te acuestes temprano para poder madrugar —me observó señalándome el asiento de la cabecera.
El y Lorenzo se colocaron a uno y otro lado mío.
—¡Diantre! —exclamó el Administrador cuando la luz de la hermosa lámpara de la mesa bañó mi rostro—: ¡qué bozo has traído!, si no fueras moreno se podría jurar que no sabes dar los buenos días en castellano. Se me figura que estoy viendo a tu padre cuando él tenía veinte años; pero me parece que eres más alto que él: sin esa seriedad, heredada sin duda de tu madre, creería estar con el judío la noche que por primera vez desembarcó en Quibdó. ¿No te parece Lorenzo?
—Idéntico —respondió éste.
—Si hubieras visto —continuó mi huésped dirigiéndose a él— el afán de nuestro inglesito luego que le dije que tendría que permanecer conmigo dos días... Se impacientó hasta decirme que mi brandy abrasaba no sé qué. ¡Caracoles!, temí que me regañara. Vamos a ver si te parece lo mismo este tinto, y si logramos que te haga sonreír. ¿Qué tal? —añadió después que probé el vino.
—Es muy bueno.
—Temblando estaba de que me le hicieras gesto porque es lo mejor que he podido conseguir para que tomes en el río.
La jovialidad del Administrador no flaqueó un instante durante dos horas. A las nueve permitió que me retirase, prometiéndome estar en pie a las cuatro de la mañana para acompañarme al embar­cadero. A darme las buenas noches, agregó:
—Espero que no te quejarás mañana de las ratas como la otra vez: una mala noche que te hicieron pasar les ha costado carísi­mo: les he hecho desde entonces guerra a muerte.

LVII
A las cuatro llamó el buen amigo a mi puerta, y hacía una hora que lo esperaba yo, listo ya para marchar. El, Lorenzo y yo nos desayunamos con brandy y café mientras los bogas conducían a las canoas mi equipaje, y poco después estábamos todos en la playa.
La Luna, grande y en su plenitud, descendía ya al ocaso, y al aparecer bajo las negras nubes que la habían ocultado, bañó las selvas distantes, los manglares de las riberas y la mar tersa y callada con resplandores trémulos y rojizos, como los que espar­cen los blandones de un féretro sobre el pavimento de mármol y los muros de una sala mortuoria.
—¿Y ahora hasta cuándo? —me dijo el Administrador correspon­diendo a mi abrazo de despedida con otro apretado.
—Quizá volveré muy pronto —le respondí.
—¿Regresas, pues, a Europa?
—Tal vez.
Aquel hombre tan festivo me pareció melancólico en ese momento.
Al alejarse de la orilla la canoa ranchada, en la cual íbamos Lorenzo y yo, grito:
—¡Muy buen viaje!
Y dirigiéndose a los dos bogas:
—¡Cortico! ¡Laureán!... cuidármelo mucho, cuidármelo como cosa mía.
—Sí, mi amo —contestaron a dúo los dos negros. A dos cuadras estaríamos de la playa, y creí distinguir el bulto blanco del Administrador, inmóvil en el mismo sitio en que acababa de abrazarme.
Los resplandores amarillentos de la luna, velados a veces, fúnebres siempre, nos acompañaron hasta después de haber entrado a la embocadura del Dagua.